DESTIERRO MORTAL


 

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE MOISÉS “MOISÉS EL LIBERTADOR” 

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 2:11-25 

INTRODUCCIÓN 

       ¿A quién no le ha hervido alguna vez la sangre al contemplar una injusticia que se está desarrollando delante de sus ojos? ¿Quién no se ha indignado terriblemente cuando ha sido testigo de primera mano de un crimen de lesa humanidad? ¿Qué ser humano no ha sentido la imperiosa necesidad y el impulso instintivo de actuar en una coyuntura que atenta contra tus más sagradas convicciones y principios morales? Si no has experimentado algo parecido, o tienes sangre de horchata de Alboraya, o tu capacidad para distinguir la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal debe estar muy poco funcional. Responder de algún modo a los ataques que se lanzan contra personas indefensas o inocentes es propio de quienes tienen un corazón que late en el pecho. Reaccionar activamente ante una ignominia o un abuso perpetrado justo ante tu mirada desconcertada, es parte de lo que nos hace distintos de los animales o de cualquier persona antisocial o mentalmente enferma. Si ardes con la visión de seres humanos vituperados, vejados y violentados, y si se crispa tu rostro y tu puño se cierra mientras se estremece todo tu ser, es porque algo dentro de ti te está diciendo que lo que está sucediendo no puede dejarte impertérrito e impávido.  

      Las injusticias, la delincuencia y las violentas algaradas que grupúsculos de personajes abyectos cometen al amparo de libertades que no son capaces de respetar, pero que les permiten emplear la fuerza contra su prójimo de forma repugnante, son parte de nuestra actualidad en nuestro país. Observamos como vándalos irracionales quebrantan la ley sistemáticamente, cómo destruyen todo aquello que no es suyo por el mero placer de destruir y asolar, cómo desprecian la convivencia pacífica y democrática de la que intentamos gozar los ciudadanos comprometidos con el orden y la justicia, cómo aprovechan sus presuntas manifestaciones para robar a los dueños de negocios y para perjudicar los bolsillos de los que de verdad contribuyen al bienestar social, esto es, los ciudadanos de a pie, los que trabajan de sol a sol y cumplen con las normas que todos nos hemos dado para convivir lejos de la violencia de unos pocos. Y, lo siento, pero no puedo sentarme a ver las imágenes dantescas de individuos lanzando piedras contra escaparates, contra policías que solamente hacen su trabajo, y de personajes sin oficio ni beneficio que se dedican a romper mobiliario urbano así porque sí. No tengo la capacidad de abstraerme de los actos delictivos de malvados especímenes humanos que solo saben arrasar con todo y que provocan el caos allá por donde van. 

      La indignación debe ser parte importante de cada creyente en Cristo. Tal vez no hablemos de una indignación que nos lleve a comportarnos del mismo modo en que lo hacen los energúmenos agresivos de turno, respondiendo con la ley del talión más cruda y brutal. Pero sí hablamos de una clase de indignación santa que nos coloca en la tesitura de no quedarnos inmóviles y mudos ante las continuas lesiones de nuestros derechos y de los derechos de nuestros semejantes. Hablamos de un enfado lógico y justo cuando comprobamos que lo que algunos mequetrefes hacen es digno de ser juzgado y condenado en este mundo o en el mundo venidero. Hablamos de ese enojo que el mismo Jesús mostró cuando tuvo que constatar muy a su pesar que la casa de su Padre se había convertido en un antro de compra-venta, en un hogar para los ladrones y los especuladores, en una auténtica gruta de Alibabá y los cuarenta ladrones. Hablamos de esa respuesta inmediata de nuestro maestro cuando era testigo de los atropellos de los líderes religiosos de su época, tachándolos de serpientes rastreras y de descendencia de Satanás. El cristiano es bondadoso, generoso y paciente, por supuesto. Pero también es llamado a denunciar las fechorías, las malas prácticas y las injusticias más oprobiosas que acontecen en nuestra sociedad. La indignación santa es un don que Dios nos da, y que es un reflejo de lo que Él mismo siente hacia el pecado que inunda nuestro mundo. 

1. ¿HOMICIDIO JUSTIFICADO? 

       Moisés va a encontrarse inmerso en una serie de circunstancias que van a provocar precisamente algo semejante a lo anteriormente descrito. El problema llegará cuando esa indignación dé paso a algo más violento y animal: En aquellos días sucedió que, crecido ya Moisés, salió a visitar a sus hermanos. Los vio en sus duras tareas, y observó a un egipcio que golpeaba a uno de sus hermanos hebreos. Entonces miró a todas partes, y viendo que no había nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena. Al día siguiente salió, vio a dos hebreos que reñían, y preguntó al que maltrataba al otro: —¿Por qué golpeas a tu prójimo? Él respondió: —¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros? ¿Piensas matarme como mataste al egipcio? Entonces Moisés tuvo miedo, y pensó: «Ciertamente esto ha sido descubierto.»” (vv. 11-14) 

      Adoptado por la hija de faraón, un faraón que odiaba a muerte a los hebreos, Moisés es criado en primera instancia por su verdadera madre biológica hasta ser destetado y poder ingresar en la corte real. Junto a su madre adoptiva aprenderá de los mejores maestros de Egipto, adquirirá nociones importantes sobre gobernanza, administración y educación castrense. Nada falta en este hogar majestuoso y repleto de comodidades y riquezas. Pero, aunque su instrucción académica lo acercará a ser como uno más de los egipcios, su identidad sigue presente en su fuero interno. Él sabe que es un hebreo, sabe de la suerte que tiene al haber sido rescatado de las aguas del Nilo, de lo afortunado que es al disfrutar de los privilegios que solo su cercanía al poder le puede brindar. Crece sabiendo que nunca llegará a ser faraón de Egipto a causa de su procedencia, pero no parece tener ambiciones en este sentido. Sabedor de la situación precaria en la que se hallaban sus compatriotas a causa de las leyes dictadas por su abuelo adoptivo, y con la mente llena de curiosidad, decide descender desde las alturas de la realeza para contemplar de primera mano el modo en el que viven sus hermanos de sangre, en las zonas más bajas de la sociedad egipcia. 

      Dando un paseo por el lugar en el que los esclavizados hebreos realizaban sus arduas tareas de construcción, y desde el anonimato más absoluto, pudo observar una escena que le provocó que sus entrañas se removiesen horriblemente. Un capataz egipcio usaba un mayal para golpear sin misericordia a un varón hebreo tendido en tierra sin poder defenderse. La sangre de la víctima de esta paliza salpicaba por todas partes, y nadie hacía nada por detener la cruel tanda de bastonazos que caía repetidamente sobre las espaldas del hebreo. Esto inflamó el ánimo de Moisés, como si de una bofetada humillante hubiese sido dada en su propio rostro, y tras otear a su alrededor para evitar que alguien más pudiese verlo, se lanzó contra el capataz con tal fuerza y violencia que acabó con su vida en un instante. Al contemplar tembloroso el resultado de su descomunal respuesta, y al comprobar que el egipcio había lanzado su postrer estertor, cavó rápida y desesperadamente un hoyo en la arena para depositar el cadáver. Después de taparlo a toda prisa y dejar también al hebreo tumbado entre gemidos y espasmos, Moisés huye como alma que lleva el diablo. El joven Moisés sabía perfectamente qué es lo que había hecho, y era consciente de lo que podría sucederle si alguien lo incriminaba por el asesinato de un egipcio. 

      No sabemos con qué ánimo lo hizo, pero Moisés decide volver a visitar las obras de construcción donde el día anterior se había cometido el derramamiento de sangre. Tal vez en su mente había intentado justificar su acción irreparable apelando a la indignación justa que lo había embargado en ese instante, y quizá entendió en su irresponsabilidad e ingenuidad que podía seguir vengando o defendiendo a los suyos de los abusos egipcios. No podemos tener certeza de estos extremos. De lo que sí podemos tener certidumbre es de que Moisés regresa al lugar del crimen y se encuentra con una trifulca entre dos hebreos. A puñetazo limpio, el uno zarandeaba al otro, y el otro trataba de defenderse como gato panza arriba. Moisés, tratando de ejercer de mediador en esta disputa, echa en cara a uno de sus compatriotas los malos modos con los que está maltratando a uno de sus vecinos. Sin embargo, se encuentra con una respuesta por parte del que va ganando la pelea que lo deja sin habla y con los ojos como platos. El hebreo le espeta con toda la desfachatez del mundo que quién era Moisés para estar dándole lecciones de moral y civismo. ¿Quién lo había elegido a él para juzgar causas que no le concernían? ¿Acaso Moisés se las estaba dando de algo que en realidad no era? ¿Quién le había conferido la autoridad para dirimir disputas de esclavos? ¿Acaso iba a defender su intervención empleando la violencia del mismo modo que había hecho con el egipcio que había matado ayer mismo? 

       Moisés, enmudecido y con sudores fríos, comienza a retirarse poco a poco de una muchedumbre que paulatinamente iba rodeando a los púgiles y al cortesano hebreo. El temor a ser descubierto por las autoridades egipcias empieza a ser una posibilidad demasiado clara. Corriendo sin mirar atrás, y con su mente haciendo cábalas sobre los siguientes pasos que debía dar para evitar ser ajusticiado, se dirige a su palacio para hacer acopio de todo aquello que le pudiese servir para sobrevivir al destierro que iba a imponer sobre sí mismo. La deshonra caería de pleno sobre su madre adoptiva, aquella que lo trajo a la corte y que lo había protegido de la ira de faraón, y, sin duda, la inmunidad diplomática no iba a ser obstáculo para que su abuelo adoptivo lo condenase a la pena capital. Sin poder despedirse de nadie y ocultándose en todo momento, Moisés pone pies en polvorosa porque sabe que la orden de caza y captura ya ha sido dada a todas las guarniciones egipcias. 

2. DESTIERRO EN MADIÁN 

       La reacción virulenta del faraón no se hace esperar en cuanto es informado del homicidio perpetrado por Moisés: “Cuando el faraón oyó acerca de este hecho, procuró matar a Moisés; pero Moisés huyó de la presencia del faraón y habitó en la tierra de Madián. Allí se sentó junto a un pozo. El sacerdote de Madián tenía siete hijas, que fueron a sacar agua para llenar las pilas y dar de beber a las ovejas de su padre. Pero llegaron los pastores y las echaron de allí; entonces Moisés se levantó, las defendió y dio de beber a sus ovejas. Cuando ellas volvieron junto a su padre Reuel, éste les preguntó: —¿Por qué habéis venido hoy tan pronto? —Un varón egipcio nos libró de manos de los pastores; también nos sacó el agua y dio de beber a las ovejas —respondieron ellas. Preguntó entonces Reuel a sus hijas: —¿Dónde está? ¿Por qué habéis dejado marchar a ese hombre? Llamadlo para que coma. Moisés aceptó vivir en casa de aquel hombre; y éste dio a su hija Séfora por mujer a Moisés. Ella le dio a luz un hijo, y él le puso por nombre Gersón, pues dijo: «Forastero soy en tierra ajena.»” (vv. 15-22) 

      El destino que tiene en mente Moisés al huir del faraón para conservar el pellejo es Madián. Este territorio se hallaba ubicado al nordeste del Sinaí en la ruta de Edom a Egipto, muy cerca del desierto de Parán. Su nombre se debe a uno de los hijos de Abraham tenidos con Cetura y a lo largo de la historia de Israel, sus habitantes, dedicados al pillaje, fueron un quebradero de cabeza para los israelitas. Posiblemente, Moisés tuvo que recorrer cerca de 320 kilómetros hasta alcanzar la región en la que se hallaba situado el pozo del que nos habla el texto bíblico que nos ocupa. Fue una larga travesía, viajando en soledad a merced de cualquier bandido que pudiera recorrer la ruta escogida por Moisés.  

      Haciendo una parada para descansar sus malheridos pies y poder beber y aprovisionarse de agua para un posterior tramo más de viaje, Moisés repara en siete doncellas que acuden al pozo para dar de beber a sus rebaños. Pero en ese instante, una cuadrilla de pastores las intercepta, y tratan de echarlas de aquel lugar para abrevar primero a sus ovejas y cabras. Moisés, aun cansado y sediento, vuelve a sentir esa misma indignación que lo llevó a cometer un craso error en el pasado próximo, aunque esta vez no lleva demasiado lejos sus ansias de proteger a las jóvenes doncellas. Con unas cuantas voces y la amenaza de ajustar cuentas con aquellos que osaran seguir zahiriendo a las muchachas, Moisés hace que los pastores se amilanen, y las dejen en paz. 

      Una vez zanjada la discusión, se ofrece a dar de beber a los rebaños de estas muchachas, las cuales le informan sobre quiénes son, quién es su padre y a qué se dedicaba este. Las doncellas se identifican como hijas de Reuel, sacerdote de aquellos pagos, cuyo nombre significaba “amigo de Dios.” Una vez las ovejas han saciado su sed, las muchachas se marchan a las tiendas de su padre, agradeciendo a este desconocido que las hubiera defendido de las maniobras malvadas de los pastores. El padre de estas jóvenes se sorprende al verlas llegar tan temprano a casa. Siempre llegaban tarde a causa de los desmanes de los groseros pastores, y en esta ocasión ocurre todo lo contrario.  

       Por curiosidad, Reuel les pregunta la razón de este cambio tan sorprendente en su dinámica habitual. Ellas le relatan el encuentro con el desconocido en el pozo, y lo describen como de procedencia egipcia, tal vez por los atuendos tan característicos de esa nación que todavía seguía vistiendo Moisés en su huida. Ante la generosidad y la protección que este varón ha desplegado en beneficio de sus hijas, las anima a que regresen a buscarlo, a fin de agradecerle con un buen banquete esta actitud tan loable. Así lo hacen, y Reuel queda tan encantado con Moisés, con su admirable saber estar, con su inteligencia y con su honestidad, que le propone que se quede con ellos, dado que no tiene un lugar en el que asentarse definitivamente.  

      La historia del destierro de Moisés nos suena bastante al episodio de la huida de Jacob a Padan-Aram, ¿verdad? Recordamos que Jacob también ayudó a Raquel a mover la piedra que tapaba el pozo, y que, tras una recepción por parte de Labán, este se quedó en su casa para trabajar para él. También nos trae reminiscencias de la narración del siervo de Abraham cuando viaja a buscar esposa para su señor Isaac, donde un pozo también determina el encuentro entre el criado y Rebeca. El caso es que Moisés comienza desde cero en tierras lejanas a su lugar de nacimiento y crianza, y afirma este nuevo principio de cosas contrayendo matrimonio con una de las hijas de Reuel, Séfora, que significaba “ave hembra” o “brillantez,” con la que tendrá un hijo, al que pondrá por nombre Gerson, el cual describe a la perfección su estado actual en Madián, el de un extranjero lejos de casa, dado que su apelativo significaba “peregrinaje” o “exilio.” Es una manera bastante hermosa de decir que Moisés comenzó a pensar en echar raíces dados sus antecedentes penales en tierras de Egipto. 

3. EL SUFRIMIENTO INTERMINABLE DE UN PUEBLO 

      El tiempo pasa, y con este los seres humanos cumplen años hasta que, en un momento dado, fenecen, como así ocurre con el faraón que odiaba a los hebreos, abuelo adoptivo de Moisés: “Aconteció que después de muchos días murió el rey de Egipto. Los hijos de Israel, que gemían a causa de la servidumbre, clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos desde lo profundo de su servidumbre. Dios oyó el gemido de ellos y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y conoció su condición.” (vv. 23-25) 

       No sabemos cuántos años pasaron hasta que el faraón que comenzó su labor de sometimiento y esclavización de los hebreos fallece. Tal vez pensaron muchos de estos oprimidos hebreos que, con el cambio de faraón, las cosas mejorarían. No obstante, la realidad era otra, una mucho más funesta, más dura y más dolorosa. Los israelitas, sumidos en la miseria más vergonzante, acrecientan su clamor, su deseo y su desesperado ruego ante Dios, y Dios los escucha atentamente. El sufrimiento de su pueblo lo entristece y estima que el momento de su liberación puede estar fraguándose muy lejos de allí, pero que debe ser consumado a su debido tiempo. El Señor no olvida nunca las promesas que dio a los ancestros de los hebreos atribulados, y asumiendo su sufrimiento y su desdicha, inicia el despliegue oportuno de su plan de liberación y redención para con su pueblo escogido. También el Señor se indigna al comprobar la clase de trato que están sufriendo sus criaturas y tomará cartas en el asunto de forma espectacularmente sobrenatural. 

CONCLUSIÓN 

       La indignación santa debe gestionarse correctamente desde lo que las Escrituras establecen de forma expresa. El apóstol Pablo nos dejó varias perlas de sabiduría que encajan en aquellos casos en los que nos enfadamos con razón y por motivos justos: “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo.” (Efesios 4:26); “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal.” (Romanos 12:21). El apóstol Pedro también apuesta por un entendimiento equilibrado de nuestras emociones encendidas y apasionadas: “No devolváis mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados a heredar bendición.” (1 Pedro 3:9) Con estos consejos en mente, hemos de ejercitar la templanza y el dominio propio, sin renunciar a denunciar, a proteger y a defender a los indefensos en cualquier ocasión en la que la injusticia aparezca. 

      Moisés parece haber decidido asumir que su vida será una vida pacífica cuidando de los rebaños de su suegro en tierras lejanas. Ha sentado cabeza, ha formado una familia y, en definitiva, poco a poco irá olvidando su controvertido pasado. ¿Pasará sin pena ni gloria por los cauces de la historia? ¿Escuchará desde lejos el lamento de sus compatriotas, de tal manera que su corazón dejará de acelerarse con sus desdichas y miserias en Egipto? La respuesta a estas preguntas y a muchas más, en nuestro próximo estudio sobre la vida de Moisés en el libro del Éxodo.

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