CASTIGO Y RESTAURACIÓN





SERIE DE ESTUDIOS EN GÉNESIS “VOLVAMOS A LOS FUNDAMENTOS”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 3:14-24

INTRODUCCIÓN

       Como todos sabemos por experiencia y en carne propia, cualquier pecado conlleva una serie de repercusiones personales que deben ser asumidas, aunque hayamos decidido echarle la culpa a un tercero o terceros. Mucha gente hoy habla del karma, de ese concepto oriental que intenta explicar hasta cierto punto que a cada acto le corresponde un efecto, pudiendo ser positiva o negativa, dependiendo de la clase de hecho ejecutado. Este karma falla al pensarse que las cosas buenas pasan a las personas buenas y que las cosas malas les ocurren a los individuos perversos. Nada más lejos de la realidad. Solo tenemos que echar un vistazo a nuestro alrededor para constatar que los malos prosperan, al menos durante un tiempo o toda la vida incluso, y que a la buena gente le ocurren desastres, problemas increíbles y desafortunadas circunstancias. La causa y el efecto kármico no se sostiene. Sin embargo, la justicia que Dios ejerce sobre la desobediencia humana a sus mandatos y pactos, aunque no se traduce inmediatamente en un castigo instantáneo, aunque existen excepciones que confirman la regla y que sustentan la soberanía divina de su juicio, sí que se plasma de manera definitiva en el más allá, en el tribunal de Dios donde examinará las obras tanto de vivos como de muertos.

     Adán, Eva y la serpiente diabólica se encuentran delante de un Dios airado y contrariado a causa de la cadena de mentiras, engaños e indirectas injustas que ha desencadenado el acto de morder el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Parece que la advertencia de Dios de una muerte fulminante no ha adquirido visos de realidad. La vergüenza, el miedo, las relaciones rotas, el orgullo, la mentira y el egoísmo se han convertido en el resultado inmediato de la metedura de pata más descomunal de la historia de la humanidad. Dios había esperado del ser humano lo mejor, y se encontró con lo peor. En justicia, Dios podía haber aniquilado al hombre y a la mujer, haberlos borrado de la faz de la tierra. Él era el Creador, y su soberana voluntad podía haberse dirigido a reconstruir el juguete roto que era el ser humano empezando desde cero. Sin embargo, Dios opta por dar una nueva oportunidad a la raza humana, no sin expresar su malestar y su furor ante la ruptura radical que había destrozado una comunión perfecta entre Creador, criatura y creación. A través de una serie de maldiciones, el Señor de todo lo creado, pone en antecedentes a los protagonistas de este primer drama, y señala que el pecado no puede ser tolerado ni dejado impune.

1.      MALDITA SERPIENTE

     La primera maldición va dirigida a la serpiente, incapaz de justificarse o de echarle la culpa a otro ser. Satanás, vestido de escamas, debe escuchar la sentencia que condicionará toda su actividad de ahí en adelante, y que explicará los hábitos de esta especie de serpiente en particular: “Y el Señor Dios dijo a la serpiente: Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.” (vv. 14-15). La serpiente, animal abusado por el enemigo de Dios por excelencia, será humillada grandemente a causa de sus mentiras y susurrantes tentaciones. Entre todos los animales, la serpiente siempre ha sido considerada desde antiguo, como una amenaza real, como la portadora de la muerte, como la mensajera del miedo y del dolor. A diferencia de otras especies, su conducta original se vería trastocada a causa del juicio divino. No sabemos si la serpiente en su génesis tenía patas o extremidades con las que andar, aunque algunos zoólogos creen haber encontrado vestigios de esta realidad concreta en fósiles, pero lo que sí sabemos es que esta metamorfosis simboliza el abatimiento y la vergüenza de un ídolo que intentó sembrar la discordia entre Dios y el ser humano. A partir de ahora se arrastrará por el barro, entre el polvo, alimentándose de lo que otros pisotean y menosprecian. 

      Además, Dios profetiza en esa maldición la batalla transtemporal entre el ser humano que busca a Dios y el maligno que intenta utilizar todos los recursos a su disposición para torcer cualquier decisión mortal al respecto. La mujer, como generadora y dadora de vida en conjunción con el varón, se convierte aquí en el símbolo de la humanidad que se opondrá a los ataques ponzoñosos del mal en todas sus expresiones. Esta lucha encarnizada solo terminará en el preciso instante en el que una virgen dé a luz al Mesías esperado, al Cristo de Dios, el cual, aunque fue mordido en su tobillo, vil y traidoramente, por la serpiente antigua, entregándolo a la tortura, al martirio y a la muerte más ignominiosa, no obstante, aplastaría la cabeza de Satanás en el preciso instante en el que la sangre derramada del Cordero de Dios salvara al que confiesa su nombre como Señor y Salvador de su vida. La pelea incansable que se entabla entre el creyente y el tentador dará un vuelco definitivo y sublime cuando Jesucristo resucite de entre los muertos para invitar al ser humano a ser perdonado de sus pecados y verse justificado por la fe en virtud de la gracia abundante de Dios Padre. Cuando el Reino de los cielos sea establecido en todo su esplendor y plenitud, la serpiente volverá a ser ese animal manso y dócil que fue creado primigeniamente: “Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar.” (Isaías 11:8-9).

     El hecho de que Dios hable de alguien que vendrá para frenar en seco las aspiraciones demoníacas de hacer al ser humano abominable ante los ojos de su Creador, nos ofrece una promesa de esperanza que bien podría denominarse protoevangelio, unas primeras buenas noticias de restauración de lo roto, de lo distorsionado y de lo deslavazado. En el Mesías, la paz reconciliatoria entre el ser humano y Dios sería una realidad; la redención permitiría al mortal ser comprado a precio de sangre con el fin de imputarle la justicia de Cristo, viéndose librado de la muerte eterna; la salvación volvería a unir lo que se había dividido y quebrado en cuanto a las relaciones humanas y las relaciones con la creación. Ese pie con la cicatriz visible de los clavos de la crucifixión será el que asestará el golpe de gracia al engañador y embaucador de la humanidad. Esta palabra profética de Dios nos enseña que a pesar que Dios odia el pecado y el mal, de manera coherente con su naturaleza, no sabe abominar de su criatura pecadora, y muestra de ello es su ausencia de interés aniquilador, y su empeño por purificarlo y restaurarlo a su estado primigenio.

2.      MUJER AFLIGIDA Y SOMETIDA

     Tras la serpiente, es el turno de la mujer, de Eva: “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores de tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.” (v. 16). Considerado por los orientales como una bendición inefable y por excelencia el mayor gozo que una familia podía celebrar, el parto ahora se transforma en algo doloroso y sufrido. Un proverbio bereber ensalza el instante del parto de esta manera tan poética: “Si una mujer tiene en el vientre un hijo, su cuerpo es como una tienda que hincha el ghibli del desierto, es como un oasis para el sediento, como un templo para quien desea orar.” Sin embargo, Isaías ilustra una de sus profecías con la dimensión del padecimiento de la mujer al dar a luz una criatura: “Como la mujer encinta cuando se acerca el alumbramiento gime y da gritos en sus dolores…” (Isaías 26:17). El apóstol Juan señala esta dualidad paradójica entre dolor y alegría de la madre cuando dice: “La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo.” (Juan 16:21). Esta es una de las evidencias de la falta de sintonía y armonía dentro de la sexualidad y el amor que causa el pecado. Ahora la aflicción y la agonía se convierten en compañeras de viaje de algo que es hermoso y milagroso como la generación de nueva vida, y a pesar de epidurales y otros métodos que intentan aplacar las contracciones, espasmos y calambres abdominales y matriciales, el dolor sigue estando presente como un fantasma que incluso atemoriza a futuras madres primerizas. El bebé consumiría las energías, los recursos y el calcio de los huesos de la madre como una sanguijuela ávida y hambrienta, y las secuelas serían constatables en las dentaduras de la parturienta. 

    Pero el problema de la mujer no solo residiría en un asunto puramente físico, sino que se extendería a lo sentimental y a lo matrimonial. La ruptura entre el hombre y la mujer, conocedores del bien y del mal, avergonzados de su desnudez, alejados el uno del otro por el miedo y la visión distorsionada de la belleza, desemboca en el abuso violento del hombre sobre la mujer. Lo que antes se complementaba y asociaba en una cooperación de amor y perfección, ahora se ha tornado en una relación de posesión brutal, en un dominio tiránico del varón sobre la mujer, en una agresión sexual y emocional que colocará a uno de ellos bajo el yugo del otro para siempre. La igualdad y la conexión plena entre los cónyuges, da lugar a un matrimonio desigual y desconectado, ya que las individualidades pugnarán por sobresalir la una sobre la otra a lo largo de la historia. 

3.      EL HOMBRE CANSADO Y MORIBUNDO

     ¿El hombre quedará exento de justicia y castigo? Por supuesto que no. Adán ha de soportar el peso de la sentencia de Dios al pecar flagrantemente contra él: “Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” (vv. 17-19) En lugar de haber escuchado en su fuero interno la voz de Dios que le había advertido de no cometer el error garrafal de probar la fruta prohibida del árbol vedado, Adán escoge escuchar las palabras zalameras y dulzonas de Eva, la cual había hecho caso omiso de la alianza de Dios. Suya es, pues, la culpa de su terrible decisión, la cual redundaría en contaminar la tierra que le servía fielmente con su alimento frutal y vegetal, en su tiempo y sin esfuerzo, siempre al alcance de la mano. La creación a partir de ahora se vería abocada a ser esquilmada, explotada inmisericordemente, y asolada a causa de la avaricia y la mezquindad humana. El ser humano deberá trabajar hasta la extenuación, ver sus manos encallecidas y llenas de durezas, sudar la gota gorda entre gritos de frustración, aullidos de agonía y temblores atroces en sus extremidades. 

     El campo supondría un reto difícil y duro para la supervivencia de nuestros ancestros comunes. La tierra se mostraría hostil y rebelde, y las malas hierbas poblarían aquellos sembradíos de los que se esperaba bondad y prosperidad. Los obstáculos y sinsabores del trabajo diario serían el pan de cada día, el símbolo de que la labor ya no sería una actividad dignificante, realizadora y noble, sino que se trocaría en una actividad ingrata, alienante y pesada que pasaría factura al físico humano. Y la vida será solo eso a causa del pecado: trabajo, trabajo y trabajos. Sufriendo y padeciendo cada día para alimentar las bocas de su familia, hasta morir por desgaste, cansancio y deterioro orgánico. La muerte física sella la muerte espiritual que ya se ha consumado a causa del pecado, y se convierte en la frontera terrenal que nos iguala a todos los seres humanos. El Predicador de Eclesiastés lo plasma de manera clara: “Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo.” (Eclesiastés 3:19-20). La parca ahora provocará miedo, terror y pánico en todos los seres humanos, los cuales tratarán de evitar, eludir y disfrazar, pero que aparecerá con su guadaña tarde o temprano para cortar el hilo vital que nos conecta con este mundo. El Canto del Arpista egipcio nos desarma por completo al decir que “nadie regresa de allí y nos cuenta su historia y calma nuestro corazón. Mira, no hay quien se vuelva atrás...” Solo Cristo logró esa proeza, y por ello, en su testimonio hallamos esperanza y serenidad cuando la hora de nuestra muerte da la campanada final. Existe una historia tradicional islámica que habla sobre Abraham y su encuentro con el ángel de la muerte, y que sugiere esa diferencia existente entre la actitud del creyente y la del incrédulo con respecto al fallecimiento: “Cuando Abraham vio venir a su encuentro al ángel de la muerte para apoderarse de él, exclamó: ¿Has visto que un amigo (Dios) desee la muerte de su amigo (Abraham)? Pero el ángel le preguntó a su vez: ¿Has visto jamás que un amante rehúse el encuentro de amor con su amado? Entonces Abraham dijo: Ángel de la muerte, tómame.” La promesa de Dios de que morirían ya había adquirido su vertiente espiritual, y a su debido tiempo la muerte física llegaría para consolidar las consecuencias trágicas del pecado y la desobediencia egoísta de la humanidad.

4.      PADRE DE ESPERANZA Y VIDA

      Después de estas palabras que siguen teniendo su eco en el presente, dada nuestra proclividad para pecar y seguir los pasos de Adán y Eva, Adán decide estrenar su nuevo rol de dueño de la voluntad de su esposa: “Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era la madre de todos los vivientes.” (v. 20) Ya vimos con la dación de nombres a los animales, que nombrar era una manera de exhibir una potestad determinada y subyugante sobre lo nombrado, por lo que al dar nombre a Eva, Adán ya estaba sometiéndola bajo su dominio recién adquirido. Eva se convierte en la continuidad de la vida y de la bendición divina, lo cual nos habla claramente de que los designios de Dios no iban por los derroteros que hubiese deseado Satanás, esto es, destruir por completo a esta nueva criatura que le hacía sombra y que era amada profundamente por Dios aun a pesar de su penosa decisión. Unida a este simbolismo femenino y maternal que brinda esperanza al ser humano, está la confección de Dios de unos ropajes más confortables y con mayor proyección protectora en el mundo hostil que les espera a partir de ahora: “Y el Señor Dios hizo al hombre y a la mujer túnicas de pieles, y los vistió.” (v. 21) La fragilidad y poca cubierta de las hojas de higuera es reemplazada por el pelaje de animales que son sacrificados a causa del desvarío humano. La primera sangre animal es derramada para servir de calefacción y de ocultación de las vergüenzas. Dios, como padre amoroso y tierno, viste la desnudez de Adán y Eva. La maldición de la creación ya estaba haciendo sus estragos en la creación viva de Dios, siendo el principio de más matanzas animales y de la extinción de muchas especies a lo largo de la historia del desenfreno mercantilista y egoísta del ser humano.

5.      AL ESTE DEL EDÉN

     En vista de que el ser humano ya sabía distinguir entre el bien y el mal, la Trinidad decide tomar medidas contundentes y rotundas en cuanto a la previsión de los deseos e intenciones de las generaciones humanas por venir de seguir rompiendo con las reglas dadas por Dios: “Y dijo el Señor Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre.” (v. 22). El problema no era tanto el hecho de conocer la diferencia entre el bien y el mal, sino el hecho de saber gestionar con sabiduría y sensatez ese conocimiento. Si el ser humano ya había desobedecido en una ocasión, el futuro no albergaba unas expectativas muy halagüeñas en cuanto a acatar la voluntad de Dios. Con la más que probable tendencia a pecar del ser humano, éste podría convertirse en un ser inmortal que prolongaría la perversión y la transgresión hasta el infinito, algo que mejor es no pensar, dado el mundo de crímenes, delitos e iniquidades que nos rodea en la actualidad. La maldad a la enésima potencia sería la peor de las pesadillas para una creación recién nacida.

     Dios debe tomar la decisión triste y amarga de desterrar a Adán y a Eva. Con todo el dolor del corazón, ha de proclamar el Edén como coto cerrado para el ser humano: “Y lo sacó del huerto del Edén, para que labrase la tierra de que fue tomado. Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida.” (vv. 23-24). La expulsión era el único camino para salvaguardar el acceso a la fruta del árbol de la vida, y para cerciorarse de que ningún ser humano pudiese entrar de nuevo a este huerto paradisiaco, Dios coloca centinelas angelicales llamados querubines, los cuales son representados en el oriente como una especie de esfinges con cuerpo mitad humano y mitad animal, y cuya función era la de vigilar día y noche lugares sagrados como las puertas de este paraíso terrenal. La espada flamígera es la señal inequívoca de la relación de hostilidad y conflicto que existirá entre el ser humano y Dios. El juicio de Dios comienza a manifestarse en la práctica de una nueva realidad, de una nueva concepción de la vida y del tiempo, de una nueva y cruda relación con Dios, con el prójimo y con toda la creación. 

CONCLUSIÓN

      La ruptura entre Dios y el ser humano es ya un hecho por medio de este exilio largo, el cual acabará cuando estemos en la presencia de Cristo en los cielos, junto al río de la vida eterna. El jardín edénico ahora permanece cerrado, pero no destruido. Solo Cristo tiene las llaves de sus puertas para que podamos entrar de nuevo en él.

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