SEÑALES



SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 16-17 “HIJO DE DIOS” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 16:1-4 

INTRODUCCIÓN 

       ¿Nunca os habéis encontrado con alguien al que habláis sobre Dios, y os espeta que, si Dios existe, por qué no se lo demostramos con una señal sobrenatural? “Si Dios existe, que haga que me toque la lotería,” “si Dios existe de verdad que haga un milagro en mi vida,” son algunas de las frases que he escuchado por ahí de personas que, en realidad, lo único que quieren en desembarazarse de uno. La fe que algunos quisieran tener parece que tiene que ser rubricada con un acto portentoso que los deje patidifusos y que certifique que Dios realmente existe. “Si no lo veo, no lo creo,” también es otra de las frases más manidas que algunos emplean para reclamar una prueba fehaciente de la existencia de Dios. No es suficiente con la Palabra de Dios, toda ella llena de los actos maravillosos y sobrenaturales del Señor; con el testimonio fiel de muchas personas que han pasado de muerte a vida espiritual, dejando atrás trayectorias dramáticas para convertirse en discípulos de Cristo; o con las mil y una maneras en las que Dios se revela por medio de la creación o de nuestra conciencia. No es suficiente todo esto, y, por tanto, necesitan espectaculares evidencias en forma de fuegos artificiales, de transformaciones de la materia o de cumplimientos inmediatos de deseos y sueños. 

      Todos hemos pedido a Dios una señal de que Él existe. Hemos clamado al cielo rogando un ejemplo claro y contundente de que nos escucha, de que habita esta realidad, de que es quien dice ser. Hemos tentado en ocasiones al Señor pidiendo pruebas incontrovertibles mediante las cuales poder asentir intelectualmente sobre cuestiones espirituales. Hemos recurrido a la pataleta chantajista de ordenar al Todopoderoso que cumpla nuestros anhelos y caprichos, so pena de dejar de creer en Él. Si las cosas no funcionan como queremos, y así se lo hacemos saber a Dios, entonces nos enfadamos y abandonamos nuestra fe para creer mejor en nosotros mismos. Echamos en cara al cielo cosas que no deberían pasarnos, miserias que no tendríamos que afrontar como cristianos, fracasos que no habrían de tener sitio en la vida de un hijo de Dios, esperando una señal que nos saque del atolladero, o si no sucumbimos a la impotente y resentida actitud de concluir que Dios, después de todo, no es real. Solo cuando hemos madurado espiritualmente y nos hemos dejado santificar por el Espíritu Santo, hemos entendido que esa clase de fe condicional no es la auténtica fe que Dios desea implantar en nuestras almas. 

       Jesús tuvo innumerables ocasiones a lo largo de su ministerio terrenal de vérselas con personas que pusieron una y otra vez su identidad mesiánica en tela de juicio. Por supuesto, él era consciente de que esto era una posibilidad bastante esperable por parte de personas aferradas a la cerrazón e hipocresía de una religión mecánica, fría e intransigente. Jesús tenía la certeza desde el primer instante que, sobre todo los líderes religiosos de las distintas facciones judías, iban a tratar de anular cualquier identificación suya con Dios. Sin embargo, a través de sus enseñanzas autoritativas, tan diferentes de las de los escribas y maestros de la ley de aquella época, por medio del despliegue de su poder liberador, sanador y soberano entre sus conciudadanos, y con el respaldo de su Padre en todo cuanto hacía, cumpliendo así las Escrituras, Jesús iba desmintiendo cualquier acusación falsaria en contra de quién era y de a qué había venido al mundo. Los oponentes a su labor redentora iban a emplear cualquier treta para demostrar a las masas que lo seguían que Jesús era un impostor, un falso maestro y un revolucionario peligroso. 

1. INTENCIONES PERVERSAS 

      La intención perversa que anidaba en las mentes de los principales dirigentes religiosos de la época se hace sentir una vez más tras la alimentación por parte de Jesús a más de cinco mil personas por segunda ocasión: Llegaron los fariseos y los saduceos para tentarlo, y le pidieron que les mostrara una señal del cielo.” (v. 1)  

      Como bien sabemos, los fariseos y los saduceos eran dos sectas diferentes y mayoritarias del judaísmo en aquellos tiempos. Los fariseos estaban enfrentados a los saduceos en bastantes temas concretos. Los saduceos creían que el hombre era el creador de sus propias circunstancias, los fariseos pensaban que el creador de todo era Dios. Los saduceos provenían de la aristocracia judía, los fariseos pertenecían a la clase media. A diferencia de los fariseos, los saduceos no creían en la llegada del mesías. Los fariseos no avalaban la relación con el gobierno, creían que Dios castigó a los hombres debido a sus gobernantes. Los saduceos creían en el beneficio político y económico de los gobiernos, y fomentaban la relación política. A diferencia de los saduceos, los fariseos creían en la resurrección y en las tradiciones religiosas de ley. Como vemos, en muchas cuestiones estaban muy pero que muy lejos de encontrar puntos de común acuerdo. Sin embargo, en cuanto Jesús entra en escena, ambos grupos religiosos no dudan en aunar fuerzas, con el objetivo claro de eliminar su amenazante discurso y de restarle ascendencia sobre el pueblo judío que lo tenía en alta consideración.  

      Aquí los vemos: enemigos enconados durante décadas, y ahora formando un frente unido contra Jesús. Sus intenciones son las de tentar a Jesús. Esto no era una novedad para el Maestro de Nazaret. Ya había sido objeto de las tentaciones más formidables habidas y por haber durante su tiempo de ayuno en el desierto, justo después de ser bautizado por Juan el Bautista. Satanás en persona trata de acelerar procesos que deben llevar su curso de forma minuciosa, intenta apelar a su filiación divina para demostrar su poder, e idea formas materiales de lograr su sumisión absoluta. No obstante, ninguna de estas tentaciones tiene su efecto sobre Jesús, el Hijo de Dios, el cual apela a las Escrituras para dar carpetazo a las abyectas intenciones del maligno. Satanás ya había pedido a Jesús señales sobrenaturales de su identidad, como convertir en pan unas piedras, o como lanzarse desde el pináculo del Templo para demostrar al mundo que él era el Mesías esperado por Israel, descendiendo suavemente en brazos de sus ángeles. Si el diablo no había probado suerte en tentar a Jesús, y nada había sacado en claro, ¿qué creían estos entendidos religiosos que podían hacer tentando a Jesús? 

       Ellos tenían una idea en mente bastante precisa de cómo desarmar a Jesús, de cómo humillarlo ante la mirada de las multitudes que le seguían. Le piden una señal, pero no una cualquiera, una señal del cielo. La multiplicación de los panes y los peces no era una señal que, de verdad, apuntara a Jesús como el Cristo. La expulsión de demonios no era un indicio demasiado creíble de que era el Hijo de Dios. La sanidad de los enfermos tampoco era una muestra válida de que Dios estaba con Jesús en todo lo que hacía y decía. Necesitaban algo impresionante, espectacular, glorioso, bien visible para todo ojo. ¿Qué esperaban estos fariseos y saduceos? ¿Una voz atronadora que proviniese de las nubes ratificando a Jesús como el ungido de Dios? ¿Un fuego consumidor bajando a gran velocidad desde la atmósfera? ¿Un presagio en forma de símbolo legible escrito en el azul del cielo? No importa qué es lo que esperaban ver tatuado en el aire. Su voluntad no era la de arrodillarse humildemente ante Jesús tras recibir desde las alturas un signo inequívoco de que Dios estaba con él. No pedían una señal para que las vendas de sus ojos cayeran y reconocieran a Jesús como el Hijo de Dios. Lo hacían con la mala baba de conseguir que Jesús se rebajase a cumplir con el deseo de sus malvados corazones. 

     El hecho de tentar a Dios, y por extensión a su Hijo, nunca ha sido una buena idea. Si nos retrotraemos al Antiguo Testamento, recordaremos episodios lamentables con triste y amargo final para aquellos que creyeron que podían tratar a Dios como a un cualquiera, que tenían el derecho de tentar caprichosa y peligrosamente al Señor. Tenemos el caso de los israelitas en Éxodo 17:7, preguntando con desfachatez a Moisés en Masah y Meriba: “¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?” Moisés recoge este momento más adelante en Deuteronomio 6:16: “No tentaréis a Jehová, vuestro Dios, como lo tentasteis en Masah.” El salmista vuelve sobre esta actitud con otra pregunta de parte de los israelitas: “Y hablaron contra Dios, diciendo: ¿Podrá poner mesa en el desierto?” (Salmo 78:19; 95:8-10) Pablo nos relata las consecuencias que esta tentación tuvo en Israel: “Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos lo tentaron, y perecieron por las serpientes. Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por mano del destructor.” (1 Corintios 10:9-10) Tentar a Dios no es buen negocio para aquellos que tratan de poner en cuestión su palabra, su poder o su existencia. Los fariseos y saduceos no habían entendido el alcance de sus peticiones a Jesús. 

2. HIPÓCRITAS METEOROLÓGICOS 

       Jesús se detiene por un instante y los observa extrañado ante tan peculiar solicitud: “Pero él, respondiendo, les dijo: «Cuando anochece, decís: “Hará buen tiempo, porque el cielo está rojo.” Y por la mañana: “Hoy habrá tempestad, porque el cielo está rojo y nublado.” ¡Hipócritas, que sabéis distinguir el aspecto del cielo, pero las señales de los tiempos no podéis distinguir!” (vv. 2-3) 

       Si los fariseos y los saduceos esperaban que Jesús cayera en las redes de su añagaza, iban apañados. Jesús se zafa de esta petición tan maliciosa haciéndoles ver que sí, que conocer el oraje y la clase de condiciones atmosféricas era lo suyo, pero que en lo que tenía que ver con discernir lo verdaderamente importante, lo espiritual, la voluntad de Dios, eran unos auténticos ineptos. Con conversaciones y observaciones peregrinas, triviales y puramente superficiales estos líderes religiosos podían llenar sus horas de tertulia. Tenían, en virtud de la experiencia que la naturaleza demostraba con su periodicidad y constancia, la posibilidad de averiguar grosso modo si el día siguiente iba a ser apacible o desapacible, si la mañana auguraba un día tempestuoso o plácido. Sin embargo, cuando se trataba de penetrar en las honduras de la mente de Dios, de sus designios escritos en las Escrituras, de sus profecías mesiánicas, y de los propósitos sabios del plan salvífico de Dios, estaban a oscuras. Conocían el tiempo, pero no los tiempos. Observando los cielos podían predecir la clase de jornada que tendrían al día siguiente, pero no habían puesto cuidado y tesón en averiguar a través de las evidencias poderosas y autoritativas de Jesús, que Dios estaba en ese instante hablando con ellos cara a cara. 

      Jesús no duda en recriminarles ásperamente esta especie de ceguera espiritual que les impide ver más allá de lo material, de lo físico y de lo que durante tantos siglos había sido anunciado por decenas de siervos de Dios. Habían puesto su corazón en las trivialidades, en la minuciosidad enfermiza por hacer cumplir la ley a los demás, en las estúpidas e infértiles peleas entre ellos por ver quiénes eran los genuinos depositarios de la voluntad divina. Dejaron atrás el espíritu de la ley para dedicarse únicamente a la letra fría, vacía e inmisericorde. Con las Escrituras en sus manos, con toda una vida dedicada al estudio de las mismas, y todavía no eran lo suficientemente perspicaces para reconocer e identificar a Jesús como el Hijo de Dios, como el Mesías redentor, como la esperanza de Israel. Qué pena e indignación sentiría Jesús al mirar a los ojos a los responsables de la enseñanza y dirección espiritual del pueblo escogido por Dios, y contemplar únicamente la maldad de sus negros corazones. Jesús estaba leyendo sus almas y solo veía fachada, mentira, engaño e intereses contrarios a la voluntad de su Padre. ¡Cómo no iba a llamarlos hipócritas, si su intención de continuo era disfrazar sus ansias de poder e influencia sobre el populacho con la apariencia de solemnidad, pureza e intachable conducta! Estaban siendo negligentes en la correcta y oportuna interpretación de los tiempos, y su triste vida solo se apoyaba en dar una imagen lo más resplandeciente ante los ojos del resto del mundo, aunque sus pensamientos y propósitos distaban de asemejarse a los de Dios. 

      Este suele ser un mal que afecta de forma negativa a la vida de muchos cristianos. Son capaces de hablar prácticamente de todo aquello que tiene que ver con controversias fútiles y con polémicas infructuosas, pero que no tienen la necesidad de seguir ahondando en la obra y ministerio de Cristo. Se enzarzan en cuestiones propias del legalismo o del tradicionalismo, apartando definitivamente cualquier consideración relacionada con los rudimentos de la fe. Prefieren pasar tiempo debatiendo ferozmente por sus perspectivas doctrinales o por sus definiciones teológicas, en lugar de cultivar una vida devocional rica y llena del Espíritu Santo. Lo importante y nuclear pasa a ser tangencial o consabido, y, por tanto, indigno de ser tenido en cuenta, mientras que lo secundario y lo prosaico se convierte en el centro en torno al cual orbitan sus intereses, intenciones y visiones de la realidad. Son hábiles en llevar la cuenta de lo accesorio, pero no prestan atención a lo básico y fundamental de la fe cristiana, a seguir y servir a Cristo más allá de elucubraciones y especulaciones metafísicas. 

3. LA SEÑAL DE JONÁS 

      Meneando la cabeza en señal de hastío, Jesús vuelve a reprender a los exponentes más relevantes del panorama religioso judío, y lo hace regresando a una expresión que, en más de una ocasión, ya había empleado para etiquetar a aquellos que siguen cerrando su mente y su corazón al reconocimiento de Jesús como el Hijo unigénito de Dios: “La generación mala y adúltera demanda una señal, pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás.” (v. 4) 

      Jesús indica bruscamente que cualquiera que venga a él con un talante insincero y con una intención aviesa, puede darse la vuelta y marcharse por donde vino. Él no recibe órdenes de nadie, únicamente se somete obedientemente a su Padre, y ningún ser humano o criatura va a obligarle a realizar un truco de magia que no servirá absolutamente para nada. Recordemos que Jesús ya había lidiado con este tipo de situaciones. Cuando hizo despliegue de su poderío y compasión por los enfermos, ya hubo religiosos que adjudicaron todas las obras portentosas que realizó al mismo Belcebú. Por tanto, iba a dar igual que un extraordinario muestrario de señales excepcionales se desatase ante la mirada de los que le pedían la señal del cielo. Seguirían en sus trece, y buscarían una respuesta a su gusto para explicar todo cuanto pudiera hacer Jesús. El Maestro de Nazaret ha adivinado la malignidad en sus palabras y ha comprobado que los corazones de estos líderes religiosos están muy, pero que muy lejos de Dios, adorando ritos, ceremoniales, leyes y religiosidad, en lugar de someter sus vidas al consejo y guía del Señor. Son adúlteros espirituales, personas que han faltado a la fidelidad debida a Dios, y que simplemente se sirven a sí mismos. 

      Con los rostros demudados y desencajados, los representantes religiosos de las dos sectas judías más reconocidas de la época se quedan boquiabiertos ante las acusaciones tan directas de Jesús. Jesús, no obstante, parece que sí está dispuesto a ofrecerles una señal, pero no cuándo, dónde y cómo ellos quieran. Jesús se remite a la señal del profeta Jonás, ampliamente conocido por su aversión nacionalista por predicar el arrepentimiento a los habitantes de la pagana Nínive. Creo que todos conocemos más o menos la historia de sus tiras y aflojas con Dios a la hora de responder al llamamiento del Señor. La señal de la que Jesús habla tiene que ver con el episodio en el que, tras la resistencia de Jonás a la voz divina, se embarca rumbo a Tarsis, y cuando está ya en alta mar, Dios decide hacer que la embarcación sea zarandeada por los elementos. En ese momento, Jonás se da cuenta de su yerro y se lanza al mar donde un pez gigante se lo traga. Allí dentro de este gran animal marino pasa tres días hasta que, al fin, es liberado en la costa por voluntad de Dios. Jesús, básicamente, estaba anunciando veladamente su muerte y resurrección, los tres días que permanecería inerme en el sepulcro de José de Arimatea, y la jornada gloriosa en la que sería levantado de entre los muertos. 

      Claro, esta revelación de Jesús les hace rascarse la cabeza. ¿A qué se estará refiriendo este maestrucho con la señal de Jonás? Jesús los deja pensando y armando hipótesis sobre lo que significaban sus palabras enigmáticas. Nosotros, que ya conocemos la narrativa de principio a fin, sabemos a qué se refería Jesús, pero los allí presentes debían esperar algo más de tiempo hasta poder atribuir esta significativa señal a un acontecimiento futuro como el de la muerte y resurrección de Jesús. Este sería el evento salvífico por excelencia que dejaría absolutamente cerrado y aclarado el asunto de la filiación divina de Jesús. La cruz del Calvario y la tumba abierta tres días después, serían la señal culminante de que Jesús era el Hijo de Dios, y que su misión, obra y enseñanza casaba a la perfección con todas las profecías que de éste se hicieron siglos atrás. No obstante, para duros de cerviz y para ignorantes de lo verdaderamente importante, esta señal se convertiría en piedra de tropiezo para ellos y tratarían, como veremos más adelante en los relatos evangélicos, de silenciar esta señal inequívoca y rotunda de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. 

CONCLUSIÓN 

       Siempre que leo este pasaje me acuerdo de la parábola que el mismo Jesús contó acerca del rico y Lázaro. El rico, viendo su lamentable y horrible estado en los infiernos, pide a Dios que envíe a Lázaro para avisar a sus hermanos de que debían cambiar sus vidas a fin de no acabar en el pozo de desesperación en el que se hallaba para toda la eternidad. Si sus hermanos vieran a una persona fallecida volver de la muerte como señal de que es preciso arrepentirse de sus pecados y seguir al Señor, seguramente volverían en sí y creerían. Sin embargo, todos conocemos las palabras que Dios da a este pobre rico: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán, aunque alguno se levante de los muertos.” (Lucas 16:31) 

      Si cuando la Palabra de Dios es predicada, enseñada y anunciada; si cuando un hijo de Dios cuenta con todo detalle el testimonio de una vida abocada a la miseria que tuvo un encuentro personal con Cristo y que este cambió radicalmente su trayectoria vital; si cuando el Señor hace el milagro de sanar a una persona prácticamente desahuciada y lo imposible se torna en posible, una persona no cree en Cristo como Hijo de Dios, entonces dará igual que desde los cielos provenga una señal espectacular y fenomenal, porque seguirá dando la espalda a Dios a menos que el Espíritu Santo lo convenza de pecado. Los creyentes no confiamos en Cristo por lo que hiciera en nosotros o a través de nosotros, sino porque no nos lo reveló ni sangre ni carne, sino que Dios por medio de su Espíritu nos regaló el don inefable de la fe, mediante la cual, por gracia hoy somos salvos y reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador, el Hijo unigénito de Dios.

Comentarios

Entradas populares