DISTINTO EN MI CARÁCTER: TRANQUILO EN MI CONCIENCIA





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:8

“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.” 

INTRODUCCIÓN

      Cada vez que el concepto de conciencia aparece en una conversación como un cliché que empleamos para resaltar nuestra inocencia en lo que a un delito, crimen o fechoría se refiere, solemos identificarlo con un sueño plácido y pacífico. “Yo duermo a pierna suelta”, decimos, “porque tengo la conciencia muy tranquila.” Lo cierto es que de algún modo estamos reconociendo la existencia de un fuero interno que guía, regula y señala un camino moral en el que se percibe la distancia que hay entre el bien y el mal. Aún aquellas personas que dicen no creer en los absolutos, que se escudan en un relativismo más bien interesado y selectivo, o que piensan que todo depende de la situación o de los fines que se persigan lograr, tienen conciencia de la conciencia, valga la redundancia. Michel de Montaigne, escritor y filósofo francés afirmó en una ocasión que “la conciencia hace que nos descubramos, que nos denunciemos o nos acusemos a nosotros mismos, y a falta de testigos declara contra nosotros.” Esto significa que cuando comenzamos a pergeñar, a idear o tramar una acción, ya existe un instante en el que la conciencia comienza a analizar si ese acto es correcto o no. ¿De dónde viene esa ley no escrita en papel o piedra, pero sí grabada en lo más profundo de nuestros corazones? Como también decía Victor Hugo, novelista francés de fama mundial, “la conciencia es la presencia de Dios en el hombre.” Y aunque mucha gente intente demostrar lo contrario o pretenda asignar la conciencia a un residuo del evolucionismo propio de la supervivencia de la especie humana, lo cierto es que esa voz de las entrañas que nos reconviene, nos reconcome y nos advierte, no es sino esa chispa de eternidad que forma parte de la revelación general de Dios para toda la humanidad.

     Sin embargo, en vez de agradecer a Dios el don de la conciencia para discernir nuestro camino a la felicidad y al disfrute de su presencia, el ser humano ha preferido seguir una senda diametralmente opuesta a lo que el sentido común y la voz de Dios dictan que es para nuestro bien. Ya lo reseñaba el apóstol Pablo cuando aconsejaba a Timoteo acerca de la clase de personas que iban a aparecer en los tiempos postreros: apóstatas, hipócritas, mentirosos, y sobre todo, de conciencia cauterizada, esto es, sin remordimientos ni escrúpulos a la hora de engañar a todos cuantos cayesen en sus falsas redes ideológicas (1 Timoteo 4:1-3) ¿Vivimos en esa época que Pablo describe con amargura a su hijo espiritual? En vista de todo lo que sucede a nuestro alrededor a todos los niveles y en todos los ámbitos de nuestra civilización, todo parece indicar que sí. No hace falta dar ejemplos porque nos quedaríamos sin tiempo y espacio para enumerarlos. Estamos en un mundo en el que cada uno va a lo suyo sin mirar a izquierda o a derecha, donde hasta las vergüenzas más abominables son expuestas en los grandes medios de comunicación, y donde cualquier excusa barata es asumida como parte de un ambiente de tolerancia y pluralidad progresista. Lógicamente, esto tiene su precio en aquellos que ven mancillado su honor, en aquellos que son perseguidos por proclamar la verdad del evangelio y en aquellos que sufren el escarnio y la burla de los que llaman a lo malo bueno, y a lo bueno, malo.

     ¿Cuál ha de ser entonces la ruta bíblica que nos permite tener una conciencia limpia y tranquila? El Salmo 24 recoge con claridad maravillosa que todos aquellos que buscan a Dios son aquellos que viven de acuerdo a la ley de Dios y cuyos actos y pensamientos se someten a los designios divinos: “¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y de corazón, el que no ha elevado su alma a cosas vanas, ni jurado con engaño. Él recibirá bendición del Señor, y justicia del Dios de salvación. Tal es la generación de los que le buscan, de los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob.” (Salmo 24:3-6). ¿Formamos parte nosotros de esta generación de personas que saben que en la obediencia y servicio a Dios se halla nuestra felicidad y nuestro disfrute más pleno? Espero que así sea, y para que esto no se quede en una simple declaración de intenciones, examinemos que nos dice la Palabra de Dios acerca de algunas de las funciones primordiales de la conciencia dada por Dios a los seres humanos.

A.     UNA CONCIENCIA TRANQUILA SURGE DE ACATAR LA ENSEÑANZA Y EL CONSEJO DE DIOS

“Bendeciré al Señor que me aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia. Al Señor he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma; mi carne también reposará confiadamente; porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción.” (Salmo 16:7-10)

      Cuando dejamos que sea nuestra conciencia dirigida por Dios la que guíe nuestro caminar diario las cosas nos irán bien. La conciencia, bien entendida y apreciada, es el canal a través del cual recibimos de Dios su consejo y asesoría en cada una de las decisiones que en la vida hemos de tomar. Nuestros pensamientos serán cuidadosamente pesados por el Señor a fin de que cuando tengamos que pasar a la acción no nos demos el batacazo del siglo. La conciencia, en muchos de los casos, suele batallar a brazo partido contra nuestros deseos desenfrenados y nuestros apetitos pecaminosos. Pero ésta no ceja en su empeño en que nos demos cuenta de que determinadas maneras de pensar o de hacer las cosas desagradan considerablemente a Dios, y para ello, la conciencia se convierte en una especie de espina molesta que se clava en nuestra alma a fin de dar testimonio de que no vamos por el camino correcto según lo establecido por Dios. Henry-Louis Mencken, periodista y escritor estadounidense, afirmó con buen tino y una cierta dosis de ironía, que “la conciencia es una voz interior que nos advierte que alguien puede estar mirando.” Y lo cierto es que así es: Dios contempla como los mecanismos de nuestra mente y de nuestro corazón van engranándose hasta concebir un acto, bien sea bueno o malvado. 

       La conciencia es ese maestro que nos avisa y nos alerta de los peligros de correr desbocadamente hacia el precipicio de nuestro egoísmo y de nuestra depravación, e incluso, como dice el salmista, ésta hace su trabajo en la vigilia, entre sueños e imaginación, entre preocupaciones y pesadillas. Dios nunca cesa en su obra de consejo y enseñanza, y hasta en el tiempo del descanso nocturno nuestra mente desata sus ligaduras convencionales para manifestar y desarrollar lo que el espíritu humano desea de todo corazón. Anteponer a Dios a nuestros deleites caprichosos o a nuestros pensamientos envidiosos, avariciosos y codiciosos, hará que la prosperidad en cuerpo y alma sean una realidad eterna que comienza en el ahora. Seremos felices y bienaventurados cuando aceptemos los juicios de Dios, cuando recibamos de buen grado la reprensión de nuestra conciencia y cuando nos gocemos al constatar que al seguir la voluntad de Dios nos hemos ahorrado mil y una desdichas. Cuando reposamos en la sabiduría celestial y hacemos caso de las indicaciones de nuestra conciencia anclada en Dios, tenemos la seguridad de que Dios está cuidando de todos los detalles de nuestra existencia, sin temor alguno de que nos veamos abducidos por la mentira, las apariencias o la impasibilidad ante el pecado.

B.     UNA CONCIENCIA TRANQUILA SURGE DE ACEPTAR EL SACRIFICIO DE CRISTO

“Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:11-14)

      En este texto bíblico que forma parte de un recorrido comparativo entre los sacrificios y el sacerdocio del Antiguo Testamento y la figura de Cristo, podemos ser testigos del vuelco que nuestra conciencia alcanza cuando es Cristo es que se hace cargo de ella. Los holocaustos y ofrendas del Antiguo Testamento tenían, tal y como vemos en estos versículos, la capacidad de santificar y purificar la carne, el cuerpo de todos aquellos que los ofrecían. Siempre que metían la pata, que pecaban, que cometían algún delito o pecado, tenían que acudir al Tabernáculo o al Templo para sacrificar animales y así recibir de Dios su perdón y misericordia. En cambio, cuando Jesús muere en la cruz del Calvario, su sacrificio de sangre y su perdón redentor, se extiende hasta la culminación de la historia en su segunda venida. Cristo se convierte así en la víctima propiciatoria perfecta que justifica a aquel que sincera y arrepentidamente busca la salvación de Dios. En su inocencia y en su intachable expediente de vida, es posible encontrar la limpieza de la conciencia, el sentido primigenio y genuino para el que ésta fue creada y colocada en nuestro interior. La cruz se levanta de este modo para enseñarnos que la mente de Cristo, el testimonio vital del que hizo gala, su actitud ante la vida y para con todos aquellos que se acercaron a él para conocerlo, son indicadores clave para que nuestras conciencias se dejen moldear y santificar por el Espíritu Santo.

     Nuestra obras muertas, de las que habla el escritor de Hebreos, son aquellas que hacemos para ganarnos el cielo, aquellas que suponemos nos van a franquear la entrada a la gloria celestial, aquellas que, creemos ignorantemente, nos van a aupar y ascender a las cotas de espiritualidad más altas. Nada más lejos de la realidad. Cualquier acto que supuestamente sea hecho en favor de los demás, si no es realizada desde el ejemplo de Jesús, el cual nunca quiso sacar réditos de sus bondadosas acciones de amor, es solo un fraude. El profeta Isaías así lo afirma: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia.” (Isaías 64:6). Todos los ritos, los peregrinajes, las ceremonias, las ofrendas, las genuflexiones, los santiguamientos, los rezos monocordes y repetitivos, las procesiones y las advocaciones marianas y de los santos son delante de Dios impuras y aborrecibles, porque el corazón del que los lleva a cabo está muy lejos de Dios y más cerca de sus propios intereses egoístas. Sin embargo, solo Cristo puede limpiarnos y purificarnos de nuestras sucias credenciales, de nuestra orgullosa auto-justicia, de nuestro mérito por medio de obras. He ahí la diferencia entre ser salvo y realizar obras de justicia, y hacer el bien para alcanzar la justicia de Dios. Nuestra conciencia será transformada por la sangre de Cristo a fin de responder a ese sacrificio con acciones propias de su ejemplo, sirviendo a Dios, no para recibir su bendición, sino porque realmente le amamos por quién Él es y nada más.

C.     UNA CONCIENCIA TRANQUILA SURGE PARA DAR TESTIMONIO CRISTIANO

“Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros; teniendo buena conciencia, para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, sean avergonzados los que calumnian vuestra buena conducta en Cristo.” (1 Pedro 3:14-16)

      Ser propietarios de una conciencia tranquila y limpia a menudo, y más en los tiempos que corren, supone tener que enfrentarse con otras personas que no la tienen, o que la tienen adormecida y condicionada a sus propios deseos empedernidos. Normalmente, cuando nuestros actos, palabras y pensamientos, cautivos en Cristo Jesús, Salvador nuestro, chocan frontalmente con los dictados de una amplia mayoría social, con las ideas ateas, o con individuos que odian todo lo que implique ir contra la corriente de este mundo, pueden pasar dos cosas: o dejamos la fiesta en paz e intentamos acallar nuestra conciencia, o nos lanzamos al ruedo para defender desde la mansedumbre, la humildad y el respeto nuestra postura sin dar un paso atrás. Lo fácil y sencillo es hacer lo primero, quitándole hierro al asunto, transigiendo borreguilmente ante las amenazas y presiones sociales, y renunciando a dar a conocer lo que Dios piensa acerca de temas controvertidos y polémicos. Lo difícil resulta presentar defensa de nuestra fe, bien por miedo, por vergüenza o por no estar lo suficientemente preparados. Pedro nos exhorta a no retirarnos de la batalla dialéctica con el rabo entre las piernas, dando a entender que la verdad de Dios es inferior a la verdad retorcida o post-verdad de este mundo. Huir ante el diálogo respetuoso y afable no es la salida del creyente, si es que éste lo es en realidad. Nuestra fe y esperanza no puede quedar en entredicho, porque nuestra conciencia nos lo demandará con su dedo acusador y con los remordimientos de la culpa.

     Muchos nos van a calumniar y a difamar en estos próximos meses. Muchos nos van a llamar “intolerantes”, “arcaícos”, “beatos”, “fundamentalistas”, “radicales”, “fomentadores del odio hacia lo diferente”, y otras lindezas más. Y todo por querer expresar nuestra libertad de conciencia y fe. Muchos murmurarán acerca de nosotros como de “aquellos que buscan trastornar la paz social y la igualdad plural.” Seremos considerados enemigos del progresismo, de la libertad de opción sexual, de los derechos de la mujer para hacer lo que quiera con su cuerpo y su feto, de las grarntías que promueven la integración de transexuales en los colegios e institutos a los que van nuestros hijos e hijas, de un pensamiento único que aglutine todas las perspectivas de vida, de la variedad de figuras familares, y de la normalidad de apetitos y alternativas que forman parte de la democracia y la libertad de expresión. No obstante, Pedro, sabedor de que ya en su tiempo las cosas iban por esos derroteros, nos anima a seguir exhibiendo una conciencia limpia y tranquila, pese a quien le pese. Tal vez hoy las voces que predican pestes contra aquellos que creemos en Cristo y en una conciencia dirigida por Dios lleguen a convencer al mundo de que somos lo peor. Pero no nos rindamos ante sus asechanzas y críticas destructivas. Nuestra atitud y talante ante este panorama sombrío que está a la vuelta de la esquina debe ser la que preconizaba Pablo: “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal.” (Romanos 12:21). A su tiempo seremos vindicados por el Señor, y todos aquellos ataques que recibimos por causa de la verdad de Cristo, serán revertidos en vergüenza y arrepentimiento en el día del Juicio Final. 

CONCLUSIÓN 

     La felicidad de tener una conciencia tranquila, de vivir de acuerdo a los consejos y enseñanzas de Dios, de aceptar el sacrificio de Cristo para ser limpiados de nuestras obras muertas, y de conducirnos coherentemente para ser testigos de la verdad del evangelio, supone ver a Dios. Y es que una conciencia limpia es el signo inequívoco de practicar la santidad en nuestras vidas a todos los niveles. La promesa que nos ofrece Jesús en esta bienaventuranza supone disfrutar toda la eternidad de Dios y alegrarnos en las recompensas que éste nos dará si perseveramos hasta el fin con una conciencia limpia de polvo y paja. Sigamos el consejo de Hebreos y dormiremos como bebés teniendo a la conciencia como almohada: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” (Hebreos 12:14)

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