DISTINTO EN MI INFLUENCIA





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:17-20

INTRODUCCIÓN

      Seguramente habréis escuchado en muchos telediarios el siguiente concepto: tráfico de influencias. Esta expresión legal y penal que se refiere a los trapicheos y tejemanejes de algunos cargos públicos, puestos políticos de responsabilidad y presuntos representantes del pueblo con interesados económicos, financieros y empresariales, sugiere que a través de estratégicas relaciones de “hoy por ti, mañana por mí”, unos cuantos “listos” se lo llevan todo crudo. Y todo esto pasa porque existe una red clientelar de influencias que maneja todo el cotarro socio-económico del mundo, y que gracias a su mediación pueden conseguir dividendos jugosos a costa de los de siempre, de los trabajadores sencillos y de los pobres que vagan por la tierra. Esta es una clase de influencia altamente perniciosa y venenosa para la sociedad, pero que incluso a menor escala, en el nepotismo familiar o en el enchufismo amiguista, se sigue dando tras cada esquina mermando la cualificación y el talento en pro de ayudar o echar una mano a personas allegadas sin o con pocas habilidades para desempeñar tal o cual cargo. Richard Stallman consideró este tipo de influencia como un mal de la democracia cuando afirmó que “que las empresas tengan especial influencia en la política significa que la democracia está enferma. El propósito de la democracia es asegurarse de que los ricos no tengan una influencia proporcional a su riqueza. Y si tienen más influencia que tú o que yo, eso significa que la democracia está fallando.”

      El creyente en Cristo también participa de otra clase de tráfico de influencias, pero esta vez, no de influencias partidistas y discriminatorias, sino de influencias positivas y fomentadoras del encuentro de nuestras relaciones con Dios. El cristiano, quiera o no quiera, posee un determinado grado de influencia sobre aquellos que se encuentran en su círculo de relaciones. La pregunta que debemos hacernos, al saber que nuestro comportamiento, nuestras palabras y nuestra pasión por Cristo tienen cierta ascendencia sobre quienes tratamos en el día a día, es si influimos para salvación o para tropiezo. Después de que Jesús confirmara que todo discípulo suyo habría de ser sal y luz de esta tierra, con todas las implicaciones prácticas que esto conlleva en el trato con nuestros semejantes, quiere dejar sentadas un par de cosas sobre su aproximación a las Escrituras. Nada de lo dicho anteriormente, sus bienaventuranzas y sus lecciones sobre el papel diferencial de sus seguidores en la dinámica social del mundo, era incompatible con lo que ya se había enseñado, proclamado y escrito en las Escrituras de aquellos tiempos, lo que hoy conocemos como Biblia hebrea o Antiguo Testamento. Ser sal y luz en el mundo implicaba precisamente cumplir de manera concreta todas y cada una de las ordenanzas de Moisés y de las profecías.

      Jesús no irrumpe en el panorama judío trayendo un nuevo mensaje, una revolucionaria manera de entender la religión o una filosofía sacada de la chistera que desbancaría el orden establecido. Muchos, más conocedores de la instrucción de maestros y rabinos, los cuales interpretaban la Palabra de Dios de distintas maneras y añadían nuevas normas a la base de la ley mosaica, pensaban al escuchar las palabras de Jesús, que éste pretendía desbancar el judaísmo hierático, legalista, hipócrita e insensible a las necesidades del ser humano, y entronizar en su lugar una visión completamente diferente de practicar la devoción hacia el Dios de Israel. Nada más lejos de las intenciones de Jesús: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir.” (v. 17) Jesús no apareció de la nada para retocar, remozar o remodelar lo que ya Dios había revelado a su pueblo y al mundo. No vino para cambiar y trastocar los ideales y valores que brotaban de los estatutos dados por el Señor a sus criaturas. Su misión no era romper con las profecías y las promesas que lo señalaban directamente como el Mesías. Todo lo contrario. Jesús va a cumplir a rajatabla todas las estipulaciones normativas y proféticas, porque éstas provienen de él mismo, de su Padre celestial, de la inspiración del Espíritu Santo. No podía ir contra su propio criterio como persona de la Trinidad. No venía a abolir, sino a señalar el verdadero y genuino espíritu de lo escrito durante siglos bajo la autoridad y la comunicación divina.

      Además, Jesús puntualiza que las Escrituras son intocables, suficientes y absolutamente perfectas. Jesús no desea añadir nada de su cosecha, porque todo está ahí, en la ley y los profetas. Solo hay que desentrañar su auténtico alcance, significado y sentido sin trastocar la letra de las Escrituras ni remitirse a instrucciones de nuevo cuño que pudiesen afectar la armonía y la unidad de la revelación especial de Dios: “Porque de cierto os digo que hasta que no pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido.” (v. 18) La ley está completamente arraigada en el consejo de Dios, y éste será cumplido sin fisuras en el transcurso de la historia. Ni la letra hebrea más insignificante a la vista, ni el signo de puntuación más imperceptible en la lectura de las Escrituras habrá de ser manipulado, torcido o tergiversado para justificar una conducta de pecado. Todas las promesas de Dios son sí y amén, y todas ellas son las que señalizan nuestro peregrinaje, dándonos esperanza hasta llegar a nuestro hogar celestial. Todo lo que está establecido en la Palabra de Dios tiene su propósito y su finalidad, planificados éstos desde antes de la fundación del mundo para no dejar cabos sueltos que pudiesen sugerir lagunas legales donde incumplir la ley de Dios.

     La razón que lleva a decir a Jesús lo anterior tiene que ver con la laxitud con la que algunos maestros de Israel, sobre todo aquellos que se aferraban más a las cuestiones mundanales, enseñaban que no pasaba nada si determinadas normas no eran seguidas de manera estricta y obediente. Su instrucción pasaba por pasar por alto ciertas prácticas mientras se cumpliera con los requisitos sacrificiales y con los ritos y festividades anuales. Eran una especie de profesores que dispensaban sus indulgencias y bulas a cambio de llenar sus escuelas de alumnos poco dados a la disciplina y el cumplimiento total de la ley. Pablo habla de ellos del siguiente modo: “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas? Tú que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras? Tú que abominas de los ídolos, ¿cometes sacrilegio? Tú que te jactas de la ley, ¿con infracción de la ley deshonras a Dios? Porque como está escrito, el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros.” (Romanos 2:21-24) Eran una influencia nefasta e incoherente para aquellos que se sentaban a sus pies para aprender, ya que en vez de inculcar respeto, reverencia y obediencia a Dios a sus alumnos, se limitaban a decir que realizar algo “una vez al año, no hacía daño”, o que “una canita al aire” tampoco era como para que Dios se enfureciera y los castigara: “De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos.” (v. 19) 

       ¿Nos suena este tipo de enseñanzas malignas y perniciosas para la vida espiritual del creyente? Reza tres padrenuestros y dos avemarías, echa algo en el cepillo, da limosna a los pobres y asiste regularmente a las procesiones y actos religiosos, y tus pecados serán perdonados por el sacerdote de turno que escuche tu confesión auricular. Lutero se hartó precisamente de este tipo de prácticas cuando escribió sus 95 tesis, porque las bulas e indulgencias se vendían como churros para acallar las conciencias de los pobres creyentes de a pie, mientras las instancias clericales se conducían de perversión en perversión sin sonrojo ni sentimiento de culpa. Sugerir que no pasa nada si cometes un pecado venial o si echas mano de una mentirijilla o mentira piadosa, no ayuda en nada a que el feligrés acate y cumpla la voluntad de Dios, buena y perfecta, para su vida. Una sola infracción de las normas estipuladas por Dios, un solo pensamiento que lleve a albergar la idea de que Dios comprende porqué cometemos errores, o una sola intentona infantil de encontrar grietas en la perfección de las ordenanzas divinas, acompañado de la perversa intención de llevar a los mismos hacia el precipicio del engaño y el error, supone ser juzgado por el Señor como “muy pequeño” en el advenimiento de su reino glorioso.

       Como contrapartida a esta influencia negativa y ponzoñosa que algunos supuestos creyentes vierten en las mentes de personas que buscan sinceramente a Dios a través de su palabra, Jesús habla de la correcta influencia que cualquiera de sus discípulos debe mostrar para con sus congéneres. Esta influencia es una influencia grandiosa y formidable, que cambia pareceres vacilantes, ideas equivocadas y paradigmas falsos en el nombre de Cristo: “Mas cualquiera que los haga (los mandamientos) y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.” (v. 19) La influencia del creyente demostrará siempre coherencia entre enseñanza y práctica. Como decía Louisa May Alcott, “las influencias persuasivas son mucho mejores que las palabras moralizadoras”. No tiene nada que ver con aquellos malvados maestros que acumulan cantidades ingentes de aprendices de la negligencia espiritual que quieren que hagamos lo que ellos dicen, pero que no hagamos lo que ellos hacen. El discípulo debe partir primero de recibir la influencia bendita y provechosa de Jesús como modelo y de la Palabra de Dios como directrices prácticas que seguir sin tomar atajos ni desvíos engañosos. Cuando la obediencia se encarne en nosotros, entonces estaremos en disposición de convertirnos en maestros para los demás, pero no antes. No existe peor manera de querer influir positivamente en otra persona que no viviendo lo que se predica. El creyente, si quiere ser grande en el reino de Dios, no puede por menos que estimar las Escrituras seriamente, con la veneración debida y con el deseo de servir a Dios en gratitud y fe.

      Somos distintos en nuestra influencia cuando vivimos lo que decimos que somos. Si nos llamamos cristianos, Cristo ha de ser nuestro camino y ejemplo. Si nos llamamos evangélicos, el evangelio es nuestra ruta de vida y la salvación es nuestra meta. Si nos llamamos bautistas, los principios rectores de fe y conducta que la Palabra de Dios nos ofrece para que caminemos en ellos han de ser reales, vividos a la vista de una multitud de testigos. Nuestra misión y objetivo en la vida es obedecer a Dios y manifestar con esa obediencia que lo hacemos con agrado y gozo, con una satisfacción inenarrable que nos llena y nos colma de dicha y felicidad. Para ello, Jesús desafía a sus discípulos de todos los tiempos con las siguientes palabras: “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (v. 20) 

        Para los que escuchaban atentamente a Jesús en el monte, el hecho de que éste empleara la imagen de dos de los grupos religiosos que mayor énfasis realizaban en el cumplimiento literal y estricto de la ley y los profetas, que mayor celo ponían en ser puntillosos y meticulosos en la práctica de los ritos de pureza, y que mejor encarnaban el concepto de perfección espiritual y ejemplaridad devocional, suponía considerar que el listón de obediencia a la Palabra de Dios estaba a una altura prácticamente inalcanzable para el más sencillo de los mortales. Pero he ahí el reto que propone Jesús. Ahí lo deja, para que consideremos que las Escrituras no son simplemente una colección de sugerencias opcionales o un compendio de líneas rectoras fácilmente manipulables y evitables. La entrada en el reino de Dios está muy cara, hermanos. No basta con aceptar la gracia de Dios y después hacer lo que a uno le venga en gana. No, la gracia de Dios ni está en venta, ni se merece, ni es barata. No uses la gracia de Cristo como excusa para vivir según los apetitos y esclavitudes que la tentación y el pecado presentan a la puerta de tu corazón, porque serás tropezadero para aquellos que quieren acercarse a Dios de verdad. Más bien, “andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne.” (Romanos 13:13-14)

CONCLUSIÓN

      ¿Qué clase de influencia proyectas hacia las personas que te rodean? ¿Muestras coherencia entre tus actos y tu fe? ¿Podrías decir que tu testimonio está siendo influido por el ejemplo de Cristo y sus enseñanzas de vida eterna? ¿O más bien tus andanzas y coqueteos con el pecado, las adicciones, las perversiones o el egoísmo, te hacen ser un propagador de influencias venenosas que afectan negativamente al honor de Cristo ante el mundo? Examina tu corazón y considera de qué modo influyes a tu gente, porque esta influencia puede significar la diferencia entre la vida y la muerte eternas en las vidas de los que están a tu lado y no conocen a Cristo.

Comentarios

Entradas populares