LA ADORACIÓN CELESTIAL



SERIE DE ESTUDIOS EN APOCALIPSIS “SELLOS Y TROMPETAS DEL FIN DEL MUNDO” 

TEXTO BÍBLICO: APOCALIPSIS 4:1-11 

INTRODUCCIÓN 

     El tiempo de adoración comunitaria que solemos dedicar en cada una de nuestras reuniones como iglesia solo es la antesala, el aperitivo de aquello que seremos capaces de contemplar cuando el Señor Jesucristo regrese de nuevo a por sus discípulos de todas las naciones de la tierra. Si ya nos gozamos y alegramos cuando entramos por los atrios de nuestras capillas y templos, con la expectativa de compartir un espacio conmovedor de espiritualidad y comunión con el Dios trino, imaginemos por un instante qué será atravesar las puertas de la Nueva Jerusalén, nuestra auténtica patria, para ensalzar y glorificar a Dios por los siglos de los siglos. No cabe duda de que, cuando nos presentamos los días en los que dedicamos un culto de adoración a Dios, nuestro espíritu se ensancha, un estremecimiento interior placentero nos recorre la columna vertebral, y sentimos la necesidad de poder disfrutar junto con otros hermanos de la presencia del Dios vivo entre nosotros. Ya, desde el mismo momento en el que nos preparamos en oración al clarear la jornada, estamos honrando al Señor. Adecentándonos, leyendo una breve porción de su Palabra y apartando la cantidad de dinero que vamos a echar en el alfolí, seguimos en esta actividad doxológica. Y cuando ya ponemos la planta de nuestros pies en la capilla, observando con indisimulada alegría la sonrisa de los demás hermanos, ahora desgraciadamente oculta tras la mascarilla, y ocupamos nuestro lugar en los bancos, nuestro corazón late con una intensidad tal que no podemos esperar más para dar comienzo a nuestra liturgia dominical. 

      El preludio, la oración de encomendación de nuestro culto a Dios por parte de nuestro pastor, el himno solemne que nos pone el vello de punta, la lectura que nos invita a reflexionar sobre nuestra presencia en el templo, las canciones de alabanza magistralmente interpretadas con el coro de voces de toda la congregación llenando el lugar de sentimiento y emoción, la entrega de nuestros diezmos y ofrendas en gratitud a la provisión divina, la predicación de las Escrituras, la participación de la Santa Cena, y la doxología y bendición final, son pasos sencillos y humildes en los que expresamos desde lo más profundo de nuestra alma el amor y la fidelidad a nuestro Dios y Señor en adoración. Algunos hermanos no tienen prisa por marcharse, saludando al resto de sus consiervos, complacidos por el consejo de Dios que ha sido manifestado en esta reunión, deseosos de volver a reencontrarse de nuevo en la próxima reunión de creyentes en Cristo. Desde mi propia experiencia personal, no hay mejor día de la semana que el que consagramos como un solo pueblo agradecido a la adoración de nuestro Padre celestial, a la predicación del evangelio de Cristo, y a la unidad de la comunidad del Espíritu Santo. 

1. A LAS PUERTAS DEL CIELO 

      Juan, ya anciano y desterrado en Patmos, en la soledad de sus últimos días de vida, ha sido escogido por Cristo para poder atisbar una escueta visión de lo que ha de ser nuestra realidad en los cielos, cuando al fin dejemos este mundo cruel e injusto, para habitar por toda la eternidad en presencia de nuestro Señor y Salvador. Tras haber recogido los mensajes que el Señor de la iglesia ha dirigido a siete iglesias de los tiempos del apóstol, ahora es el momento de ser trasladado en éxtasis a otra dimensión, invisible para nuestros ojos terrenales, pero tan real como la dimensión en la que existimos aquí y ahora:Después de esto miré, y vi que había una puerta abierta en el cielo. La primera voz que oí era como de una trompeta que, hablando conmigo, dijo: «¡Sube acá y yo te mostraré las cosas que sucederán después de éstas!»” (v. 1) 

      Después de haber sido testigo de la visión del Cristo exaltado y glorificado, una puerta abierta se alza en las alturas celestiales para que Juan pueda entrar en un mundo en el que las palabras y las descripciones empalidecen a causa de la magnificencia, esplendor y gloria que rodean todo lo que puede ser percibido espiritualmente por el alma del anciano discípulo de Jesús. Mientras considera si atravesar el dintel que separa nuestra realidad terrenal de la celestial, una voz, la voz de Cristo, resuena como una fanfarria que anuncia el momento de la verdad, invitándolo a que ascienda espiritualmente para contemplar una serie de imágenes inefables y asombrosas de lo que espera a todo aquel que ha depositado su fe en Cristo cuando el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo regrese a por su pueblo por segunda vez.  

      Las cosas que han de suceder después del juicio profético anunciado por Cristo a las siete iglesias de Asia Menor en los primeros capítulos de Apocalipsis, son acontecimientos que se escapan a un estudio cronológico concienzudo, puesto que se sucederán escenas que tienen lugar en la historia terrenal y en la esfera de lo celestial, en la dimensión temporal en la que vivimos ahora, y en la dimensión espiritual en la que el tiempo no existe. Todo cuanto recogerá el espíritu de Juan es una profecía divina que se cumplirá a su debido tiempo en el devenir de la historia de la humanidad. 

2. EL QUE ESTÁ SENTADO EN EL TRONO DEL CIELO 

      ¿Qué debe sentirse cuando alguien mortal traspasa la línea divisoria entre esta dimensión terrenal para adentrarse en los misterios de la dimensión espiritual? Sin duda lo averiguaremos en su momento, cuando seamos llamados a la presencia de Dios o cuando Cristo nos arrebate para sí en la parusía. Juan al fin penetra en la luz que lo rodea, e intenta, con términos y descripciones, que nunca alcanzarán a honrar la verdadera naturaleza de lo que perciben sus sentidos espirituales, poner a nuestro alcance sensorial todo lo que se presenta ante su mirada absolutamente absorta. Lo primero que puede ver es a alguien sentado en un trono: “Al instante, estando yo en el Espíritu, vi un trono establecido en el cielo, y en el trono, uno sentado. La apariencia del que estaba sentado era semejante a una piedra de jaspe y de cornalina, y alrededor del trono había un arco iris semejante en su apariencia a la esmeralda. Alrededor del trono había veinticuatro tronos, y en los tronos vi sentados a veinticuatro ancianos vestidos de ropas blancas, con coronas de oro en sus cabezas. Del trono salían relámpagos, truenos y voces. Delante del trono ardían siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus de Dios.” (vv. 2-5) 

        Juan reconoce que el estado en el que es capaz de reconocer todo lo que sucede a su alrededor ya no depende de sus cinco sentidos. Está en el Espíritu, arrebatado por la tercera persona de la Trinidad, del mismo modo en que lo fue el apóstol Pablo, para poder registrar según el consejo divino cada imagen y simbolismo que se ha de manifestar espiritualmente. Ante él se divisa un trono que preside todo lo que pueden abarcar sus ojos espirituales. A partir de este punto central, todo lo demás cobra actividad, sentido y significado. En este trono, símbolo de la soberanía y el reinado, de la autoridad y el poder absoluto, está sentado alguien que no puede ser descrito sino a través de su apariencia, de lo que sugiere al pasmado Juan. La semejanza de este ser inabarcable en vocablos humanos, es la del fulgor y color de dos piedras preciosas ampliamente conocidas en la esfera terrenal: el jaspe y la cornalina.  

       El jaspe es una roca sedimentaria. Posee una superficie suave y se utiliza para ornamentación o como gema. Sus colores son rojos o violáceos, grises a negros, a veces verdes, amarillos, pardos, en ocasiones combinados. La cornalina es un mineral usado como piedra semipreciosa y de un color rojo anaranjado. Estas dos piedras coinciden con la primera y la última de las gemas que estaban engastadas en el pectoral del sumo sacerdote judío, con la particularidad de que ambas tienen el aspecto de la sangre. El jaspe simboliza la majestad, la santidad y la pureza de Dios, mientras que la cornalina significa la ira o el juicio divinos. Desde lo limitado del vocabulario humano, Juan percibe una presencia extremadamente gloriosa que más tarde será descrita con mayor detalle. 

      En torno a este trono refulgente de color granate, un arco iris, símbolo de la fidelidad de Dios, se despliega con la particularidad de que parece esculpido en una esmeralda, de un verde translúcido impresionante. A ambos lados del trono, hasta veinticuatro tronos menores son ocupados por otros tantos ancianos con ropajes inmaculados, de un blanco nuclear que haría parecer a la nieve recién caída oscura y que predican la pureza de su alma y esencia. Estos ancianos tenían coronas de oro fino sobre sus testas y estaban atentos a lo que desde el trono divino pudiera solicitarse. La pregunta surge: ¿quiénes son estos ancianos que detentan una autoridad, sin duda, otorgada por el Rey que los preside?  

       Algunos han querido ver en ellos la representación del firmamento y el universo con sus veinticuatro estrellas, otros los arcángeles del cielo que gobiernan a todos los seres angélicos de Dios, otros los santos del Antiguo Testamento, otros los representantes celestiales de todos los santos de la iglesia, otros a los doce profetas del Antiguo Testamento. Yo me inclino personalmente a interpretar que los veinticuatro ancianos puedan ser los doce patriarcas del Antiguo Testamento, o las doce tribus de Israel, y los doce apóstoles del Nuevo Testamento, como símbolo de la reunión de todos los redimidos por Cristo de todas las edades de la historia, de la iglesia de todos los tiempos, algo que parece ser más plausible a tenor de lo que hallamos en Mateo 19:28: “De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel,” y en Apocalipsis 3:21: “Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono,” y Apocalipsis 20:4: “Vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que recibieron facultad de juzgar. Y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, ni recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años.” 

      La panorámica espectacular a la que asistía Juan sigue disparando su curiosidad y asombro. Del trono carmesí donde el Soberano del universo reina por todos los siglos sobre todas las cosas creadas, una sucesión de efectos sonoros sobrecogedores como truenos resonantes, relámpagos cegadores y voces a las que Juan no atribuye un discurso inteligible para sus oídos espirituales en ese momento, preparan, tal y como ocurrió en el instante en el que el pueblo de Israel compareció a las faldas del Monte Sinaí tras salir de Egipto, el advenimiento de una escena inusualmente formidable y sensacional. El fuego abrasador de siete llamas se enciende en ese preciso momento ante los ojos de Juan, prefigurando la presencia personal de la plenitud del Espíritu Santo. La Trinidad es revelada en íntima unidad, coordinación y esencia, gobernando con poder y autoridad sobre los destinos de la humanidad.  

3. LA ADORACIÓN CELESTIAL QUE NOS AGUARDA 

      Pero no acaba todo aquí, sino que la inmediata aparición de cuatro seres de naturaleza misteriosa y simbólica deja boquiabierto a Juan, mientras estos dan inicio a un extraordinario culto de adoración a Dios: “También delante del trono había como un mar de vidrio semejante al cristal, y junto al trono y alrededor del trono había cuatro seres vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer ser viviente era semejante a un león; el segundo era semejante a un becerro; el tercero tenía rostro como de hombre; y el cuarto era semejante a un águila volando. Los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos, y día y noche, sin cesar, decían: «¡Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir!» Cada vez que aquellos seres vivientes dan gloria y honra y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo: «Señor, digno eres de recibir la gloria, la honra y el poder, porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas.»” (vv. 6-11) 

     He aquí el punto culminante de esta primera visión celestial de Juan. En el entorno maravilloso de un mar de vidrio, cuya superficie y contenido era transparente, símbolo de la pureza y del orden divino, en contraposición con el mar salvaje y caótico que siempre sugirió a los antiguos la imagen del mal y la anarquía, cuatro seres de aspecto distinto, pero que conservan rasgos similares, entran en la presencia del Rey de reyes y Señor de señores para dar comienzo a la adoración celestial y de la exaltación de los redimidos por Cristo. Estos seres representan en su unión la omnisciencia de Dios, de ahí que Juan los describa como llenos de ojos que lo ven todo, que lo escrutan todo, que lo vigilan todo, que no dejan nada sin que sea observado por el supremo Hacedor del cosmos. A Dios no le pasa nada desapercibido, nada se escapa de su conocimiento y voluntad. Con seis alas cada uno, estos seres debieron ser una imagen absolutamente excelsa de la majestad de Dios. Es interesante comprobar que estos seres vivientes asumen las mismas características de los serafines de Isaías 6:2-3: “Por encima de él había serafines. Cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces diciendo: «¡Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!»” y de los querubines de Ezequiel 1:5-25 y 10:1-22: “El aspecto de sus caras era como una cara de hombre y una cara de león al lado derecho de los cuatro, y como una cara de buey a la izquierda de los cuatro. Además, los cuatro tenían una cara de águila.” (Ezequiel 1:10) 

      Cada ser viviente reunía una apariencia particular. El primero era similar a un león, animal poderoso y noble por antonomasia que refleja el honor de la autoridad y soberanía divina. El segundo era parecido a un becerro, bestia doméstica cuya actividad es humilde y servicial, indicando el carácter de amor sacrificial de Dios en Cristo en favor de la humanidad. El tercero, se asemejaba en su semblante a un ser humano, dotado de inteligencia, raciocinio y espiritualidad, y creado a imagen y semejanza de Dios mismo. Y el cuarto tenía el porte de un águila surcando los cielos, veloz y libre, mostrando la trascendencia y el libre albedrío del que estaba sentado en el trono. Algunos quisieron ver, en la representación artística que adornaba iglesias y templos cristianos, a los cuatro evangelistas, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, portadores de las buenas nuevas de salvación, así como narradores de la genuina naturaleza de Cristo como León de Judá, Siervo Sufriente, Hijo del hombre e Hijo de Dios respectivamente.  

     ¿Cuál era la función fundamental de estos cuatro seres vivientes? Era la de guiar a la adoración de Dios, una glorificación eterna, imperecedera, permanente. Día y noche Dios es exaltado por sus criaturas, es enaltecido en su superlativa e infinita santidad. De ahí que la santidad de Dios sea cantada en este himno de apertura de la abrumadora reunión de todos los santos de todos los tiempos de manera triple. Dios es el Señor, dueño de todo lo visible e invisible, de lo material y de lo espiritual, de toda carne, de la historia, de todo lo que ha sido creado por el beneplácito de su voluntaria decisión personal. Dios es el Todopoderoso, vencedor sobre el mal y sobre Satanás, cuya palabra es la autoridad por excelencia, cuyo poderío es desplegado sin límites en medio de su creación. Dios es el Eterno, el Yo Soy, aquel que no tiene ni principio ni fin, que dio a luz al mundo y todo lo que en él hay y respira, aquel para el que un día son como mil años, y mil años como un día. En estos pocos versos, Dios es entronizado una y otra vez, porque nunca descansan aquellos que desean demostrar su amor, su agradecimiento y su lealtad a aquel que les ha dado vida y vida en abundancia por siempre y siempre. 

      Una vez este cántico recorre cada rincón de la atmósfera que rodea este increíble salón del trono celestial, los veinticuatro ancianos se levantan de sus tronos para rendir pleitesía y homenaje al Dios eterno. Reconociendo que su autoridad les es dada por el Altísimo y el tres veces Santo, se arrodillan con la frente en tierra y se despojan de sus coronas doradas para ofrecerlas siempre ante sus pies. Confiesan su dependencia de Él, agradecen su gracia inmerecida, se gozan en la redención que los ha purificado y que les ha hecho herederos de la gloria celestial. No hay nadie, ni en la tierra, ni debajo de la tierra, ni en los cielos que merezca ser adorado de todo corazón, sino Dios. El Creador de todo lo que existe ha de ser exaltado y amado por encima de cualquier otra cosa que, a veces, pueda ser entronizada en nuestras vidas.  

      La imagen vívida de estos ancianos, que nos representan a cada uno de aquellos que hemos sido rescatados de nuestra vana manera de vivir, que hemos confiado sin fisuras en la obra salvífica de Cristo y que disfrutamos de la presencia viva y real del Espíritu Santo en nuestra persona, es lo que anhelamos siempre que clamamos como iglesia de Cristo “Maranatha.” Poder alabar y honrar a Dios por los siglos de los siglos, sabiendo que Él es algo más que un ente invisible y abstracto, supondrá un impacto tal en nuestra visión limitada de lo que es adorarle, que no nos quedará más que postrarnos humildemente ante su trono de gracia y majestad. Ver a quien adoramos, será la experiencia espiritual más hermosa que jamás podremos tener. 

CONCLUSIÓN 

      Hasta que el momento en el que rindamos nuestras coronas de oro ante el Rey que está sentado en el trono celestial, nuestra ilusión y esperanza han de traducirse en seguir expresando y manifestando nuestra honra, gratitud y dependencia de Dios por medio de nuestros cultos comunitarios, familiares e individuales. Imaginar sanamente cómo será alabar con cánticos apasionados y fervientes a Dios cuando estemos en su presencia, debe ser un acicate espiritual desde el cual ser excelentes en nuestro tiempo de adoración colectiva en cada encuentro de la iglesia local y universal.  

      No hay nada más hermoso y satisfactorio que citarnos cada domingo o cada jueves en la capilla para rendirnos en alabanza y adoración ante el Señor de nuestras vidas. Cantemos, ofrendemos, prediquemos y oremos al tres veces Santo hoy, mientras aguardamos con impaciencia el segundo advenimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡Maranatha, Cristo vuelve pronto!

 

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