EXCUSAS



SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE MOISÉS “MOISÉS EL LIBERTADOR” 

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 4:1-17 

INTRODUCCIÓN 

       ¡Cuánto nos gusta echar balones fuera cuando alguien intenta asignarnos una tarea que no nos agrada llevar a cabo! ¿Cuántas veces nos hemos dado cuenta de que alguien se hacía el sueco cuando se le requería realizar un trabajo concreto? ¿No hemos hecho nosotros muchas veces esto? Hemos visto que algo que se nos pedía nos venía demasiado grande, y nos hemos hecho los “longuis,” hemos escurrido el bulto mientras silbábamos una tonadilla repentina, hemos optado por expresar nuestras justificaciones o excusas, sean estas legítimas o no. La verdad es que, cuando se nos presenta la perspectiva de un trabajo poco agradable o de una misión que va a requerir más de lo que queremos ofrecer, decidimos elaborar una serie de argumentos, más o menos válidas o creíbles, para eludir la responsabilidad encomendada. Si podemos endilgarle esa responsabilidad a otra persona, o si tenemos la posibilidad de que otro haga el trabajo sucio, mejor que mejor. Preferimos dedicarnos a cumplir con deberes más fáciles, con menos peso de responsabilidad o compromiso, o con un método mucho más asequible a nuestras otras prioridades en la vida. En definitiva, que, si podemos pedir que pase de nosotros cualquier copa de complicación, mucho mejor. 

      En el plano espiritual y misionológico sucede exactamente lo mismo. Estamos constatando, tristemente, cómo cada vez hay menos creyentes dispuestos a sacrificar su comodidad o su tranquilo estatus para consagrarse en la obra del Señor de forma más comprometida. Cada vez hay menos hermanos y hermanas que decidan involucrarse en ministerios y diaconías en la iglesia local, apelando a argumentos, unas veces legítimos, y otras veces, poco entendibles sabiendo a quién debemos todo lo que somos y tenemos. Cada vez hay menos obreros decididos a tomar la bolsa de semillas del evangelio de Cristo y empuñar la hoz y comenzar la siega en la mies del mundo. Las vocaciones menguan, crecen los que se involucran en la iglesia por motivos económicos y de poder, y así, la misión de Dios muere ahogada antes de llegar a la orilla. Existen otros órdenes de prioridades existenciales, numerosas y atractivas actividades extra eclesiales que no nos permiten participar apasionadamente en la administración de la comunidad de fe, de los dones espirituales y de la proclamación del evangelio de salvación. Las excusas, muchas veces peregrinas a más no poder, surgen unas detrás de otras, desanimando a los que ya están trabajando, y mermando la capacidad de influencia de la iglesia en nuestro contexto local, regional, nacional y global. 

      Moisés es un exponente más de esta clase de personas que sí, que creen en Dios, pero que no están dispuestas a llevar la carga y la responsabilidad a la que nos compromete ser llamados por el Señor para desempeñar la labor que Él nos señala en un momento dado de nuestra vida cristiana. Recordamos a Moisés, todavía obnubilado por la presencia santa de Dios en medio del desierto, muerto de miedo al ser consciente de que está hablando con el mismísimo Creador del universo, y tenso al escuchar el plan que Dios tiene para su vida. Las pegas comienzan a brotar de su garganta, las dudas se amontonan en el corazón, y la visión de un futuro inesperado y abrumador atenaza su capacidad decisoria. Dios le acaba de encomendar una misión descomunal repleta de incógnitas y que lo va a arrancar de su plácida existencia en Madián cuidando del ganado de su suegro. Por si esto fuera poco, Moisés debe volver a su país natal, y, aunque sabe que el faraón que buscaba acabar con su vida a causa de haber cometido un homicidio, no las tiene todas consigo sobre si va a ser bien recibido, tanto por los hebreos, como por el nuevo ocupante del trono de Egipto. 

1. LA EXCUSA DE LA CREDIBILIDAD 

      Tras haber sido el primer receptor del auténtico nombre de Dios, esto es, Yahvé, “Yo soy el que soy,” una nueva pregunta en boca de Moisés pugna por abrirse paso entre tantas incertidumbres. Esperando poder zafarse de la responsabilidad propuesta por Dios de libertar a todo un pueblo de manos de uno de los imperios más poderosos del mundo conocido, Moisés vuelve a la carga con una cuestión que refleja sus pocas ganas de ser el elegido del Señor: Entonces Moisés respondió y dijo: —Ellos no me creerán, ni oirán mi voz, pues dirán: “No se te ha aparecido Jehová.” —¿Qué es eso que tienes en tu mano? —le preguntó Jehová. —Una vara —le respondió Moisés. —Échala al suelo —le dijo Jehová. Él la echó al suelo y se convirtió en una culebra; y Moisés huía de ella. Entonces Jehová dijo a Moisés: —Extiende tu mano y tómala por la cola. Él extendió su mano y la tomó, y volvió a ser vara en su mano. —Por esto creerán que se te ha aparecido Jehová, el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Le dijo además Jehová: —Mete ahora tu mano en el seno. Él metió la mano en su seno y, cuando la sacó, vio que su mano estaba leprosa como la nieve. Le dijo Jehová: —Vuelve a meter la mano en tu seno. Él volvió a meter la mano en su seno, y al sacarla de nuevo del seno, vio que estaba como el resto de su carne. —Si acontece que no te creen ni obedecen a la voz de la primera señal, creerán a la voz de la segunda. Y si aún no creen a estas dos señales, ni oyen tu voz, tomarás de las aguas del río y las derramarás en tierra; y las aguas que saques del río se convertirán en sangre sobre la tierra.” (vv. 1-9) 

       Moisés duda de que, en cuanto aparezca por Egipto, inmediatamente todos los ancianos hebreos le crean, lo erijan como representante de Dios y lo nombren oficialmente libertador del pueblo israelita. Él, que tuvo que marcharse de Egipto a causa de los comentarios que muchos de sus compatriotas hacían sobre su autoridad, sobre su poco edificante ejemplo matando a un capataz egipcio, y sobre, quién sabe, una delación ante la justicia, no iba a ser respaldado por los líderes hebreos a la primera de cambio. No se sentía con la suficiente habilidad como para convencer a todos de que había sido escogido directamente por Dios, de que sus credenciales y antecedentes habían sido obviados por el Señor a la hora de recomendarlo para librarlos de la tenaza egipcia. Sabía que no le creerían, que no confiarían en su palabra, que no se tragarían la historia de su teofanía en el monte Sinaí. ¿De qué modo podía él demostrarles sin lugar a dudas que había recibido de Dios la misión de acabar con la tortura y el abuso de los egipcios sobre los afligidos hebreos? Moisés necesitaba algo que poder enseñarles, algo que pudiera garantizarle el apoyo de sus compatriotas, algo que lo avalase como alguien santificado por el Señor. 

      El Señor conoce perfectamente qué es lo que está pasando por la mente de Moisés. Sabe de sus miedos, de sus vacilaciones, de su pasado, de su arraigo en Madián, y, sin embargo, no se enfada con alguien que, de alguna manera, estaba desvirtuando su capacidad de elección y decisión. La actitud de Moisés insinúa que Dios se ha equivocado de hombre, que seguramente se ha despistado y que tal vez estaba pensando en otra persona, alguien poderoso, fuerte, apasionado y dispuesto a sacrificarlo todo por servir al Señor. Dios mira a Moisés, y le entrega tres señales portentosas mediante las cuales, no solo dejará boquiabiertos a quienes las presencien, sino que respaldarán la autoridad de sus palabras con el poder omnímodo del Todopoderoso de Israel.  

      La primera de estas señales es la que tiene que ver con su vara, ese instrumento que Moisés usaba para guiar a sus ovejas, para rescatarlas cuando caían en alguna zanja, para defenderlas de las asechanzas de las fieras salvajes. El Señor le ordena que la lance al suelo. Instantáneamente, esta vara de madera se transforma en una culebra siseante, algo que pilla desprevenido a Moisés, y que hace que, con un salto muy poco decoroso, ponga pies en polvorosa, a fin de evitar ser mordido por esta. Alejado prudencialmente de este ofidio aparecido como por ensalmo, recibe de Dios una nueva orden: debe tomar de la cola a la culebra. Con todo el cuidado del mundo, se acerca al reptil sin hacer ruido, y con un hábil movimiento de muñeca, se inclina y atrapa a la culebra, la cual, de forma asombrosa, vuelve a convertirse en la vara de madera original. Cualquiera que contemplase este prodigio no tendría más remedio que reconocer en Moisés a alguien enviado por Dios, dado que solamente los magos y hechiceros egipcios podían llegar a realizar esta clase de encantamientos transmutadores, y Moisés, saltaba a la vista, no era uno de ellos.  

     La segunda señal propuesta por Dios, en el caso de que la primera no llegase a recabar la confianza esperada en Moisés, consistía en algo más personal y temible. Dios conmina a Moisés a que meta una de sus atezadas manos dentro de su seno para sacarla después. En el mismo instante en el que la mano es extraída de su pecho, esta aparece contagiada de lepra, hasta tal punto que la piel está emblanquecida, arrugada y visiblemente afectada por esta enfermedad degenerativa altamente contagiosa, e imposible de curar por los medios disponibles en aquellos tiempos. Ante la visión de esta mano, muchos huirían de su presencia por temor a ser afectados por la lepra, pero en cuanto Moisés volviese a introducir su mano en su seno, y la sacase de nuevo, esta regresaría a su estado original, con una piel morena propia de aquellos que trabajan bajo el sol inmisericorde del desierto. Después de ver este milagro, y en conjunción con el primero, todos podrían constatar la realidad de que Dios estaba con aquel que había obrado la sanidad a voluntad.  

      No obstante, Dios tiene preparado otro prodigio que acabará por persuadir a los ancianos hebreos sobre la autoridad y la fidelidad del relato del encuentro divino de Moisés con Dios. En este caso, Moisés, cuando llegue a Egipto y llene un recipiente de agua del Nilo, deberá verterla en tierra. En cuanto el líquido elemento toque la superficie del suelo, esta agua se convertirá en sangre, dejando pasmada a la concurrencia. No iba a ser un truco de prestidigitación o ilusionismo, sino que, en virtud del poder de Dios, la composición química del agua sería mutada de forma milagrosa y contundente. Con estas tres señales, nadie osaría poner en entredicho el relato de Moisés, la misión que Dios le había encomendado y el éxito del plan de liberación del pueblo hebreo, sumido en la desesperación y el sufrimiento cotidiano. 

2. LA EXCUSA DE LA INCAPACIDAD VERBAL 

      Moisés podría haber quedado satisfecho ante esta serie de prodigios sobrenaturales, pensando que ciertamente Dios iba a darle todas las facilidades y herramientas para llevar a cabo de forma exitosa la liberación de su pueblo. Sin embargo, una nueva excusa aparece para seguir mareando la perdiz: “Entonces dijo Moisés a Jehová: —¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes ni desde que tú hablas con tu siervo, porque soy tardo en el habla y torpe de lengua. Jehová le respondió: —¿Quién dio la boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Jehová? Ahora, pues, ve, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de hablar.” (vv. 10-12) 

       Otra pega se une a las anteriores. Ahora Moisés apela a su incapacidad comunicativa para intentar hacer ver a Dios que él no es la persona adecuada para la misión libertadora. Comienza con un “ay, Señor” exclamativo que nos da una idea de la ansiedad que le estaba causando comprobar que Dios no iba a reconsiderar su llamamiento. Moisés reconoce que no es precisamente un pico de oro, que nunca ha sabido transmitir correctamente lo que hay en su corazón y en su mente, que le da por tartamudear, trabándosele la lengua cada vez que quiere decir algo. ¿Cómo iba a convencer a nadie con esta tara física? Lo más probable es que todos se echaran a reír cada vez que abriese la boca. ¿Cómo iba a anunciar con credibilidad suficiente los planes de Dios? De nuevo, Moisés intenta decir a Dios que había cometido un error al elegirle, dado que no cumplía con los requisitos verbales que se les suponía a los grandes oradores y profetas. Solo iba a aportar confusión, malentendidos y una preocupante falta de elocuencia.  

       Pero Dios siempre tiene una respuesta para todo, fundamentalmente porque cuando Dios elige a una persona para que lleve a término una tarea tan especial y crucial, no lo hace a la ligera, sino que lo hace sabiendo que la persona escogida deberá depender por completo de su poder y de su gracia. Por ello, el Señor contesta a la excusa de Moisés con tres preguntas retóricas que se responden por sí mismas. Él ha diseñado al ser humano según su soberana voluntad y de acuerdo a un propósito sabio y perfecto. Ha colocado la boca en el rostro del ser humano para que este se comunique con sus congéneres y con Él mismo, para que haya una relación de comunión entre Creador y criatura, para expresar sus sentimientos, sus ideas y sus decisiones de viva voz. También son parte de su creación el mudo, el sordo, el vidente y el invidente como seres humanos dignos de ser tenidos en cuenta por sus propósitos y sus planes eternos. No podemos sacar la conclusión errónea de que Dios desea crear a los seres humanos con taras físicas incapacitantes al leer este texto. Sabemos que cualquier incapacidad o merma física obedece únicamente al efecto nefasto que el pecado causa en las generaciones de seres humanos que surgen de Adán y Eva. La muerte espiritual se une a la muerte y a la fragilidad corporal tras el evento de la caída en el Edén.  

      El Eterno, el Yo soy el que soy, Jehová, es soberano, y santifica a quien le place, y Moisés, con toda su dificultad en el habla, no iba a ser una excepción. Precisamente, el Señor suele escoger a personas que, humana y lógicamente, pudiéramos pensar que son ineptos, pero que, en sus manos se transforman en instrumentos de un valor incalculable para consumar los propósitos eternos de Dios. El Gran Artífice de todo lo que existe estará junto a Moisés, y hará que su lengua trabada y su carencia de elocuencia no sean obstáculos para la misión que le ha encomendado. Dios inspirará a Moisés en aquellos instantes en los que tenga que hablar, le dará la voz autoritativa que le procure el favor de sus oyentes, y le guiará a elaborar discursos lo suficientemente convincentes como para mover a las masas hebreas hacia su liberación final de las cadenas egipcias. Si Dios está con Moisés, nada ni nadie podrá impedir el avance de sus designios redentores. 

3. LA EXCUSA DE LA NO IDONEIDAD 

       Moisés capta el mensaje, lo entiende, pero aún sigue queriendo desprenderse de esta obligación que se le impone desde los lugares celestiales. Todavía tiene una excusa más que aportar a su voluminoso conjunto de objeciones acerca de los propósitos divinos: “Y él dijo: —¡Ay, Señor! envía, te ruego, a cualquier otra persona. Entonces Jehová se enojó contra Moisés, y dijo: —¿No conozco yo a tu hermano Aarón, el levita, y que él habla bien? Él saldrá a recibirte, y al verte se alegrará en su corazón. Tú le hablarás y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que habéis de hacer. Él hablará por ti al pueblo; será como tu boca, y tú ocuparás para él el lugar de Dios. Y tomarás en tu mano esta vara, con la cual harás las señales.” (vv. 13-17) 

      Un nuevo “ay, Señor,” por parte de Moisés, vuelve a resonar como un eco de la justificación anteriormente manifestada. Ha comprobado que la voluntad y la decisión de Dios es inquebrantable, que no va a poder hallar ninguna otra pega que persuada al Señor de buscar a otra persona que cumpla con la tarea propuesta por Él. Por eso, ya desesperado, apela a la misericordia de Dios para que se olvide de él a la hora de liberar al pueblo hebreo. Seguro que Dios encontrará a alguien mejor preparado, con mayor fe en el proyecto, con mejores acreditaciones, y con una labia a prueba de escépticos. Es la última bala que tiene en el cargador para poder regresar por donde vino, a la tranquilidad y el sosiego de su labor de pastoreo en Madián, junto con su esposa y sus hijos.  

       El Señor, paciente como es, ha intentado hacer ver a Moisés que va a acompañarlo en todo momento, que nada ha de temer, que todo saldrá conforme a la suprema y omnisciente voluntad de sus decretos eternos, y solo ha recibido lloriqueos infames, dudas absurdas y motivos carentes de fe y de base real de su parte. Dios se enoja contra Moisés porque está queriendo quitarse este compromiso de encima, insultándolo gravemente en el proceso. Está diciendo en toda la cara a Dios que no sabe lo que hace, que ha cometido una equivocación en pensar en él para una titánica misión, que Dios no es tan sabio como parece. Es normal que el Señor espete, con rotundidad y aspereza a Moisés que, ya que parece no confiar en una persona invisible y espiritual como es Él, tal vez la presencia de alguien de carne y hueso como su hermano Aarón pueda ayudarle a tirar hacia adelante.  

      Aarón no parece tener esos problemas de habla que tanto preocupan a Moisés, así que este será su portavoz delante del faraón cuando solicite la libertad de su pueblo. Lo único que debe hacer es marchar a Egipto, encontrarse con su querido hermano, celebrar el reencuentro y ponerse manos a la obra. Dios transmitirá su voluntad a Moisés, y este, desde bambalinas, podrá comunicar el mensaje divino a su hermano Aarón, conocido seguramente por gran parte de los hebreos que habitan en Gosén. Además, la vara que porta Moisés será un símbolo de la presencia poderosa de Dios cuando el momento de realizar grandes portentos y prodigios llegue. Aparentemente, esto zanja ya de forma concluyente cualquier otra excusa que pudiera querer esgrimir Moisés en cuanto a la idoneidad de su llamamiento divino, y Moisés vuelve al campamento con la plena seguridad de que, escapar de la irresistible orden del Señor, es misión imposible. 

CONCLUSIÓN 

       ¿Cuántas veces no nos hemos comportado como Moisés delante de Dios, aduciendo motivos de todo tipo para eludir la responsabilidad de su llamamiento? Le hemos dado largas, señalando que todavía no es tiempo para cumplir su voluntad en relación a trabajar en su obra; le hemos intentado torear utilizando torticeramente argumentos legítimos; nos hemos hecho los sordos, intentando acallar la voz de nuestra conciencia cuando el Señor nos escoge para realizar un ministerio en particular; preferimos vivir sin complicaciones la vida cristiana, esquivando cualquier compromiso de servicio en nuestra congregación; pero, al final, si aceptamos el precio del discipulado y amamos a Dios, tendremos que asumir del mejor modo posible que somos instrumentos en sus manos para su honra y gloria, así como para predicar libertad y salvación a los cautivos del pecado.  

      Dios es el que nos capacita para llevar a cabo su misión, y es del que debemos depender mientras trabajamos esforzadamente en su mies. No importa cómo nos veamos a nosotros mismos, porque el Señor siempre verá más allá de nuestra pobre autoestima, valorando el potencial que anida dentro de nuestro ser. Si Dios te llama, es porque tú puedes cumplir con sus propósitos, siempre con su ayuda y poder de nuestro lado. Nunca rehúyas el cometido que el Señor, en su inmensa sabiduría y gracia, pone en tus manos. 

      ¿Albergará Moisés todavía alguna duda sobre su cometido? ¿Seguirá buscando una nueva excusa que añadir a las que ya ha expresado delante del Señor? ¿O asumirá al fin su responsabilidad, su compromiso y su consagración como parte del plan de salvación de Dios? ¿Dejará Madián para regresar al hostil Egipto? ¿Cómo le recibirán sus compatriotas? La respuesta a estas preguntas y a muchas más, en el próximo estudio sobre la vida de Moisés en el Éxodo.

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