RESPETANDO A LA AUTORIDAD
SERIE DE ESTUDIOS “RELACIONES
AUTÉNTICAS”
TEXTO BÍBLICO: 1 SAMUEL 24:3-12
INTRODUCCIÓN
Resulta muy difícil obedecer y respetar
a aquellas personas que ostentan un cargo de responsabilidad y autoridad cuando
éstas son cuestionadas por sus prácticas y actitudes erráticas. Depender de una
serie de funcionarios públicos elegidos democráticamente, pero que dejan mucho
que desear en cuanto a ética política, a la gestión de los bienes del estado o
a la administración de la justicia y la ley, supone tener que realizar un
ejercicio titánico de paciencia, resistencia y esperanza. Estar bajo la bota de
tiranos y déspotas que subvierten la correcta dispensación del gobierno, tener
que acatar las normas caprichosas de determinadas autoridades que solo buscan
su propio beneficio a costa de la opresión de los ciudadanos, u obedecer las
directivas legislativas que vulneran nuestra dignidad, nuestra razón y nuestra
fe, son estados ante los cuales el creyente en Cristo debe tomar una decisión
categórica y bien medida. Escuchar de personajes como Putin, Maduro, Raúl
Castro, Kim Yong-un, o Hasán Ruhaní, entre otros muchos, que manejan a su
antojo las vidas de sus compatriotas, que conculcan los derechos más
fundamentales del ser humano, y que dan rienda suelta a sus veleidosas
intenciones, solo constata una realidad: no todas las autoridades son buenas,
ni todos los dirigentes de los destinos de un país están exentos de provocar y
cometer crímenes de lesa humanidad.
Pero no vayamos únicamente a dirigirnos a
esta casta política que frustra los deseos de libertad y seguridad de sus
paisanos. Cuando hablamos de nuestra familia, de nuestro trabajo, de nuestro
lugar de estudios, o de nuestra comunidad de fe, ¿cuál es nuestro
comportamiento y talante a la hora de considerar a aquellos que nos presiden?
En cuanto a la familia, todos conocemos el mandamiento con promesa de Éxodo 20: 12: “Honra a tu padre y a tu
madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.”
En lo referente a nuestro empleador, recordamos las palabras de Pablo, salvando
las distancias existentes entre nuestro entorno laboral y la esclavitud de
aquellos días: “Siervos, obedeced a
vuestros amos terrenales con temor y temblor, con sencillez de vuestro corazón,
como a Cristo.” (Efesios 6:5). Lo mismo se significa para los maestros y
profesores en cualquier área del conocimiento humano y divino, los cuales
tienen una responsabilidad que les será requerida por el Señor: “Hermanos míos, no os hagáis maestros
muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación.” (Santiago
3:1). Y en cuanto a la iglesia de Cristo, lo que se dice de los ancianos y
pastores también revela su autoridad como respetable y digna de honra: “Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a
ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta;
para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es
provechoso.” (Hebreos 13:17); “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos
por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar.”
(1 Timoteo 5:17).
Todos estos pasajes bíblicos nos
demuestran que el espíritu con el que hemos de dirigirnos a estas personas con autoridad,
algunas bajo la unción y el llamamiento de Dios, y otras puestas en nuestro
camino por la necesidad de aprender o trabajar, debe ser el de someternos
voluntaria y obedientemente a ellas, sin dejar de denunciar los atropellos,
errores y equivocaciones de cada una de ellas. Haríamos un flaco favor a estas
personas de responsabilidad si no mantuviésemos una actitud crítica, pero
constructiva, que pudiera hacerles ver que existen cosas que pueden cambiar
para un mejor desempeño de sus funciones. La historia bíblica que nos ocupa en
este momento nos va a enseñar que, incluso en sus horas más bajas y críticas,
debemos lealtad a aquellas personas que Dios puso entre nosotros para guiarnos,
liderarnos y gobernarnos.
A. RESPETANDO A LA AUTORIDAD A PESAR DEL ODIO
“Cuando Saúl volvió de perseguir a
los filisteos, le dieron aviso, diciendo: He aquí David está en el desierto de
En-gadi. Y tomando Saúl tres mil hombres escogidos de todo Israel, fue en busca
de David y de sus hombres, por las cumbres de los peñascos de las cabras
monteses.” (vv. 1-2)
¿De dónde venía esta inquina de Saúl
contra David? ¿Qué había hecho David para despertar en el corazón del rey de
Israel un odio tan violento y fanático? Si recordamos la lección anterior sobre
la amistad inquebrantable de David y Jonatán, veremos que la envidia corroía el
interior de Saúl a causa de las victorias impepinables de David contra los
filisteos. En varias ocasiones, Saúl intenta atentar contra la vida de David, y
aunque por momentos los episodios de locura e ira del rey eran mitigados, lo
cierto es que David tuvo que tomar la decisión de huir de éste en previsión de
ser asesinado. Y aquí vemos a David, liderando a un grupo de hombres salvajes y
rebeldes por los que nadie daba un duro, vagando por los desiertos de la zona,
e intentando esconderse de las asechanzas de Saúl. Tal es la furia que
reconcomía al rey, que en cuanto algún espía o informante le traía noticias del
paradero de David, no dudaba en reclutar a lo más granado de su ejército para
acabar con él. Trepando, escalando y saltando por los peñascos más escarpados
de los parajes desérticos de En-gadi, Saúl daba rienda suelta a su despiadada
persecución sin escatimar en recursos y soldados.
¿De dónde podría salir afecto y respeto
por una persona que solo procuraba su sufrimiento y muerte? ¿Cómo podía David
encarar una situación tan difícil como esta? Además, recordemos su amistad con
el hijo del rey, Jonatán. Matar al rey no podía estar entre sus planes, ya que
esto podría herir letalmente esta relación amistosa tan grande y fuerte. ¿Cómo
podría amar a su enemigo más acérrimo y terrible? Sin duda, es complicada
hallar una respuesta humana razonable cuando se trata de conservar la vida.
¿Era imposible detener este odio con amor, o debía David pagar con la misma
moneda al rey? La Palabra de Dios nos remite a superar el amor que sentimos por
nuestros amigos, logrando apreciar incluso a aquellos que persiguen nuestra
desdicha y dolor: “Pero yo os digo: Amad
a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os
aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos
de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (Mateo 5:44-45). ¿Fue
duro para David compadecerse de alguien que respiraba muerte contra él? Por
supuesto, pero reconoció en Saúl a un ungido de Dios que necesitaba más gracia
y misericordia que venganza.
B. RESPETANDO LA AUTORIDAD A PESAR DE LA PRESIÓN
“Y cuando llegó a un redil de ovejas
en el camino, donde había una cueva, entró Saúl en ella para cubrir sus pies; y
David y sus hombres estaban sentados en los rincones de la cueva. Entonces los
hombres de David le dijeron: He aquí el día de que te dijo Jehová: He aquí que
entrego a tu enemigo en tu mano, y harás con él como te pareciere. Y se levantó
David, y calladamente cortó la orilla del manto de Saúl. Después de esto se
turbó el corazón de David, porque había cortado la orilla del manto de Saúl. Y
dijo a sus hombres: Jehová me guarde de hacer tal cosa contra mi señor, el
ungido de Jehová, que yo extienda mi mano contra él; porque es el ungido de
Jehová. Así reprimió David a sus hombres con palabras, y no les permitió que se
levantasen contra Saúl. Y Saúl, saliendo de la cueva, siguió su camino.” (vv.
3-7)
En medio de la búsqueda de su amenaza
más cierta a su trono y fama, Saúl necesita ir a hacer sus necesidades.
Aprovechando una cueva típica donde los pastores solían encerrar a su ganado
para protegerlas de las bestias feroces del desierto, Saúl entra para poder
estar tranquilo y al abrigo de miradas mientras hace aguas mayores y menores.
De lo que no tenía ni idea en ese momento en el que se despojaba de su uniforme
militar, es que justo en el fondo de esa cueva pastoril, se hallaba un joven
pastor con su pequeño ejército, silenciosos y a la espera de acontecimientos.
Con voz queda y ojos bien abiertos de asombro y sorpresa, algunos de los
mercenarios de David comienzan a presionarlo con un razonamiento aparentemente
correcto y muy oportuno. El hecho de que Saúl se hallase a merced de David
mientras cumplía con su deber fisiológico e intestinal, era como si Dios
hubiese puesto en bandeja la solución definitiva a sus problemas. Muerto el
perro, se acabaría la rabia, y podría retomar su vida con tranquilidad y con la
seguridad de que ascendería al trono de Israel de un modo fulgurante. Por un
instante, parece que David sucumbe a la tentación de hacer caso a la sugerencia
de sus hombres, y paso a paso, sin hacer ruido, se acerca al rey. ¿Acabaría con
su vida para dar paso a una nueva época de esplendor y de paz? Todo parecía
indicar que Dios había preparado ese momento hasta el último detalle.
Sin embargo, a pesar de las voces que
animaban a David para sentenciar a Saúl con una muerte vergonzosa e irónica,
éste solo corta un trozo del borde del manto del rey. Incluso el hecho de haber
estado tan cerca del rey, de haber estado a punto de atentar contra su vida, y
de sostener entre sus manos un pedazo del símbolo real del soberano de Israel,
hace que su corazón se avergüence y se turbe intensamente. Al volver con sus
soldados, David recibe mil recriminaciones por no haber aprovechado la ocasión
más clara de solventar todos sus problemas y preocupaciones. Con una mirada y
un gesto de silencio, David justifica su perdón para con el rey amparándose en
que Saúl seguía siendo el hombre escogido por Dios para gobernar Israel, y que
solo Dios tenía la prerrogativa de acabar con su reinado cuando así Él lo
estableciese. Saúl estaba en las manos de Dios y David entiende que los
propósitos y planes de Dios siempre estarían por encima de vendettas, venganzas
y resarcimientos sangrientos.
C. RESPETANDO LA AUTORIDAD A PESAR DE LA OCASIÓN
“También David se levantó después, y
saliendo de la cueva dio voces detrás de Saúl, diciendo: ¡Mi señor el rey! Y
cuando Saúl miró hacia atrás, David inclinó su rostro a tierra, e hizo
reverencia. Y dijo David a Saúl: ¿Por qué oyes las palabras de los que dicen:
Mira que David procura tu mal? He aquí han visto hoy tus ojos cómo Jehová te ha
puesto hoy en mis manos en la cueva; y me dijeron que te matase, pero te
perdoné, porque dije: No extenderé mi mano contra mi señor, porque es el ungido
de Jehová. Y mira, padre mío, mira la orilla de tu manto en mi mano; porque yo
corté la orilla de tu manto, y no te maté. Conoce, pues, y ve que no hay mal ni
traición en mi mano, ni he pecado contra ti; sin embargo, tú andas a caza de mi
vida para quitármela. Juzgue Jehová entre tú y yo, y véngueme de ti Jehová; pero
mi mano no será contra ti.” (vv. 8-12)
A veces el instinto de supervivencia
puede llegar a hacer que tomemos decisiones, más con el corazón que con la
mente. David podría haber consumado un acto justo de legítima defensa matando a
Saúl. No obstante, David tuvo la suficiente sabiduría y discernimiento como
para dar una lección de misericordia y perdón al rey, obviando la ocasión
propicia, y recurriendo a Dios para encontrar una solución mucho más positiva y
edificante. Una vez Saúl ha terminado de realizar sus funciones biológicas, y
sin haberse dado cuenta de lo que le había estado a punto de pasar en la cueva,
se reúne con sus soldados para proseguir su búsqueda y captura de David. De
pronto, cuando ya está a una distancia respetable de la cueva, David surge de
ella con un grito que se amplifica con el eco de los desfiladeros desérticos.
Llama a Saúl, y no lo hace con desdén, con una mueca de burla y orgullo, o con
el ánimo de reírse de él. Se dirige al rey como su señor, respetando sus
galones y honrando la elección divina de su cargo real. Saúl no da crédito al
reconocer la cueva en la que había estado unos minutos antes y en identificar a
David como el autor de las voces. Inmediatamente después de fruncir el ceño
para visualizar mejor a su perseguido, contempla como David, con un gesto de
veneración y honra, realiza una reverencia exenta de ironía y sarcasmo.
Las palabras que brotan de los labios de
David dejan paralizado a Saúl. David lo reconviene aludiendo a aquellos
consejeros y subordinados de la corte que lo aconsejan mal, influyendo
perniciosamente en su consideración de David. Le recuerda que ha estado a punto
de caer fulminado por su espada mientras defecaba en la cueva, que sus hombres
habían intentado convencerlo de acabar con su vida en una ocasión inmejorable,
y que tuvo que aquietar sus bríos apelando al llamamiento divino de su persona.
Extendiendo su mano, deja ver al rey el trozo de manto real que demuestra sus
afirmaciones, que constata su deseo de perdonar su voraz hambre de sangre. Es
precioso notar el modo en el que David se dirige a Saúl en este punto: “Padre mío”. David sigue amando
entrañablemente a este hombre fuera de sí, continúa dándole la oportunidad de
redirigir sus intenciones, y afirma que nunca traicionaría al rey y todo lo que
significa serlo. No existen razones para seguir jugando al ratón y al gato por
los inhóspitos desiertos de Israel. Nada ha hecho David para suscitar en la
mente y el corazón de Saúl la idea de que fuese su enemigo. David queda en las
manos de Dios y se somete respetuosamente a lo que el Señor indique de ahora en
adelante, sin dejar nunca de sentir respeto y honra por el descontrolado rey.
CONCLUSIÓN
Esta es la manera ideal y sabia de
encarar la relación que puede existir entre una autoridad ejercida erróneamente
y el creyente que se precie de serlo. El perdón, la misericordia y la honra
debida a aquellos que son colocados por Dios en roles de liderazgo y gobierno,
deben ser los factores que presidan nuestra actitud para con ellos. Saúl, al
menos en esa oportunidad, tuvo los redaños suficientes como para reconocer su
error y la inocencia de David, fruto, no cabe duda, de la intervención de Dios
y de David, un corazón que se asemejó a Dios en estas circunstancias adversas: “Más justo eres tú que yo, que me has
pagado con bien, habiéndote yo pagado con mal. Tú has mostrado hoy que has
hecho conmigo bien; pues no me has dado muerte, habiéndome entregado Jehová en
tu mano. Porque ¿quién hallará a su enemigo, y lo dejará ir sano y salvo? Jehová
te pague con bien por lo que en este día has hecho conmigo.” (vv. 17-19)
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