EMPLEADOS EN EL SERVICIO DE DIOS





SERIE DE SERMONES “VALIOSÍSIMO: HALLANDO TU VALOR EN DIOS”

TEXTO BÍBLICO: 1 PEDRO 4:9-11

INTRODUCCIÓN

       Existe el pensamiento de que cuando hablamos de ser usados o empleados por Dios para el servicio cristiano, estamos infiriendo que somos utilizados como una especie de piezas de ajedrez o como una serie de marionetas y títeres que no requieren de voluntad o decisión. Nada más lejos de la realidad. Cuando somos empleados en el servicio de Dios, estamos dando por sentado que Dios espera que voluntaria y voluntariosamente nos dediquemos en la cooperación. Dios no va a forzar nuestra participación, ni nos va a amenazar con el flamígero fuego del infierno o comprarnos con las mieles del cielo. Si somos hijos de Dios, si de verdad somos discípulos de Cristo y si somos guiados por el Espíritu Santo, lo cierto es que nosotros mismos apreciaremos el valor que Dios nos concede al invitarnos a unirnos en la misión. Otra cosa solo serviría para constatar desafortunadamente que nuestra sintonía con la voluntad y dirección de Dios está seriamente afectada o que en realidad todavía no hemos asumido nuestra identidad y valor en Cristo.

       La confesión de nuestra fe por sí sola no nos convierte en cristianos. Es preciso dar un paso más allá para convertir esa creencia en actos que demuestren la validez, necesidad y alcance de esa fe. Del corazón a los pies y las manos, de la mente a lo práctico, y de lo espiritual a lo terrenal, debemos buscar las oportunidades que Dios nos depara o intervenir en aquellas circunstancias en las que el Espíritu Santo está operando. Si deseamos reconocer el valor que Dios nos da, entonces es menester comprobar a través de los hechos que nuestro rol no es meramente el de instrumentos mudos, el de autómatas teledirigidos o el de siervos sin voz ni voto. Esto es lo que nos hace especiales: ser colaboradores de Dios que pueden dialogar con el Altísimo para alcanzar las metas salvíficas propuestas por Él. Me gusta pensar que lo que hago, lo hago para Dios y en favor del prójimo, sin más motivaciones egoístas. Que Dios me permita trabajar junto a Él en áreas tan diversas como el cuidado pastoral, la ayuda social y espiritual y la misión evangelizadora, me permite valorar el amor inmenso de Dios, el cual hace, que siendo una mota de polvo en el vasto universo, me estime como alguien que puede marcar la diferencia en este mundo con su inestimable poder.

A.     SOMOS EMPLEADOS PARA MOSTRAR HOSPITALIDAD AL PRÓJIMO

“Hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones.” (v. 9)

      La hospitalidad siempre tuvo un peso específico significativo en la cultura oriental a lo largo de los siglos. Era una señal inequívoca del respeto y afán de socorro hacia aquellos que no tenían un lugar concreto en el que recostar sus cabezas. Era tan importante ser hospitalarios con los visitantes que incluso se era capaz de ofrecer hasta lo más querido por que el huésped pudiese estar seguro y cómodo. Entrar en una casa hospitalaria significaba entrar en un refugio en el que poder descansar, hablar y alimentarse tras un arduo camino a través de inhóspitos parajes. Ejemplos del carácter amoroso de esta hospitalidad abrumadora, la cual en occidente no ha cuajado con el mismo éxito y sentimiento, los hallamos en la Palabra de Dios. La hospitalidad era un requisito indispensable de aquellas viudas que recibían la honra de la iglesia: “Sea puesta en la lista solo la viuda no menor de sesenta años, que haya sido esposa de un solo marido, que tenga testimonio de buenas obras; si ha criado hijos; si ha practicado la hospitalidad; si ha lavado los pies de los santos; si ha socorrido a los afligidos; si ha practicado toda buena obra.” (1 Timoteo 5:9-10). Incluso el escritor de Hebreos advierte que no debe olvidarse esta buena costumbre: “No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.” (Hebreos 13:2). 

      ¿Por qué Pedro remarca la necesidad de ser hospitalarios? En los tiempos en los que se escribe esta epístola universal, la iglesia se ha desparramado por todo el mundo conocido a causa de la persecución. Algunos aspiran al martirio por la causa de Cristo, mientras que otros se esconden buscando la seguridad de su integridad física. Seguramente, el valor que se da a ser carne de cañón de sus perseguidores se exalta por encima de aquellos que se retiran de la batalla para luchar otro día. Por ello, muchos de los hospedadores de los cristianos perseguidos juzgarían que sus huéspedes eran personas cobardes que no se ajustaban a la imagen de los apóstoles masacrados o del mismo Cristo crucificado. En ese juicio, apresurado y sesgado, comenzarían a murmurar, primero por lo bajini, y luego con invectivas e indirectas, acerca de su auténtica adhesión al evangelio. Pedro quiere zanjar ese espíritu prejuicioso, e insta a que esto deje de suceder y a que se agasaje convenientemente a estos hermanos prófugos sin entrar en discusiones ni malos ambientes. El anfitrión debe mostrarse solícito con sus necesidades colocando su mirada en el objetivo último de la hospitalidad, el cual era hacer el bien sin mirar a quien.

B.      SOMOS EMPLEADOS PARA ADMINISTRAR CORRECTAMENTE NUESTRO DON

“Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios.” (v. 10)

      Ya vimos la semana pasada que el Espíritu Santo, en su soberana gracia, nos ha entregado un don o varios dones espirituales que emplear para el provecho de la iglesia y la edificación mutua de los creyentes. Ese don debe practicarse dentro del marco del servicio o ministración y con la actitud sensata de un buen gestor del mismo. El don no debe ser utilizado para lograr llamativas alabanzas de nadie, ni para demostrar lo sublime de nuestra estatura espiritual, o para manipular a los demás. Ese don recibido de Dios debe ser puesto a disposición de terceros. El servicio, tal y como se entiende desde el evangelio, debe amoldarse al ejemplo de Jesús: “Si yo, el Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.” (Juan 13:14-15). Estimarnos mutuamente como personas necesitadas de la gracia de Dios nos debe impulsar a ministrar nuestros dones desde la humildad y la fraternidad más absolutas.

     En ese ejercicio de la ministración de nuestros dones espirituales, no podemos olvidar nuestra responsabilidad como mayordomos de la poliédrica gracia de Dios. Los gestores y administradores sensatos y prudentes, sabrán aplicar el don donde es más necesario, a las personas que más requieren de él, dentro de las circunstancias que mejor se adecúen a la idiosincrasia de la congregación, y con una perspicacia afinada que no permita que ese don sea desperdiciado inútilmente. Esto requiere de una práctica cotidiana y de un grado de experiencia que se logra con el trabajo duro, la entrega incondicional, e incluso traspiés y vivencias no muy agradables. Los sinsabores y los resultados felices de nuestra gestión de los dones espirituales harán que con el tiempo seamos lo suficientemente sabios como para saber dónde, cómo, cuándo y a quien hay que dispensarlos en amor y compasión. El Señor tiene miles de maneras de manifestar su gracia y misericordia, y nosotros hemos de ser canales eficaces de ellas en pro de que Dios sea glorificado.

C.      SOMOS EMPLEADOS PARA GLORIFICAR A DIOS EN CRISTO DE PALABRA Y OBRA

“Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.” (v. 11)

       En esa correcta y prudente administración y ministración de los dones que el Señor nos ha dado por gracia, la sintonía con la palabra y el poder de Dios es fundamental. Pedro, conocedor de las distintas maneras, buenas y malas, de practicar los dones espirituales en las diversas iglesias por las que pasó, incide en la idea de que estos carismas han de estar en armonía con Dios y sus designios. No vale con hablar en la congregación de temas nimios, de fábulas y trivialidades, de leyendas y asuntos polémicos cuando la profecía es requerida para alimento espiritual de todos los creyentes. El parloteo incesante de los charlatanes de la fe, las ilustraciones y chascarrillos que provocan la carcajada y el entretenimiento vanos, o las acusaciones veladas desde el púlpito, deben ser erradicadas de la predicación bíblica. Debe predicarse la Palabra de Dios de manera principalmente expositiva, sin realizar alardes de pseudo-intelectualidad o de teología farragosa que el creyente de a pie apenas alcanza a comprender. La sencillez y la profundidad no están reñidas si la enseñanza se realiza desde las palabras de Dios reveladas en las Escrituras.

     Lo mismo sucede en el servicio al hermano y a la iglesia. Servir no es el trampolín para el aplauso, ni debe esperar más recompensa que saberse valiosísimo a los ojos de Dios. Servir a los demás ha de redundar en el despliegue maravilloso y bendito del poder de Dios por medio nuestro. Ministrar supone reconocernos instrumentos útiles en las manos de Dios para el beneficio del prójimo, primeramente, de los miembros de la comunidad de fe, y después para los de afuera de la iglesia. Nos damos a los demás, no por un afán de reconocimiento, sino como respuesta al amor derramado por Dios en nuestro favor. Nuestra única meta debe ser la de que Dios sea glorificado a través de nuestras vidas y de nuestra administración de los dones que nos ha regalado. Así el mundo comprobará que nuestra fe se construye desde la acción y no desde la teoría. Pablo constató perfectamente para qué hemos de servir y ministrar a los demás: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios. No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios; como yo también yo en todas las cosas agrado a todos, no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos.” (1 Corintios 10:31-33)

CONCLUSIÓN

      Ser empleados en el servicio de Dios debe elevar nuestro gozo al sabernos unos privilegiados, primero por ser cooperadores de la gracia de Dios, y en segundo lugar, por manifestar el amor y el poder de Dios a nuestros semejantes. No existe mejor sensación que hacer lo correcto de manera correcta sin prejuicios personales y para la honra y gloria de Dios. Somos valiosísimos, no por lo que somos, sino por lo que Dios quiere que seamos, y en ese aprecio que Dios nos tiene, serviremos con ahínco, fervor y solicitud hasta que el Señor nos llame a su presencia.

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