DISTINTO EN MI CARÁCTER: SENCILLEZ ESPIRITUAL





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:1-3


INTRODUCCIÓN

      Ser distintos supone en la mayoría de los casos romper con lo establecido, con lo que se supone que es normal y ampliamente aceptado por la gran mayoría. Ser diferentes implica tener que nadar contracorriente mientras recibimos críticas, menosprecios y desprecios hacia quiénes somos. Vivir por encima de la norma en este mundo requiere de grandes dosis de intrepidez y valentía, sobre todo cuando hablamos de nuestras convicciones espirituales y de nuestra fe en Cristo. Desde el principio de su ministerio terrenal, Jesús siempre quiso marcar una clara diferencia con la inercia de lo cotidiano y de lo presuntamente correcto. No lo hizo en plan “rebelde sin causa”, ni buscando fastidiar a los que manejaban el cotarro religioso, ético, social y político de la época. Ni siquiera lo hizo para demostrar orgullosamente que todos estaban equivocados. Simplemente mostró su diferencia y su distinción desempolvando la verdadera esencia de adquirir un carácter conectado directamente con el espíritu de la ley, y no solo con la letra de la misma.

     A través de estos sermones sobre el mensaje de la montaña de Jesús descubriremos que ser discípulos suyos no es cualquier cosa. Ser seguidores de las enseñanzas y ejemplo de Jesús nos compromete y responsabiliza de por vida, adquiriendo un nuevo carácter, distinto al carácter depravado y egoísta que esta sociedad mundana estima que es el que logra la felicidad y el cumplimiento de los deseos. Cada afirmación de felicidad o bienaventuranza que Jesús deja caer en estos versículos del evangelio según Mateo, supone un aldabonazo contra las prácticas diarias de la injusticia, la hipocresía y la altivez espiritual. Rompiendo con los esquemas preconcebidos por una élite religiosa, Jesús se lanza en el empeño de imbuir a cada discípulo suyo de una nueva manera de pensar y vivir de acuerdo a las reglas del Reino de los cielos que ya está en medio de ellos. En definitiva, cada bienaventuranza es un punto clave en el desarrollo del programa espiritual de cada creyente de todas las épocas. El alcance de estas enseñanzas es eterno y se extiende en el futuro hasta nuestros días en términos éticos. Cada palabra de Jesús va dirigida a aquellos que desean vivir por encima de la norma, que no se conforman con una mediocre manera de ver la vida y que quieren ser plenamente felices en su preparación para entrar en el Reino de los cielos.

      La primera línea de acción que propone Jesús en su discurso del monte a sus discípulos tiene que ver con la sencillez espiritual: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.” (v. 3). En una estructura que tendrá continuidad en las demás bienaventuranzas (macarismo-carácter discipular-recompensa), Mateo desea reflejar un guiño a las enseñanzas proverbiales del Antiguo Testamento para conferir una expectación ante cada una de las lecciones que Jesús va a dar. El hecho de que cada versículo comience con una bienaventuranza, nos ayuda a contemplar la misión de Jesús de salvar y sanar a toda la humanidad. En vez de pregonar los juicios y condenaciones contra aquellos que no cumplen con los requisitos del Reino de Dios, Jesús ofrece palabras de paz, gozo y esperanza a personas que durante demasiado tiempo habían soportado el yugo pesado y torturador de la religiosidad elitista. Jesús les abre los cielos y les muestra el sol de la felicidad y de la plenitud espiritual al hacerles partícipes de una renovada manera de actuar y pensar en la vida. Ser felices o afortunados como discípulos de Jesús iba a suponer tocar con sus manos el anticipo del Reino de los cielos en la tierra. 

    Lo que ocurre es que, a esa esperanzadora afirmación y constatación de la felicidad, le acompaña una paradójica manera de ser que parece ajustarse muy poco al estándar de lo que significa ser feliz o afortunado. Jesús apela en primer lugar a ser “pobres en espíritu”, o como dice la traducción BLP “de espíritu sencillo.” Pobreza y felicidad no parecen tener mucho que ver si nos atenemos a la mentalidad judía y oriental de aquellos tiempos. Tener riquezas y vivir en la abundancia de bienes era una de las evidencias del favor de Dios para con cualquier persona. De hecho, vemos de qué manera prosperó Dios a los patriarcas y cómo esto se relacionaba con la bendición de Dios a causa de su obediencia. Por lo tanto, ser pobre y vivir en carestía no es que fuese precisamente uno de los estados más apetecibles, ya que esto suponía que el menesteroso había pecado contra Dios de algún modo, y que la pobreza era el resultado de sus malos caminos. ¡Menos mal que el Señor inspiró el libro de Job para hacernos ver que esa mentalidad no era una ley general que se cumplía a rajatabla! La felicidad suprema estriba en el modo en el que nos mira Dios: “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.” (Isaías 66:2).

A.     LA SENCILLEZ ESPIRITUAL IMPLICA HUMILDAD DE VIDA

      Ser espiritualmente sencillos tiene que ver con tener un carácter humilde y consciente del lugar que ocupamos en el orden divino de las cosas. El verdadero discípulo de Cristo sabe que el camino que lleva al reino de los cielos y a la felicidad absoluta en Dios, no radica en ser orgullosos, altivos y soberbios. El ejemplo claro que marca la diferencia es posible hallarlo en la distinción clara entre los fariseos y Jesús. Los fariseos se habían autoproclamado próceres de la fe judía y se habían arrogado la potestad de determinar lo que estaba bien y lo que estaba mal, aprisionando en el proceso a todos los demás judíos en la maraña de leyes arbitrarias, normas secundarias y cargas gravosas. Jesús tiene que pararles los pies en un sinfín de ocasiones, acusándolos de no dejar que la gente entrase en el reino de Dios: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando.” (Mateo 23:13). Jesús desenmascara sus auténticas e interesadas intenciones, las cuales no pasan por ser humildes y servidores de sus conciudadanos: “Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres… Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.” (Mateo 23:4, 5, 12). 

    Jesús, por el contrario, demostró con su vida y manera de tratar a los demás que la humildad espiritual es el camino que lleva a la felicidad si la incorporamos a nuestro carácter y hechos. En esa comparación con el yugo de los religiosos, Jesús presenta su alternativa: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil y ligera mi carga.” (Mateo 11:29-30). Esta es la gran diferencia que logramos al vivir por encima de la norma, atendiendo a los requisitos que Jesús formula en esta bienaventuranza: la humildad de corazón, sincera, sin dobleces ni intenciones ocultas. Dejar que el Espíritu Santo esculpa nuestro carácter y sensibilidad hasta alcanzar la humildad completa en todo lo que somos y hacemos, nos aupará a alcanzar la genuina felicidad, el reposo perfecto y la paz absoluta. Si somos humildes esta promesa en Isaías será nuestra: “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados.” (Isaías 57:15).

B.      LA SENCILLEZ ESPIRITUAL IMPLICA RECONOCER NUESTRA POBREZA INTERIOR

       En ese ejercicio por manifestar con nuestras vidas que existe otra manera de encarar la vida desde la óptica y el modelo de Cristo, nuestra sencillez espiritual debe impulsar en nosotros un reconocimiento tácito y explícito de nuestra pobreza espiritual. El discípulo cristiano sabe con meridiana claridad que nada puede esperar de sí mismo, y que puede esperarlo todo de Dios. Si somos sinceros con nosotros mismos, sabemos que nada de lo que hagamos puede proporcionarnos la auténtica satisfacción del alma. En esa sed y hambre por tener más, ganar más, ser más y lograr más, podemos observar claramente que nuestra alma necesita algo más que propiedades materiales, posiciones sociales y privilegios lujosos. Solo podemos albergar la esperanza de entrar y ocupar nuestro lugar en el reino de los cielos cuando reconocemos abiertamente ante Dios y los hombres que nada podemos hacer para salvarnos a nosotros mismos, que nuestro pecado nos imposibilita para reconducir nuestros actos y palabras y que nuestra insensatez nos impide volver a reconciliarnos con Dios. Somos espiritualmente paupérrimos y confesamos conscientemente que somos miserables y que necesitamos de Dios para encontrar la felicidad y el gozo totales. Si no partimos de la base de esta confesión, poca cabida daremos al Espíritu Santo en su obra de santificación. El pecado ha causado un catastrófico efecto en nuestras almas y hemos de clamar al Señor desde nuestra pobreza y enfermedad espiritual para recibir de Él la redención, el perdón y la sanidad que necesitamos. 

      Cuando reconocemos entre lágrimas que somos unos ineptos espirituales, que rompemos todo lo que tocamos, que destruimos más que construimos y que si no lo remedia alguien nuestro destino es más que sombrío y trágico, entonces Jesús se convierte en nuestro referente para remozar nuestro carácter a su imagen y semejanza. No iremos muy lejos en la vida si nos aferramos a nuestros recursos, a nuestra autosuficiencia o a nuestra auto-justicia, cosa que comprobamos en el episodio de la parábola del fariseo y el publicano de manera rotunda: “Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.” (Lucas 18:10-14). Esa imagen del recaudador de impuestos golpeando apenado su pecho mientras se arrepentía y confesaba su incapacidad espiritual es precisamente la imagen de la felicidad que encontramos en esta bienaventuranza.

C.      LA SENCILLEZ ESPIRITUAL IMPLICA CONFIANZA Y DEPENDENCIA DE DIOS

      Otra de las actitudes que deben componer el carácter del discípulo de Cristo encuentra su origen en la fe que el pobre deposita en la dispensación misericordiosa de Dios de toda sus riquezas en gloria. Sabiéndonos pobres espiritualmente, no solo hemos de mostrar en confesión esta realidad, sino que en la práctica el creyente ha de tener una confianza humilde en Dios, aunque su lealtad resulte en opresión y desventaja material. La pobreza de espíritu y su reconocimiento diario de la misma nos ayuda a confiar en la provisión espiritual de Dios. No es posible aceptar nada de las manos de Dios si primeramente no estamos vacíos de nosotros mismos, de nuestros merecimientos y de nuestros intentos por auto-justificarnos. Cuando nos despojamos de nuestra máscara de orgullo espiritual podemos acceder a la gloriosa abundancia de bendiciones espirituales presentes en el reino de Dios. El corazón se muestra generoso y desprendido para con los demás, sabiendo con absoluta certeza que haciéndose pobres por amor del reino de los cielos redundará en morar por toda la eternidad en la presencia del Señor.

      Seremos felices, según lo que especifica Jesús con sus palabras, cuando admitamos nuestra dependencia de Dios en todos los aspectos, caminando por la vida pendientes y expectantes ante lo que Dios quiera darnos. Jesús siempre se mostró sencillo de corazón en este respecto. Nunca ocultó su dependencia de su Padre celestial y siempre fio toda su actuación y ministerio a su voluntad: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.” (Juan 6:37-38). Jesús se sujetó a lo que Dios lo había llamado para bendición y felicidad de todos aquellos que creemos en su nombre. En tanto en cuanto decidamos someternos a la gracia de Dios, tendremos el camino expedito al reino de los cielos, el cual acoge a aquellos discípulos de Jesús que siguen creciendo al compás de su ejemplo y palabras de vida.

CONCLUSIÓN

     Esta primera bienaventuranza nos invita a ser sencillos de corazón. De vivir coherentemente de acuerdo con esta faceta del carácter de Cristo dependerá nuestra felicidad y alegría de vida. La marca distintiva del seguidor de Jesús y del miembro de la iglesia de Cristo en Carlet que aspire a ser moldeado por el Espíritu Santo deberá diferenciarse de la norma egocéntrica y altiva del entorno social en el que nos hallamos. Somos distintos porque en nuestro reconocimiento de nuestra pobreza espiritual podemos alumbrar nuestra comunidad con la luz de la humildad y la honradez que tanto necesita nuestro mundo.

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