DISCIPLINA PARENTAL


 

SERIE DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA IV” 

TEXTO BÍBLICO: PROVERBIOS 19:16-29 

INTRODUCCIÓN 

      Cuando escuchamos noticias relacionadas con el maltrato que un hijo ha infligido a sus padres, lo primero que nos viene a la mente es pensar que algo no funciona como es debido. Algo está fallando en la relación paterno-filial para que el presunto fruto del amor de dos personas pague con violencia y agresividad el sacrificio que los progenitores llevaron a cabo en su crianza, educación y desarrollo. Por supuesto, existen parámetros en el trasfondo de estas conductas violentas que identifican una crisis profunda de las pautas educativas y de los roles paternofiliales. De hecho, un psicoterapeuta afirmó lo siguiente al respecto: "La modificación del modelo educativo, pasando de un modelo jerárquico, distante, autoritario y en vertical a uno más próximo, horizontal, emocional y de buscar una relación cercana, ha generado un déficit de autoridad -que no autoritarismo-, que es necesaria para educar, para transmitir valores y tratar de que lo que se aprende sirva para la convivencia y las relaciones humanas. Hay padres y educadores que adquieren con más facilidad esa autoridad, y no tienen problemas para que los hijos o alumnos la acepten. Pero a otros les cuesta, por carencias personales o de relación, porque no tienen mucho tiempo... y tienen dificultades para marcar límites, contener, hacerse respetar... Si tratas de ser amigo o amiga, dejas de ser padre o madre. A un amigo no le dices lo que crees que tiene que hacer; puedes aconsejarle o sugerir, pero esa labor no es de padres o educadores.” 

     El maltrato que los hijos llevan a cabo en contra de sus padres puede ser de maneras realmente escalofriantes, abarcando desde lo físico a lo afectivo. Algunas de estas conductas realmente deleznables son las siguientes: escupir, empujar, golpear, pegar patadas, dar mordiscos; lanzar objetos, pegar puñetazos en puertas y paredes; intimidación verbal (gritos, amenazas, insultos, humillaciones, etc.); manipulación; amenazar con matarse o huir de casa como forma de obtener lo que quiere o para controlar a su familia; robar dinero o pertenencias de la familia o amigos; rotura de objetos apreciados por los padres; contraer deudas cuyo pago recae en los progenitores, y así hasta decir basta. Hoy más que nunca es necesario que en nuestros hogares la idea bíblica de la autoridad y la disciplina parental equilibrada y bien entendida sea una realidad, para bien, tanto de padres como de hijos. Vivimos tiempos oscuros porque en ese afán progresista por igualarnos a todos, nos hemos olvidado de que existen roles de autoridad que el mismo Señor instituyó desde el principio de los tiempos. 

1. DISCIPLINA QUE TRAE PAZ A PADRES E HIJOS 

      Salomón también se hace eco de una realidad especialmente vergonzosa en los tiempos en los que le tocó vivir: la del desprecio y el abuso de los padres. Teniendo en cuenta el mandamiento de Dios de honrar a los padres, el que un hijo insultase a su padre o entristeciera con sus acciones a su madre, era algo socialmente reprobable. Por eso el sabio quiere que aprendamos, padres e hijos, a escuchar la voz de Dios que nos aconseja cómo abordar y gestionar la coexistencia familiar de acuerdo a su voluntad: “El que guarda el mandamiento guarda su vida, pero morirá el que menosprecia los caminos de Jehová... Castiga a tu hijo mientras haya esperanza, pero no se excite tu ánimo hasta destruirlo... Escucha el consejo y acepta la corrección: así serás sabio en tu vejez. Muchos pensamientos hay en el corazón del hombre, pero el consejo de Jehová es el que permanece... El temor de Jehová lleva a la vida: con él vive del todo tranquilo el hombre y no es visitado por el mal... El que roba a su padre y ahuyenta a su madre es un hijo que causa vergüenza y acarrea oprobio. Cesa, hijo mío, de prestar oído a enseñanzas que te hacen divagar de la sabiduría.” (vv. 16, 18, 20-21, 23, 26-27) 

      Obedecer los mandamientos de Dios significa valorar y tener en alta estima nuestras propias vidas. Esta obediencia debe ser inculcada por los padres a los hijos desde su más tierna infancia, a fin de prepararlos para temer a Dios y ser sabios en cada una de las decisiones que, como adultos, tomarán en un momento dado de su desarrollo personal. Atesorar los consejos de Dios implica que los padres sepamos demostrar a nuestros hijos que estos nos son deleitosos, que su sabiduría nos atañe en todos los niveles de nuestra vida, que su enseñanza se hace carne en nuestras propias vidas, modelando su contenido. Si un hijo contempla cómo sus padres se dejan guiar por los designios divinos de forma voluntaria y coherente, será mucho más probable que, cuando sean adultos, puedan desear apropiarse de la sabiduría de lo alto para ser semejantes a sus padres en ejemplo y estilo de vida. Si, como padres, vivimos cada estatuto del Señor de forma consistente, nuestros hijos se darán cuenta de que así es como les gustaría vivir cuando tengan la madurez suficiente como para emanciparse del hogar familiar. 

     Ahora, si los padres hacen caso omiso de las palabras de las Escrituras en lo que atañe a la moralidad y la ética personal y familiar, menospreciando la oportunidad de vivir de acuerdo con las directrices bíblicas, e incluso tachando a Dios de un incordio innecesario, ¿cómo podrán esperar que sus hijos sean personas de bien en el futuro? Si los progenitores optan por creer en sí mismos, en adquirir hábitos perniciosos y adictivos, si sus órdenes son contradictorias y ambiguas, y si predican una cosa y luego hacen otra, ¿de qué modo un hijo podrá escoger un camino de honradez y honestidad? Si el hogar es un espacio caótico y desestructurado, sin normas ni autoridad, lo más probable es que el hijo adopte miméticamente la misma manera de pensar y actuar que sus padres, provocando con su frustración e ira episodios cada vez más violentos en contra de aquellos que le dieron la vida. 

     La disciplina en el hogar se convierte, a tenor de lo anterior, en un asunto de lo más perentorio, sobre todo cuando aparecen en el horizonte los primeros atisbos de la adolescencia. Desde que los hijos son pequeños, los padres deben hacerles entender que los actos tienen sus consecuencias. Por cada acción positiva, ha de corresponder una recompensa reforzadora; y por cada actuación negativa o rebelde, debe derivarse un castigo o penalización. El niño, el adolescente y el joven deben saber que existen normas y límites en su libertad de acción. Si no se marcan las lindes en el hogar sobre lo que se debe y no se debe hacer, lo más probable es que los hijos se conviertan en auténticos emperadores de la casa, manipulando y exigiendo a los padres que sean sus siervos en lo tocante a sus apetitos y caprichos. Si no existe la promesa cierta de un castigo, de la naturaleza que sea, el hijo entenderá que todo le es lícito, que todo está permitido, y que sus acciones no tienen repercusiones negativas que le afecten. Estaremos construyendo la personalidad de un absoluto abusador en potencia cuando este sea adulto.  

     Mientras todavía el padre o la madre perciben que están a tiempo de revertir la tendencia agresiva, díscola y desobediente de sus hijos, es preciso atacar el problema, aplicar la disciplina de forma equilibrada, firme y amorosa, sin tirar de una frustración o furia contraproducente. Como diría el propio apóstol Pablo en Colosenses 3:21: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten.” Los castigos en caliente, con el enfado a flor de piel, pueden convertirse en un peligroso detonador de la relación entre padre e hijo, arrebatando al amor la oportunidad de que el castigado entienda el porqué de su situación disciplinaria. 

      El hijo debe estar atento a todo cuando un padre o una madre que lo quieren tiene que decirle. Cuando todavía son tiernos infantes, esto es mucho más fácil, e incluso como padres buscamos estrategias que nos permitan hablarles de Dios y de sus mandamientos de formas creativas y sugerentes, descendiendo a su nivel cognitivo. Pero cuando ya son adolescentes, no solo hemos de hablarles y enseñarles, sino que hemos de demostrarles que vale la pena seguir en pos de las huellas de Cristo cada día. Hemos de aportar argumentos válidos y de peso para que se persuadan de la necesidad que ellos mismos tienen de servir a Dios y obedecer su voz. Tenemos la dura y compleja tarea de corregirlos, de redirigirlos y de amonestarlos cuando meten la pata o se sienten perdidos en sus redes de relaciones interpersonales cada vez más amplias e intrincadas. Si sabemos sembrar en sus corazones el temor de Dios y el amor por las Escrituras, existirán más probabilidades de que, cuando sean ya ancianos, con su propia familia, se acuerden de nuestras lecciones y enseñanzas, apreciando en su justa medida todo el desvelo que depositamos porque conociesen el evangelio de Cristo. 

     Sabemos que hay una época en la adolescencia de nuestros hijos en la que dejan de escuchar nuestra voz para dar mayor importancia a lo que sus iguales, sus amistades e influencers les proponen. No es extraño que asuntos éticos y morales se conviertan en un campo de batalla en el que choquemos frontalmente con nuestros hijos. Conocemos de las tendencias, algunas de ellas tóxicas y dañinas, que están en boga dentro de la esfera de las amistades adolescentes, y como padres habremos de vérnoslas con situaciones extraordinariamente desagradables en las que están involucrados nuestros amados hijos. El corazón del adolescente se convierte en un hervidero de opiniones, cosmovisiones de lo más variopinto y delirante, de sueños y deseos, de ansias por experimentar, de puntos de vista antagónicos con la perspectiva cristiana, y como padres habremos de remachar, una y otra vez, con grandes dosis de sensibilidad y creatividad, la necesidad imperiosa que sus hijos tienen de edificar su carácter sobre el cimiento firme de los consejos de Dios, los cuales no pasan nunca de moda, e invariablemente llevan a la persona a una vida feliz y próspera a todos los niveles. Procurar que, una vez superada la etapa de la adolescencia y alcanzada la de la adultez, nuestros hijos puedan vivir vidas entregadas a Dios es nuestra principal misión como sacerdotes del hogar y administradores de las criaturas que el Señor nos ha encomendado. 

     Una de las cosas que más aborrece el Señor es tener que observar cómo los hijos no se conforman con lo que sus padres bien pueden darles de acuerdo a sus necesidades, y optan por sustraerles y exigirles más de lo debido con amenazas e insultos. Que un hijo robe a su padre era algo impensable en la sociedad israelita. Es una manera de decir que el padre solo es un cajero automático que le ha de proveer sí o sí de los recursos oportunos para saciar sus caprichos y adicciones, sus apetitos desenfrenados y sus infames diversiones. Tampoco soporta Dios a aquellos hijos que hacen llorar a sus madres, que las hacen sufrir hasta límites lamentables y trágicos. Que un hijo haga que una madre tenga que replantearse tener que echar a su hijo de casa, denunciarlo a las autoridades, o marcharse ella lejos de este por miedo a sus reacciones violentas y vampíricas, es un auténtico drama que el Señor condena rotundamente. Tener que lidiar con datos estremecedores como el de que las denuncias de padres agredidos por sus hijos han aumentado de manera extraordinaria un 400% en los 10 últimos años, es un asunto que urge ser tratado lo antes posible, tanto por los padres como por las instancias civiles. Nuestro consejo a los hijos debe ser el de dejar de prestar atención a las voces ajenas que Satanás usa para demoler y destruir la armonía familiar, y poner su interés en aprender de la sabiduría eterna y perfecta de Dios, la cual siempre beneficia a la felicidad del entorno paterno-filial. 

2. DISCIPLINA QUE INCULCA LA CULTURA DEL ESFUERZO Y LA GENEROSIDAD 

     Una de las enseñanzas que mejor podemos legar a nuestra descendencia es el amor por el prójimo y el correcto y eficiente uso de los recursos económicos: “A Jehová presta el que da al pobre; el bien que ha hecho se lo devolverá... Una satisfacción es para el hombre hacer misericordia, y mejor es un pobre que un mentiroso... El perezoso mete su mano en el plato, pero ni aun es capaz de llevársela a la boca.” (vv. 17, 22, 24) 

     Nuestros hijos deben ser capaces de observar la dinámica de generosidad y de servicio que, como padres, desarrollamos en beneficio de los más desfavorecidos. Si somos personas que se vuelcan en la satisfacción de los menesterosos y en el aplacamiento de los sufrientes, nuestros hijos muy posiblemente nos imitarán en esta actividad compasiva. Salomón expresa en este punto una idea hermosa y profunda que tiene que ver con atender a los que pasan por estrecheces y crisis financieras. Cuando intentamos paliar, en la medida de nuestras posibilidades y recursos, la miseria de los desfavorecidos, estamos haciendo esto como un préstamo a Dios mismo, o como diría el mismo Jesús en su evangelio de gracia, “cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las naciones; entonces apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis; estuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y fuisteis a verme.” Entonces los justos le responderán diciendo: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero y te recogimos, o desnudo y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?” Respondiendo el Rey, les dirá: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.”” (Mateo 25:31-40) 

      El sentimiento y la emoción que el Señor nos proporciona cada vez que podemos echar una mano al necesitado es algo sublime e inolvidable, e incluso podríamos decir que adictivo. Seguro que todos recordamos la sonrisa de gratitud del menesteroso, o las palabras amables de alabanza que recibimos de alguien que lo estaba pasando mal, o las lágrimas de felicidad que brotaban de los ojos marchitos de una persona que vio resuelto su problema gracias al hecho de ser canales de las bendiciones de Dios. Esta sensación podemos contagiarla a nuestros hijos, y podemos hacer que, en ocasiones determinadas, les ayudemos a ser desprendidos y empáticos con los que padecen alguna dificultad. Salomón contrasta el breve y lastimoso placer que surge de mentir para lograr un fin o interés personal, con el de ser misericordiosos aun siendo personas pobres, sencillas y humildes. Al mentiroso le aguarda un castigo de parte de Dios, y al pobre, siendo honrado, le espera el consuelo y la recompensa del Altísimo.  

     Otra de las lecciones que hemos de hacer arraigar en el corazón de nuestros hijos en lo que concierne al trabajo y la economía, es la de animarlos a ser industriosos y esforzados en todo lo que hacen, desde sus estudios hasta sus primeras experiencias laborales. La pereza, defecto que no hemos de encarnar como padres, sino más bien ser un testimonio fiel de sacrificio y excelencia en nuestros respectivos trabajos y roles, si se aposenta sobre el carácter y personalidad del hijo en su infancia y pubertad, puede devenir en una tara de por vida que solamente le provocará dolor y sufrimiento a medio y largo plazo. Es preciso, como progenitores que somos, hacerles asumir y disfrutar lo que significa ganarse su paga o su propio sueldo con el sudor de sus frentes. La cultura del esfuerzo, de la disciplina y de la búsqueda de la excelencia deben ser valores que podamos transmitir en palabra y ejemplo a nuestra descendencia. Permitir que se tumben a la bartola, que sean elementos parasitarios de los fondos familiares, o que den por supuesto que el dinero cae del cielo o crece en los árboles, y que solo tienen que pedir o exigir para que sus bolsillos o tarjetas siempre estén llenas de parné, es un error que muchos padres cometen y que, más temprano que tarde, sufren. Tal es el grado de molicie y vagancia que pueden tener nuestros hijos que, cuando ya no estemos para ayudarlos y sean adultos, caerán en la peor de las miserias y no tendrán las herramientas necesarias para labrarse su propio futuro de forma satisfactoria y edificante. 

3. DISCIPLINA QUE MARCA LAS CONSECUENCIAS DE LOS ACTOS 

      Por último, en nuestro anhelo porque nuestros hijos dejen a un lado la necedad y se apliquen a la disciplina y el temor de Dios, los padres hemos de estar ahí siempre, cercanos para aconsejarlos y encaminarlos antes de que se metan en camisas de once varas y sean las autoridades policiales y judiciales los que se encarguen de una disciplina más contundente: “El que se deja arrebatar por la ira llevará el castigo, y si usa de violencias, añadirá nuevos males... Hiere al escarnecedor y el ingenuo se hará precavido; corrige al inteligente y aumentará su conocimiento... El testigo perverso se burla del juicio; la boca de los malvados encubre la iniquidad. Preparados hay juicios para los escarnecedores y azotes para las espaldas de los necios.” (vv. 19, 25, 28-29) 

     La ira y su hermana la violencia son dos ingredientes que unidos pueden causar mucho mal, no solo a nivel familiar, sino también a nivel social. Dejar que la furia descontrolada guíe nuestros actos suele desembocar en graves problemas, en muchos de los casos imposibles de revertir o arreglar. Cuando tomamos decisiones condicionadas por la ira desatada, lo más normal es que lleguemos a dañar severamente a otras personas, e incluso a nuestros seres queridos. No hay cosa peor que ver cómo un hijo se deja arrastrar por la frustración y el enojo cuando las cosas no salen como él desea, arrasando todo cuanto está a su alrededor con una inusitada violencia verbal, física y sicológica. Con el enfado maniobrando en nuestro interior, solo podemos esperar un castigo terrible y la aparición de repercusiones que van a marcar para siempre nuestro porvenir.  

     Tampoco es de recibo ser objeto de las burlas crueles de parte de nuestros hijos con el ánimo de humillarnos y despreciarnos. Esta actitud debe ser cortada de raíz desde el primer episodio en el que el hijo se ensaña perversamente con sus progenitores. De este modo, aquellos que observen el castigo que merece tamaña falta de respeto, los ingenuos de este mundo, sabrán a qué atenerse si deciden incurrir en el mismo deleznable delito contra natura. Si el hijo es lo suficientemente inteligente para comprender el motivo de la corrección y la disciplina parental, aprenderá a ser cauto y precavido con sus declaraciones, acusaciones o exabruptos contra sus progenitores. 

      Como padres nuestra vida, nuestras palabras, actitudes y hechos, están abiertos de par en par a la mirada escrupulosa y perspicaz de nuestros hijos. Aunque parezca que no nos están observando, no es así. Por eso, si nuestra moralidad falla, ellos colegirán que también ellos pueden ejercer esa misma hipocresía que manifestamos de cara a nuestro hogar y a nuestra vida pública. Si testificamos en falso contra alguien, si mentimos para conseguir un rédito concreto, o si dejamos arrinconada la condena de cualquier pecado cometido contra alguien que es inocente, nuestros hijos recogerán el guante de nuestra doble moral y proseguirán sus vidas aplicando la falsedad y ambigüedad de nuestras enseñanzas y actuaciones. Los que se burlan de otros, especialmente de quienes los trajeron a este mundo, y los necios, aquellos que prefieren vivir a espaldas de la voluntad de Dios expresada en las Escrituras, merecen ser juzgados y castigados, bien sea en este mundo o en el venidero. Esto es algo que deben interiorizar nuestros hijos, siempre y cuando no seamos nosotros escarnecedores de nuestros propios padres u ocultemos los pecados cometidos debajo de la alfombra. Instruir a nuestros hijos sobre las consecuencias funestas que conllevan actuaciones violentas, falsas y perversas, debe ser una de nuestras tareas más inmediatas y urgentes. 

CONCLUSIÓN 

      Nadie dijo que ser padre o madre fuese fácil, y lo mismo puede decirse de los hijos cuando tienen unos padres que no edifican su hogar en el temor de Dios, en la inculcación de valores y principios bíblicos, y en el modelaje de una ética basada en el modelo de Cristo. Todos los que aspiramos a ser padres revestidos de Cristo deseamos siempre lo mejor para nuestros hijos, qué duda cabe, y esto no significa que sea sencillo apartar a nuestros hijos de elecciones tóxicas y caminos que llevan a la perdición. Todo lo contrario. Pero que esta tarea de ofrecer una disciplina parental sana y ajustada a los parámetros bíblicos sea dura y complicada, no significa que siempre esté llena de sinsabores y quebraderos de cabeza.  

      Cuando hacemos bien nuestro trabajo y nuestros hijos, a su debido tiempo, toman la decisión de seguir a Cristo como su Señor y Salvador, agradeciéndonos todos nuestros consejos y sacrificios, entonces disfrutaremos de una sensación inenarrable que nos llenará de satisfacción y gozo. Pongamos en las manos de Dios a nuestros hijos sin descuidar nunca nuestro rol de maestros, de modelos éticos y de padres amorosos.

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