EL HERMANO, EL TRABAJADOR Y EL ADORADOR





SERIE DE ESTUDIOS EN GÉNESIS “VOLVIENDO A LOS FUNDAMENTOS”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 4:1-7

INTRODUCCIÓN

       Cualquier civilización que queramos estudiar concienzudamente para comprender sus fines, sus regulaciones y sus objetivos, debe ser investigada desde el área sociológica que comprende la individualidad espiritual. La comunidad se convierte en lo que es cuando los elementos humanos que la componen deciden inclinarse, bien por buscar el bienestar y la felicidad de cada uno de sus miembros, o bien por imponer su particular voluntad e intereses sobre los de los otros semejantes, sembrando las simientes que desembocarán en el declive y decadencia de esa sociedad. Dentro de ese análisis del comportamiento ético y espiritual que queramos elaborar sobre un grupo humano en particular, debe partir desde la conciencia individual hasta lograr un mosaico completo en el que percibir y notar las verdaderas intenciones que este grupo realmente tiene. Mientras el ser humano está solo consigo mismo, sin las cortapisas de las convenciones sociales, sin el obstáculo de las reglamentaciones que persiguen el bien al mayor número de personas, y sin las barreras de la socialización comunitaria, solo puede hacerse daño a sí mismo, lo cual ya es lamentable de por sí. Pero cuando dos o más seres humanos se reunen en torno a la idea y concepto de comunidad, civilización o sistema social, las posibilidades de dañarse mutuamente a la par que personalmente se elevan hasta el infinito. Al menos eso es lo que nos dicen los hechos sociológicos que se examinan y constatan diariamente: violencia a mansalva, odio religioso, integrista, fanático y racista, agresividad abierta en contra de los sentimientos e ideologías contrarias, recurso al asesinato, el secuestro, el abuso de poder, a las guerras fratricidas, y un largo etcétera que se expone en cada telediario que vemos a mediodía o por la noche.

     Mientras Adán y Eva sobreviven fuera del Edén, lamiéndose las heridas autoinfligidas que el castigo del pecado ha marcado en sus carnes, mentes y corazones, no parece haber una evidencia explícita de alguna clase de agresión mutua, aunque esto no significa que tampoco pudiéramos excluir la posibilidad de que el dominio que ya Adán había ejercido sobre Eva al darle un nombre, pudiese plasmarse en alguna clase de abuso. La cuestión es que cuando se multiplican aquellos seres humanos conocedores de la diferencia entre el bien y el mal, el pecado se desboca hasta límites insospechados. ¿Qué aguardará a la raza humana que comienza a reproducirse fuera de las fronteras del huerto de Dios? ¿Aprenderán la lección y se someterán a Dios sabiendo lo que acarrea desobedecer los mandamientos del Creador?

1.      EL HERMANO

      Tal como venimos diciendo en los anteriores estudios, el Génesis es el libro de las primeras cosas. Y en este capítulo que ahora escudriñamos con calma, varias son las primeras veces en las que ocurren cosas que irán moldeando la realidad de la vida humana hasta el día de hoy. En el primer versículo encontramos la narración del primer nacimiento, de la primera relación sexual y de la primera oración de gratitud a Dios: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: Por voluntad del Señor he adquirido varón.” (v. 1) La expresión “conocer” en la Biblia tiene varias acepciones, pero la que aquí se reseña es la que se refiere a la coyunda, a la unión sexual entre personas de distinto género que comparten la vida juntos en el vínculo matrimonial. Aunque Adán había desconocido a Eva en el Edén, ese amor sigue adelante, impregnado y contaminado con una nueva visión de las relaciones maritales a causa del pecado, pero con la voluntad de compartir toda una existencia a pesar de todo, de los defectos y de la vergüenza recién descubiertos. 

        Esta primera relación sexual en el marco conyugal da como resultado un embarazo que ya, a raíz de lo sentenciado por Dios tras la rebeldía humana, se prevé doloroso, trabajoso y sufrido. Eva por fin pudo asumir el valor de las palabras condenatorias de Dios en este primer parto, padeciendo lo indecible al dar a luz al primer hijo de la historia. Este recién nacido recibe el nombre de Eva, algo curioso tratándose de una mujer dando nombre a un varón, y no del cabeza de familia formalizando de nuevo su nueva capacidad para someter a las nuevas criaturas bajo su control y potestad. Es la madre la que siente desgarradas sus entrañas por esta criatura lloriqueante, y es la madre la que reconoce a Dios en la consecución de un acto generador sin parangón, milagroso y jubiloso. Esa paradoja entre dolor y gozo aparece claramente aquí en el momento del parto. 

       Eva no maldice entre dientes a Dios por haberla colmado de molestias y calambres abdominales y pélvicos, puesto que sabe que su acción pecaminosa del Edén es el pago justo a su delito. De sus labios solo brota la primera plegaria que se conoce en la Palabra de Dios, confesando que su hijo ha recibido el hálito de vida directamente de Dios, y que ella ha sido simplemente una colaboradora necesaria para que esta incipiente existencia haga acto de aparición en un mundo hostil y salvaje. El nombre que Eva, la madre de los vivientes, pone a su hijo primogénito es Caín, del hebreo qanah, que significa “adquirir, poseer, generar o crear”. Eva afirma con sus palabras ante Dios y su esposo que confía en el Dios que da la vida y que permite que el ser humano participe de este acontecimiento que aún sigue emocionando al ser humano en nuestros días. Dios es el Dios de la vida, y cada pequeño ser humano que es concebido es parte de la esperanza que deposita en la humanidad, es una potencial existencia que debe su ser al Creador por excelencia. Al primer hijo le sucede el primer hermano: “Después dio a luz a su hermano Abel.” (v. 2) Abel proviene del hebreo hebel, vocablo ampliamente empleado por Salomón en su Eclesiastés para significar algo volatil, efímero, esa vanidad vaporosa que ahora está y que desaparece en un abrir y cerrar de ojos, esa neblina que el sol disipa con su calor y luz. Abel ya está recibiendo en su propio nombre su propio destino, un destino breve, fugaz y frágil que también nos habla de nuestra finitud, de nuestra susceptibilidad de ser heridos, de ver como nuestro organismo se deteriora con el paso del tiempo. Podríamos decir que su nombre es una profecía que habla de su triste historia y de su corta existencia.

2.      EL TRABAJADOR

       Con el paso del tiempo, Adán y Eva ven crecer a sus retoños hasta que se hacen hombres adultos que dedican su tiempo y sus habilidades a construir una sociedad dividida en dos estamentos completamente distintos: “Y Abel fue pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra.” (v. 2). La vocación personal de cada uno de estos hermanos es el retrato de las primeras civilizaciones humanas y de sus estrategias para sobrevivir en el inhóspito mundo que les recibe feroz. Abel opta por una actividad nómada o seminómada que se traduce en la ganadería y la labor pastoril. Cuida a sus cabezas de ganado, las apacienta y las guía, para luego poder aportar a la familia leche, lana y otros productos propios de la ganadería. Caín prefiere la actividad sedentaria que requieren los campos, huertos y sembradíos. La vida agrícola también proveerá a la comunidad familiar alimentos sanos, frutos hermosos y dulces, y materia prima para tejer y manufacturar utensilios de madera y fibra vegetal. Contemplamos en estos dos hermanos a la humanidad sojuzgando y enseñoreándose de la creación de Dios. Animales y plantas se hallan ahora en manos de mortales, y éstos sufrirán la maldición de Dios de la tierra siendo explotados y empleados a voluntad. Ambas actividades económicas, la ganadera y la agrícola son perfectamente compatibles y complementarias, aunque es preciso señalar que la que realiza Abel está menos anclada y sometida al bienestar sedentario y a la adoración de las cosas materiales.

3.      EL ADORADOR

      De nuevo, un nuevo acontecimiento brota de las páginas de Génesis: la primera manifestación humana de adoración a Dios. “Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda al Señor. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró el Señor con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y la ofrenda suya.” (vv. 3-4). No tenemos constancia bíblica de la clase de adoración o de sacrificio que el ser humano en sus albores ofrecía a Dios. ¿Era una ofrenda quemada en holocausto? ¿Era un sacrificio sangriento y una oblación en forma de grano? No lo sabemos con certeza. Pero lo que sí sabemos es que cada uno aportó una ofrenda a Dios como señal de que éste seguía teniendo comunión con el ser humano. ¿Eran ofrendas que se entregaban como manera de reconocer el favor de Dios en la prosperidad de sus respectivas actividades laborales y productivas? De algún modo, Adán y Eva habían recibido de Dios instrucciones claras sobre cómo debían presentarse esos sacrificios, con qué actitud debían hacerse, y con qué calidad habían de ofrecer cada uno de los símbolos que daban a entender que Dios había sido fiel proveedor de la primera familia humana fuera del Edén.

      De la calidad del fruto que trae Caín, nada se nos dice. Sin embargo, sí que existe un interés en recalcar la idea de que la ofrenda de Abel era de la más alta y exquisita calidad: el primer cordero y el más perfecto. Esto podría darnos pista sobre lo que a continuación se desencadena con la reacción que exhibe Dios con respecto a las dos ofrendas de adoración. Dios se complace con lo que Abel aporta y con el propio talante de Abel. Dios considera el corazón del adorador a la par que lo que este adorador ofrece. No obstante, este no es el caso de Caín, ya que Dios mira con desagrado tanto a su persona como a su ofrenda vegetal. ¿Cuál es la razón por la cual Dios hace esta distinción entre estos dos adoradores hermanos? En Hebreos 11:4 hallamos más información: “Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas.” La cualidad que diferenciaba a ambos adoradores era la fe, esa fe que justifica y que valida y confiere dignidad y significado a la adoración. Caín adoró por compromiso, por tradición, a regañadientes, sin querer en realidad adorar y dar lo mejor a un Dios sin dientes, por quedar bien, por inercia, sin valorar dar lo mejor a Dios, sin creer de verdad en lo que estaba haciendo y sin confiar totalmente en el Señor. 

4.      LA ENVIDIA CORROSIVA

      Caín no se tomó demasiado bien la reacción de Dios en relación a su adoración. ¿En qué se traduciría el hecho de mirar con agrado o desagrado a los adoradores? ¿En prosperidad o miseria, en felicidad o amargura, en buenos productos o productos de inferior calidad, en bendición o en maldición? Todo puede ser. El caso es que Caín, al conocer la postura divina, en vez de reflexionar sobre sus errores, en lugar de hacer autocrítica de su actitud, y en lugar de aprender la lección para ser más excelente en la adoración en el próximo evento doxológico, decide amargarse la existencia: “Y se ensaño Caín en gran manera, y decayó su semblante. Entonces el Señor dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado, y por qué ha decaido tu semblante?” (vv. 5-6). Cómo de quemado estaría Caín que la envidia comienza a corroerle por dentro a pasos agigantados. La palabra “ensañar” en hebreo significa “airarse ardientemente”. Es como si un incendio furibundo se hubiese encendido en sus entrañas, como si una envidia tiñosa hubiese encontrado el caldo de cultivo idóneo para perpetrar hasta el final su influencia maligna. La envidia tiene la desafortunada cualidad de ennegrecer el alma y provocar en la psique del ser humano una depresión de caballo, un odio visceral por el contrincante, y una inquina de campeonato contra el presunto adversario. Su rostro decae, esto es, Caín camina cabizbajo mientras masculla consigo mismo sobre cómo acabar con la competencia de manera drástica. 

    La envidia encuentra aquí su segundo episodio en la historia de la humanidad. Adán y Eva ya habían sentido esta envidia al saber que Dios les estaba ocultando las verdaderas cualidades del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. La serpiente antigua, Satanás, ya había demostrado su interés envidioso contra los seres humanos, puesto que éste antes detentaba una posición de poder y autoridad supremos ante Dios, que ya han sido denegados a causa de su rebeldía, y ahora ve como Dios pone todo su esmero y amor en esta nueva criatura de barro. La envidia es uno de los pecados más terribles que existen. No solo lo es para los que son el objetivo de los envidiosos, sino que lo es para la cordura del envidioso: “El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcomo de los huesos” (Proverbios 14:30). Jesús ya nos advirtió de sus venenosas maquinaciones que contaminan al ser humano: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, sale la envidia.” (Marcos 7:22). La envidia ha iniciado su trabajo de contaminación del espíritu, y Dios lo sabe. En lugar de dejarlo a su suerte, el Señor le pregunta por la razón de su angustia, tristeza y deseos de venganza. Dios no quiere que Caín cometa una locura, algo que lamentará toda su vida, y por eso intenta hacer que entre en razón preocupándose por su atormentado estado.

     Dios explica a continuación a Caín que sus sentimientos negativos crecientes deben llevarlo a un autoexamen personal, no a la comisión de un crimen, de una insensatez, de una imprudencia irremediable: “Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido? Y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él.” (v. 7). Dios le dice claramente que su adoración y su ofrenda no han recibido la respuesta agradable por su parte debido a su dejadez, negligencia, insensibilidad y apatía. Si hubiese adorado a Dios en términos de excelencia, buena disposición de ánimo y fe, otro gallo le hubiese cantado, ya que la misma honra que había recibido Abel, también sería suya. Dios quiere que piense y medite sobre el estado de su relación con Él, que busque soluciones a su desagradable acto y que enmiende su conducta para que pueda ser ensalzado del mismo modo que lo fue su hermano. Dios no quiere dejar la puerta abierta a una especie de competición entre hermanos, y es el primero en desear que Caín revierta su deslavazada actuación adoratoria en el siguiente evento de entrega de ofrendas. De otro modo, el pecado siempre está preparado para colarse por la grieta más pequeña de su corazón. Solo hace falta un instante de inconsciencia, de odio, de enojo o de envidia, para que todo salte en pedazos y el pecado se apodere del alma por completo. Y entonces la tragedia está servida.

      Además, el Señor anima a Caín al hacerle saber que la intención de pecar o de cometer un crimen siempre puede ser controlada y sometida por la voluntad humana. No sirve echar las culpas de las decisiones funestas de una persona a otras personas, a Satanás o a las circunstancias vitales por las que pasa. Cada individuo es consciente de que puede discernir entre hacer el bien o sucumbir a la tentación de perpetrar algo malvado y dañino. El ser humano puede rechazar el espíritu envidioso u homicida si quiere, y puede hacerlo con mayor fuerza gracias a la ayuda de Dios. Pero lo que Dios no puede hacer es coger a Caín, coserle hilos a sus extremidades y convertirlo en una marioneta que haga solo lo que Dios quiere que haga. El ser humano puede, y debe, renunciar a abrir una rendijita al pecado, ya que una vez entran las tinieblas y pueblan el alma humana, las consecuencias del pecado son terribles. 

CONCLUSIÓN

       ¿Será capaz Caín de valorar positivamente la atención de Dios sobre este asunto y sobre su persona? ¿Tendrá la suficiente fuerza de voluntad para dominar sus instintos envidiosos, para darse cuenta de que sus pensamientos deben ser ordenados por Dios con el fin de no meter la pata hasta el corvejón? ¿Rechazará de plano la tentación y el pecado que susurran suavemente a su oído, u obviará el consejo de Dios para consumar su ardiente ira?

Comentarios

Entradas populares