COMPARTIENDO A JESÚS





SERIE DE ESTUDIOS “RELACIONES AUTÉNTICAS”

TEXTO BÍBLICO: JUAN 1:35-49

INTRODUCCIÓN

     En toda relación interpersonal, sea de la clase que sea, siempre existe un componente que la potencia y convierte en relevante: las cosas en común que las personas que entablan una relación poseen. La relación crece, se desenvuelve y se desarrolla con mayor firmeza, alcance y fortaleza si existen gustos parecidos, aficiones afines e intereses similares. Muchas amistades surgen con fuerza cuando dos o varias personas se encuentran en lugares en los que un mismo hobby los une. Muchas parejas sentimentales comienzan a tomarse en serio este tipo de relación cuando, tras un reconocimiento mutuo de filias y fobias, se descubren con pareceres y visiones de la realidad que se armonizan. Los lazos familiares parten de un tronco común de tradiciones, vivencias, recuerdos, consanguinidad y afectos. La conexión existente entre miembros de una comunidad de fe radica en la persona de Cristo y en su mensaje de salvación y fraternidad. En definitiva, toda relación entre dos o varias personas no puede existir sin que todos compartan algo o alguien que los reuna y aglutine para formar algo mayor y más grande que la solitaria existencia del individuo.

       Los deportes, las aficiones literarias, los gustos musicales, los intereses religiosos y políticos, las costumbres y festividades, y muchas otras cosas más, hacen de este mundo un mundo interconectado e interrelacionado. Nos encanta abrumar a la persona a la que estamos conociendo con nuestros talentos, hobbies, gustos y pasatiempos. De aquello que más nos entusiasma hacer hablaríamos siempre, a todas horas: del campo, de la actualidad política y social, de las últimas tendencias en moda y coches, de las novedades teológicas en mi caso, etc… Sin embargo, existe una cuestión, que es la más importante de todas, y de la que deberíamos hablar y compartir más a menudo y con el mismo fervor que lo hacemos sobre el fútbol o las noticias del corazón, y de la que, sin embargo, tocamos menos por diversas razones, aunque ninguna razonable. Se trata de compartir a Jesús, nuestro Señor y Salvador. 

       ¿Comunicamos con alegría y gozo el hecho de sabernos salvos gracias a un perdón que es extensible a nuestras amistades, familiares y compañeros? Te recomiendo que realices el siguiente experimento personal: analiza al final de cualquiera de tus días de qué has hablado a quienes te hayas encontrado en el camino durante la jornada. ¿Se ha llenado tu boca de Jesús al departir con esas personas? ¿Has aprovechado cualquier coyuntura de ese día para introducir a Jesús o la Palabra de Dios en la conversación? ¿Has glorificado a Dios con tu manera de dialogar o expresarte ante los demás? ¿Qué predomina en tu corazón: Dios o innumerables temas triviales? Haz la prueba y comprobarás, con tristeza en muchas ocasiones, que preferimos comentar o compartir temas y asuntos que no asusten, espanten o indignen a nadie. Pero, si Cristo lo es todo para nosotros, si para nosotros es la vida, la verdad y la salvación, si sabemos que nuestros amigos, familiares y relaciones cotidianas necesitan de él, ¿por qué nos cuesta tanto compartir las buenas nuevas del evangelio con ellos?

      En el episodio bíblico que hoy nos ocupa, podemos contemplar una auténtica red de relaciones en las que el factor común que las enlaza y une es Jesús. En Jesús vemos cómo distintas maneras de entender las relaciones confluyen a la perfección en seguirle. Y es que si Jesús se convierte en el nexo que conecta cualquiera de nuestras relaciones, haremos que éstas sean mejores, genuinas y duraderas. Del mismo modo que podemos compartir nuestros intereses más queridos en cualquier campo de la vida, no podemos más que observar el ejemplo de estos hombres que lo dejaron todo por entrar en una relación única y maravillosa con Jesús, y cómo no dudaron en compartir el hallazgo feliz de Jesús.

      Todo comienza con Juan el Bautista. Ya ha tenido la ocasión de recibir a su primo Jesús, de reconocerlo como el Mesías esperado, aquel que habría de bautizar con agua y fuego a aquellos que creyesen en su nombre. Más allá de su relación familiar, la cual se retrotrae hasta el mismo momento de sus estancias en sus respectivos vientres maternos, en el río Jordán Juan el Bautista llega a profundizar en la verdadera naturaleza de Jesús y en la correcta relación y comunión existente entre ambos. Juan se descubre como siervo humilde y precursor ante Jesús: “Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado.” (Juan 1:27). En consonancia con esta gran revelación de Dios, confirmada en el bautismo de Jesús, la aparición del Espíritu Santo y la voz de Dios congratulándose en él, Juan el Bautista cede su testigo a Jesús. No intenta retener a sus discípulos, ni procura seguir manteniendo su feligresía de manera egoísta. Sabe que su papel ha sido cumplido según la voluntad de Dios, y ahora debe dejar marchar a sus seguidores en pos del Hijo de Dios: “El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús.” (vv. 35-37). Juan comparte la realidad espiritual más grande de la historia con sus adeptos, y lo hace sin acritud, sin abatimiento, y sin rencores. Sabe cuál es su lugar y no vacila en ceder su maestría a Jesús. Los discípulos, intrigados por esta declaración poderosa de Juan el Bautista, se acercan a Jesús para ver qué tenía que decir en su favor sobre la afirmación mesiánica realizada por Juan.

       Juan, en ese conocimiento que solo Dios sabe dar, quiere compartir a Jesús con dos de sus discípulos, algo que muy pocos harían hoy, buscando el éxito de su ministerio o de su pastorado. Hoy existe un celo obsesivo de determinados líderes o dirigentes de iglesias que no se corresponde con esta actitud positiva de Juan el Bautista. Compartir a Jesús iba a implicar una disminución entre las filas de sus seguidores, pero eso no era importante. Lo importante es que sus discípulos conocieran a aquel que perdonaría sus pecados y les enseñaría la verdad de todas las cosas. 

       Estos discípulos deciden dar un paso adelante y aceptan el consejo de su maestro: “Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima.” (vv. 38-39) La constancia de la presencia de dos personas que le seguían a todas partes, hace que Jesús comience una relación con estos dos discípulos que duraría toda la vida. La pregunta que realiza Jesús, en su simplicidad y franqueza, nos da a entender que Jesús no busca entablar una relación con meros curiosos. “¿Cuál es el motivo que os lleva a querer seguirme?”, parece decir Jesús. ¿Jesús no sabía a qué venían a él? El lector de corazones y pensamientos tenia la completa certeza de sus razones, pero desea darles la oportunidad de confesar sus verdaderas intenciones. La respuesta de éstos satisface a Jesús, ya que no solo lo tratan respetuosamente como maestro o rabí, prácticamente sin haber escuchado o visto casi nada de lo que será su ministerio terrenal en las próximas fechas, sino que se ofrecen para ser sus discípulos, sus nuevos aprendices en la escuela que se suponía debía tener un maestro con el talento y la sabiduría de Jesús. Jesús los invita a su casa, un entorno en el que el tiempo pasa tan rápido y la charla es tan agradable, que se hacen las mil, y optan por quedarse y continuar profundizando en esa relación maestro-alumnos.

       Tal fue la impresión que recibieron estos dos discípulos de Jesús, de sus palabras y de sus demostraciones del conocimiento de las profecías y de las Escrituras, que no podían permanecer por más tiempo sin compartir este tesoro con sus más allegados. Aunque de uno de los discípulos no se nos da el nombre, sí tenemos la identificación del otro: “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Éste halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús. Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro).” (vv. 40-42) Ese fuego que Jesús había encendido en el corazón de Andrés no se iba a extinguir, sino que iba a reproducirse a través de sus relaciones personales más significativas y estrechas. En su caso, su entusiasmo por Jesús y su mensaje sin igual debe contagiarse en su hermano Pedro, un rudo e impetuoso pescador de Betsaida, muy poco dado a creer de buenas a primeras a su querido hermano, pero que al final, cuando se encuentra con el propio Jesús, queda prendado de su poder e influencia. Pero Andrés no se queda únicamente ahí, sino que como dice el versículo 41, Pedro fue solo el primero de muchos a los que compartió a Jesús como lo más valioso de todo el mundo.

      Lo mismo sucedió con Felipe, otro conciudadano de Pedro y Andrés que conoció a Jesús: “El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme. Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro.” (vv. 43-44). Jesús ve a Felipe y conociendo sus pensamientos, inquietudes y necesidades, lo llama para que se una a su incipiente grupo de discípulos. El irresistible llamamiento de Jesús no le deja más alternativa que seguirle. Tal era el calado y poder de convocatoria que poseía Jesús. Felipe seguramente conocería a Andrés y a Pedro, y todos, reunidos como pescadores de hombres, entablarían a su vez entre ellos un lazo inquebrantable de amistad y fraternidad cuyo centro iba a ser Jesús y que iba a trascender incluso la muerte de éste en la cruz. Ese mismo fuego devorador que consumía el espíritu de Andrés, es el mismo que ahora arde y crepita en el pecho de Felipe. No podía dejar pasar un instante sin que pudiese compartir a Jesús con alguno de sus conocidos. El primero en su lista es Natanael, con el que tiene una conversación muy curiosa: “Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquél de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret.” (v. 45) Imaginaos a alguien a quien apreciáis que viene muy contento y feliz a vuestro encuentro, y que os dice que un vecino de Nazaret es el enviado por Dios para cumplir las profecías y la ley mosaica. 

        Natanael es el típico escéptico que no se cree a pies juntillas cualquier cosa que se le diga, aunque se traten de las palabras de un gran amigo. ¿En cuántas ocasiones no se habían levantado y alzado auto-proclamados mesías desde la última palabra profética? Y todos habían perecido a manos de traidores, ejércitos y de acólitos sedientos de poder. La duda por sistema se adueña de Natanael cuando realiza la siguiente observación a Felipe: “Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (v. 46) La fama de Nazaret no propiciaba, a los ojos de Natanael, perspectivas halagüeñas en cuanto a que alguien procedente de esa aldea pudiese arrogarse la potestad de ser llamado Mesías. “¿Estás bromeando, Felipe?”, estaba diciendo de algún modo Natanael a su buen amigo. “Le dijo Felipe: Ven y ve.” (v. 46). 

       La insistencia y perseverancia de Felipe, se unen a su empeño por que viese con sus propios ojos que Jesús no era un advenedizo, un embaucador o un trastornado fanático más en la lista de presuntos mesías del pasado. Natanael, en vista de que su amigo no va a cejar en su intento por que viese a ese Jesús, decide complacerlo: “Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño.” (v. 47) Natanael se queda pasmado ante las palabras de este completo y absoluto desconocido: “Le dijo Natanael: ¿De dónde me conoces?” (v. 48) ¿Cómo sabía Jesús quién era y cuáles eran sus inquietudes espirituales y religiosas si nunca lo había visto? A lo mejor se habían encontrado en algún momento o en un lugar en el que coincidieron, pero su rostro y su voz le son completamente desconocidas. “Respondió Jesús y le dijo: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.” (v. 48) Anonadado, Natanael queda estupefacto ante las dotes de clarividencia y perspicacia de Jesús, algo de lo que carecían los mesías que en tiempos pretéritos quisieron asumir esa identidad. Desarmado por la evidencia del poder de Jesús y del conocimiento tan profundo que de su propia alma tenía, a Natanael no le queda más remedio que rendirse a las evidencias: “Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel.” (v. 49) Este reconocimiento asombrado de Natanael era el fruto de un discernimiento espiritual propio de Dios que hizo que todas las esperanzas mesiánicas profetizadas hace tanto tiempo encajaran a la perfección en la persona que se hallaba delante de sus narices, en Jesús. Esta red de relaciones solo estaba comenzando. Pronto, a través de compartir a Jesús con todos a los que amaban y apreciaban, los discípulos de Jesús se multiplicarían hasta formar la iglesia universal de la que nosotros formamos ahora parte.

CONCLUSIÓN

     No podemos hablar de relaciones auténticas si el centro neurálgico de las mismas no está en Jesús. Con Jesús, las relaciones paterno-filiales se fortalecen con el ejemplo de respeto y cariño que caracterizaba la conexión entre Jesús y su Padre celestial, las relaciones conyugales adquieren el verdadero sentido de su existencia en el amor de Cristo por su iglesia, las relaciones de amistad y camaradería se extienden más allá del sacrificio y la confianza mutua, y las relaciones entre los miembros de la comunidad de fe se desarrollan y maduran según la preeminencia de Cristo como cabeza de la iglesia. No dudes en compartir a Jesús con todas tus relaciones, porque de ese ejercicio solo pueden salir bendiciones y lazos irrompibles de por vida.

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