DISCÍPULO





SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 8:18-22

INTRODUCCIÓN

       Seguramente hayáis escuchado en alguna ocasión la frase manida de que “la intención es lo que cuenta.” Parece ser una expresión que zanja cualquier reproche, cualquier perezosa actitud o cualquier acto prometido que no llega a realizarse plenamente en la realidad. Por ejemplo, cuando le decimos a alguien que haremos tal o cual cosa en su favor, y luego nos damos cuenta de que no podemos cumplir nuestra palabra, con todo el candor y la inocencia del mundo le decimos a la persona con los brazos cruzados y el ceño fruncido: “La intención es lo que cuenta.” Pues no, la intención no basta en casi cualquier circunstancia en la que empeñamos la palabra. La intención cuenta cuando nos hemos esforzado hasta la extenuación por conseguir esa cosa, cuando hemos sacrificado todo lo que tenemos por lograr esa cosa y no hemos podido cumplir la promesa, cuando determinadas coyunturas se conjuran para evitar que logremos nuestro objetivo. Entonces sí cuenta la intención, porque en su pureza y buena fe, se hizo lo posible y lo imposible por hacer honor a su compromiso.

      La intención sin acción no significa nada. Como dijo la fallecida Margaret Thatcher, primera ministra británica, “nadie recordaría al buen samaritano, si además de buenas intenciones no hubiera tenido dinero.” Si manifestamos una actitud positiva y un deseo ferviente, pero luego no llevamos a cabo nuestro objetivo, la intención es inútil. Para que alguien te tome en serio en la vida, en las relaciones, en el trabajo y en la fe, debes aunar intención y acción práctica. De buenas intenciones está lleno el infierno, y de intentonas superficiales está sembrado el camposanto. La intención no lo es todo, puesto que si no nos comprometemos con la causa que enarbolamos como línea directriz de nuestra existencia, seremos unos auténticos hipócritas. 

      Y es que tal y como contemplamos en la actualidad política de nuestro país, y con especial foco en el embrollo independentista catalán, lo cierto es que ya nadie muere por sus ideas. Ahí tenemos a un Puigdemont o a una Anna Gabriel, supuestos promotores de la DUI, pero fugados a otras latitudes para evitar recibir el coste de plasmar sus ideologías, respetables como cualquier otra, acabando con sus huesos en la prisión. Cuando las cosas van bien, todo es jolgorio y todos se suben al carro, pero cuando hay que pagar el precio de creer en lo que crees, si te he visto, no me acuerdo. Ya nadie muere por nada ni por nadie. El pragmatismo ha usurpado el lugar de los posibles mártires.

1.      LAS BUENAS INTENCIONES DEL ESCRIBA

      Lo mismo sucede en términos espirituales en lo que respecta a seguir a Cristo. Mientras todo son parabienes, beneficios y algarabía, todo es perfecto; pero cuando la cruz es alzada por los romanos para crucificar a Jesús, todos huyen como bellacos. Ser discípulo de Jesús no era un paseíto por la campiña francesa, ni una visita a un parque temático repleto de atracciones y diversión sin fin. Entre milagro y milagro, Jesús recibe a dos personas que parecen tener intenciones aparentemente loables y dignas de ser aplaudidas, pero que son solo una fachada de las inseguridades interiores que todavía les hace dudar de su seguimiento de Jesús. Tras una noche ajetreada y llena del poder de Dios a través de las sanidades y exorcismos de Jesús, el Maestro observa cómo el inacabable trasiego de personas necesitadas y enfermas parece no terminar. Por eso, y en vista de que también necesita un receso para descansar y reponer fuerzas en comunión con su Padre celestial, decide apartarse por unos momentos de la ingente cantidad de personas que claman rogándole su ayuda: “Viéndose Jesús rodeado de mucha gente, mandó pasar al otro lado.” (v. 18) Su meta era poder cruzar al otro lado del mar de Galilea, y así encontrar asueto y un poco de tranquilidad, preparándose para un nuevo asalto en la lucha feroz con el pecado y con Satanás.

      Antes de poder poner un pie en la barca que le llevaría a la otra orilla, dos individuos se acercan a Jesús con el propósito de demostrarle que estaban más que dispuestos a aceptarle como Maestro y Señor. El primero de estos hombres era un escriba. Los escribas eran los copistas de la ley de Moisés, encargados de transmitir por la vía escrita todas las enseñanzas de la Palabra de Dios con una minuciosidad tremenda. A fuerza de copiar y transcribir habían llegado a convertirse en auténticas eminencias del conocimiento de las Escrituras. Este escriba que se arrima a Jesús arde en deseos de que Jesús sepa que sus intenciones son las mejores: “Y vino un escriba y le dijo: Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.” (v. 19) Tal había sido la impresión que este hombre había recibido de Jesús, que no duda en tratarle con el honroso nombre de “maestro”. No todo el mundo podía ser maestro, puesto que era una responsabilidad muy seria que requería de grandes dosis de conocimiento de la Palabra de Dios, de discernimiento espiritual y de un talento nato para comunicar las verdades del Señor de forma clara y retadora. El escriba, curtido en la lectura de la letra de la ley, parece aceptar a Jesús como su maestro, y quiere entrar en su academia particular.

    La verdad es que su reconocimiento y confesión honran a este escriba. Muchos suscribiríamos esta misma frase, e incluso sus apóstoles, sus discípulos más destacados, confirmarían con sus palabras esta misma intención. Todos querríamos a un escriba de esta clase que lo dejase todo para seguir a Jesús, que mostrase una pasión ardiente por caminar tras el Maestro de Nazaret. A veces nos conformamos con una declaración de este tipo para franquear el paso de determinadas personas en el ciclo del discipulado en nuestras congregaciones. Nada parece estar mal en esta breve frase. Sin embargo, Jesús, que lee los corazones y las almas de los seres humanos como si de un libro abierto se tratase, percibe en esta intención potencialmente positiva y entusiasta algo que chirría: “Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.” (v. 20) 

    ¿No era esta una contestación áspera y poco atractiva para el caso de una persona que estaba dispuesta a todo con tal de seguir en pos de Jesús? Pareciera como si Jesús quisiera quitarle de su mente la promesa de un seguimiento fiel y a pesar de cualquier circunstancia. ¿Estaba Jesús desanimando a este escriba con su tajante respuesta? ¿O es que Jesús veía mucho más adentro de este escriba de lo que lo hacemos nosotros? Jesús no quiere engañar a nadie, y menos a alguien que parece tener muy buenas intenciones. El Maestro quiere señalar claramente que el discipulado no es precisamente una fiesta de sanidades por doquier y de expulsión de demoníacas presencias. Cuando la victoria es un hecho, todos se apuntan hasta a un bombardeo. Pero el discipulado no tiene una sola vertiente. Sus facetas comprenden instantes de gloria al ser testigos del poder de Dios, pero también momentos en los que es preciso sufrir y padecer por la causa del evangelio. 

    Ser discípulo de Jesús es un milagro, y de los gordos. ¿Estaría el escriba tan dispuesto a seguir a Jesús cuando la persecución se desate contra sus discípulos? ¿Estaría en condiciones para aceptar el precio de muerte que requiere en ciertas situaciones ser discípulo de Jesús? ¿Sería capaz de dormir al raso, de renunciar a sus propiedades, de despedirse de su familia o de darse de baja en el gremio de los escribas, por marchar tras las pisadas de este maestro itinerante? Jesús no quiere que nadie se lleve a engaño. Quiere que el escriba vea la parte más dolorosa, sacrificada y dura de ser discípulo de Jesús. Jesús se pone como ejemplo de la clase de vida que habrá de llevar todo aquel que quiera ceñirse a la disciplina que surge de elegir ser aprendiz en la escuela del discipulado. 

      Los animales hallan su guarida y nido en la naturaleza, pero Jesús se ha despojado de las posesiones materiales para no atarse a ellas, para poder caminar y recorrer la tierra predicando y enseñando. Descansa donde puede y cuando puede, vive al día sin preocuparse de nada, siempre con su mirada puesta en la labor que su Padre le ha encomendado. El Hijo del Hombre, título cristológico y mesiánico, es la expresión que Jesús emplea para sí mismo, identificándose con Dios mismo, ese Dios que no puede ser limitado por el materialismo y las propiedades terrenales. ¿El escriba se daría cuenta de la cruz que tendría que llevar si quería ser discípulo de Jesús? Algún día lo sabremos.

2.      EL TRATO FAMILIAR DEL DISCÍPULO

    El segundo hombre que se dirige a Jesús, casi con los dos pies en la barca le propone un trato a Jesús para ser su discípulo: “Otro de sus discípulos le dijo: Señor, permíteme que vaya primero y entierre a mi padre.” (v. 21) A diferencia del anterior posible discípulo, el cual confiesa impetuosamente sus intenciones y que proviene directamente del judaísmo, este discípulo de Jesús es una persona que ya forma parte del círculo más estrecho de seguidores. Ya no le llama “maestro”, sino que va más allá y lo reconoce como su “Señor”. Es una persona sometida a la autoridad de Jesús, que de algún modo está medio comprometido con continuar su andadura junto a él. No obstante, pide a Jesús algo que parece muy lícito, muy humano y muy digno. Seguro que Jesús no va a ponerle pegas a su petición. Se trata de su padre, y como todo el mundo sabe, uno de los mandamientos del Decálogo dado a Moisés por Dios en el Sinaí, es el de honrar a los padres mientras estén con vida. Jesús lo va a comprender y no va a haber problema en que le conceda este ruego, y luego, ya si eso, consumará su vocación yendo en pos de su Señor. Al igual que la declaración del escriba, aparentemente no era una mala idea y su intención era honorable y digna de alabar.

     Enterrar al padre o a la madre era una manera de decir que su obligación prioritaria debía ser la de cuidar y procurar el bienestar de sus progenitores hasta su muerte. Un buen hijo no se separaría de sus padres ya mayores y con necesidades que solo podían ser cubiertas por su descendencia. Aquí este discípulo no está hablando de enterrar literalmente a su padre, cuestión que se soluciona en unas semanas, sino que se refiere a ayudar a sus progenitores a dejar todo en orden antes de su deceso. Era una costumbre judía muy arraigada y que hablaba muy bien del carácter de los hijos y de la educación esmerada ofrecida por unos padres piadosos. 

      Jesús responde con una enérgica orden, seguida de un consejo: “Jesús le dijo: Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos.” (v. 22) ¡Vaya con este Jesús! ¡Cómo se las gastaba! ¿Por qué emplea esta frase, a todas luces una provocación para este discípulo que amaba profundamente a sus padres y a su familia? ¿Era Jesús un insensible? Por supuesto que no. Jesús nuevamente vuelve a escrutar el corazón de su discípulo y valora los pros y los contras de ir a cuidar de sus padres hasta su último estertor. Había buena intención en el discípulo, no cabía duda, pero sus prioridades estaban completamente erradas. Colocaba a sus padres por encima de su obediencia y seguimiento a Jesús, y esto solamente le traería problemas. Si el discípulo optase por ir a ver a su parentela, no cabe duda de que mucha de ella intentaría hacerle recapacitar, hacerle recular de su decisión de seguir a ese tal Jesús, impedirle que llegase al punto de dejarlo todo por ir tras él. La familia puede ser tremendamente convincente cuando se trata de la fe de alguien, y este discípulo podría caer en la trampa de los chantajes emocionales y de la presión familiar.

        Jesús le conmina a seguirle y nada más. Los padres podrían ser atendidos por otras personas que nada querían tener que ver con Jesús y su grupo de seguidores fanáticos. Seguir a Jesús suponía renunciar de nuevo a la familia y a los lazos paternos, pero como él mismo se encargaría de señalar, “cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mateo 19:29) Tampoco sabemos si este discípulo tomó partido por Jesús o por su familia al final, pero algún día lo sabremos.

    En determinados momentos de mi vida como creyente, he conocido a personas que parecen tener interés en entregar su vida a Cristo, pero siempre aparece una pega, un pero, una excusa, una justificación que ofrecer para no comprometerse ya, en el presente, y dejar el instante de su conversión para más adelante, cuando arreglen sus problemas, cuando acaben su carrera, cuando estén económica y laboralmente estables, cuando tengan familia, cuando tengan cierta madurez emocional, o cuando tengan tiempo libre después de los hobbies y aficiones. Siempre habrá un pero, ese pero que pone Satanás en nuestros labios para borrar poco a poco ese primer amor o esa primera e incipiente experiencia de encuentro con Dios. Siempre tendremos algo que obstaculice nuestra decisión de seguir a Cristo, aunque esto sea algo en esencia bueno, lícito y honorable.

CONCLUSIÓN

     Ser discípulos de Jesús no era una tontería. No era cuestión de un arrebato de ilusión o entusiasmo pasajero. No era asunto de un subidón espiritual al ver los milagros y proezas de Jesús. No consistía en transitar por el camino de baldosas amarillas que lleva a la ciudad de Oz. No trataba de una vida exenta de renuncia y sacrificio. Y no todos los que decían ser seguidores de Cristo, lo acompañaron hasta el final, hasta su muerte en la cruz. 

      Ni Jesús ni nosotros como iglesia queremos que nadie se sienta engañado cuando hacemos un llamamiento a convertirse en discípulos suyos. Los que lo somos desde hace mucho tiempo, hemos visto como lo terrenal, pierde su  valor cuando recibimos las riquezas en gloria de Cristo. El coste del discipulado era muy alto, y para aceptar el reto de seguir a Jesús, debemos armarnos de fe a raudales, de perseverancia y de toneladas de pasión por su persona y obra.

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