UNA OPORTUNIDAD IMPARABLE





SERIE DE ESTUDIOS SOBRE HECHOS “EL EVANGELIO IMPARABLE”

TEXTO BÍBLICO: HECHOS 3:11-26

INTRODUCCIÓN

      Seguramente habrás escuchado alguna vez la expresión “la ocasión la pintan calva”. Según los entendidos sobre refranes y dichos, esta afirmación tiene su propia historia. Los romanos tenían una diosa llamada Ocasión, a la que pintaban como una mujer hermosa, enteramente desnuda, puesta de puntillas sobre una rueda, y con alas en la espalda o en los pies, para indicar que las ocasiones buenas pasan rápidamente. Representaban a esta diosa con la cabeza adornada en torno de la frente con abundante cabellera y enteramente calva por detrás, para expresar la imposibilidad de asir por los pelos a las ocasiones después que han pasado, y la facilidad de asirse a ellas cuando se las espera de frente. Y es que así son las oportunidades cuando aparecen en todos los ámbitos de nuestra vida. Cuando logramos asirnos del mechón de pelo de la ocasión, nos felicitamos al ver que trae cuantiosos beneficios a nuestra existencia. Sin embargo, cuando ya la oportunidad ha pasado veloz ante nuestras narices, solo queda lamentarse y esperar a que esta oportunidad pueda volver a presentarse. Este es el momento del “y si” que tanto daño puede hacer a nuestra mente y nuestra alma.

     Pedro y Juan supieron atrapar con tino y firmeza la oportunidad que se les presentaba después de que el poder de Dios en el nombre de Cristo sanase a un cojo de nacimiento a las puertas del Templo. Tal era el entusiasmo y la gratitud que embargaba el corazón del hombre que se pegó como una lapa a estos dos apóstoles del Señor. Esto derivó en que todos los presentes en el Templo reconociesen en ese hombre que se tenía perfectamente en pie al que daban sus limosnas, y que posasen su mirada sobre los artífices de tamaño milagro: “Como aquel hombre no se separaba de Pedro y de Juan, todo el pueblo, lleno de asombro, se congregó en tropel alrededor de ellos en el pórtico que llaman “de Salomón”.” (v. 11). Con toda la atención centrada en ellos, Pedro supo que este momento formaba parte de una ocasión imparable que podía dar sus frutos en forma de arrepentimiento y confesión de pecados. Dios había preparado a conciencia una nueva oportunidad en la que la voz poderosa de Pedro resonase en el atrio del Templo para dar su segundo discurso tras Pentecostés. Las preguntas curiosas de cuantos se acercaban a ellos llevó a Pedro a mostrar astutamente su conocimiento de los pensamientos de los presentes: “Pedro, al ver esto, habló así al pueblo: -Israelitas, ¿por qué os sorprendéis de este suceso? ¿Por qué nos miráis como si hubiera sido nuestro poder o nuestra religiosidad lo que ha hecho andar a este hombre?” (v. 12). Pedro no quiere malas interpretaciones o confusiones sobre el hecho de la sanidad del cojo de nacimiento. No ha sido cosa de sus capacidades taumatúrgicas ni de su alto nivel de piedad y santidad, cosas que siempre se han tenido en consideración para elevar a los altares católicos a determinadas personas. Este enlace entre la realidad y la elucubración es un nexo oportunamente empleado por Pedro para dar entrada al verdadero autor de este prodigio de sanidad.

    Pedro utiliza tres elementos fundamentales para construir desde la oportunidad un discurso que iba a penetrar profundamente en los corazones de los asistentes al Templo ese día. Es la técnica del palo y la zanahoria, en la que se aúnan acusaciones directas del pecado cometido con la alabanza de una herencia que los judíos debían administrar conforme a las Escrituras. Es interesante resaltar que Pedro no se aleja de las enseñanzas y profecías de la Biblia judía, sino que son el instrumento necesario para introducir el mensaje del evangelio de Cristo.

A. ACUSACIONES IMPARABLES

    Pedro no quiere descafeinar su mensaje. No era posible predicar a Cristo sin señalar los errores y meteduras de pata de aquellos que lo despreciaron y mataron. El palo de su estrategia para alcanzar los corazones de su audiencia había de ser blandido sin vacilaciones. Sin culpa no hay arrepentimiento ni conversión, por lo cual, Pedro no duda en realizar una serie de acusaciones que proceden de la verdad de los hechos acaecidos un par de meses atrás en la ciudad de Jerusalén. Los oyentes en el Templo debían conocer la verdad auténtica sobre la muerte y resurrección de Jesús para darse cuenta de que el pecado debe ser reconocido antes de que el perdón sea dado. ¿Cuáles eran esas acusaciones de las que habla Pedro? En primer lugar, el apóstol les recuerda que su papel con respecto a Jesús no es que fuera muy cordial: “Vosotros mismos (lo) entregasteis a las autoridades y (lo) rechazasteis ante Pilato cuando ya este había decidido ponerlo en libertad. Rechazasteis al santo y al justo, para pedir a cambio la libertad de un asesino.” (vv. 13, 14). Además manifiesta que cometieron el peor asesinato que pudiese conocerse, la muerte de un inocente que solo vino a ofrecer la salvación al mundo: “Matasteis así al autor de la vida.” (v. 15).

    El acta de desaciertos y de crueldad que presenta Pedro no era un invento suyo. No era una opinión o una historia que alguien le hubiese contado acerca de Jesús. Él mismo vivió palmo a palmo cada parte de este acontecimiento trágico e injusto. Él mismo se sentía plenamente responsable de la muerte de Jesús hasta que éste lo libró de esos remordimientos paseando por la playa tras su resurrección. Ahora, todos los presentes en esa ocasión inmejorable, debían sentir la punzada amarga de la culpa y de la responsabilidad por sus actos de traición y alevosía. Pedro aporta acusaciones imparables e impepinables de las que nadie podía hacer caso omiso en términos de conciencia. 

    De esto podemos aprender que el evangelio no es solo un cúmulo de palabras hermosas que adornamos únicamente con el amor y la gracia de Dios, sino que en el mensaje que hemos de predicar y anunciar es preciso dejar sentado el hecho de que somos pecadores necesitados del perdón de Dios, de que debemos renunciar a nuestras malas obras y de que nuestra boca debe confesar sinceramente que somos culpables de acciones malvadas. Si olvidamos esta parte de justicia y juicio en nuestro mensaje, estaremos vendiendo un evangelio demasiado barato que no se corresponde con la verdad completa de los hechos.

B. PROFECÍAS IMPARABLES

    Otra de las herramientas que emplea magistralmente el apóstol Pedro en su discurso es la de la Palabra de Dios. Pedro no solo quiere hablar de su propia percepción de lo que sucedió. No quiere fiar todo su argumentario a su calidad de testigo presencial y ocular. Desea que el judío que le esté escuchando, esté oyendo con claridad la voz de Dios por medio suyo. La manera de conseguir esto es acudiendo a la Biblia judía, la cual era la autoridad fundamental y definitiva de todo judío que se preciase de serlo. La Ley y los profetas hablarían con mayor contundencia e impacto que su propio relato de lo que sucedió realmente con Jesús de Nazaret. Es reseñable comprobar y valorar el alto nivel de conocimiento bíblico que tenía Pedro. Hasta en seis ocasiones reafirma sus palabras con algún pasaje de las Escrituras. En el v. 13 escoge la siguiente expresión: “El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros antepasados, ha colmado de honor a Jesús, su siervo.” Claramente distinguimos el cuidadoso uso de esta oración que aparece en multitud de ocasiones en el Pentateuco para afirmar que Jesús era el Mesías anunciado que habría de venir a Israel para su consolación. 

      En el v. 18 hallamos otro pasaje bíblico: “Pero Dios cumplía de este modo lo que había anunciado por medio de los profetas en lo que se refiere a los sufrimientos que su Mesías había de padecer.” La mentalidad judía no esperaba un mesías sufriente, sino uno victorioso. Sin embargo, Pedro los remite a aquellos profetas que hablaron del Siervo Sufriente del Señor. ¿Cuáles son algunos de esos sufrimientos profetizados en la Biblia hebrea? “Despreciado y desechado por la gente, sometido a dolores, habituado al sufrimiento, ante el cual todos se tapan la cara; lo despreciamos y no hicimos caso de él. De hecho cargó con nuestros males, soportó nuestros dolores, y pensábamos que era castigado, herido por Dios y humillado. Pero fue herido por nuestras faltas, triturado por nuestros pecados; aguantó el castigo que nos salva, con sus heridas fuimos curados. Todos íbamos errantes como ovejas, cada cual por su propio camino, y el Señor cargó sobre él las culpas de todos nosotros. Era maltratado, humillado, pero él no abría su boca: era como cordero arrastrado al sacrificio, como oveja que va a ser esquilada. Detenido sin defensa ni juicio, ¿quién se ocupó de su suerte? Fue arrancado de la tierra de los vivos, herido por la rebeldía de mi pueblo.” (Isaías 53:3-8).
 
     En los vv. 20 y 21 se nos habla de su segunda venida tras haber cumplido y consumado la redención en la cruz del Calvario: “Así hará venir el Señor una era de tranquilidad, y enviará de nuevo al Mesías que previamente os había destinado, es decir, a Jesús. Pero ahora es preciso que Jesús permanezca en el cielo hasta que llegue el momento en el que todo sea restaurado, según declaró Dios en época precedente por medio de sus santos profetas.” El día del Señor era un tema recurrente de la profecía del Antiguo Testamento, el día en el que regresaría el Mesías para instaurar su trono de justicia y juicio en medio de todas las naciones: “Porque está llegando el día, ardiente como un horno, en que todos los soberbios y todos los que actúan con maldad serán como paja. Ese día, que ya se acerca, los abrasará hasta que no quede de ellos ni rama ni raíz, dice el Señor del universo. Sin embargo, para vosotros, los que honráis mi nombre, se levantará el sol de justicia trayendo curación en sus alas. Entonces saldréis saltando como los terneros del establo.” (Malaquías 3:19-20).

    En los vv. 22 y 23, Pedro quiere dejar muy clara la identificación mesiánica de Jesús. Jesús no era un advenedizo ni un profeta ni un revoltoso filósofo, sino que era Dios mismo encarnado y con la misión de mostrar al mundo el camino de la salvación: “Ya Moisés dijo al respecto: El Señor, vuestro Dios, os va a suscitar un profeta de entre vosotros mismos, como hizo conmigo. Tenéis que prestar atención a todo lo que os diga, pues quien no haga caso a ese profeta será arrancado del pueblo.” Este pasaje concuerda como adaptación de Deuteronomio 18:15-19 y Levítico 23:29. Ya el mismo legislador del Pentateuco señala con absoluta nitidez profética a Jesús como el Mesías esperado y a las consecuencias que se devendrían de rechazar su persona y mensaje.

   En el v. 24, el apóstol reconoce sus propios tiempos del presente, el derramamiento del Espíritu Santo y los prodigios que se realizarían en el nombre de Cristo, como algo ya vaticinado desde lejos, desde la voz de los profetas: “Y también todos los profetas, desde Samuel en adelante, pronosticaron los acontecimientos actuales.” Joel es el exponente más claro de esta realidad: “Derramaré mi espíritu sobre todo ser humano: vuestros hijos e hijas profetizarán, soñarán sueños vuestros ancianos y vuestros jóvenes verán visiones. También sobre los siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días. Haré prodigios en el cielo y en la tierra.” (Joel 2:28-30).

    Por último, en el v. 25 confiesa que Israel tiene una misión muy importante, que es la de ser canal de bendición para toda la humanidad: “Y vosotros sois los herederos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros antepasados cuando dijo a Abrahán: Tu descendencia será fuente de bendición para toda la humanidad.” Estas palabras, que podemos encontrar en Génesis 12:3 y 22:18, son la puerta a través de la cual puede verse a Israel como un pueblo misionero y precursor de la naturaleza salvífica del consejo de Dios en las Escrituras.

    Aquí podemos constatar que nuestras experiencias personales y nuestro testimonio de lo que Dios ha hecho en nosotros son importantes, pero que no pueden ni deben opacar lo que de Cristo se dice en la Palabra de Dios. Aprovechemos que la Biblia católica, salvo matices muy particulares y libros apócrifos que contiene, es prácticamente la misma que empleamos y estudiamos nosotros para encontrar ese nexo oportuno que nos permita hablar de Dios desde las Escrituras en primer lugar y desde nuestra vivencia en Cristo como apoyo a la verdad del evangelio.

C. UNA OPORTUNIDAD IMPARABLE

    Después de dejar las cosas muy claras sobre la participación judía en la muerte de Jesús, y tras respaldar la vida, muerte y resurrección de Cristo con las Escrituras, es el momento de tender la mano amistosamente para cambiar modelos mentales y estructuras de pensamiento ancladas en la tradición y las costumbres humanas. Los oyentes debían transformar su visión magnificada de la persona del Mesías esperado en una perspectiva de sufrimiento y muerte del inocente a favor de los pecadores. Para ello, Pedro utiliza la zanahoria pacificadora de las palabras de comprensión y reconocimiento. No todo en el judaísmo estaba perdido, ni todas las enseñanzas judías debían volverse del revés de manera radical. Pedro apela en primera instancia a que la Biblia judía no había perdido ni un ápice de vigencia, como ya vimos, usándola para respaldar a la persona de Jesús. En segundo lugar, el apóstol aboga por entender que la ceguera espiritual había entenebrecido el juicio de muchos judíos con respecto a Jesús: “No obstante, hermanos, sé que tanto vosotros como vuestros dirigentes actuasteis por ignorancia.” (v. 17) Por último, Pedro es consciente de la valía y del privilegio que Dios ha concedido a su pueblo escogido de Israel para ser cabeza de playa de un movimiento espiritual que redundará en bendición, beneficio y salvación para todas las naciones. Los judíos se convierten de este modo en los receptáculos de la presencia real y humana de Dios encarnado en Jesús: “Y vosotros sois los herederos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros antepasados… Así que Dios, después de resucitar a su siervo, os lo ha enviado primero a vosotros a fin de que se os convierta en bendición y todos y cada uno os apartéis del mal.” (vv. 25-26). 

CONCLUSIÓN

       He aquí una oportunidad impagable para llamar a los presentes en el Templo a un verdadero arrepentimiento y a una transformación de vida propiciadas por la fe en Cristo: “Por tanto, convertíos y volved a Dios, para que vuestros pecados sean borrados.” (v. 19). Este gran discurso de Pedro, auspiciado por el poder del Espíritu Santo, y aunado a la maravillosa sanidad del cojo de nacimiento, provocaron una ocasión inmejorable para que Dios convenciese de pecado a muchísima gente: “Pero muchos de los que habían escuchado el discurso de Pedro abrazaron la fe, por lo que el número de creyentes varones alcanzó la cifra de unos cinco mil.” (Hechos 4:4). Ante nosotros Dios sigue preparando encuentros, ocasiones y oportunidades que no hemos de desaprovechar para contar a todo el mundo que en Cristo hay perdón y salvación gratuitas y disponibles. Y no olvidemos decir la verdad completa sin ocultar el precio que tiene ser hijo de Dios y discípulo de Cristo.

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