DAD GRACIAS



TEXTO BÍBLICO: SALMO 138

INTRODUCCIÓN

      La gratitud que acompaña a los hombres y mujeres de bien resulta en el mejor síntoma de una vida que recuerda como las promesas de Dios se han llevado a cabo de manera fiel. Hay muchísimos actos sinceros que nos brindan satisfacción y alegría, pero sin duda uno de los que más nos llenan de gozo es el de agradecer el bien o el beneficio que hemos prestado a otra persona. Contemplar como se ensanchan las sonrisas, como un brillo de emoción empaña una mirada, como unas manos se estrechan en un símbolo de amor, es la sensación que anhelamos producir en los demás. Todo cuanto hayamos podido hacer por uno de nuestros prójimos con afecto fraternal y solicitud sin doblez, redunda en un río de placer y júbilo para nuestras almas.

       Precisamente es esta clase de sentimiento el que impregna desde la primera hasta la última palabra de este salmo de David. Dios se goza con, y de aquellos que muestran gratitud contínua por los múltiples milagros que Él en Su infinita bondad tiene a bien concedernos. El Señor convierte cada circunstancia de nuestras vidas en un motivo más de regocijo indecible, y el salmista se rinde a Su sabia y amorosa dirección. El adagio que mejor casa con esta manera de actuar en la vida, es que es de bien nacidos el ser agradecidos. Y este pedazo de sabiduría popular tiene su consonancia en medio del pueblo de Dios: es de nacidos de nuevo el demostrar acción de gracias por la obra magnífica y restauradora de nuestro Dios en nuestras existencias.

A. UNA ORACIÓN DE ALABANZA

“Te alabaré con todo mi corazón; delante de los dioses te cantaré salmos.” (v. 1)

       Sin peticiones ni intercesión, así comienza esta plegaria de alabanza. Esta alabanza tiene la particularidad de ser genuina. Deja a un lado cualquier hipocresía, cualquier máscara, cualquier prejuicio, y se concentra en ensalzar a Dios. Borra cualquier vestigio de mentira o doblez de ánimo, para escribir con tinta indeleble un canto de gloria y loor a Dios. Su corazón se abre de par en par para ejecutar una sinfonía de lágrimas de alegría y palabras de reconocimiento. Cuando nos deshacemos de la costra dura y pétrea de nuestras propias justicias y expresamos con nuestra alma todo lo que sentimos hacia nuestro Dios, ya habremos comenzado una oración que surca los cielos hasta llegar al trono de nuestro Padre de misericordias. Todo el universo sabrá que nuestro espíritu se halla cautivo de la magnificencia, poder y amor del Todopoderoso, todos podrán escuchar atentos el cántico sublime y hermoso que surge de un corazón imperfecto pero ferviente.

“Me postraré hacia tu santo Templo y alabaré tu nombre por tu misericordia y tu fidelidad, porque has engrandecido tu nombre y tu palabra sobre todas las cosas.” (v. 3)

       Los judíos solían postrarse varias veces al día en dirección al Templo de Dios, y extendiendo sus manos en señal de entrega y adoración, recitaban sus oraciones en voz alta. David no era una excepción y por ello, nos enseña a alabar al Señor en humildad y sacrificio vivo. La humildad de nuestras intenciones a la hora de exaltar a Dios por todo lo que Él significa para nuestras vidas, debe vestir de colores suaves y sutiles cada una de las frases que le dirigimos. Recordar que no somos más que Sus criaturas, que nada somos sin Su sustento, que somos siervos suyos, dota a la oración de alabanza de un tono mesurado y realista que muchos habríamos de hacer nuestro. Su nombre es el que ha de ser glorificado, Él es el protagonista de nuestro tiempo de comunión, nuestra atención ha de centrarse en Aquel que nos conoce y desea atender con íntima fruición cada ruego que brota de nuestras almas.

      Las misericordias y las fidelidades de Dios son dos promesas que se convierten en compañeras infatigables en este peregrinaje nuestro por la vida. Las misericordias son las huellas de Cristo que nos preceden y sobre las que hemos de caminar para poder ver el modo en que Dios obra en nosotros a lo largo de la jornada. Las fidelidades son los recuerdos imborrables de las promesas cumplidas y de los hechos portentosos de un Dios que no deja absolutamente nada al azar. Con ambas, cada día se torna en un tiempo bien vivido, bien aprovechado y muy bendecido. La palabra dada de Dios confirma Su carácter, Sus atributos y Su nombre. La veracidad de Dios en el cumplimiento de cada compromiso provocará en nosotros el obligado pero privilegiado instante de adoración, ensalzándole en oración.

“Te alabarán, Jehová, todos los reyes de la tierra, porque han oido los dichos de tu boca. Cantarán de los caminos de Jehová, porque la gloria de Jehová es grande, porque Jehová es excelso, y atiende al humilde, pero al altivo mira de lejos.” (vv. 4-6)

      Las naciones sabrán de la maravillosa existencia de un Dios que no se parece a ningún otro. Todos los pueblos de la tierra conocerán al Señor a través de nuestras oraciones y salmos. Cuando el Señor pone en nuestros corazones un espíritu de alabanza, éste da testimonio de cuántas hazañas y operaciones Él ha efectuado en nosotros. El clamor de nuestra adoración, por fuerza habrá de llamar la atención del incrédulo, ya que éste proviene de un alma agradecida y bendecida en grado sumo.
Nuestra boca habrá de ser la boca de nuestro Dios, y nuestros labios la trompeta anunciadora de la llenura del Espíritu Santo en nuestras vidas. Nadie quedará impasible ante los himnos de gratitud eterna, así como no quedó nadie indiferente ante los cánticos espirituales de aquellos mártires que sufrieron en las arenas de los circos romanos. Todos sabrán por nuestra oración, de la gloria, santidad y esplendor de un Dios omnipotente, supremo y soberano.

       José Martí, escritor y político cubano, dijo una vez: “La gratitud, como ciertas flores, no se da en la altura y mejor reverdece en la tierra buena de los humildes.” La altivez y la soberbia no tienen cabida en este tiempo de comunión y loa al Señor. Ninguna palabra de orgullo y petulancia llegará a atravesar el techo de nuestro templo. Ninguna manifestación de autojusticia o vanagloria será recibida por nuestro Dios. Cualquier raiz de falsa modestia, de presunción o de vanidad deberá ser removida de nuestro corazón, antes de poder acercarnos con pureza de labios y santidad de espíritu a los pies de nuestro Creador. El publicano y el fariseo son estas dos caras de la misma moneda del carácter humano que demostramos invariablemente en la reverencia que debemos a Dios cuando venimos al templo (Lucas 18:9-14).

B. UNA ORACIÓN DE GRATITUD

“El día que clamé, me respondiste; fortaleciste el vigor de mi alma... Cuando ando en medio de la angustia, tú me vivificas; contra la ira de mis enemigos extiendes tu mano y me salva tu diestra.” (vv. 3, 7)

      En nuestras oraciones de acción de gracias hemos de realizar un ejercicio de memoria y remembranza que nos recuerde a nosotros mismos que Dios no está lejos. Cuando deseamos algo de alguien, nuestra mayor alegría se traduce normalmente en que nos atiendan convenientemente. Esperamos que además esa atención sea idónea y propicia, que no nos despidan de malos modos o que intenten espantarnos con aspereza como si fuesemos moscardones molestos. A menudo es así como se comportan muchos de nuestros congéneres con nosotros: con rudeza, impaciencia, con una actitud de perdonavidas o con un aire de superioridad que por la fuerza nos lleva a besar sus pies. El Señor, por contra, escucha nuestro grito desesperado y nos responde en orden a Su soberana y providente voluntad, rebosante de amor y piedad.

       El recuerdo de nuestro cuerpo y nuestra alma cansadas también ha de aparecer en escena. El fatigoso caminar por un mundo repleto de erizadas estacas que nos hieren, el apesadumbrado arrastrar del alma mientras intentamos sobrevivir y el angustioso esfuerzo que llena de agonía cada paso que damos día tras día, han de transformarse en recuerdos cuando la fortaleza que Dios nos provee, recarga las baterías de nuestros débiles espíritus. La vida surge cual vergel en medio del desierto de la desgracia, y la provisión del brazo poderoso de Dios convierte el odio y la envidia del mundo en suspiros de alivio y confianza que cubren nuestra existencia de gratitud y fidelidad. Chesterton, escritor británico, ilustró de manera gráfica este extremo: “Siendo niños éramos agradecidos con los que nos llenaban los calcetines por Navidad. ¿Por qué no agradecíamos a Dios que llenara nuestros calcentines con nuestros pies?”

C. UNA ORACIÓN CON PROPÓSITO

“Jehová cumplirá su propósito en mí. Tu misericordia, Jehová, es para siempre;
¡no desampares la obra de tus manos!” (v. 8)

       David sabía quien era él mismo. Sabía que no era únicamente David, el rey de los israelitas, o el compositor de cientos de salmos, o un guerrero incansable. Sabía que él no era ni más ni menos que el fruto de la obra de las manos de Dios. Podemos caracterizarnos, describirnos y enumerar una serie de roles y papeles que cumplimos en esta realidad. Podemos enorgullecernos de quienes somos y de lo que con esfuerzo hemos conseguido. Podemos incluso, pretender que vivimos acorde a nuestra voluntad y elección. Y sin embargo, a pesar de todo esto, Dios está llevando a cabo una función santificadora y metamórfica a través de la maleable arcilla de nuestro corazón. Somos obra de Sus manos, y un Dios perfecto y creador no va a dejar a medias lo que comenzó.

       Nosotros solemos tirar la toalla con las personas que no quieren aprender, o no quieren atenerse a nuestros consejos. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando nuestros hijos se desvían de lo que consideramos correcto. Nos rasgamos las vestiduras ante las barbaridades que cometen aquellos que están bajo nuestra tutela. Dios, por el contrario, nunca se da por vencido con nosotros. Tal vez necesitemos más golpes de cincel, o más paciencia a la hora de ser moldeados, o ser limados de nuestras asperezas, o ser pasados por el cedazo con el fin de cribar nuestras impurezas. Tal vez nosotros mismos decidamos que nada se puede hacer con nuestra manera de ser y comportarnos, pero Dios siempre será el que diga la última palabra sobre Sus obras maestras.

      Dios tiene un propósito definido para tu vida y para la mía, de eso no cabe duda. Nada podrá aminorar el ritmo de Su trabajo en nuestros corazones, nada podrá apresurar aquello que Él ha predeterminado para nuestro sino. Él es nuestro dueño y en nuestras oraciones hemos de apelar a Su majestuosa misericordia y compasión para que esta obra santificadora tenga mayor valor y sentido. David tiene una seguridad acerca del cumplimiento de los objetivos de Dios en su vida, que, personalmente, me pone la piel de gallina. Poder confiar de este modo en el Señor implica sujección, dependencia y amor en Aquel que construye en tu vida un monumento a la gloriosa presencia de Dios. ¡Cuánto quisiera participar de esta misma certeza cada día de mis cortos días!

CONCLUSIÓN

       Pon alabanza en tu oración y acción de gracias en medio de tus ruegos. Inclina tu rostro en señal de humildad y reconocimiento ante Aquel que merece nuestra adoración más sincera y genuina. Confiesa que hay un camino que recorre la trayectoria de tu vida y que éste tiene una meta: agradecer por toda la eternidad a Dios el habernos escogido de entre la escoria de este mundo para ser un pueblo santo de reales sacerdotes.

Comentarios

Entradas populares