UN CORAJE IMPARABLE
SERIE DE
ESTUDIOS EN HECHOS “EL EVANGELIO IMPARABLE”
TEXTO
BÍBLICO: HECHOS 4:1-22
INTRODUCCIÓN
¿Cómo se
mide el coraje y la valentía? ¿Cuándo demuestra alguien de qué pasta está
hecho? ¿En qué circunstancias se prueban las convicciones y los principios? No
es de recibo señalar que el valor y el arrojo de una persona se constatan
precisamente en los instantes más tensos, duros y difíciles. Ahí, en las
adversidades, en las presiones sociales y en el encontronazo con el
establishment es donde tenemos la oportunidad de mostrar al mundo que nuestra
fortaleza en las decisiones está cimentada en Cristo. Einstein dijo en una
ocasión: “Intenta no volverte un hombre
de éxito, sino un hombre de valor.” No le faltaba razón al apuntar tal
consejo. Uno solo alcanza el éxito y la fama en este mundo renunciando a sus
principios morales y a sus valores espirituales. Uno solo logra la prosperidad
material y el ascenso a las cotas más altas de popularidad firmando un contrato
hasta con el mismísimo demonio. Conseguirlo todo en este mundo, supone renegar
de tus orígenes, de tu fe y de los valores cristianos que te inculcaron,
perdiendo el alma en el proceso. Lo mejor que haríamos es, como dijo Einstein,
ser hombres y mujeres valerosos que nunca abjurarán de sus creencias ni negarán
el nombre de Cristo pase lo que pase y cueste lo que cueste.
Napoleón
también aportó una perla de sabiduría muy interesante al hablar del coraje y de
la valentía: “El coraje no se puede
simular: es una virtud que escapa a la hipocresía.” Estaba en lo cierto al
reseñar que la valentía solo procede de un corazón inflamado por la pasión por
una causa justa y virtuosa. De ahí podemos deducir que un cristiano nunca podrá
mostrarse hipócrita o con doblez de ánimo ante la tormenta o en el fragor de la
batalla espiritual que se libra todos los días en su fuero interno. El valor
cristiano surge de la habitación, morada y llenura del Espíritu Santo, tal y
como veremos en el caso de Pedro y Juan. El coraje imparable no conoce más
autoridad y soberanía que la de Cristo. No importarán los ataques, las amenazas
fieras o el acoso de cierta parte de la humanidad que no desea que el nombre de
Cristo sea proclamado y enseñado. Lo único que motiva al creyente a mantenerse
firme en sus convicciones y en su fe es el amor derramado de Dios en Cristo
sobre él. Solamente somos valientes cuando la verdad, lo auténtico y lo genuino
están por encima de las apariencias, de las convenciones sociales o de nuestros
intereses personales.
A. UN
CORAJE IMPARABLE ANTE LAS ASECHANZAS DE LAS ÉLITES RELIGIOSAS
“Hablando
ellos al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes con el jefe de la guardia
del templo, y los saduceos, resentidos de que enseñasen al pueblo, y anunciasen
en Jesús la resurrección de entre los muertos. Y les echaron mano, y los
pusieron en la cárcel hasta el día siguiente, porque era ya tarde.” (vv. 1-3)
Tras el segundo discurso de Pedro en el
Templo, y después de que miles de personas rueguen a Dios en el nombre de
Cristo poder ser perdonados de sus pecados, nada podía seguir siendo igual. Las
palabras de los apóstoles habían por fin arribado a los oídos de personas que
no estaban dispuestas a renunciar a su estatus quo. Primero son los sacerdotes
junto con el jefe de la guardia del Templo los que se dirigen a dispersar a
esas miles de personas que se arremolinan alrededor de Pedro y Juan. Para
mantener el orden y la debida reverencia en el lugar santo, se presentan para
arrestarlos y ponerlos a buen recaudo en la cárcel hasta el momento en el que
serían juzgados por escándalo público y desórdenes civiles. Luego aparecen en
escena los saduceos, la élite religiosa del judaísmo, extremadamente molestos,
hartos y exasperados, al ver cómo se enseñaba la resurrección de los muertos en
el nombre de Jesús.
Los saduceos tenían la creencia de
que no existía resurrección del cuerpo. Flavio Josefo, historiador judío,
afirma que creían que el alma moría con el cuerpo, algo que está apoyado por Mateo 22:23, Marcos 12:18, Lucas 20:27 y
Hechos 23:8. Jesús tuvo que enfrentarse a ellos en el episodio de la
pregunta sobre la resurrección, el cual zanjó magistralmente con la siguiente
aseveración veterotestamentaria: “Pero
en cuanto a que los muertos han de resucitar, aun Moisés lo enseñó en el pasaje
de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de
Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos
viven.” (Lucas 20:37-38). Además, teniendo en cuenta de que los saduceos
eran poco queridos por la gente de a pie, podemos comprobar su afán por
silenciar a estos seguidores de Jesús que no hacían más que trastornar a la
plebe. Unidos a los sacerdotes y a la soldadesca del Templo, los sujetan con
violencia y los apartan de una multitud ávida de conocer con mayores detalles y
profundidad el evangelio imparable de boca de estos dos apóstoles.
B. UN CORAJE IMPARABLE RESPALDADO POR
LAS PRUEBAS Y LA LLENURA DEL ESPÍRITU SANTO
“Aconteció al día siguiente, que se
reunieron en Jerusalén los gobernantes, los ancianos y los escribas, y el sumo
sacerdote Anás, y Caifás y Juan y Alejandro, y todos los que eran de la familia
de los sumos sacerdotes; y poniéndoles en medio, les preguntaron: ¿Con qué
potestad, o en qué nombre, habéis hecho vosotros esto? Entonces Pedro, lleno
del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos de Israel:
Puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo,
de qué manera éste haya sido sanado, sea notorio a todos vosotros, y a todo el
pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros
crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está
en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los
edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay
salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que
podamos ser salvos.” (vv. 5-12)
Después de pasar una noche entera a la
sombra, en unos calabozos infectos, húmedos y fríos, sin causa aparente por los
que hubieran de estar entre rejas, Pedro y Juan son llevados de malos modos
ante la plana mayor de la estructura religiosa judía de su tiempo. Un concilio
urgente se ha preparado con premura para dilucidar el significado de los hechos
acaecidos en el Templo. A este contubernio se presentan los gobernantes de
Jerusalén, los ancianos que representaban a las tribus de Israel, los escribas,
cuyo conocimiento de las Escrituras era amplísimo dada su tarea de transcribir
y copiar la Biblia hebrea, y una serie de sumos sacerdotes acompañados por sus
familiares y sucesores en el cargo. Allí no faltaba nadie. Saduceos, fariseos y
demás sectas religiosas judías se reunían para juzgar a Pedro y a Juan con los
consabidos prejuicios en contra de Jesús y todo lo que conllevaba su nombre.
Sin abogados ni defensores que pudiesen elaborar una defensa eficaz y justa,
los apóstoles son colocados en medio del recinto del concilio. Todas las
miradas se concentran en sus gestos, actitudes y palabras. Para empezar, la
pregunta que resuena en el recinto trata de aclarar con qué poder o autoridad
habían sanado al cojo de nacimiento. No se les pregunta por el contenido del
discurso de Pedro ni por la enseñanza que ha desplegado ante la muchedumbre del
Templo.
Con un temple digno de ser imitado y
alabado, Pedro da un paso adelante para dar cumplida defensa y argumentación al
socaire de la pregunta del concilio. El valor de saberse en las manos de Dios,
de tener la seguridad de que el Espíritu Santo lo está llenando de gracia y
palabras oportunas, y de aprovechar la ocasión que se le presentaba, provee a
Pedro de los arrestos necesarios como para no callar lo que hay en su corazón
ardiente. Desde el respeto y el reconocimiento de las autoridades presentes, el
pescador de hombres recoge el guante que se le tira desde las gradas del
aparato religioso. Se les está juzgando por un milagro increíble, maravilloso y
demostrativo del poder de Dios en Cristo. Y del mismo modo que ya habían
explicado a las gentes hambrientas de explicaciones ante tal prodigio, confiesa
con firmeza y convicción absolutas que el artífice de esta señal de sanidad es
Jesús, aquel que fue asesinado por el odio, el rencor y la sed de poder de los
dirigentes judíos, y aquel que fue resucitado al tercer día de entre los
muertos para vivir y reinar en la vida de todo aquel que confiese su nombre.
Aquel que había sido aborrecido y despreciado por los que supuestamente debían
haberle reconocido como el Mesías esperado y anhelado, era Dios mismo. Aquel
que sanaba y curaba las heridas de la humanidad en forma de lepra, parálisis,
flujo de sangre y opresión diabólica era también el Salvador y restaurador del
alma humana. El coraje y el valor imparable de Pedro tenía su eco en los
rostros contraídos de toda esa pléyade de autoridades, poderes y gobernadores
que no podían permitir que el pueblo se sublevase y quisiese cambiar el estado
de cosas social y político que les beneficiaba desde sus alturas.
C. UN CORAJE IMPARABLE QUE CONOCÍA
LAS PRIORIDADES DE OBEDIENCIA
“Entonces viendo el denuedo de Pedro
y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban;
y les reconocían que habían estado con Jesús. Y viendo al hombre que había sido
sanado, que estaba en pie con ellos, no podían decir nada en contra. Entonces
les ordenaron que saliesen del concilio; y conferenciaban entre sí, diciendo:
¿Qué haremos con estos hombres? Porque de cierto, señal manifiesta ha sido
hecha por ellos, notoria a todos los que moran en Jerusalén, y no lo podemos
negar. Sin embargo, para que no se divulgue más entre el pueblo, amenacémosles
para que no hablen de aquí en adelante a hombre alguno en este nombre. Y
llamándolos, les intimaron que en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el
nombre de Jesús. Mas Pedro y Juan respondieron diciéndoles: Juzgad si es justo
delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar
de decir lo que hemos visto y oído. Ellos entonces les amenazaron y les
soltaron, no hallando ningún modo de castigarles, por causa del pueblo; porque
todos glorificaban a Dios por lo que se había hecho, ya que el hombre en quien
se había hecho este milagro de sanidad, tenía más de cuarenta años.” (vv.
13-22)
Nadie salía de su asombro al escuchar la
rotundidad y profundidad del discurso de Pedro. En ellos reconocían a unos
pescadores de Galilea que iban en pos de Jesús caminando por las aldeas de
Judea y Samaria. No era posible que Pedro o Juan hubiesen recibido clases y
enseñanzas tan sesudas, convincentes y persuasivas en tan poco tiempo. Algo
extraño había sucedido en ellos y no acertaban a averiguar el qué. En ellos
había un fervor, una pasión y un fuego que ninguno de ellos habían tenido
nunca. Sus palabras no eran las de iletrados y de personas de extracción
humilde, sino que eran la expresión de discursos meditados, reflexivos y
desafiantes. Si hubieran sabido que el Espíritu Santo estaba detrás de cada
frase y de cada oración que brotaba de sus labios, entonces hubiesen entendido
todo. Ya en Lucas encontramos vestigios proféticos de estas circunstancias: “Cuando
os trajeren a las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, no os
preocupéis por cómo o qué habréis de responder, o qué habréis de decir; porque
el Espíritu Santo os enseñará en la misma hora lo que debáis decir.” (Lucas
12:11-12). En el original griego, la palabra “denuedo” es parresia, la cual
significa franqueza, claridad, confianza y entereza. Estos elementos componen
la figura de Pedro y de Juan hasta provocar entre las filas de sus jueces
palabras de admiración. Y para más inri, el que fue sanado de su malformación
congénita estaba allí mismo para recordar a todos que había un hecho innegable
ante el cual no cabían dudas ni vacilaciones sobre el carácter del milagro.
Llega la hora de debatir y conferenciar:
¿Qué hacer con estos dos individuos? La cosa pintaba mal para el concilio. La
solución no iba a ser fácil, si encima añadimos la presión que el pueblo
ejercía desde afuera a favor de los apóstoles. La noticia del cojo de
nacimiento sanado había corrido como la pólvora por toda la ciudad, era
impepinable la evidencia de la realización de un portento, pero no podían
reconocer abiertamente que todo esto era así. Debían salvaguardar su discutible
honor, sus apariencias de piedad y verdad, y los intereses económicos,
políticos y religiosos que todos tenían en que el populacho se mantuviese
dentro de los parámetros que ellos mismos habían construido para su provecho.
Puesto que por las buenas no iban a lograr nada, se propone por unanimidad
amedrentarlos y amenazarlos de tal modo que no volvieran a importunarlos con su
enseñanza y proclamación del evangelio de Cristo. Seguramente hubo amenazas muy
fuertes que intentarían coaccionar a los apóstoles. Posiblemente creyeron que
con esto se saldrían con la suya por fin.
Sin embargo, sucede algo que los
desconcierta completamente y que les da qué pensar sobre los verdaderos de los
motivos de estos dos advenedizos. Hasta el día de hoy sigue resonando la
declaración de intenciones valiente y poderosa que hacen Pedro y Juan. En un
alarde de valentía imparable, dejan muy claras las prioridades de sus vidas y
ponen a las autoridades religiosas entre la espada y la pared. Los pescadores
de hombres les espetan sin miramientos y apelando a la autoridad de la Palabra
de Dios, que obedecer a Dios siempre estará por encima de la obediencia a los
gobernantes, a la ley humana y a las amenazas perversas del ser humano. Su
mensaje es más que palabras: es una vivencia. El evangelio es más que doctrinas
y teología: es la experiencia de haber vivido con Jesús, de haber aprendido de
sus lecciones y de haber contemplado la gloria de Dios en la muerte y
resurrección de Cristo. Nadie puede callar la verdad de los hechos. Nadie puede
enterrar y tapar la luz resplandeciente de la salvación de Dios en Cristo.
Nadie puede arrancar de sus mentes el recuerdo vívido de Jesús, de su
llamamiento, de las maravillas que hizo por toda la tierra de Palestina. No
pueden y no deben callar. La reacción del concilio no se hace esperar. Los
libera con amenazas y sin la posibilidad de imputarles ningún delito o crimen,
ya que todo el pueblo sabría de cualquier castigo o pena impuesta sobre estos
dos hombres inocentes que solo hablaban de lo que habían visto y oído. Un
milagro dio la oportunidad a Pedro y a Juan a pregonar a Cristo incluso cuando
las perspectivas no eran nada halagüeñas. El coraje imparable que demostraron
ante quienes podían haberlos ajusticiado, encarcelado y torturado, todavía
sigue siendo una inspiración para nosotros hoy.
CONCLUSIÓN
El pueblo de Dios en la actualidad no debe
ser menos valeroso y no debe actuar con menos denuedo que el que se rememora en
el libro de Hechos de los Apóstoles. El mundo en el que vivimos corre hacia el
odio, el desprecio y la intolerancia de los valores cristianos y del evangelio
de Cristo. Esperemos que llegue más tarde que pronto el tener que enfrentarnos a
algún episodio en el que tengamos que enarbolar el estandarte de Cristo a pesar
de las presiones sociales, políticas o financieras. Pero cuando tengamos que
hacerlo, no olvidemos buscar la llenura del Espíritu Santo. Si somos llenos de
su presencia, la franqueza y la entereza en nuestras contestaciones a las
acusaciones que se nos hagan, vencerán sin lugar a dudas. Si somos llenos del
Espíritu Santo, la verdad fluirá de nuestros labios hasta confrontar a nuestros
oyentes con su conciencia. Si somos llenos del Espíritu Santo, sabremos que al
final, el testimonio de nuestra experiencia con Cristo será suficiente como
para derribar los argumentos mentirosos e interesados de un mundo que considera
a Jesús un estorbo para sus planes de destrucción y opresión. Seamos, en
definitiva, hombres y mujeres de valor imparable sin importarnos la fama o el
aplauso de este mundo.
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