LOS DOS TESTIGOS


 

SERIE DE SERMONES SOBRE APOCALIPSIS “SELLOS Y TROMPETAS DEL FIN DEL MUNDO” 

TEXTO BÍBLICO: APOCALIPSIS 11:1-14 

INTRODUCCIÓN 

       Hace poco leí una noticia que llamó poderosamente mi atención. Un periódico publicaba que hace unos meses se había abierto en un centro comercial de Barcelona una exposición llamada “Human bodies,” la cual consistía en mostrar en una serie de vitrinas los cuerpos completos de seres humanos reales ya fallecidos, además de alrededor de un centenar de órganos, tejidos y sistemas anatómicos, así como una docena de embriones y fetos desde su primer tamaño visible hasta el octavo mes. Con el supuesto ánimo de ser pedagógicos y de enseñar a los asistentes a esta exposición la composición de la anatomía humana, estos cadáveres diseccionados y despellejados, fueron tratados con la técnica de la plastinación, extrayendo los líquidos del cuerpo para sustituirlos por resinas. Ante este espectáculo, un tanto macabro y de dudosa calidad didáctica, los expertos en bioética, como Itziar de Lecuona, directora del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona, proponen una reflexión seria acerca de esta clase de actos: “El cuerpo humano y sus partes no pueden ser objeto de lucro, este es un principio internacionalmente reconocido. Las personas pueden donar su cuerpo a la ciencia, pero éste no se puede comprar ni vender con estos fines ni con otros, aunque se recurra al argumento pedagógico... Otro argumento en contra sería el del respeto por la dignidad humana, que ostenta también el cadáver y que está presente en todas las culturas”. 

      De lo que no cabe duda es de que exponer en toda su desnudez y pobreza la muerte de un ser humano a la vista morbosa de personas vivas, es un asunto tremendamente polémico y controvertido. Sabemos, por las crónicas de la historia pasada, que la práctica de exhibir el cadáver de una persona en un lugar público sin darle la sepultura debida, obedecía fundamentalmente a la idea de la humillación y de la burla. Ahí tenemos episodios de este tipo con Benito Mussolini y algunos de sus secuaces tras ser vencidos en la Segunda Guerra Mundial. En la noche del 28 de abril de 1945, los cuerpos de Mussolini, Petacci y otros fascistas ejecutados, fueron cargados en una camioneta hasta Milán. Al llegar a la ciudad en las primeras horas del 29 de abril, fueron arrojados al suelo en la plaza de Loreto. La elección del lugar fue deliberada. Quince partisanos habían sido fusilados allí en agosto de 1944, en represalia por ataques partisanos y bombardeos aliados, y sus cuerpos habían quedado en exhibición pública. Los cuerpos de Mussolini y sus camaradas quedaron apilados y, a las nueve de la mañana, una multitud considerable se había reunido. Tiraron verduras a los cadáveres, les escupieron, orinaron, dispararon y patearon. Un testigo ocular estadounidense describió a la multitud como “siniestra, depravada, fuera de control”. Después de un tiempo, los cuerpos fueron colgados boca abajo, con ganchos carniceros, del marco de una viga metálica de una estación de servicio a medio construir. Este tipo de exhibición se había utilizado en el norte de Italia desde la época medieval para enfatizar la infamia de los ahorcados. Como podemos ver, esta práctica siempre buscaba el oprobio ciudadano, y esto no iba a ser una excepción en relación a los dos testigos de Cristo que profetizarán al mundo antes de la trompeta final. 

1. MIDIENDO AL PUEBLO DE DIOS 

      Las seis trompetas han sonado en el éter, Juan ha comprobado en sus propias carnes el sabor de la Palabra de Dios, y ahora, justo antes de que el séptimo ángel toque su dorado instrumento y anuncie el regreso de Cristo y el principio del fin de la historia, una nueva voz le indica que mida los contornos del templo del Dios viviente: “Entonces me fue dada una caña semejante a una vara de medir y se me dijo: «Levántate y mide el templo de Dios y el altar y a los que adoran en él. Pero el patio que está fuera del templo déjalo aparte y no lo midas, porque ha sido entregado a los gentiles. Ellos hollarán la ciudad santa cuarenta y dos meses.” (vv. 1-2) 

      Juan recibe en sus manos una caña típica de aquellas que crecen y se alzan en las riberas del río Jordán, de aproximadamente seis metros, y que le servirá como medida de tres elementos clave que simbolizan la presencia de Dios, la santidad de Dios y el pueblo de Dios. El templo es el lugar físico y espiritual en el que Dios se manifiesta con gran poder y gloria, y en el que demuestra su interés por tener comunión con la humanidad que le sirve y adora. Algunos intérpretes quieren ver aquí un edificio de mampostería y cemento, una especie de tercer templo erigido en el mismo lugar en el que estaba ubicado el segundo templo de Jerusalén. Muchos bulos han corrido durante años acerca de la construcción secreta de este templo. Lo cierto es que Juan recibe la caña para evaluar la propiedad de Dios en términos espirituales y no materiales.  

      El nuevo templo de Dios es la vida nueva del creyente, y, por lo tanto, el templo de Dios que mide Juan es la iglesia de Cristo, morada del Espíritu Santo. El altar, el lugar santísimo del templo de Dios, es precisamente ese altar en el que los santos de todos los tiempos han recibido sus vestiduras blancas y el consejo de esperar hasta que todos los creyentes que aún restan en el mundo puedan unírseles a ellos. Además, se ordena a Juan que mida a los adoradores, no en el sentido de altura, sino en el sentido de su número, fe y consagración al Señor. Esta medición obedece al motivo de valorar quiénes ya forman parte de la iglesia universal del Cordero de Dios. 

      Sin embargo, no todo debe ser medido. Juan no debe aplicar la caña al patio que da entrada al templo, conocido también como el patio de los gentiles. En absoluto nos estamos refiriendo a que los gentiles no debían ser contados junto con los adoradores del altar de Dios, puesto que estos ya están unidos a los judíos que han creído en el Señor en ese lugar santísimo. Este atrio de los gentiles nos habla de que, ya en el segundo templo de Herodes, existía un recinto especial, a las afueras del templo propiamente dicho, donde todos, judíos, prosélitos gentiles y paganos, podían reunirse para intercambiar ideas y dialogar los unos con los otros. Por supuesto, esta ubicación no puede ser identificada como parte del pueblo de Dios.  

      En un momento dado de los últimos tiempos de la historia, los gentiles, esto es, los idólatras y rebeldes enemigos de Dios, asediarán y amenazarán a los siervos del Señor a causa de su fe. La ciudad santa, esto es, Jerusalén, se convertirá en un lugar donde será muy peligroso y arriesgado ser cristiano, y esta ocupación y persecución intransigente de los adversarios del cristianismo durará al menos cuarenta y dos meses, o sea, tres años y medio. No sabemos a ciencia cierta de si se trata de un plazo real de tiempo o si es simbólico, pero, aunque fuese literalmente interpretado, estos tres años y medio serían terribles para los creyentes en Cristo, justo en el centro neurálgico de la ciudad santa de Dios. 

2. LOS DOS TESTIGOS 

      Precisamente en medio de este clima de tensión y asedio que se va a ir extendiendo por todo el planeta, surgen dos figuras proféticas con una misión muy especial: “Y ordenaré a mis dos testigos que profeticen por mil doscientos sesenta días, vestidos con ropas ásperas. Estos testigos son los dos olivos y los dos candelabros que están de pie delante del Dios de la tierra. Si alguno quiere dañarlos, sale fuego de la boca de ellos y devora a sus enemigos; si alguno quiere hacerles daño, debe morir de la misma manera. Estos tienen poder para cerrar el cielo a fin de que no llueva en los días de su profecía; y tienen poder sobre las aguas, para convertirlas en sangre y para herir la tierra con toda plaga cuantas veces quieran. Cuando hayan acabado su testimonio, la bestia que sube del abismo hará guerra contra ellos, los vencerá y los matará. Sus cadáveres estarán en la plaza de la gran ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro Señor fue crucificado. Gentes de todo pueblo, tribu, lengua y nación verán sus cadáveres por tres días y medio y no permitirán que sean sepultados. Los habitantes de la tierra se regocijarán sobre ellos, se alegrarán y se enviarán regalos unos a otros, porque estos dos profetas habían atormentado a los habitantes de la tierra. Pero después de tres días y medio el espíritu de vida enviado por Dios entró en ellos, se levantaron sobre sus pies y cayó gran temor sobre los que los vieron. Entonces oyeron una gran voz del cielo, que les decía: «¡Subid acá!» Y subieron al cielo en una nube, y los vieron sus enemigos.” (vv. 3-12) 

       Cristo mismo encomienda a dos de sus siervos para profetizar durante estos tres años y medio de los que hablamos anteriormente. Deben ser dos, precisamente para dar cumplido y fiel testimonio, según la Palabra de Dios estipula desde los tiempos del Antiguo Testamento: “No se tomará en cuenta a un solo testigo contra alguien en cualquier delito ni en cualquier pecado, en relación con cualquier ofensa cometida. Sólo por el testimonio de dos o tres testigos se mantendrá la acusación.” (Deuteronomio 19:15); “Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es válido.” (Juan 8:17) 

       Su apariencia, propia de los profetas del Antiguo Testamento, los cuales andaban ataviados con ropajes de saco en señal de duelo y aflicción por el mensaje de juicio que debían exponer ante el público, nos habla de sencillez, de humildad y de sensibilidad espiritual. No necesitan de afeites, de cosméticos y trajes de Armani para proclamar que el día del juicio divino está al caer. De igual modo que Juan el Bautista en el desierto, así estos dos profetas caminan por las calles y avenidas del mundo con humildad y sinceridad para llegar a todos los rincones con su discurso divino. Su consagración a la causa de Cristo, que son identificados con olivos y candelabros en la presencia sublime de Dios. Los olivos, dadores del aceite más puro, símbolo de la unción del Espíritu Santo, y los candelabros, alimentados por este aceite, símbolo de la luz del evangelio de salvación de Cristo que atraviesa la oscuridad más densa del alma humana, nos ofrecen una panorámica inigualable de la calidad y misión de estos dos testigos de Cristo. Esta imaginería nos retrotrae al texto profético de Zacarías 4:2-3: “Y me preguntó: —¿Qué ves? Respondí: —Veo un candelabro de oro macizo, con un depósito arriba, con sus siete lámparas y siete tubos para las lámparas que están encima de él. Junto al candelabro hay dos olivos, el uno a la derecha del depósito y el otro a su izquierda.” 

      Sus palabras son feroces y directas, ardientes y rotundas, porque son las palabras de juicio que brotan de la justicia divina. Cumplirán su desagradecida labor sin que nadie les tosa. Hasta que no se cumplan los tres años y medio de su ministerio profético, nadie ni nada podrá obstaculizar su hoja de ruta, ni podrá dañar su integridad física. Cualquier ataque de los enemigos de su Señor será contestado con la verdad de las Escrituras, derrotando completamente cualquier argumento falaz y tendencioso que les pueda granjear el odio del mundo. Todos sabemos que, a la verdad, la Palabra de Dios que pregona el cristianismo que no se ha dejado influenciar por las tentaciones de este sistema pecaminoso que domina la tierra en la actualidad, molesta e indigna a muchos, provocando el odio y el rencor en aquellas personas que ven cómo Dios no se doblega ante sus deleznables deseos desenfrenados y ante sus perversiones aberrantes, cómo su iglesia no se deja manipular por las modas enfermizas y las ideologías depravadas que quiere inculcar una sociedad ampliamente entregada a la maldad y a la concupiscencia más tóxica y tenebrosa. Es más, aquellos que osen tocar un solo cabello a estos profetas que dan testimonio del furor de Dios contra los que no se arrepienten de sus pecados, incluso sufrirán la misma suerte que estos desean para los dos testigos del Señor. 

      La identidad de estos dos personajes que entran en la escena más dantesca de la humanidad ha sido ampliamente debatida por los más sesudos eruditos bíblicos. Algunos les asignan nombres como Moisés, Elías, e incluso Enoc. Mi tendencia personal es la de ser cautos, y no imaginar, aunque estas interpretaciones puedan parecer desde la implicación de su ministerio y poder, factibles o probables. Sin embargo, no podemos por menos que recordar que Elías, profeta de Dios que fue arrebatado a los cielos sin ver muerte, oró también al Señor para que dejase de llover hasta después de la derrota de los sacerdotes de Baal y Asera, y que Moisés empleó la vara que Dios le dio para convertir en sangre el Nilo y para desencadenar una serie de plagas sobre todo Egipto hasta que el pueblo de Israel pudo liberarse del yugo de esclavitud al que estaba sometido. Más allá de si serán Moisés o Elías, lo cierto es que estos dos anónimos testigos dispondrán en sus manos del poder de Dios que confirió a sus siervos en la antigüedad. No cabe duda de que serán formidables hijos de Dios que, con denuedo y valentía, con fe y pasión, anunciarán a diestro y siniestro el advenimiento de Cristo, mensaje que no gustará ni será aceptado por una gran parte de aquellos seres humanos que todavía pueblan la tierra tras los desastres provocados por los sellos y las trompetas del fin del mundo. 

     Cuando los tres años y medio de su ministerio, a semejanza tal vez del propio ministerio terrenal de Jesús, terminen, entonces se desatará una batalla de implicaciones cósmicas contra estos dos testigos de Dios. Desde el vientre infecto del abismo, Satanás, la bestia inmunda y malvada, subirá para llevar a cabo lo que los seres humanos de carne y hueso no pudieron consumar: la muerte de estos dos obreros del Señor. Estos no caerán sin defenderse, y, a diferencia de Cristo, no se someterán voluntariamente a una muerte cruel. No obstante, y de acuerdo a los misteriosos designios de Dios, estos serán vencidos, como parte vital de los acontecimientos que han de sucederse en una suerte de ola vertiginosa y calculada. Y para demostrar al mundo entero que el poder de Satanás es mayor que el de Dios, para engañar a todos aquellos que se postran rindiendo pleitesía al destructor de vidas y al manipulador y seductor de almas, los dos testigos serán expuestos ante la mirada jubilosa de la sociedad mundial.  

      De forma indigna y vergonzosa, los cadáveres de los dos profetas de Dios, serán dejados a la intemperie, sin recibir cristiana sepultura, en medio de Jerusalén, ciudad de los mártires de la fe cristiana, de los profetas asesinados y maltratados, y del inocente crucificado en el Gólgota para escarnio público. Durante tres días y medio, todos los medios de comunicación habidos y por haber se harán eco de la muerte de estos dos testigos, se felicitarán los unos a los otros por haber acabado con los que se mostraban intransigentes con el pecado y la maldad humanos, y se dedicarán a celebrar fiestas y bacanales para conmemorar la muerte de Dios y para dar la bienvenida al reinado de Satanás.  

      En la ciudad santa, ahora hollada por los gentiles y bajo la autoridad del maligno, habrá un cambio toponímico de índole espiritual, el cual hará desaparecer la Jerusalén de siempre, para ser llamada Sodoma y Egipto, dos de los emplazamientos que sugieren depravación y esclavitud a todos los niveles. Ahora podemos ver en su máxima extensión el poder subyugador de Satanás sobre los mortales que aborrecen a Dios: ahítos de sangre, felices al poder hacer lo que quieran con sus cuerpos sin dar cuentas a nadie, y mucho menos a Dios, gozosos por someterse a las mentiras ponzoñosas del diablo. El tormento que traía consigo la Palabra de Dios ha acabado, y es el momento de glorificar al demonio y de dejarse llevar por los apetitos carnales. 

     No obstante, este ambiente festivo y jacarandoso tendrá un final abrupto. Después de tres días y medio de vejaciones, burlas y maltratos, los dos cadáveres que simbolizaban el triunfo del mal, son levantados por el dador de la vida, llenando sus inermes pechos del aliento vital que les permita resucitar de entre los muertos. Todas las cámaras que estén grabando en tiempo real los cuerpos desmadejados de los profetas fallecidos se llenarán repentinamente de la imagen más asombrosa jamás vista. Todos aquellos que se las prometían muy felices, que danzaban sobre la tumba de los cristianos, y que creían que podían seguir viviendo de acuerdo a sus abyectas prácticas inmorales sin cortapisas, se quedarán pasmados y patidifusos cuando se yergan ante ellos los que habían sido vencidos por Satanás.  

       ¡Qué estremecimiento recorrerá la columna vertebral de los inicuos en aquella hora! ¡Qué cambio tan dramático de circunstancias! Sacudiendo el polvo y la sangre seca de sus miembros hace unos momentos maltrechos, los dos testigos se pondrán en pie ante la mirada estupefacta de todo el planeta. Cualquier sonrisa diabólica se helará en los labios de los recalcitrantes transgresores de la ley de Dios. Pero no queda ahí el milagro más increíble jamás visto a nivel global. Una voz desde los cielos los llamará, a la par que serán ascendidos hacia las gloriosas estancias de Dios para ser premiados y para recibir el complacido parabién de Cristo. Ninguna persona que habite en el mundo en aquel momento podrá quitar sus ojos de las nubes, puesto que, en ese instante, sabrán que sus horas están contadas. 

3. EL ÚLTIMO LAMENTO 

      Como colofón a este espectacular acto de resurrección pública, una nueva catástrofe indica que la ira de Dios y la reprobación de la humanidad reunida en Jerusalén a causa de la crueldad y perversión de sus actos para con sus dos testigos, es algo muy, pero que muy real: “En aquella hora hubo un gran terremoto y la décima parte de la ciudad se derrumbó. Por el terremoto murieron siete mil hombres. Los demás se aterrorizaron y dieron gloria al Dios del cielo. El segundo ay pasó. He aquí que el tercer ay viene pronto.” (vv. 13-14) 

      Seguro que recordamos que, cuando murió Jesús en la cruz del Calvario, Dios mostró su indignación santa por medio de un temblor de tierra en Jerusalén: “Entonces el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se partieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron; y después que él resucitó, salieron de los sepulcros, entraron en la santa ciudad y aparecieron a muchos. El centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y las cosas que habían sido hechas, llenos de miedo dijeron: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios.»” (Mateo 27:51-54)  

      En esta ocasión, el terremoto no daría paso a santos resucitados, sino que expresaría el castigo que aguarda a aquellos que no son capaces de arrepentirse de sus pecados y que además se regocijan en el escarnecimiento de los hijos de Dios. Nos dice Juan que una décima parte de Jerusalén se derrumbaría como consecuencia de los movimientos sísmicos provocados por Dios, y que siete mil personas fallecerían a causa de ellos. Cuando se habla de siete mil, habremos de entenderlo también en clave simbólica, dado que el siete, como número de la plenitud y de la totalidad, puede que nos esté hablando de muchos más afectados por el terremoto. 

      El resto de supervivientes, todavía conmocionados y desconcertados por todo lo que ha sucedido en un abrir y cerrar de ojos, solo pueden albergar el terror en su corazón. No ya tanto por constatar que Dios tiene poder para raerlos de sobre la faz de la tierra, sino por entender al fin que Dios es real y que los va a juzgar sumariamente sin paliativos de ninguna clase. Otros, los que todavía piensan que tienen espacio y plazo para reconsiderar sus caminos y rogar al Señor que los perdone y salve, dedican su tiempo a la glorificación de Dios, sin que el autor de Apocalipsis nos aclare si Dios tendrá en cuenta este reconocimiento y alabanza, o si es demasiado tarde ya para solicitar la redención de Cristo. Lo cierto es que, cuando el miedo o el temor al infierno se convierte en la única motivación que lleva a uno a suplicar por su vida eterna, no podríamos decir que sea una fe impulsada por el amor hacia Cristo. Esta dantesca escena que ha dejado absolutamente descolocados a todos los seres humanos del mundo, solo es un nuevo ay, un peldaño más en la creciente y ascendente sucesión de eventos históricos que acercan cada vez más el juicio final y la parusía de Cristo. Ahora solo queda esperar el tercer lamento, el cual será devastador y desolador. 

CONCLUSIÓN 

     La suerte está echada para la práctica totalidad de los enemigos acérrimos del evangelio cristiano. Ya no hay vuelta atrás, ya no hay más oportunidades para salvarse de la quema y solo queda la derrota inminente de quienes se han reído de Dios y de quienes han perseguido y amedrentado a su pueblo. La iglesia de Cristo ha sido medida definitivamente y ya casi están los que deben estar para disfrutar de toda una eternidad en los lugares celestiales.  

     La séptima trompeta está por anunciar lo que todos los creyentes en Cristo de todas las edades y procedencias han esperado. Las lágrimas y el sufrimiento, el acoso y derribo, el odio y la censura, ya no serán más. ¿Qué ocurrirá cuando el séptimo ángel dé sonido a su trompeta? ¿Qué sucederá con el santo y con el irredento? Las respuestas a estas preguntas y a muchas otras más, en nuestro próximo estudio sobre el libro del Apocalipsis.

Comentarios

Entradas populares