PROMESA DE REDENCIÓN


 

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE MOISÉS EN ÉXODO “MOISÉS EL LIBERTADOR” 

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 6 

INTRODUCCIÓN 

      ¿Quién quiere escuchar promesas de alguien cuando su situación es cada vez más agónica? ¿Quién prestará atención al discurso de esperanza que se le presenta cuando las circunstancias críticas te impiden pensar siquiera en el futuro? ¿Quién podrá apartar de su mente las preocupaciones, la congoja y el abatimiento anímico a pesar de oír palabras bonitas y bien engarzadas? Cuando uno se haya en una tesitura complicada de su vida, cuando alguien ya ha hecho oídos mil y una vez a las promesas de aquellos que buscan sus votos en tiempos electorales y no ha visto una solución clara a su situación, y cuando constata que las palabras se las lleva el viento, es bastante difícil concentrarse en creer que todo irá bien, como dicen tantas series y películas en un mantra trillado y poco alentador. Cuando el gruñido salvaje del estómago ensordece las buenas intenciones verbales, cuando el dolor apaga el sonido de las gloriosas expectativas que los que no sufren ni padecen desgranan ante tu aflicción, cuando el duelo y la amargura han taponado tus pabellones auriculares para sentir únicamente el martilleante eco de tu desgracia, es bastante improbable que nada de lo que se diga o prometa tenga nada que ver contigo. 

      Mi padre siempre dijo que no era lo mismo predicar que dar trigo. Las personas que se hallan en circunstancias desesperadas y críticas han dejado de confiar en las huecas propuestas de los que aparentemente desean cambiar su infortunio en bienestar. Han dejado de apostar por tener fe una vez más en unas previsiones que no siempre suelen acabar sucediendo en su realidad particular e individual. Mucha gente está harta de promesas y solo quiere hechos. Solo anhela poder ver en su vida el efecto positivo de esos compromisos, el producto de la verdad de lo palpable y concreto. ¿Cómo podremos acercarnos a personas inmersas en la miseria más absoluta a fin de presentarles un mensaje de esperanza y salvación, sin haber resuelto y satisfecho su necesidad urgente y presente? El futuro se antoja lejano cuando la debacle personal es un estado del alma y del cuerpo está aquí y ahora. Aprendamos de Jesús, quien siempre supo aunar la sanidad física con un mensaje redentor y restaurador. 

      Recordaremos que dejamos a Moisés expresando ante Dios en oración su decepción ante el plan de Dios para sacar a los israelitas de la tierra de Egipto. El faraón había rechazado la propuesta de adoración en el desierto de los hebreos, y por añadidura, había aumentado la carga de trabajo sobre los hombros de los ya esclavizados hijos de Israel. Los capataces están furiosos contra Moisés y Aarón, dado que están sufriendo en carne propia las mordeduras de los látigos egipcios. Moisés estudia consternado el resultado de la estrategia divina y clama al cielo pidiendo una solución al desánimo generalizado de sus compatriotas. Como dijimos en el estudio anterior, salir de Egipto no iba a ser cosa de coser y cantar. Todo lo contrario. Iba a requerir de mucha fe y de cantidades ingentes de paciencia. Moisés, que parece en todo momento dispuesto a tirar la toalla y que se culpabiliza de todo lo que está acarreando su misión a sus hermanos y hermanas hebreos, pide cuentas a Dios.  

1. PROMESAS DE REDENCIÓN 

     Dios se pronuncia ante el clamor de su siervo Moisés y desea respaldarlo de nuevo a través de sus promesas de redención: Jehová respondió a Moisés: —Ahora verás lo que yo haré al faraón, porque con mano fuerte los dejará ir, y con mano fuerte los echará de su tierra. Habló Dios a Moisés y le dijo: —Yo soy Jehová. Yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, pero con mi nombre Jehová no me di a conocer a ellos.  También establecí mi pacto con ellos, para darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros y en la cual habitaron. Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto. Por tanto, dirás a los hijos de Israel: “Yo soy Jehová. Yo os sacaré de debajo de las pesadas tareas de Egipto, os libraré de su servidumbre y os redimiré con brazo extendido y con gran justicia. Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios. Así sabréis que yo soy Jehová, vuestro Dios, que os sacó de debajo de las pesadas tareas de Egipto. Os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob. Yo os la daré por heredad. Yo soy Jehová.”” (vv. 1-8) 

      El Señor, consciente de esta enrarecida atmósfera que se ha creado con la intransigencia del faraón, tiene misericordia de Moisés y de su pueblo. Dios no se precipita en su intervención salvadora, pero quiere dejar claro a su siervo Moisés que tiene planes para que el faraón dé su brazo a torcer y para que lo haga sin poner impedimento de ningún tipo a la salida de los israelitas. No solo los dejará marchar, sino que, además, lo hará encantado, ansiando que abandonen para siempre sus dominios. Pero todo tiene su tiempo y su proceso ya establecidos por el Señor incluso antes de que Moisés mismo naciera. El Señor vuelve a remachar la idea de que Él es Jehová. El Yo Soy, único Dios verdadero, cuyo nombre ha sido revelado especialmente para esta ocasión a los componentes de su pueblo escogido, es el mismo Dios que bendijo y acompañó a sus ancestros, pero con otro nombre. Para sus antepasados, Dios era el Omnipotente, El-Shaddai, el Todopoderoso, capaz de hacer que lo imposible sea posible, capaz de transformar la esclavitud en libertad según su soberana voluntad. Este Dios irresistible y potente acordó con sus antepasados un pacto en el que la región de Canaán sería siempre para ellos, a pesar incluso de tener que haberse trasladado a las verdes praderas de Gosén en Egipto. 

      Ahora, en los tiempos de penuria y sometimiento abusador a los que son sometidos los hebreos, Dios se alza en medio de la historia para traer a la memoria ese pacto que nunca dejó de ser. No es que el Señor se hubiese olvidado de cumplirlo o de llevar a término cada una de sus cláusulas y estipulaciones. Dios es omnisciente y la amnesia no es compatible con su sabiduría perfecta y con el conocimiento de cada recoveco de la trayectoria humana sobre la tierra. Es una manera de que los israelitas y el propio Moisés entiendan que el tiempo oportuno para regresar a la Tierra Prometida ya ha llegado, y que, al fin, podrán reclamar lo que es suyo por derecho divino. Todo el trabajo áspero y opresor que los tiene acogotados pronto será algo del pasado. La humillación continua a la que han estado atados durante décadas se convertiré en cenizas al viento.  

      El poder desatado de Dios será desplegado ante los ojos de todos, egipcios e israelitas, y, en virtud de su justicia, el Señor pagará el precio de su liberación con creces. Cada tribu y familia hebrea se unirá con el resto de la estirpe de Jacob para constituir un nuevo pueblo, uno que estará respaldado, protegido y que será prosperado, por el Dios Todopoderoso, hasta lograr llegar a plantar sus pies en la tierra de Canaán. De tal magnitud será la salvación de Dios, con tantas muestras de potencia y control de la realidad por parte de Jehová como serán realizadas en Egipto, que nadie podrá dudar de que el Señor está dirigiendo sus destinos y cumpliendo su pacto de redención. 

2. LA INDIFERENCIA DE LA DESESPERACIÓN 

      Moisés, ya con las pilas bien cargadas por el compromiso divino adquirido para con su pueblo, vuelve a reunir a todos los líderes de las casas de Israel, a fin de insuflarles aliento en medio de la complicación recién surgida: De esta manera habló Moisés a los hijos de Israel; pero ellos no escuchaban a Moisés, debido al desaliento que los embargaba a causa de la dura servidumbre. Entonces Jehová dijo a Moisés: —Entra y dile al faraón, rey de Egipto, que deje ir de su tierra a los hijos de Israel. Moisés respondió ante Jehová: —Los hijos de Israel no me escuchan, ¿cómo me escuchará el faraón, a mí, que soy torpe de labios? Entonces Jehová habló a Moisés y a Aarón, y les dio órdenes para los hijos de Israel y para el faraón, rey de Egipto, a fin de que sacaran a los hijos de Israel de la tierra de Egipto... Cuando Jehová habló a Moisés en la tierra de Egipto, le dijo: —Yo soy Jehová; di al faraón, rey de Egipto, todas las cosas que yo te digo a ti. Moisés respondió ante Jehová: —Yo soy torpe de labios; ¿cómo, pues, me ha de oír el faraón?” (vv. 9-13, 28-30) 

      El problema surge cuando todos aquellos que escuchan a Moisés transmitir lo que el Señor le había dado a decir, se cruzan de brazos y manifiestan su hartazgo ante las condiciones tremebundas de opresión que padecían, agravadas por las nuevas órdenes del faraón. No tenían tiempo ni ganas de pensar en marcharse de Egipto, de convertirse en un pueblo o de regresar a la tierra de sus ancestros. Estaban completamente agobiados, tensos y enfurecidos con Moisés y con ese Dios que pretendía libertarlos de su estado de esclavitud. Sus rostros mostrarían su más absoluta indiferencia ante el discurso de Moisés. Sus miradas perdidas y cansadas, las cuales eran el espejo vivo de una realidad palmaria y dramática que se prolongaba en el día a día, decían todo a Moisés. Hastiados de promesas sin soluciones inmediatas, uno a uno se marcha de la reunión, resignados todos ante otra jornada extenuante bajo la dictadura de los cuadrilleros egipcios. No hay más cera que la que arde, y de cera hay más bien poquita. Moisés entiende que su mensaje ha dejado de calar en el alma de sus compatriotas, y entristecido y pesimista, vuelve a presentarse ante Dios con un talante poco menos que positivo. 

      El Señor, conocedor de esta actitud abatida por parte de los israelitas, sin embargo, no ceja en su empeño por continuar presionando al faraón. Las cosas ya no pueden ir a peor, ¿verdad? Jehová pide a Moisés de nuevo que vuelva a exigirle, ya no que los hebreos vayan al desierto unos días para adorarle, sino que los deje marchar para siempre de Egipto. Las cartas ya están sobre la mesa, y Dios echa un órdago firme y claro. La idea es que todo Israel se desvincule completamente del pueblo egipcio, y que lo haga sin contrapartidas ni condiciones. Moisés se echa las manos a la cabeza. Si sus compatriotas ya no quieren saber nada de los planes redentores de Dios, el faraón se va a reír en toda su cara. Y esto sin contar con sus limitaciones verbales, de las que tira constantemente Moisés para seguir afirmando indirectamente que él no debería ser el elegido para liberar a los hebreos. Moisés parece haber llegado a su tope de fe. Nada de lo que diga hará que cambien las cosas en cualquiera de los dos sentidos. Todo lo contrario. Moisés tal vez tiene miedo de que, si acude a una audiencia con el faraón, este se enoje de tal manera que incluso llegue a matarlo y a pisar con más fuerza la dignidad del pueblo hebreo. El Señor sabe hasta donde es posible y sensato tensar la cuerda, e insiste en que, a pesar de su tartamudez, Moisés y Aarón comuniquen palabra por palabra la exigencia divina. 

3. ESPALDARAZO LEVÍTICO 

      A continuación, el autor de Éxodo enumera algunas de las diferentes casas que iban a constituirse en la columna vertebral de la nueva nación de Israel tras salir de Egipto, con especial atención en el linaje levítico al que pertenecían Moisés y Aarón: “Éstos son los jefes de las casas paternas: Hijos de Rubén, el primogénito de Israel: Hanoc, Falú, Hezrón y Carmi. Éstas son las familias de Rubén. Hijos de Simeón: Jemuel, Jamín, Ohad, Jaquín, Zohar y Saúl, hijo de una cananea. Éstas son las familias de Simeón. Éstos son los nombres de los hijos de Leví por sus generaciones: Gersón, Coat y Merari. Leví vivió ciento treinta y siete años. Hijos de Gersón fueron: Libni y Simei, por sus familias. Hijos de Coat: Amram, Izhar, Hebrón y Uziel. Coat vivió ciento treinta y tres años. Hijos de Merari: Mahli y Musi. Éstas son las familias de Leví por sus generaciones. Amram tomó por mujer a Jocabed, su tía, la cual dio a luz a Aarón y a Moisés. Amram vivió ciento treinta y siete años. Hijos de Izhar: Coré, Nefeg y Zicri. Hijos de Uziel: Misael, Elzafán y Sitri. Tomó Aarón por mujer a Elisabet, hija de Aminadab, hermana de Naasón, la cual dio a luz a Nadab, Abiú, Eleazar e Itamar. Hijos de Coré: Asir, Elcana y Abiasaf. Éstas son las familias de los coreítas. Eleazar hijo de Aarón tomó para sí mujer de las hijas de Futiel, la cual dio a luz a Finees. Éstos son los jefes de los padres de los levitas por sus familias. Éstos son aquel Aarón y aquel Moisés, a los cuales Jehová dijo: «Sacad a los hijos de Israel de la tierra de Egipto por grupos.» Éstos fueron los que hablaron al faraón, rey de Egipto, para sacar de Egipto a los hijos de Israel. Fueron Moisés y Aarón.” (vv. 14-27) 

     Con esta lista parcial de descendientes de Jacob, Moisés desea infundir esperanza en el lector, puesto que anticipan el éxito de la empresa liberadora encomendada por Dios. Es curioso que solamente se reseñen las casas de Rubén, Simeón y Leví, los cuales, como ya sabemos, fueron los tres primeros hijos de Jacob con Lea, pero que fueron despojados de su primogenitura a causa de sus acciones depravadas, homicidas y sanguinarias. No obstante, precisamente de la descendencia de Leví, de Coat su hijo, vendrán los dos hombres que liderarán la futura salida de Israel rumbo a la Tierra Prometida.  

      Se nos indica que Aarón tuvo familia de Elisabet, con una progenie que se convertiría en el futuro linaje de sumo sacerdotes de Israel, y también se nos habla de los coreítas, los cuales devendrían en porteros del Templo y aquellos que preparaban los sacrificios que iban a ofrecerse a Dios. En definitiva, esta retahíla de nombres venía a respaldar y refrendar la autoridad de Moisés y de Aarón en su interés por representar ante el faraón a todo el pueblo. Es significativo que nada se nos diga acerca de la tribu de Judá, la cual, a través del ascenso de su patriarca, había conseguido erigirse en líder de todos sus hermanos. 

CONCLUSIÓN 

      Entre la espada y la pared, el pueblo de Israel y los propios Moisés y Aarón se hallan en una tesitura de extraordinaria gravedad. Con los ánimos decaídos y con un ambiente depresivo, Moisés debe dejar que sea Dios el que tome las riendas de la historia y de los corazones de los seres humanos que han de intervenir en este drama. Aunque es complicado albergar un ápice de fe en tiempos convulsos y controvertidos, toda nuestra confianza siempre ha de estar depositada en los designios soberanos de Dios. Él es el que mejor sabe de qué modo lo imposible e inalcanzable puede tornarse en posible y alcanzable. Lo hemos experimentado en multitud de ocasiones y hemos sido testigos de su abrumadora gracia, precisamente en los instantes más turbulentos y tenebrosos de nuestras existencias.  

       Cuando dejamos de pensar en que son nuestras aptitudes y habilidades las responsables del éxito o del fracaso de la misión de Dios, entonces podremos dejar que sea el Señor el que intervenga providencialmente para convencer plenamente los corazones de quienes contemplan arrobados el poder y la grandeza de un Dios que cumple siempre lo que promete. Si el Señor prometió que redimiría a su pueblo, eso es precisamente lo que iba a hacer, a su debido tiempo.

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