VIVIENDO HUMILDEMENTE
SERIE DE
SERMONES SOBRE DANIEL “TRANSFORMADORES: CÓMO IMPACTAR A NUESTRO MUNDO”
TEXTO
BÍBLICO: DANIEL 4
INTRODUCCIÓN
Si
consideramos aquellos agentes que transforman maneras de pensar, que cambian
modelos de hacer las cosas y que propician un impulso modificador que promueve
el progreso humano para bien o para mal, estoy seguro de que ninguno de los
autoproclamados profetas del humanismo actual contaría entre ellos el
sometimiento del ser humano ante la soberanía de Dios. El humanismo secular,
cuya perspectiva de la vida y de la realidad se centra en la capacidad de
raciocinio del ser humano, en la bondad inherente de éste y en una supuesta
justicia distributiva de todos los recursos mundiales, aboga claramente por
construir la sociedad desde el desprecio a la religión, a la fe y a la
intervención de Dios en el devenir de la historia. Ese culto a la razón y al
empirismo científico ha llevado a pensar a muchos que el ser humano puede
transformar el mundo desde el orgullo intelectual.
Dejando
fuera de la ecuación de la vida a Dios y su soberanía pretenden cambiar la
maldad imperante a través de una benevolencia que se presume en el ser humano,
pero que dista de ser sincera, filantrópica y altruista. Todavía no se han
enterado de que el ser humano se inclina naturalmente hacia la comisión de
acciones perversas, interesadas y egoístas, y que eso no lo cambiará la
educación, el comunismo ateo o el conocimiento que se adquiere de la
experiencia. La razón no puede gobernar un conjunto de pasiones desatadas y
depravadas, ni la experiencia probada en el laboratorio cambiará el anhelo
criminal del alma humana, y la prueba está en toda una historia de la humanidad
plagada de delitos, batallas campales y genocidios. El humanismo presenta al
ser humano como centro del universo y medida de todas las cosas, como
conseguidor de las metas más altas y como motor del progreso, y no obstante, la
dura y triste realidad es que solo es una mota de polvo en el tapiz de la
creación, un destructor nato de la felicidad del prójimo y una piedra de
tropiezo que impide lograr el bienestar de los demás.
En la
historia de Daniel que hoy tratamos, esta misma idea se ve claramente
simbolizada por un Nabucodonosor que se cree el novamás, el ombligo del mundo,
aquel ante el que todos deben postrarse en adoración y alabanza. De nuevo un
sueño irrumpe en sus noches para desconcertarlo. En Daniel halla al hombre
capaz de interpretar el sueño perturbador que no le deja descansar tranquilo.
Daniel llega también a encontrar en este sueño señales que lo desazonan e
intranquilizan, puesto que el sentido de éste alcanza preocupantes dimensiones
que afectarán rotundamente a la vida del rey y a la marcha del imperio
babilónico. Al final, la lectura del sueño del rey se traduce en lo siguiente: “Que te echarán de entre los hombres, y con
las bestias del campo será tu morada, y con hierba del campo te apacentarán
como a los bueyes, y con el rocío del cielo serás bañado; y siete tiempos
pasarán sobre ti, hasta que conozcas que el Altísimo tiene dominio en el reino
de los hombres, y que lo da a quien él quiere. Y en cuanto a la orden de dejar
en la tierra la cepa de las raíces del mismo árbol, significa que tu reino te
quedará firme, luego que reconozcas que el cielo gobierna. Por tanto, oh rey,
acepta mi consejo: tus pecados redime con justicia, y tus iniquidades haciendo
misericordias para con los oprimidos, pues tal vez será eso una prolongación de
tu tranquilidad.” (vv. 25-27). De nuevo el orgullo humano se enfrenta a
Dios, y Dios surge victorioso. No importa la grandeza, riquezas, esplendor y
logros de una persona; si éste se muestra desafiante y cree que está por encima
de Dios, será abatido sin remedio hasta que reconozca su delirio y su
indignidad ante el Señor del universo y soberano de toda la creación. El
consejo de Daniel le advierte que de seguir por ese camino vanidoso y soberbio,
se verá reducido al salvajismo y a un animal silvestre más. Daniel le insta a
ser justo con sus súbditos y a otorgar de su favor y gracia para con los
menesterosos, mostrando así que todo lo que tiene procede de alguien mayor que
él. ¿Haría el rey caso de Daniel, del que había recibido tantas evidencias del
poder de Dios y de su majestad eterna?
A. EL SER
HUMANO ORGULLOSO NO RECONOCE MÁS DIOS QUE A ÉL MISMO
“Al cabo de
doce meses, paseando en el palacio real de Babilonia, habló el rey y dijo: ¿No
es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi
poder, y para gloria de mi majestad?” (vv. 29-30)
Un
dramaturgo estadounidense, Eugene O´Neill, dijo una vez que “el orgullo precede a la caída.” No
cabe duda de que esta frase se hace verdad en Nabucodonosor en esta ocasión. El
tiempo en el que el sueño dejó de ser un misterio para él ha ido disipando ese
temor y esa inquietud que le trajo. Un año ha pasado, y de nuevo el rey
contempla el alcance y extensión de sus conquistas, logros y victorias, y en
vez de dar gracias a Dios por ello, decide autoproclamarse como el edificador
de su gran imperio y como arquitecto de la gloria de sus triunfos. Otra vez
aparece aquí esa ansia por endiosarse que le trajo quebraderos de cabeza en el
pasado. El ser humano no es capaz de renunciar a la gloria material, al aplauso
cerrado de las multitudes o a la fama efímera. Ser el centro del universo se
contempla como un fin en sí mismo y buscar ser adorado por el pueblo se antoja
parte de la potencialidad humana. El orgullo desmedido del rey Nabucodonosor
pretende una vez más destronar a Dios de su gloria y majestad. El ser humano es
el rey de su destino, el soberano de su voluntad y el dueño de todo lo que
puede percibir con los sentidos. ¡Qué equivocado estaba! ¡Qué equivocado sigue
estando el humanista que fía todo a la capacidad intelectual y racional del ser
humano! Tal vez por un breve instante querrá pensar realmente bien de la
potencialidad del ser humano para hacer el bien, pero los hechos desmentirán
inmediatamente ese utópico y engañoso deseo. El ser humano tiende a pecar
siempre aupado por sus pasiones desordenadas e interesadas, y nadie puede decir
sobre la faz de la tierra que es más bueno que malo, que el saldo de su vida es
merecedor de la salvación o la gracia de Dios. Bernard Lebouvier de Fontenelle,
escritor francés, afirmó que “el orgullo
es el complemento de la ignorancia”, y Nabucodonosor es un ejemplo
especialmente esclarecedor de ello, ya que no sabía lo que decía.
B. EL
ORGULLO HUMANO ES ABATIDO POR LA SOBERANÍA DE DIOS
“Aún estaba
la palabra en la boca del rey, cuando vino una voz del cielo: A ti se te dice,
rey Nabucodonosor: El reino ha sido quitado de ti; y de entre los hombres te
arrojarán, y con las bestias del campo será tu habitación, y como a los bueyes
te apacentarán; y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el
Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien él
quiere. En la misma hora se cumplió la palabra sobre Nabucodonosor, y fue
echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se
mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila,
y sus uñas como las de las aves.” (vv. 31-33)
Agatha
Christie, famosa escritora de novelas de misterio inglesa, y gran conocedora de
la naturaleza humana que ella misma describía en sus obras, nos dejó la
siguiente afirmación para la posteridad: “Cuando
no hay humildad, las personas se degradan.” ¡Cuánta sabiduría encierra esta
sucinta frase! Ahí lo vemos reflejado en la vida de Nabucodonosor. Pensando que
todo era debido a su poder y fuerza, y que todo estaba destinado a ser muestra
de su soberanía y capacidad personal, recibe la sentencia inamovible de Dios.
Como diría Santiago: “Dios resiste a los
soberbios, y da gracia a los humildes.” (Santiago 4:6). De manera
fulminante, Nabucodonosor es desterrado a un paraje indómito, sin los lujos
palaciegos y sin la consideración real que tanto ostentaba y de la que tanto
presumía. De un día para otro, el rey cae en una locura tal que vive como si de
un animal silvestre se tratase. Su alimento distaba de ser uno de los manjares
que adornaban sus banquetes, su desnudez era todo el vestido que tenía, las
inclemencias del tiempo marcaron su cuerpo y su aspecto, y toda esa imagen de
esplendor y relumbrón se transformó en un retrato dantesco y desolador que lo
asemejaba a cualquier fétida criatura del campo. Estaba irreconocible, viviendo
en la soledad más dura y estaba siendo sometido a una lección de vida que jamás
olvidaría por muchos años que viviese, de ahí que él mismo hiciese que se
pusiese por escrito.
Ahí es
donde nos lleva nuestra rebeldía. Ahí es donde acabamos cuando creemos más en
nosotros mismos que en Dios. Ahí es donde terminamos cuando pensamos que todo
es nuestro y que todo lo hemos conseguido por nuestras propias fuerzas y
habilidades. Ahí, en el fango, en la miseria, en la más desgraciada de las
desventuras, en la soledad más fría e insoportable, es que recibimos la lección
más difícil de Dios. Cuando la humillación aparece en nuestras existencias, no
es para aguarnos la fiesta o para fastidiarnos sin propósito. A veces, nuestra
caída en desgracia en medio de nuestra sociedad, solo es justo aquello que nos
hemos buscado jugando a ser dioses o despreciando la mano de Dios en nuestras
vidas. Y así, en la desesperante circunstancia de ver que no podemos caer tan
bajo, podemos confesar que Dios es el que de verdad debe guiar nuestros pasos,
y reconocer que el Señor es nuestro dueño y nuestro creador. ¡Cuántos ateos humanistas
no tuvieron que renunciar a sus ilusorios pensamientos y a su ególatra
comportamiento en los momentos más críticos de sus vidas, y tuvieron que
recapacitar sobre la existencia de Dios y sobre su incapacidad para salvarse de
ellos mismos! Ya lo sostuvo Dante Alighieri, escritor italiano, cuando dijo que
“si no se modera tu orgullo, él será tu
mayor castigo.”
C.
RECONSIDERAR NUESTRO LUGAR ANTE DIOS ES LO MÁS RACIONAL QUE PODEMOS HACER
“Mas al fin
del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi razón me fue devuelta;
y bendije al Altísimo, y alabé y glorifiqué al que vive para siempre, cuyo
dominio es sempiterno, y su reino por todas las edades. Todos los habitantes de
la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército
del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y
le diga: ¿Qué haces?” (vv. 34-35)
No hay
nada más razonable que creer en Dios y en estimarlo como soberano de nuestras
vidas. No existe una decisión más acertada y fundamentada en la experiencia
espiritual que someter todo nuestro ser a la voluntad sabia y buena del Señor. Aunque
este mundo humanista y ateo en el que vivimos nos dice que solo existe lo que
se puede comprobar empíricamente, y que tener fe en Dios forma parte de una
empobrecida y atenuada visión de la realidad, lo cierto es que nadie en su sano
juicio posee la legitimidad de negar que la acción natural y sobrenatural de
Dios se dé de verdad en nuestra dimensión terrenal. Nadie ha demostrado aún, de
manera fiable, contundente y definitiva, que Dios no existe. Los creyentes del
mundo siguen engrosando las filas del pueblo de Dios a pesar de los intentos
fallidos de personajes como Richard Dawkins o como los brights, personajes que
no creen en el misticismo o los milagros. El Espíritu Santo sigue convenciendo
a miles y miles de personas de pecado y de la necesidad de ser perdonados y
redimidos por Cristo.
Yo creo
que pasó justamente eso en los momentos más estremecedores de la vida de
Nabucodonosor. Se dio cuenta de su error y reconoció en oración que solo Dios
merece la gloria y la adoración. Entendió en medio de su estado deplorable que
Dios es soberano y es eterno, que nadie está por encima de su persona y que el
rol del ser humano es el de servirle, obedecerle y confesarle como Rey y Señor.
Logró asimilar que los designios de Dios eran perfectos, que se ajustaban al
plan maestro de amor, justicia y salvación confeccionado antes de la creación
de todo. El motor de la humanidad y de todo lo creado era Dios y nadie debía
osar siquiera considerar la idea de tentarle o retarle, puesto que su palabra
era ley y verdad, pese a quien le pese. Ya lo suscribió Ernest Hemingway,
escritor norteamericano: “El secreto de
la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad”. Y yo añadiría: “La humildad de saberse bajo la soberanía y
el señorío de Cristo.” Cuando el ser humano racional y espiritual se halla
ante la presencia de Dios, solo queda adorarle, bendecirle y glorificarle,
porque esto es precisamente lo más sensato que podríamos hacer.
CONCLUSIÓN
La
humildad sincera y enraizada en Dios es capaz de cambiar mentalidades y
posturas humanistas fundamentalistas. Ser humildes y reconocedores de la
soberanía de Dios en nuestras vidas redundará en hacer ver a nuestra sociedad
que la altivez, la soberbia y la presunción son caminos que no llevan a ninguna
parte, pero que si ésta se somete voluntariamente a las directrices de Dios, no
de la religiosidad o del institucionalismo religioso, otro gallo cantará en
relación al trato que demos a nuestro prójimo. Nabucodonosor fue transformado
de manera traumáticamente positiva por Dios, y esto hizo que al final de su
reinado pudiese asegurar sin titubear lo siguiente: “Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del
cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos justos; y él puede
humillar a los que andan con soberbia.” (v. 37)
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