LA PROMESA DIVINA DE UN NUEVO HOGAR
SERIE DE
SERMONES “PERMANECIENDO FIRMES: CONSTRUYENDO NUESTRAS VIDAS SOBRE LAS PROMESAS
DE DIOS”
TEXTO
BÍBLICO: APOCALIPSIS 21:1-5
INTRODUCCIÓN
Estamos
viviendo una de las crisis humanitarias más lamentables y dramáticas de los
últimos tiempos. Me refiero a todos aquellos refugiados que, huyendo de la
guerra civil que se está librando en Siria, intentan salvar sus vidas buscando
un lugar en paz donde poder comenzar de nuevo. Sus vidas, cercenadas por la
barbarie del poder y de la ambición humana, tratan de encontrar un espacio en
el que poder sobrevivir honesta y honradamente. Hombres, mujeres y niños han
visto como la lucha fratricida que se perpetra en las calles de sus ciudades
natales les ha arrebatado a seres queridos por los que no pueden llorar como
quisieran. Las noticias nos traen diariamente esta tragedia a nuestras
sobremesas y solo percibimos los números y algunas imágenes que no llegan a
transmitir todo el dolor y el sufrimiento que estos refugiados padecen las
veinticuatro horas del día. Los intereses económicos y políticos han dejado al
desnudo su verdadera influencia en el orden mundial cuando se nos narran
episodios escandalosos del valor tan insignificante que tiene una vida humana
que corre para sobrevivir. En la mente de estos millones de refugiados debe
palpitar dos sentimientos encontrados: añoranza por las raíces que fueron
segadas por el conflicto armado y un deseo ferviente de comenzar desde cero en
otro lugar más hospitalario y estable fuera de las fronteras de su patria.
Si lo
pensamos bien, y salvando las distancias de este amargo apunte en la historia
de la humanidad que no parece terminar de escribirse, nosotros también somos,
espiritualmente hablando, una suerte de refugiados. Somos conscientes de que el
lugar en el que nos hallamos, esta esfera terrestre, no es el mejor lugar en el
que encontrar acomodo y seguridad. El mundo en el que vivimos se ha convertido en
un campo de batalla en el que los intereses fraudulentos de la política y el
poder económico están por encima del bienestar de los ciudadanos. Existe una
lucha incesante en la que las personas deben someterse al arbitrio y capricho
de unas instituciones que se preconizan democráticas, pero que están muy lejos
de serlo. Sin darnos cuenta a veces, nos vemos inmersos en una dura e injusta
lid en la que tenemos más posibilidades de ser los perdedores, que de ganar. Y
en términos espirituales, lo que ya no cabe duda es que Satanás es el
manipulador y el maquiavélico responsable de muchas de las tropelías que hoy se
cometen a lo largo y a lo ancho de este mundo. Es un panorama desalentador, lo
sé, pero no por ello nuestra esperanza en ver un nuevo mundo mejorado y
restaurado debe declinar a favor de la resignación y el desespero.
Dios es un
especialista en sacarnos de nuestro desánimo ante las injusticias que tienen
lugar en nuestro medio más inmediato y en el tapiz del sistema mundial y social
en el que vivimos. Sus promesas, esculpidas en la piedra inamovible de las
Escrituras, son capaces de alumbrar nuestros ojos después de comprobar cómo las
tinieblas y la destrucción se están cebando en los más débiles y menesterosos.
De hecho, la orden que da Dios desde el trono de gloria es de consignar la
certidumbre de todo lo que aparece en este libro: “Palabras verdaderas y dignas de crédito son estas. ¡Escríbelas!” (v.
5b). Las palabras de Apocalipsis 21 nos invitan a contemplar la culminación
de nuestra fe y de nuestra esperanza. Después de que el juicio final haya
sobrevenido sobre vivos y muertos, y sobre la muerte y el abismo, en el
capítulo 20, el texto en el que basamos este sermón nos aúpa a las más altas
cotas de felicidad y gozo.
A. UNA
NUEVA CREACIÓN
“Entonces
vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Nada quedaba del primer cielo ni de la
primera tierra; nada del antiguo mar.” (v. 1)
Todos
somos conscientes de la degradación que soporta toda la creación de Dios.
Recibimos constantes avisos de parte de organizaciones ecologistas que nos
advierten del peligro que corre nuestra tierra si continuamos esquilmándola,
destruyéndola bajo el amparo de la avaricia humana, y explotándola hasta dejar
exhausta cualquier reserva natural. La contaminación que ennegrece el horizonte
de las capitales más importantes del mundo sigue provocando problemas serios
con el clima y las temperaturas, llegando a consumar un cambio climático que
poco a poco va dejando ver sus efectos nocivos. El fracking, técnica que busca
bolsas de gas natural bajo la tierra, está siendo protagonista en los últimos
tiempos sobre amenazas de terremotos y movimientos de placas tectónicas. El
antaño esplendor de la naturaleza de Dios se ha limitado a una especie de
reservas naturales que son básicamente pálidos reflejos de una naturaleza que
admiraba al ser humano. La basura espacial que orbita en torno a la atmósfera
terrestre también se ha convertido en un asunto serio del que no se tiene
solución. Nuestra tierra está cansada y nuestro cielo está sucio: “Y es que la creación entera está gimiendo,
a una, con dolores de parto hasta el día de hoy.” (Romanos 8:22).
¿Cuál es
la promesa de Dios en relación a esta creación que poco a poco es dinamitada
por la humanidad sedienta de dinero y poder? Pablo nos lo deja meridianamente
claro al afirmar que “la creación, en
efecto, espera con impaciencia que se nos descubra lo que serán los hijos de
Dios. Sometida a la caducidad, no voluntariamente, sino porque así Dios lo
dispuso, abriga la esperanza de compartir, libre de la servidumbre de la
corrupción, la gloriosa libertad de los hijos de Dios.” (Romanos 8:19-21). Dios
nos tiene preparada una nueva tierra y un nuevo cielo, no sujetos a la desidia
o a la descontrolada avidez humana, que serán nuestro nuevo hogar y morada.
Mientras, como dijo el apóstol Pedro, “en
cuanto a los cielos y la tierra actuales, la misma palabra divina los tiene
reservados para el fuego, conservándolos hasta el día del juicio y de la
destrucción de los impíos… Si, pues, todo esto ha de ser aniquilado, ¡qué vida
tan entregada a Dios y tan fiel debe ser la vuestra, mientras esperáis y
aceleráis la venida del día de Dios! Ese día, en que los cielos se
desintegrarán y en que los elementos del mundo se derretirán consumidos por el
fuego. Nosotros, sin embargo, confiados en la promesa de Dios, esperamos unos
cielos nuevos y una tierra nueva que sean morada de rectitud.” (2 Pedro 3:7,
11-13). ¿Quién no quisiera contemplar en su máxima belleza y gloria el
resultado de la obra de las manos de Dios por toda la eternidad? Si somos
fieles y esperamos en esta promesa divina, deseando de corazón que el Señor
Jesús regrese a nosotros, sus hijos, seremos testigos de maravillas incontables
y paisajes asombrosos.
B. UNA
NUEVA JERUSALÉN
“Vi también
bajar del cielo la ciudad santa, la nueva Jerusalén. Venía de Dios, ataviada
como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una voz poderosa que decía
desde el trono: -Esta es la morada que Dios ha establecido entre los seres
humanos. Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será su Dios. Enjugará
las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor,
porque todo lo viejo ha desaparecido. El que estaba sentado en el trono
anunció: -Voy a hacer nuevas todas las cosas.” (vv. 2-5)
En esa
tierra nueva que Dios ha de crear para sus hijos, existe una ciudad que brota
directamente de su corazón. Es la nueva Jerusalén, la ciudad santa por
excelencia que se presenta formidable, majestuosa y hermosa en gran manera. De
ella tenemos todos los detalles en este mismo capítulo, y no cabe duda de que
reúne todos los requisitos para ser considerado nuestro hogar celestial. La
santidad es su cualidad más importante, ya que en ella solo han de morar todos
aquellos que están en el Libro de la Vida, aquellos que han confiado en Cristo
como su Señor y Salvador, aquellos que han lavado su ser y sus vestiduras en la
sangre del Cordero de Dios: “Nada
manchado entrará en ella: ningún depravado, ningún embaucador; tan solo los
inscritos en el libro de la vida del Cordero.” (v. 26). Esta ciudad no es
ni más ni menos que la iglesia pura y perseverante de Dios de todas las edades,
tal y como especifica uno de los siete ángeles coperos: “¡Ven! Quiero mostrarte la novia, la esposa del Cordero.” (v. 9).
La imagen que Pablo emplea para hablar del trato que los maridos deben dar a
sus esposas, habla bien a las claras sobre la calidad de la iglesia: “Vosotros, los maridos, amad a vuestras
mujeres, como Cristo amó a la iglesia. Por ella entregó su vida a fin de
consagrarla a Dios, purificándola por medio del agua y la palabra. Se preparó
así una Iglesia radiante, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante; una Iglesia
santa e inmaculada.” (Efesios 5:25-27). Todos aquellos que han creído en
Cristo hoy pueden considerarse ciudadanos de esta nueva Jerusalén, la cual es
luz a los impíos e incrédulos de este mundo: “La luz de esta ciudad alumbrará el destino de los pueblos, y los reyes
del mundo vendrán a rendirle homenaje.” (v. 24).
La
presencia eterna de Dios nos acompañará para siempre. Todo aquello que era
viejo y caduco habrá desaparecido. Nuestras lágrimas ya no serán el testimonio
de nuestras penas y desgracias, sino que serán el resultado de la alegría y el
júbilo al encontrarnos por fin en casa. El temor a la muerte ya no condicionará
cada uno de nuestros pasos, sino que la vida resplandecerá continuamente para
la gloria de Dios. El luto que demostraba nuestra tristeza por la pérdida de un
ser querido será reemplazado por vestidos de colores que ensalcen el poder de
la resurrección de Cristo. El llanto desazonado de cuantos padecían en vida
será reemplazado por una sonrisa abierta y llena de un gozo inagotable. El
dolor habrá dado lugar al disfrute de Dios, de sus misterios ya desvelados, de
su amor incondicional, de su majestad y justicia. ¡Qué gran cambio se operará
en nosotros cuando pasemos de la miseria y la aflicción mundanales a la plena y
máxima felicidad en los brazos amantes de Cristo! ¡Que regocijo se instalará en
nuestros corazones cuando nos volvamos a encontrar con aquellos seres amados
que también estaban inscritos en el libro de la vida de Cristo! ¿Cómo no poder
contar y comunicar la esperanza de una promesa de un nuevo hogar, sabiendo que
en este plano terrenal no hacemos que pasar trabajos y luchas? Nuestro nuevo
hogar por fin estará en Cristo, en Dios y en su Espíritu Santo. Por fin nuestro
peregrinaje tendrá culminación al habitar en la Nueva Jerusalén. Al fin
dejaremos de ser refugiados que no son ni de aquí ni de allá, sino que habremos
alcanzado la herencia que Dios nos tenía preparada en Cristo.
CONCLUSIÓN
Como
refugiados espirituales que somos, odiados por el mundo y sintiendo la burla de
aquellos que consideran el nombre de Cristo como una amenaza a su estatus quo,
la promesa que Dios nos da de que un día tendremos nuestro lugar de vida eterna
en su presencia preciosa, es la fuerza que nos ha de permitir perseverar en la
fe que los que nos precedieron nos transmitieron. No poses tus ojos en las
desdichas y preocupaciones de este mundo, las cuales son pasajeras, y con
paciencia, busca ser santo como Dios es santo. Así, cuando Cristo venga, podrás
estar preparado para las bendiciones más increíbles y maravillosas que
disfrutaremos en el cielo nuevo y la tierra nueva que nos aguardan: “Allí no habrá ya nada maldito. Será la
ciudad del trono de Dios y del Cordero, donde sus servidores le rendirán culto,
contemplarán su rostro y llevarán su nombre grabado en la frente. Una ciudad
sin noches y sin necesidad de antorchas ni de sol, porque el Señor Dios será la
luz que alumbre a sus habitantes, los cuales reinarán por siempre.”
(Apocalipsis 22:3-5)
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