EL PASTOR DE LOS HUMILDES





SERMÓN DE NAVIDAD 2017

TEXTO BÍBLICO: LUCAS 2:9-20

      La noche fría y húmeda de abril nos hacía apretujarnos entre nosotros en busca de un calor humano que nos permitiese permanecer lo más cómodos posible mientras vigilábamos nuestros rebaños. El día había sido trabajoso y al fin la jornada parecía haber abierto sus brazos para recibirnos con el merecido descanso. Sin embargo, como todos sabíamos, la labor del pastor no termina cuando ya las ovejas reposaban silenciosas en el pasto de las laderas. Había que estar en guardia contra los lobos rapaces que siempre aprovechaban cualquier descuido por nuestra parte para arrebatarnos un corderillo o una oveja ya mayor. Nuestra tarea no era precisamente la tarea más agradable y más apetecible que alguien quisiera llevar a cabo. Sabíamos que todo el mundo en el pueblo hablaba mal de nosotros, y que nuestra fama no era precisamente la mejor, seguramente a causa de los malos comportamientos de otros colegas de oficio que se daban a la bebida, que robaban alguna que otra cabeza del ganado para traficar con su carne, o que escapaban de cualquier cuatrero o fiera salvaje dejando indefensas a las ovejas. Teníamos que vivir con ello, ¿qué le íbamos a hacer? 

    Sin embargo, nuestro trabajo, aunque era ingrato y mal considerado por los artesanos de la aldea de Belén, aunque demandaba de nosotros tener que pasar varios días fuera de nuestros hogares sin ver a nuestras respectivas familias, y a pesar de que nuestro olor era ese punzante aroma a oveja que se impregnaba a nuestros ropajes, lo cierto es que me sentía a gusto cuidando de mi rebaño junto con mis rudos y ásperos compañeros de fatiga. Entre risas y charlas en torno al fuego que nos alumbraba y nos calentaba, cenamos un poco de carne con el fin de poder insuflar de fuerzas a nuestros miembros acalambrados y doloridos. Nuestros pies estaban prácticamente destrozados de caminar y transitar por montes y oteros, y ahora al fin podíamos masajearlos con un poco de ungüento y aceite a la espera de nuestra ruta de mañana, al amanecer de un nuevo día. Algunos empezaban a amodorrarse, a causa del vino y de la barriga llena, pero yo me mantuve despierto y alerta ante cualquier circunstancia imprevisible que pudiese suceder.

    Y así pasó, de manera imprevista e increíble, que una noche tranquila y plácida se convirtió en un acontecimiento inenarrable y lleno de sorprendentes revelaciones de parte de Dios. Y que el cielo caiga sobre mí si miento mientras cuento la historia del nacimiento de ese niño en un pesebre humilde y sencillo de Belén. Pero empezando por el principio, y ordenando mis recuerdos y pensamientos después de décadas de años tras este instante formidable, lo primero que me desconcertó esa noche fue aquel ángel, que reluciente y brillante, iluminaba con su gloria todo lo que estaba a su alrededor. Algunos pensamos que se trataba de un sueño propio del agotamiento mental que sufríamos tras la jornada de trabajo. Otros lo consideraron una visión producto del exceso de vino. Pero yo sé lo que vi con mis propios ojos. En un chispazo de luz, un ser celestial, porque no podía ser otra cosa, a la vista de sus ropajes resplandecientes y refulgentes, y de su gloriosa presencia, apareció súbitamente entre nosotros y nuestros rebaños. Nuestra primera reacción ante tamaña aparición fue la de abrazarnos los unos a los otros, temblando de miedo. Cualquiera sabía que cuando un ángel se presentaba ante un ser humano, todo podía pasar. En esa mezcla de duda y terror, algunos de mis camaradas intentaron huir, otros casi se desmayan de la impresión, y yo, con los ojos desorbitados, no podía perder ripio de una manifestación angelical tan hermosa y terrible a partes iguales. 

      Tartamudeando, con el rostro desencajado por la sensación de que Dios nos iba a juzgar por nuestros pecados, y con sentimientos encontrados de admiración y pánico, el ángel se apresuró para tranquilizar nuestros corazones desbocados: “No temáis”, dijo con una voz que se asemejaba a un toque de trompeta, claro y potente, “porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor.” Epatados y con la boca bien abierta, acabábamos de recibir de parte de un mensajero especial de Dios una revelación única, la cual no entenderíamos hasta mucho más tarde, cuando ese niño que íbamos a conocer se hiciese un hombre adulto, y demostrase con hechos y palabras que era el Mesías que todos los judíos habíamos esperado durante siglos y del cual se había escrito montañas de libros hasta ese momento. Yo mismo, ya siendo un anciano, tuve la posibilidad de seguir a Jesús mientras predicaba la salvación y el perdón de los pecados, y no cabe duda de que el mensaje del ser angélico se hizo carne en este Jesús al que muchos adoramos y fielmente obedecemos como cristianos.

     Después del primer shock de la espectacular aparición en escena del ángel, se me ocurrió, no sé si a causa del nerviosismo, o por curiosidad, preguntar al ángel por el paradero de ese niño recién nacido en el que se encarnaban todas las esperanzas de nuestro pueblo, y en el que se encontraba la solución a años de dominación romana. Su contestación fue amable y solícita: “Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.” No daba crédito a las palabras del ángel, y algunos nos miramos incrédulos sobre lo que había dicho acerca del estado en el que se encontraba el recién nacido. ¿En un pesebre? ¿Acostado en un recipiente en el que se alimentaban los animales? Podíamos habernos imaginado al Mesías, al Cristo, reposando dulcemente entre sábanas de lino, rodeado de todas las atenciones de un galeno, en un palacio lujoso y repleto de comodidades. Pero, ¿un pesebre? Creímos en primera instancia que el ángel o se había equivocado, o que había pronunciado mal su mensaje divino. ¡Un pesebre, lo nunca visto, como cuna del Salvador de nuestra patria! Pero ese pensamiento se disipó enseguida al contemplar la resolución y seriedad de este ángel que nos visitaba en la noche, y más se aclaró nuestra mente cuando de repente toda una corte de ángeles, millares de ellos, irrumpió en la oscuridad de la vigilia para entonar un himno atronador y estremecedor que sacudió de nosotros el sopor y cualquier atisbo de extenuación. Su alabanza nos transportó al cielo, a la mismísima presencia de Dios, ya que en su armonía y hermosura, grabó a fuego en el corazón la letra y la melodía que brotaba de sus santos labios. Nunca olvidaré este cántico de adoración y honra: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” Extasiados ante la visión de estas cosas, que se nos antojaban fuera de cualquiera de nuestros deseos y sueños más alocados, nos sentimos unos verdaderos privilegiados. Los ángeles no estaban manifestándose a los sumos sacerdotes, a los reyes o a los maestros de la ley. Ni siquiera a los saduceos o a los fariseos que tanto se enorgullecían de su fe y de su presunta santidad, se les había aparecido este coro glorioso y magnífico. Estábamos en el cielo y no queríamos marcharnos.

     Pero tal y como vinieron, los ángeles se marcharon de nuevo a las alturas celestes, desapareciendo de nuestra vista, y dejando en nuestras entrañas un único anhelo: ver a ese niño, al Mesías encarnado, al Salvador descendido desde las cumbres de la gloria para habitar en medio de nosotros. Persuadidos de que nuestros rebaños serían protegidos por Dios en esa noche tan especial, y que dejarlos durmiendo a la espera del alba era la mejor idea, partimos raudos y veloces a conocer al Cristo que nos había anunciado el ángel. Los ojos todavía nos hacían chiribitas y los latidos del corazón se aceleraban conforme fuimos cubriendo terreno hasta llegar a Belén, en busca del niño del pesebre: “Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado.” Con las antorchas iluminando nuestras pisadas y carreras, sin sentir el dolor de las ampollas en nuestros maltrechos pies, y sin prepararnos o acicalarnos antes de encontrarnos con Jesús, emprendimos una marcha frenética para comprobar la veracidad del mensajero divino. 

     Sabíamos que el pueblo estaba a reventar de gente a causa del censo del emperador, y empezamos a preguntar a los hospederos, a los mesoneros y a los posaderos por esta familia que buscábamos. Muchos de ellos nos echaron con cajas destempladas, pensando que íbamos borrachos y llenos de mosto. Lo que no sabían era que sí, que estábamos ebrios, pero de gozo y alegría al sabernos los escogidos para ser los primeros en ver al Mesías encarnado. Tras algunos insultos, alguna reprimenda áspera y algún que otro mamporro, alguien de buen corazón nos indicó la senda que nos llevaría a un establo excavado en la roca del monte en el que se había escuchado el llanto de un niño y el clamor de una madre dando a luz. Sin pensarlo dos veces, arribamos al lugar en el que, efectivamente, hallamos a un niño envuelto en pañales, durmiendo apaciblemente en un pesebre ante la atenta mirada de sus padres. Al principio, los padres del niño se asustaron al ver a nuestra tropa con una guisa poco protocolaria y elegante. Yo me adelanté como portavoz de todo el grupo pastoril para calmarlos mientras contaba con pelos y señales nuestro encuentro con el ángel, el mensaje que nos había comunicado, y el ansia que éste había provocado en nosotros de ir a constatar la realidad de ese nacimiento tan especial e increíble. Todos se quedaron asombrados de este hecho tan misterioso, y a la vez tan hermoso. 

    María, todavía exhausta por el parto, expresó inicialmente su sorpresa, no sin agradecernos la voluntad de conocer a su hijito, y en asentir en silencio, como si recordase algo dentro de sí. Todos pudimos sentir en ese momento que ese pequeño arrebujado entre pañales y paja era Dios dándonos la oportunidad de oro de ser testigos fieles de su amor y grandeza. Tras pasar un buen rato departiendo y conversando con este matrimonio tan atento y amable, decidimos dejar de molestarles para volver a reencontrarnos con nuestros rebaños en los prados de Palestina. Mientras caminábamos de vuelta, nos sentíamos como si flotásemos, nuestra alma se hallaba tan llena de júbilo que no cesamos de cantar canciones y alabanzas a Dios, en gratitud por lo que nos había permitido contemplar: a su Hijo unigénito viniendo a la vida en nuestro mundo para salvación de las naciones.

     Los años pasaron y Dios quiso que pudiera unirme a los discípulos de Jesús. La memoria nunca me privó de recordar ese acontecimiento sobrenatural y emocionante, por lo que cuando Lucas supo que yo había sido testigo del nacimiento del Maestro, pude narrarle desde el corazón y la mente todo lo que había sucedido esa noche de abril a este pastor humilde, que ahora es oveja del prado de Dios, y que es guiado a pastos verdes y aguas vivas por el Príncipe de los pastores, Jesucristo, el Mesías de Dios, mi Señor y Salvador. Mi historia quedará para la posteridad, para que otras personas de otros lugares y de otros tiempos puedan saborear como yo lo hice del milagro más grande jamás sucedido en el mundo: el nacimiento del Salvador de la humanidad, el cual nos transmitiría que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en el crea, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

Comentarios

Entradas populares