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SERIE DE SERMONES SOBRE JONÁS “NACIONALISMO TÓXICO” 

TEXTO BÍBLICO: JONÁS 3 

INTRODUCCIÓN 

       La justicia ha estado recientemente sacudida por la polémica que ha surgido referente a los indultos de determinados políticos que cometieron ilegalidades flagrantes contra la ley constitucional en pro de conseguir la independencia catalana. Ríos de tinta han corrido desde que se atisbó en la distancia la posibilidad de que a los presos del proceso nacionalista catalán se les otorgase la gracia del indulto, aunque fuese condicionado y parcial. Encontronazos entre lo político y lo judicial se han sucedido, posicionamientos morales y legales se han contrapuesto inevitablemente, e interpretaciones convenientes se han ido urdiendo para construir una narrativa de utilidad social poco menos que discutible y subjetiva. Partidos de bandos contrarios han tratado de convencer a la ciudadanía española acerca de si merece o no la pena de indultar a delincuentes juzgados y condenados por el más alto tribunal de nuestra nación. Es natural, por tanto, comprobar que el gobierno, trasladando la idea de que el cumplimiento de la ley es sinónimo de revancha y rencor, se ha inmiscuido en las decisiones del poder judicial, el cual apela a que todo delito juzgado debe devengar en una pena concreta que se recoge en los códigos que siguen vigentes en nuestro ordenamiento. 

       Es curioso cómo, políticos que sabemos que tienen una ideología más bien atea, crean que saben más que aquellos que se consideran creyentes o cristianos en las filas de otros partidos antagónicos. Empleando la palabra “perdón” para señalar que esa es su meta y afán, el lograr la concordia social y la solución de un problema político, no se dan cuenta de que mezclan churras con merinas. Con un mínimo conocimiento de la teología bíblica, y sobre todo de la soteriología, entenderían que el perdón no es una gracia carente de respuesta por parte de la persona que ha cometido el pecado o que ha perpetrado un crimen. El perdón de Cristo no es dado sin más. Primero debe ser solicitado humildemente. Después con una actitud de reverencia y arrepentimiento debe confesar sus yerros y transgresiones. Y como resultado de esta confesión repleta de contrición, la persona debe estar dispuesta a hacer acto de enmienda, a proponerse no volver a incurrir en la misma iniquidad y desobediencia a la ley de Dios. Entonces, y solo entonces, Dios perdona en Cristo los pecados y amnistía por completo al pecador penitente. Tal vez estos políticos que ofrecen un “perdón” en forma de indulto son mejores que Dios y que su desprendimiento y generosidad son mucho más altos que los del Dios de justicia y gracia. 

      No dejo de asombrarme ante tal desconocimiento de esta realidad espiritual, clave para nuestro entendimiento de la redención en Cristo y la reconciliación con Dios. Podríamos discutir sobre si la justicia humana es imperfecta, o si los códigos legales que empleamos adolecen de algún error de cálculo, o si las penas que se adjudican a los condenados por delitos son excesivas o demasiado escuálidas, cosas que son ciertas, dada la naturaleza pecaminosa del corazón del hombre y la distorsión que el pecado trae a sus decisiones, por más democráticas y consensuadas que estas sean. Pero lo que no es objeto de debate es que Dios es la justicia por antonomasia, y que solo el que es perfecta y absolutamente justo puede perdonar si comprueba la sinceridad del arrepentimiento del reo. En la historia de Jonás que veremos hoy, sucede exactamente esto. En tres etapas, comprobaremos como el perdón de Dios requiere exactamente de un arrepentimiento convencido y espontáneo, a fin de que la justicia dé lugar a la gracia del Altísimo. 

1. LA ETAPA ACUSATORIA 

      Toda vez que Jonás ha aprendido la valiosa y tortuosa lección de que con Dios no se juega, y de que es imposible escapar de su presencia y de su poder, este, todavía empapado tras haber sido engullido y vomitado en la costa de Palestina por un gran pez, recibe de nuevo las órdenes de su Señor: Jehová se dirigió por segunda vez a Jonás y le dijo: «Levántate y ve a Nínive, aquella gran ciudad, y proclama en ella el mensaje que yo te diré.» Jonás se levantó y fue a Nínive, conforme a la palabra de Jehová. Nínive era una ciudad tan grande, tanto que eran necesarios tres días para recorrerla. Comenzó Jonás a adentrarse en la ciudad, y caminó todo un día predicando y diciendo: «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!»” (vv. 1-4) 

     La primera etapa del proceso de perdón y reconciliación de los pecadores con Dios, requiere de una advertencia clara y contundente. Jonás, un recalcitrante nacionalista al que Dios le ha bajado los humos, es reenviado a Nínive, la gran capital del Imperio Asirio, la cual, aun sin estar en sus más altas cimas de gloria y esplendor, sigue siendo una imponente ciudad, toda ella habitada por personas idólatras, moralmente reprobables y socialmente entregadas a la injusticia y la desigualdad. No sabemos si refunfuñando, o ya con las orejas gachas, Jonás emprende su camino a estas tierras en las que se supone no va a recibir precisamente una bienvenida apoteósica. Dios le ha dado un mensaje muy sencillo y rotundo que deberá transmitir a miles y miles de personas que viven alejadas a años luz del Señor, pero que siguen siendo criaturas que necesitan ser salvadas de sus pecados y delitos. Durante tres días enteros, Jonás dedica su tiempo a proclamar en alta voz una advertencia severa de parte de Dios. Dios quiere que todos sin excepción puedan acceder al contenido de este oráculo suyo, a fin de que nadie pueda esgrimir ante la inminencia de su juicio que no pudo escuchar la voz de su profeta. Esta es la última oportunidad que tendrán los ninivitas para reconducir sus desastrosas e infames vidas. 

      No sabemos de qué manera mirarían a Jonás todos aquellos que lo veían transitar por sus calles y avenidas gritando a voz en cuello el siguiente mensaje de juicio divino: “¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!” A pesar de que Nínive era una ciudad cosmopolita, donde se solían reunir personas de diferentes latitudes y etnias, muchos supieron identificar en Jonás a un israelita, adorador del Dios viviente. Imaginemos a este profeta recorriendo las callejuelas de Nínive repitiendo sin cesar el juicio inminente de Dios sobre todos los que la habitaban. ¿Sería su forma de comunicar este breve mensaje lo que llamaría la atención de todos los que se topaban con él? Con una determinación de hierro, Jonás no deja lugar en el que la huella de sus sandalias demuestre que ha estado allí. La destrucción de la ciudad estaba a la vuelta de la esquina, puesto que cuarenta días no era suficiente tiempo como para prepararse para una amenaza enigmática. ¿Sería devastada por ejércitos enemigos, por un terremoto descomunal, por una catástrofe natural espantosa? Lo cierto es que nadie lo sabía. Lo más importante es que, respaldando este mensaje de destrucción, estaba el Espíritu Santo de Dios, el cual acompañaba y dirigía los pasos del profeta Jonás. La sentencia del Señor había sido dictada y el margen de cuarenta días implicaba que todavía existía un espacio para la recapacitación y el arrepentimiento de todo un pueblo pagano. 

2. LA ETAPA DEL ARREPENTIMIENTO 

      Tal fue el efecto que causó el discurso profético de Jonás, aun a pesar de su obligada misión, que el panorama espiritual de toda la ciudad de Nínive cambia radicalmente: “Los hombres de Nínive creyeron a Dios, proclamaron ayuno y, desde el mayor hasta el más pequeño, se vistieron con ropas ásperas. Cuando la noticia llegó al rey de Nínive, éste se levantó de su silla, se despojó de su vestido, se cubrió con ropas ásperas y se sentó sobre ceniza. Luego hizo anunciar en Nínive, por mandato del rey y de sus grandes, una proclama que decía: «Hombres y animales, bueyes y ovejas, no prueben cosa alguna; no se les dé alimento ni beban agua, sino cúbranse hombres y animales con ropas ásperas, y clamen a Dios con fuerza. Que cada uno se convierta de su mal camino y de la violencia que hay en sus manos. ¡Quizá Dios se detenga y se arrepienta, se calme el ardor de su ira y no perezcamos!»” (vv. 5-9) 

      No cabe duda de que, en esta segunda etapa del proceso perdonador de Dios, el Espíritu Santo realizó a través de la boca de Jonás una obra de persuasión única en los corazones y en las mentes de todos los ninivitas. Humanamente, una persona puede convencer a un puñado de personas acerca de cualquier cosa, pero convencer a toda una capital idólatra y pagana como era Nínive, solo puede adjudicarse al poder de convicción del Espíritu Santo. La crónica de los hechos que registra Jonás es que todos los habitantes de Nínive creyeron a Dios, esto es, supieron enseguida que las palabras de Jonás no eran una bravata, el alarido de un loco, o el grito de una persona ebria. Entendieron que Jonás hablaba de parte de Dios, y como parte de este entendimiento, todos, del más pobre al más rico, del más joven al más anciano, convinieron en realizar ipso facto un ayuno ciudadano acompañado de la vestidura de ropajes ásperos, todo ello como signo inequívoco de que se sentían culpables de haber provocado este juicio y esta próxima destrucción de todo lo que amaban. Estas dos prácticas, ampliamente reconocidas en el mundo oriental como señales indudables de arrepentimiento y humildad, se convierten en algo que se extiende más allá de unas cuantas personas, llegando a afectar a toda la ciudadanía. Anticipaban el luto por su dramático destino y comenzaron a endechar sabiendo que el juicio de Dios es cosa hecha a menos que un espíritu de contrición sincero aparezca en escena antes del fin. 

      La voz de Jonás no solamente alcanza los oídos de los ninivitas de a pie, sino que las noticias de que un cambio espiritual se está operando en medio de su pueblo, llega al soberano asirio en su corte palaciega. En vista de la conmoción causada por el mensaje profético de juicio de parte de Jonás, el rey asume su responsabilidad como dirigente de los destinos de su capital, y también se viste de ropas ásperas, mortificando su cuerpo en señal de arrepentimiento, añadiendo a este ritual el hecho de sentarse sobre cenizas, símbolo de dolor y angustia por lo que se avecinaba pronto, evidencia de humillación ante Dios. El soberano asirio asume que su decisión personal también debe ser la de sus súbditos, y por ello, promulga un decreto de ayuno, no solo de seres humanos, sino también de cualquier otro ser vivo que more dentro de los términos de Nínive; la vestidura de ropas ásperas por parte de seres humanos y animales, lo cual nos habla del estado de aflicción global en el que estaba sumido el pueblo ninivita; y la oración desgarradora y reverente ante Dios, rogando porque este pudiera apartar de todos ellos la copa de su ira santa. El sentimiento colectivo es abrumadoramente espectacular. Nunca había habido esta clase de actitud corporativa en Nínive, donde cada cual hacía lo que más le convenía, donde cada cual adoraba a su dios, donde cada cual medraba a costa de los demás, sin prestar atención a normas legales o a principios morales y éticos. 

     El propósito de todas estas estipulaciones reales no tenía que ver en absoluto con la adopción de una postura hipócrita y momentáneamente conveniente. Se trata de una serie de movimientos espirituales que involucran principalmente la conversión, el arrepentimiento y el deseado perdón de Dios. El rey exhorta a todos sus súbditos que recapaciten sobre sus caminos, sobre las violencias cometidas contra sus semejantes, sobre su vana manera de vivir, a fin de dejar atrás sus delitos y hacerse a la idea de comenzar un nuevo estilo de vida ajustado a la voluntad del Dios de Israel. No basta con mascullar entre dientes un “lo siento, no lo volveré a hacer,” sino que se trata de una transformación integral del modus operandi del ser humano en el que ya no tenga cabida el pecado. La esperanza es que, siendo sincero y genuino el arrepentimiento de toda la ciudad de Nínive, Dios detenga su mano castigadora y tenga en consideración su penitencia y su aflicción de corazón. La esperanza radica en que, demostrando la realidad y la autenticidad de sus gestos y plegarias, el Señor aplaque su ira, los mire con ojos de gracia y misericordia, y decida perdonarlos, alejando de ellos la siniestra sombra de una terrible hecatombe. Los cuarenta días, mal que después veremos que sabe al propio Jonás, son el plazo con que cuentan para aguardar con temor y temblor la compasión de Dios. Con tensión, lágrimas y humildad, todos se convierten en uno solo, atentos al favorable escrutinio del Señor. 

3. LA ETAPA DEL PROPÓSITO DE ENMIENDA 

      Las muestras de humillación, reverencia y asunción de culpas llegan directamente al corazón de Dios: “Vio Dios lo que hicieron, que se convirtieron de su mal camino, y se arrepintió del mal que había anunciado hacerles, y no lo hizo.” (v. 10) 

      El Señor no puede ser burlado. Creo que esto lo sabemos nosotros y que los ninivitas también lo sabían. Por lo que colegimos de este versículo, en esta tercera etapa del proceso perdonador divino, Dios no observa ni un solo atisbo de pose hipócrita o cosmética en cada una de las acciones que llevan a cabo los habitantes de Nínive, con su soberano al frente. Considera que sus rituales de luto y sometimiento a su persona son la respuesta a la advertencia de juicio que ha encomendado a Jonás. Y esta respuesta lo complace sobremanera. Estima que, de verdad, todos los ciudadanos de esta enorme urbe se han convertido de sus caminos, han aceptado sus culpas, se muestran abiertos a responsabilizarse de sus actos delictivos, y han optado por cumplir las exigencias de Dios sin fisuras. Han cumplido con creces todos aquellos requisitos que dan opción al perdón de sus pecados y a la cesación del castigo que merecían todos ellos en justicia, dada su maldad y su perversión pretéritas.  

      Dios demuestra que su perdón requiere de estos tres pasos: confesión, arrepentimiento y conversión de vida. Los ninivitas los han cumplido, y, por ello, Dios retiene su mano momentáneamente, dado que los asirios, con el tiempo, volverían por sus fueros y serían sumariamente juzgados años más tarde. Dios no se arrepiente en el mismo sentido en el que lo hace el ser humano, puesto que Dios es perfecto y no hay nada de lo que deba arrepentirse. La palabra “arrepentimiento” aquí nos habla de que el Señor siempre ofrece al ser humano la oportunidad de revertir su destino, si se arrepiente de sus pecados y recaba su perdón de Dios. Puesto que Él mismo es el Juez, aquel que dictamina la sentencia prevista para el infractor, solo el Juez, que también es el Amor por antonomasia, puede reconsiderar su juicio condenatorio a raíz de pruebas genuinas de contrición y propósito de enmienda. Tal es su poder y su gran prerrogativa. Tal es su gracia y su amplitud de perdón. 

CONCLUSIÓN 

      Al igual que con los ninivitas, todo el mundo tiene la inmejorable oportunidad de reconsiderar sus caminos y de recibir el perdón de Dios en Cristo, si este se arrepiente de sus maldades, las confiesa delante del Padre y declara que, de ahora en adelante, cumplirá con los estatutos de Dios, los cuales no pueden sino traer prosperidad, paz y felicidad a los que los obedecen. Del mismo modo en el que Dios da un plazo de cuarenta días para que Nínive se arrepienta, así sucede en nuestro caso. Todavía estamos dentro del plazo de gracia de nuestro Señor. El Señor aún tiene paciencia para con la humanidad. Pero llegará un día en el que no habrá más ocasiones en las que poder suplicar el perdón de Dios. No sabemos cuándo llegará ese momento, cronológicamente hablando. Pero sí sabemos que será cuando Cristo regrese de nuevo a esta tierra en gloria y majestad para juzgar a vivos y a muertos. Y en ese día muchos lo buscarán y ya no lo hallarán. Pretenderán ser amnistiados y solo recibirán un “no” por respuesta. Es más necesario que nunca decir junto al profeta Isaías: “¡Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano!” (Isaías 55:6) 

     El perdón humano solo surte efecto cuando es solicitado por el que ha cometido un delito o un daño, cuando el infractor reconoce su culpa públicamente, cuando se arrepiente de sus perversos actos pasados, y cuando se afirma que ya no volverá a incurrir en el mismo delito. Cuando se perdona de otra manera, distinta a la que Dios demuestra en su Palabra, solo estaremos quitando valor a ese perdón, y simplemente estaremos siendo engañados o mangoneados para encontrarnos en el futuro con situaciones realmente desagradables. Dios nos marca el camino en términos de gracia, una gracia cara y no barata. Como diría Dietrich Bonhoeffer: “La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador.”  


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