SU PALABRA DELEITA
SERIE DE
ESTUDIOS SOBRE EL SALMO 119 “DIOS DIJO: EL RITMO DE LA PALABRA DE DIOS”
TEXTO
BÍBLICO: SALMO 119:1-8
INTRODUCCIÓN
Cuando
alguien hace alusión al Salmo 119 todos más o menos sabemos que se trata del
salmo más largo del Salterio y que su centro temático es la alabanza de las
bondades de la Palabra de Dios. Sin embargo, si profundizamos un poco más en
esta composición llena de ritmo musical, de simbolismo acróstico y de cadencias
de significado cada ocho versículos, llegaremos a la conclusión de que
realmente de lo que habla y lo que ensalza este salmo es al Dios de la Palabra.
Es como si un enamorado no cesase de pintar, describir y entusiasmarse con el
recuerdo, el efecto y los resultados del amor que siente por la persona amada.
De este modo, el salmista o salmistas que componen este canto a la Palabra de
Dios, se muestran apasionados e incansables en el hecho de remachar y reiterar
que la voz del Señor es su mayor deleite y placer.
Me gusta
explorar la idea que aporta un erudito bíblico, Ravasi, el cual afirma que no
es posible encontrar mejor manera de exaltar la voluntad divina expresada en la
revelación bíblica que emplear todo el alfabeto hebreo para comunicar al lector
que todas las palabras que se pueden construir con todas y cada una de las
letras del alefato, toda la sabiduría humana y celestial, y todos los designios
de Dios y la consecuente respuesta humana, se condensan en la Torah, en la Ley
de Dios. El lector aprecia la Palabra de Dios y responde ante ella haciéndola
entrañablemente suya en términos de obediencia, de conciencia y de proceder
ético. De ahí que encontremos a lo largo del salmo palabras como camino,
corazón o justicia, que denotan la participación o el papel que todo ser humano
debe asumir ante la revelación de Dios descrita en términos de ley, mandatos,
mandamientos, estatutos, decretos, preceptos, palabras y promesas.
A. LA
PALABRA DE DIOS NOS HACE FELICES
“Bienaventurados
los perfectos de camino, los que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los
que guardan sus testimonios, y con todo el corazón le buscan; pues no hacen
iniquidad los que andan en sus caminos.” (vv. 1-3)
Es muy
interesante observar que en el alef del salmo aparezca una expresión motivadora
o macarista, concepto técnico de la interpretación bíblica, a través de la cual
se alienta el hecho de querer saber qué puede hacer feliz al ser humano. Sin
duda alguna, esa ha sido siempre la búsqueda que toda persona realiza en su
vida: ser felices. El salmista valora por encima de cualquier cosa que la
Palabra de Dios es la que brinda satisfacción, gozo y propósito a todo aquel
que andan en ella. Aquellos que desean ser virtuosos, que anhelan ser santos
como Dios es santo y que ansían toda una existencia llena de felicidad, son
aquellos que día tras día atesoran la voluntad de Dios como su regla de fe y
conducta. La verdadera y perenne felicidad no se halla en los logros
personales, en las riquezas, en una salud de hierro o en el poder. La auténtica
satisfacción vital del ser humano se halla en el Dios de la Palabra, en aquel
que perfecciona nuestro diario vivir, en el Espíritu Santo que nos santifica y
transforma nuestra mente a la imagen de Cristo. Jesús lo expresó de una manera
rotunda: “Porque ¿qué aprovechará al
hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el
hombre por su alma?” (Mateo 16:26). De nada sirve tenerlo todo si carecemos
de una comunión con Dios que hace perfectas nuestras decisiones, nuestras
palabras y nuestros actos.
Además el
salmista señala que la felicidad del ser humano radica en la obediencia a Dios
y en la búsqueda sincera de su presencia. No basta solamente con conocer la
Biblia de tapa a tapa, no basta con aprender las doctrinas fundamentales del
cristianismo, y no es suficiente hacer acopio de conocimientos eruditos
producto de la interpretación bíblica. Está muy bien saber y conocer, pero si
eso no se traduce en una conducta dirigida por la fidelidad de las promesas
cumplidas por Dios, de nada sirve. Guardar los testimonios de Dios implica
tener memoria de todas sus bondades y misericordias, es albergar gratitud por
su fidelidad y es cumplir obedientemente cada una de las disposiciones de Dios.
Buscar al Señor significa desearlo apasionadamente, anhelar su presencia y
querer conocerlo día tras día sin descanso. Supone tener sed y hambre de su
Palabra, no para hacerse un nombre entre el círculo encumbrado de los teólogos,
estudiosos y eruditos bíblicos, sino para reconocerse en la ley del Señor como
una criatura diariamente dependiente de Él.
La
felicidad que sobreabunda en aquellas personas que practican la voluntad del
Señor, que obedecen a su voz y que saben que sin el alimento de la Palabra de
Dios están perdidos en la vida, propicia que la idolatría y el adulterio
espiritual desaparezcan de ella. Si andamos en los caminos de Dios sin mirar a
izquierda ni a derecha, si ponemos nuestra mirada en Cristo, el autor y
consumador de nuestra fe, recibiremos de Dios su mirada más amorosa: “Abominación son al Señor los perversos de
corazón; mas los perfectos de camino le son agradables.” (Proverbios 11:20).
B. LA
PALABRA DE DIOS NOS DA SEGURIDAD EN LA VIDA
“Tú
encargaste que sean muy guardados tus mandamientos. ¡Ojalá fuesen ordenados mis
caminos para guardar tus estatutos! Entonces no sería yo avergonzado, cuando
atendiese a todos tus mandamientos.” (vv. 4-6)
La
Palabra de Dios requiere, como ya dijimos anteriormente, de genuina obediencia.
En la amplitud y extensión del contenido de la voluntad revelada de Dios a la
humanidad, existen muchas temáticas y fórmulas literarias. Una de ellas es la
normativa o legislativa en la que Dios expone lo que requiere de aquellos que
desean servirle y seguirle. En estos mandamientos o normas, Dios despliega una
serie de estipulaciones que no persiguen aguarnos la fiesta o fastidiarnos,
sino que son normas de convivencia con el prójimo y reglas de comunión con Él
mismo cuyo propósito fundamental es el de protegernos de nosotros mismos, de
los demás y de las tentaciones tramposas que nos tiende nuestro enemigo más
acérrimo, Satanás. Desde la perspectiva de un ser humano adicto a hacer lo que
le da la gana sin considerar las consecuencias de sus actos, pensamientos y
palabras, los mandamientos de Dios son solo cortapisas a su libertad personal.
Sin embargo, ya a toro pasado, cuando la desgracia se abate sobre éste por
haber desobedecido y menospreciado la ley del Señor, entonces es cuando se da
cuenta de su error y reconoce que las normas están escritas para su bienestar y
bendición. Es por ello que Dios encarga que sus mandamientos sean muy bien
guardados, porque de su cumplimiento depende si el rumbo de nuestras vidas nos
llevará al buen puerto de la salvación o la deriva fatídica que acabará en
naufragio.
El
salmista suspira por poder ver sus caminos, sus pasos y su trayectoria vital
anclados en los estatutos de Dios. Sabe perfectamente que sin ellos, su
existencia será miserable, vacía y triste. Nuestros caminos suelen ser caminos
desordenados y caóticos, llenos de batallas perdidas y de decisiones
equivocadas, y esto es algo que no puede ser remediado por una educación
férrea, por un acondicionamiento cultural o por un conjunto de normas éticas
propias del humanismo. Nuestra manera de ser y de vivir, nuestro camino y
peregrinaje sobre la faz de esta tierra solo puede ser ordenado y guiado por la
Palabra de Dios. Solo existe una seguridad absoluta de que estamos andando
correctamente por la vida, y es aquella que recibimos de la Palabra de Dios
encarnada en Cristo, el único camino al Padre. Cuando nuestras vidas son
ordenadas y moldeadas por el Espíritu Santo, entonces tenemos la certeza de no
ser avergonzados por el pecado. Incurrir en pecar sin ton ni son, como vaca sin
cencerro, solo nos conduce a la vergüenza y a un testimonio pésimo para con
aquellos que nos observan cada día. Es como la persona ebria que, en su
borrascosa resaca, no recuerda lo que
hizo la noche anterior, pero sí lo saben los que contemplaron horrorizados los
actos absurdos que el alcohol propició en el beodo. El pecado nos pintará la
cara de rojo si no atendemos a todos y cada uno de los mandamientos del Señor,
pero si observamos todas sus normas, tendremos la seguridad de ser ejemplo a
los demás para la gloria de Dios.
C. LA
PALABRA DE DIOS ES NUESTRA MAESTRA EN LA VIDA
“Te alabaré
con rectitud de corazón cuando aprendiere tus justos juicios. Tus estatutos
guardaré; no me dejes enteramente.” (vv. 7-8)
Dado que
la Palabra de Dios nos brinda felicidad en tanto en cuanto es obedecida y que
nos da seguridad en tanto en cuanto es nuestra norma de fe y práctica, el
salmista no puede por más que alabar al Dios de esta Palabra. Esa alabanza
surge auténtica y agradecida del corazón y de la voluntad de aquellos que se
sientan cual discípulos en torno a su maestro para beber de sus palabras y
enseñanzas. El creyente que se precie de serlo no debe ser negligente en el
estudio de las Escrituras. Su aprendizaje puede tener un principio, pero nunca
un final. Siempre que abrimos la Santa Palabra de Dios aprendemos algo nuevo y
oportuno para nuestras vidas. Así se expresó Spurgeon sobre esta idea: “Cuanto más cavamos en las Escrituras, más
nos parecen una mina inagotable de verdad.” Esta es la experiencia de
millones de cristianos a lo largo y ancho de la historia, la de encontrar en la
deliciosa Palabra de Dios justo aquello que necesitamos para cada circunstancia
de la vida. Con cada lección aprendida del Antiguo y del Nuevo Testamento, debe
intercalarse una oración agradecida y llena de adoración a Dios, puesto que
reconocemos en la voluntad de Dios, no el deseo caprichoso y veleidoso de un
dios creado por manos humanas, sino la justicia real y salvadora a la que todos
aspiramos en Cristo: “De manera que la
ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos
justificados por la fe.” (Gálatas 3:24).
El
salmista vuelve a comprometerse con Dios en el cumplimiento de sus leyes de
justicia y amor. Pero esta vez lo hace renunciando a su propia capacidad para
llevarlas a término en su vida. Confiesa que por él mismo no tendrá fuerzas,
habilidad o energías suficientes como para ser obediente. Necesita la compañía
de Dios, su presencia vivificadora y su amor fortalecedor. Por eso, de manera
agónica y suplicante, ruega a Dios que no lo deje enteramente a su suerte, ya
que ésta es imperfecta y tendente a pecar y desobedecer la ley divina. Este ha
de ser nuestro anhelo cuando queramos ser obedientes a Dios, recibir la
asistencia de su maestría y poder. Por nosotros mismos, nada podemos hacer para
encarrilar nuestro estilo de vida. Dependemos por completo de su gracia, de su
compasión y de su consuelo. Y sabemos por experiencia propia, que si
solicitamos de Dios que no nos deje enteramente, así será con total seguridad.
CONCLUSIÓN
La Palabra
de Dios es nuestro tesoro más preciado. En ella encontramos el deleite y el
placer de poder ser felices, de estar seguros de llevar una existencia digna y
ajustada a la voluntad de Dios, y de aprender de sus lecciones llenas de vida.
Nuestra respuesta ha de ser claramente andar en ella, guardarla en obediencia,
buscar a Dios sinceramente en ella, atender su mensaje para nosotros y aprender
de las incalculables lecciones que nos brinda día tras día. El Dios de la
Palabra verá con agrado nuestra actitud apasionada para con su revelación
especial, y nunca se apartará de nuestro lado. Como dijo George Muller, “el vigor de nuestra vida espiritual estará
en exacta proporción al lugar que la Biblia ocupa en nuestras vidas y
pensamientos.”
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