¿QUIÉN ES EL MAYOR?


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO “NO TODO ESTÁ PERDIDO” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 18:1-5 

INTRODUCCIÓN 

       Es curioso como el ser humano en cuanto tiene la oportunidad elabora rankings de cosas o personas. Siempre ha existido ese afán por comparar, por contrastar y por encontrar las maneras más variopintas de crear listas que recorren las categorías desde lo peor a lo mejor. Ahí tenemos, por ejemplo, el Libro Guinness de los Récords, el cual se actualiza anualmente para verificar si alguien ha alcanzado la cumbre en disciplinas de lo más estrafalario, extraño e inaudito. También tenemos listas de éxitos musicales como el Billboard norteamericano o los Cuarenta Principales en España, donde las canciones y artistas van ascendiendo y descendiendo la escalinata de lo más escuchado en las radios nacionales. En el fútbol qué podríamos decir. Existe una sección en cada diario deportivo en la que se reseñan los récords, el escalafón de los máximos goleadores de cada temporada o de todos los tiempos, las estadísticas que señalan a los mejores equipos o jugadores, etc. Es como si algo dentro de nosotros necesitase constatar la competitividad sana o malsana del ser humano en relación a sus congéneres. Parece que estar en la cúspide de alguna de estas enumeraciones de alguna forma crea un sentido de satisfacción reseñable y deseable. 

       Ya en la Palabra de Dios existía esta clase de espíritu en el corazón humano. El episodio de Adán y Eva queriendo ser como Dios, y dejando a un lado su lugar como criaturas para auparse al nivel de su Creador; el de Caín envidiando la ofrenda de su hermano Abel, la cual fue mejor valorada que la suya; la torre de Babel que pretendía ser un símbolo de poder y ambición, y que tenía como objetivo alcanzar el cielo; el de Satanás tratando de desbancar a Dios para conseguir su trono; y un largo etcétera, nos muestra que la disposición natural del ser humano ha sido la de ser siempre el no va más, el más poderoso, el más capaz, el que ha de ser recordado por sus formidables hazañas al coste que sea. La disputa que desde tiempos ancestrales se ha desatado entre hermanos y semejantes aún sigue siendo parte inequívoca de esta tendencia supremacista a todos los niveles, y el orgullo egocéntrico se ha convertido en un elemento irremplazable en la mentalidad de todos aquellos que desean ser reconocidos, aplaudidos y alabados por su fama. Esta actitud, lamentablemente, solo lleva a las desigualdades, a las injusticias, a la falta de equidad y a la humillación de los que son señalados como indignos y prescindibles. 

       Anteriormente a la narrativa que hoy nos ocupa, recordamos a Pedro afirmando por un lado la identidad mesiánica de Jesús, y por otra, siendo piedra de tropiezo y tentación para su maestro en su misión redentora y sacrificial. Recordamos a Pedro, Juan y Santiago ascendiendo al monte de la transfiguración para contemplar la gloriosa imagen de Jesús junto a Moisés y Elías, y para verificar que Dios daba a su Hijo el ánimo y el respaldo que en esos momentos necesitaba antes de dirigirse a Jerusalén para terminar lo que vino a hacer al mundo. Estos tres escogidos discípulos habían sido testigos de un momento que nunca olvidarían, y esto seguramente escocería a algunos de sus otros compañeros de fatiga. En múltiples ocasiones observamos a los doce seguidores íntimos de Jesús pelearse y discutir acerca de su estatus y de su posición dentro de este círculo más estrecho de discípulos. Tal vez esto se vea agravado una vez más por la experiencia en la que los nueve apóstoles restantes no son capaces de expulsar el demonio que torturaba a un chico lunático, y en la que Jesús los reprende por su poca fe y destreza.  

1. EL RÁNKING DEL REINO 

       La cuestión es que, en un momento dado, el clima parece tensarse en torno a Jesús hasta el punto de que algunos de sus discípulos le hacen la pregunta del millón: En aquel tiempo los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: —¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?” (v. 1) 

       Es preciso aclarar aquí que la idea que los discípulos tenían acerca del Reino de los cielos distaba de ser justamente la que Jesús tenía de este. Para sus discípulos, el Reino de los cielos iba a consistir en la liberación revolucionaria y radical de Israel de manos del Imperio Romano. Jesús habría de convertirse en ese adalid patriótico que guiase a todos los judíos en una batalla final y triunfante contra sus dominadores. Toda vez que la lucha terminase, Jesús debería otorgar a sus más estrechos colaboradores una serie de privilegios, poderes y prerrogativas que les permitieran gobernar junto a su maestro a esta renovada nación de Israel. Por eso algunos de los discípulos, por no decir todos, ya están pensando en lo maravilloso que será pasar de ser meros pescadores, recaudadores de impuestos, zelotes o sencillos ciudadanos judíos a ser principales y gobernadores de su pueblo. Y en este pensamiento, comienzan a elucubrar acerca de quién, de entre todos ellos doce, iba a llevar la voz cantante, quién iba a detentar un mayor poderío político y civil, a semejanza de las jerarquías de autoridad que manejaban los romanos y otras naciones aledañas.  

       ¿Sería Pedro el que descollaría por encima de todos ellos? ¿Habría sido su declaración mesiánica y su asistencia a la transfiguración un espaldarazo que lo estaba promocionando hacia un ascenso en el escalafón del Reino de los cielos? ¿Sería Juan el que mandaría sobre el resto de discípulos? ¿Acaso no era el más amado de todos los que habían sido escogidos por Jesús? ¿O sería Santiago, alguien con un valor y una inteligencia ampliamente manifestados en el día a día del ministerio terrenal del maestro de Nazaret? Todos se miraban de hito en hito, todos debatían a espaldas de Jesús, todos buscaban una confirmación oficial y formal de su papel en el reinado venidero de Jesús. Necesitaban urgentemente que Jesús se decantase por uno o por unos pocos de ellos para recibir una autoridad mucho mayor en el nuevo orden que se avecinaba. Tal era la ambición que crecía a ojos vista en el pecho de cada apóstol de Jesús. Todo era soberbia, altivez, deseo de relevancia, ansia de poder. 

2. COMO NIÑOS 

       Jesús no es ajeno a esta clase de polémicas y discusiones. En alguna que otra ocasión habrá tenido que reconvenirlos para que se quiten de la cabeza esta clase de expectativas que no se correspondían con una realidad completamente distinta en referencia al Reino de los cielos. Para ello, nada mejor que emplear una ilustración viva y clara de cuáles han de ser las prioridades de aquellos que lo siguen y sirven: “Llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: —De cierto os digo que, si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (vv. 2-3) 

       Esperando una respuesta de Jesús, con las miradas clavadas en su rostro y la ansiedad pugnando por salir a la superficie, los discípulos solo reciben de Jesús una nueva enseñanza sobre lo que realmente importa en relación a lo que tiene que ver con el Reino de los cielos. Llama a uno de los niños que estaban jugando cerca de este conciliábulo, y este, ni corto ni perezoso, corre con entusiasmo al encuentro de los brazos y el regazo de Jesús. Normalmente, cuando un niño, al menos en la época en la que situamos estos hechos, era llamado, obedecía sin rechistar, pero seguramente con el miedo de recibir alguna reprensión, o de ser convocado para realizar alguna clase de tarea. Sin embargo, este niño que se aproxima a Jesús es capaz de reconocer en este varón algo distinto que le infunde confianza y seguridad. Tras abrazar a este niño, Jesús lo coloca con ternura en medio del círculo de sus seguidores. Se trata de un niño, algo insignificante para la cultura y la sociedad judía del primer siglo, algo menor que una mujer o que un animal doméstico. Y, no obstante, será un niño el que dé una de las mayores lecciones que pudiera haber recibido cualquier adulto. 

      Todavía con el niño inmóvil y perplejo en medio de los discípulos, Jesús afirma con rotundidad y firmeza que todos los que están allí presentes deben volverse como niños. Todos los apóstoles de Jesús habían sido niños en algún instante de sus vidas, y seguramente recordarían esta etapa de su desarrollo personal, junto con las limitaciones y hándicaps que esto conllevaba. ¿Quién querría volver a ser un niño, lo menos apreciado y valorado de la sociedad? ¿En qué sentido debían aspirar a dejar de ser adultos autónomos para regresar a la infancia y la dependencia? Jesús anuncia que, en lugar de estar buscando el modo de superar a los demás en el Reino de los cielos, lo que deben hacer es deshacerse de cualquier atisbo de altanería y presunción si realmente quieren formar parte de ese Reino, ya inaugurado, pero todavía en desarrollo. Por lo tanto, Jesús destruye por completo cualquier esquema mental que sus discípulos pudieran haber ideado en su cerebro sobre condecoraciones, cetros y tronos. Debían ser como niños, desde su humildad y sencillez, desde su nobleza e inocencia. Para entrar en el Reino de los cielos era menester desechar cualquier traza de vanagloria y ambición tóxica, para someterse genuinamente a la soberanía del Rey de reyes y Señor de señores, fundador absoluto de este reino celestial. 

       Por supuesto, cuando Jesús habla de volverse niños, no está hablando de ser infantiles, ni está transmitiendo el concepto de inmadurez. Es precisamente la inmadurez y la infantilidad espiritual la que lleva a una persona a creer que merece ser más de lo que es, a pensar que, gracias a sus logros y sacrificio, debe aspirar a ocupar un lugar próximo al vértice de la pirámide jerárquica. Todo lo contrario. La humildad y la nobleza de espíritu son las características que todo creyente debe procurar vivir para disfrutar, no del poder o de las prebendas, sino de Dios mismo en Cristo. Erradicar cualquier talante desafiante, envidioso o avaricioso por causa de la erótica del poder, debe ser la meta de todo aquel que anhela poder entrar en el Reino de los cielos de mano de Jesús. Es interesante, por otro lado, que sea Jesús el que, por primera vez emplee a un niño en la literatura judía antigua como ejemplo positivo de algo. No cabe duda de que Jesús estaba rompiendo muchos moldes preestablecidos durante su ministerio terrenal, y este momento no iba a ser una excepción. Con originalidad y radicalidad, el maestro de Nazaret hace que salten por los aires cualquier percepción errónea de la naturaleza del Reino celestial que ha de consumarse en el futuro. 

3. HUMILDE RECEPCIÓN 

       Con el afán de remachar esta nueva lección, desconcertante y confusa en estos primeros instantes para sus discípulos, Jesús no deja de emplear a ese niño que todavía sigue ejemplificando cómo debería ser la actitud de un auténtico discípulo del Reino de los cielos: “Así que cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe.” (vv. 4-5) 

       “¿Queréis saber quién es el mayor de entre todos vosotros?,” pregunta Jesús a sus discípulos. Todos aguardan un nombre para salir de dudas. Algunos rezan para que sean ellos los elegidos para la gloria. Sin embargo, Jesús pone una condición para resolver sus incógnitas. “¿Estáis dispuestos a humillaros como lo hace este niño que está en medio de vosotros?” Ahí les duele. Jesús, que conoce todas las teclas del alma humana, y que lee a la perfección el relato interior del corazón de las personas, sabe que todos sus discípulos, sin excepción, no están preparados para asimilar el hecho de someterse voluntaria y sinceramente, no solo a Jesús como maestro, sino al servicio de los demás. Hay demasiadas ínfulas, demasiados humos, demasiado orgullo aferrado a sus conceptos de lo que quieren conseguir en realidad. Solo aquel que esté en posición de rebajarse hasta lo sumo por amor a su prójimo y que esté pronto a obedecer la voz de su Señor, será el primero. La autoridad y el poder no dependen, y he ahí la paradoja, de las habilidades de liderazgo, o de un carácter tempestuoso, o de la valentía de las afirmaciones expresadas. La autoridad ahora depende de la humildad y la renuncia al yo delante de Dios. El humilde es exaltado y el soberbio abatido en el Reino de los cielos. 

      Jesús tuvo que repetir hasta la saciedad esta enseñanza que tanto costó que sus discípulos entendieran en su justa medida. Ni siquiera después de haber intentado abrirles los ojos a una verdad espiritual, tal vez paradójica y humanamente difícil de entender, los discípulos llegaron a interiorizar esta doctrina fundamental acerca del Reino de los cielos. Fue el mismo Jesús el que tuvo que arremangarse, ceñirse una toalla a la cintura, y tomar un lebrillo para demostrar en vivo y en directo a qué se refería cuando hablaba de humildad y servicio al prójimo. Cuando ninguno de sus discípulos quiso descender varios peldaños en el escalafón social para lavar los pies de sus compañeros, tuvo que ser Jesús, su maestro, al que debían respeto y obediencia, el que quitase su polvo y su sudor acumulados por el camino. Menos mal que, ya después de la ascensión de Jesús los apóstoles llegan a ser conscientes de la relevancia que esta idea tiene para la fundación y consolidación de la iglesia primitiva. Si la humildad brilla por su ausencia en una congregación y los personalismos ególatras se multiplican, la ruina será un hecho lamentable y nada edificante. 

      También Jesús desea resaltar que el menosprecio o el desdén clasista no tiene tampoco cabida en el nuevo mundo que proyecta el Reino de los cielos. Realizar acepción de personas por su apariencia miserable, o por ser parte de un grupo social minoritario y marginado, o por no ajustarse a nuestros parámetros de lo que implica la dignidad y el decoro, es algo que Jesús rechaza de plano. Despreciar a un niño por ser un niño, un ser sin apenas valor desde la óptica cultural y social de la época, era un error. Para Jesús todas las personas tienen un valor intrínseco que merece la pena estimar y amar. No existe nadie que vaya a ser despedido con cajas destempladas y con un gesto despectivo, si la persona que acude a nosotros para buscar a Dios en el nombre de Cristo, lo hace sinceramente. No podemos seleccionar a nuestro antojo a aquellos que deben formar parte de nuestro elitista club religioso. Todo aquel que se acerca a nuestras iglesias con el verdadero deseo de conocer a Cristo, de servir y obedecer a Dios y de recibir el bautismo del Espíritu Santo, ha de ser recibido con gozo, con respeto, con amor fraternal y con la esperanza de que esa persona se una a nosotros en la misión que Cristo nos ha encomendado. Recibir a los niños espirituales que ansían vivir por y para el Señor, es como recibir al propio Jesús. Si amamos a Jesús con todo nuestro corazón, también nosotros amaremos con todas nuestras fuerzas a aquella persona que entra por las puertas de nuestro templo con humildad y sencillez. 

CONCLUSIÓN 

       ¿Quién es el mayor en el Reino de los cielos? ¿De verdad importa saberlo? Cuando Cristo regrese por segunda vez para recoger a su iglesia, para vivir eternamente en su presencia, ¿realmente necesitaremos estar pendientes de ser más que los demás? ¿Acaso no es mejor dejar que sea el Señor el que reine y que todos nosotros, hijos de Dios, seamos un pueblo de iguales que puedan disfrutar perpetuamente de su amor inefable? En este mundo en el que vivimos tal vez tenga su importancia procurar los lugares de mayor notoriedad y poder, siempre y cuando esto no nuble el juicio de aquellos que desean alcanzar las cotas de reconocimiento más altas a través de motivaciones perniciosas y egoístas.  

       En la iglesia de Cristo, este tipo de jerarquías y ránquines no tienen razón de ser. La autoridad divina es dada a quienes honesta, esforzada y humildemente trabajan por el bien común de todos los hermanos y hermanas de la congregación. Dios no establece el liderazgo en las iglesias sobre la base de un título de teología o de una serie de credenciales académicas o experienciales. Lo hace sobre la base de la humildad, del sometimiento y del servicio a Dios y al prójimo. Esto es lo que nos hace diferentes del resto de instituciones e instancias terrenales. Volvámonos siempre como niños y vayamos al encuentro de Cristo con humildad y nobleza, sin dejar de recibir a todos aquellos que, en el nombre de Jesús, nos visitan para propiciar un encuentro personal y transformador con él.

Comentarios

Entradas populares