EL HIJO DEL HOMBRE



SERIE DE ESTUDIOS SOBRE APOCALIPSIS “CARTAS DEL FIN DEL MUNDO” 

TEXTO BÍBLICO: APOCALIPSIS 1:9-20 

INTRODUCCIÓN 

       El ser humano siempre ha intentado visualizar o imaginar lo espiritual y etéreo. Algo que se escapa a los cinco sentidos, que es inasible y que no puede comprobarse con la concreción de lo visible o palpable, es una auténtica invitación a la imaginación. A lo largo de las eras, la humanidad ha buscado a través de los símbolos, de las artes o de la filosofía y la religión el modo de poner cara, atributos cognoscibles e imagen finita a un Dios que está más allá de cualquier intento de dibujarlo, enmarcarlo o identificarlo dentro de los parámetros de aquello que podemos llegar a entender con nuestra limitada capacidad intelectual, racional y estética. Por eso, imágenes de quién es Dios o representaciones pictóricas y escultóricas de alguna de sus características más enfatizadas en distintos momentos de la historia de la iglesia, las hay a millones, casi tantas como personas que se dedicaron a pensar en cómo sería Dios si pudieran aprehenderlo con su mirada o con sus oídos. Simplemente echemos un vistazo a la historia del arte sacro para darnos cuenta inmediatamente de que Cristo, el Espíritu Santo o Dios Padre han sido interpretados de mil y una manera distinta. 

      En tiempos de la iglesia primitiva era impensable realizar cualquier esfuerzo por antropomorfizar artísticamente a Dios, pero pronto en el románico tenemos ya la representación humanizada de Dios como un anciano venerable y severo de luengos cabellos y rostro barbado, la de una mano protectora que surge de una nube extendiendo varios dedos para bendecir o condenar, o la del famoso pantocrátor, una imagen central en los tímpanos y bóvedas de los edificios religiosos de la época. Tratar de llevar a la paleta de colores y al taller de talla de madera o de mármol la idea de Dios ha ido derivando en múltiples cuadros y esculturas en las que sobresale siempre el sesgo ideológico de la época, el sentido estético del momento o el énfasis doctrinal o teológico imperante en la Iglesia Católica Romana. Sin embargo, por mucho que se afane el artista, el pensador o el teólogo en atisbar un solo detalle de la apariencia real de Dios, nunca será posible retratar con los recursos necesarios un ser que es espiritual, y que, por tanto, no puede ser captado por nuestra sensibilidad artística o imaginativa. 

      Juan, en el texto que prepara el mensaje de Cristo a las siete iglesias en este libro de Apocalipsis, nos ofrece una experiencia sublime y sobrecogedora acerca de la impresión visual y sobrenatural que Dios le ofrece en una visión espectacular de sí mismo. A diferencia de muchas otras representaciones que pudieran hacer los mortales, la de Juan es distinta porque es el Espíritu Santo el que le permite recoger esta formidable revelación en palabras que podamos comprender, pero que también se alejan de la auténtica expresión inenarrable de esta epifanía que el discípulo amado, ya anciano y cargado de sufrimientos por causa de su maestro y Señor, ha podido degustar sin que un detalle se escape de su memoria. Juan es un auténtico privilegiado al poder descorrer la cortina que separa lo terrenal y presente, de lo celestial y futuro.  

1. UNA REVELACIÓN INESPERADA 

       Su narrativa comienza con un relato de las condiciones en las que se han de suceder los distintos mensajes a las iglesias: Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la perseverancia de Jesucristo, estaba en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo. Estando yo en el Espíritu en el día del Señor oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, que decía: «Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves y envíalo a las siete iglesias que están en Asia: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea.»” (vv. 9-11) 

       En esta carta dirigida a todos los hermanos y hermanas en la fe cristiana, Juan no exalta ni su persona ni su experiencia hasta el punto de enorgullecerse o vanagloriarse ante su audiencia. Se identifica como hermano y como consiervo en medio de las turbulentas condiciones de vida que muchos creyentes en Cristo están arrostrando como consecuencia de obedecer a Dios antes que a los seres humanos, de priorizar la adoración de Cristo por encima de la adoración al César, y de predicar el evangelio de salvación a pesar de ser públicamente señalados como una secta religiosa peligrosa. Juan no es una excepción a esta situación dura y penosa que comparte con miles de hombres y mujeres que están dispuestos a todo con tal de ser fieles testigos de su Redentor. Sin embargo, a pesar de las penurias y aflicciones que todos ellos enfrentan, son un solo cuerpo, un solo pueblo que tiene en sus corazones la meta de extender el Reino de los cielos y de participar como conciudadanos de este en las bendiciones que la vida eterna en Cristo les procura. Cristo es su modelo a seguir, sobre todo en lo que concierne a la perseverancia, a la constancia y al denuedo que demostró hasta la muerte, y muerte de cruz. Todos los creyentes del tiempo de Juan se hallan conectados triplemente entre sí: en los padecimientos de Cristo, en el advenimiento del Reino de Dios, inaugurado por Jesús años antes, y en la firmeza de sus convicciones y de su obediencia al Cordero de Dios. 

       Juan, desterrado por el emperador probablemente por los cargos de adivinación y profecía en la inhóspita isla de Patmos, de unos 35 kilómetros cuadrados de extensión, y perteneciente al archipiélago del Dodecaneso en el mar Egeo, acabará sus días realizando trabajos forzados en sus minas y canteras y viviendo en una cueva. Su delito fue el de proclamar las Escrituras señalando el cumplimiento de las promesas y profecías de la Biblia hebrea en la persona y obra de Cristo, amén de dar cumplida comunicación a todos cuantos quisieran escucharle de todas las enseñanzas, andanzas y experiencias habidas en los tres años en los que acompañó a Jesús en su ministerio terrenal. Recordemos que él mismo escribió un registro magnífico del tiempo en el que contempló de primera mano la asombrosa realidad de la salvación y liberación del pecado encarnada en Cristo. Juan fue un testigo directo de cómo Dios había cumplido con la esperanza de Israel y de cómo Jesús había muerto, resucitado y ascendido a los cielos. No había prácticamente nadie mejor que él para poner por escrito al menos una parte significativa de todo lo que Jesús hizo y dijo mientras anduvo por esta bola de barro. 

      Todo sucede en domingo, en el día del Señor, nueva jornada de adoración y glorificación de Cristo, día de júbilo y de recuerdo de la resurrección del Mesías, adoptado por la iglesia primitiva como momento semanal en el que reunirse en torno a la Palabra de Dios y a la comunión fraternal. No sabemos si Juan coincidió con algún creyente más en la isla de su destierro, pero lo que sí conocemos es de la fidelidad del apóstol al continuar dando la gloria y la alabanza a su Señor en este día en concreto. Su actitud en ese instante es el de dejar que el Espíritu Santo lo llene y dirija sus pensamientos a Dios, a sus promesas fieles, a descansar de sus trabajos para encontrar asueto y paz en medio de los posibles maltratos que sufriría en su destino final. Concentrado como estaba en exaltar a Cristo, en confesar sus pecados, en agradecer las bondades y misericordias del Señor, y en recordar mentalmente todos aquellos imborrables momentos de su relación estrecha con Jesús, de repente escucha una voz que lo sobresalta por la limpieza, nitidez y volumen de esta. La compara a una trompeta, tal es la sensación que asaltan sus sentidos sobrecogidos por la reverencia de su culto a Dios en ese instante. Esa voz majestuosa y clara presenta al que la profiere: se trata, ni más ni menos que, de Cristo, empleando para sí el título eterno que también se atribuye el propio Dios Padre.  

      Su precioso y amado Jesús desea transmitirle una serie de mensajes que ha de poner negro sobre blanco, que ha de plasmar en un libro con el que bendecir a todos los hijos de Dios de todas las épocas, y de manera más especial, a aquellos que estaban atravesando por persecuciones, martirios y torturas en virtud de su adhesión a la causa del evangelio de Cristo. El Eterno, el que no tiene principio ni fin, el Creador de todas las cosas y es dueño del tiempo, aquel que se hizo carne y hueso en este mundo a fin de cumplir el propósito salvífico establecido desde antes de la fundación del universo, desea revelarse a través de un nuevo escrito que trastornará a los incrédulos y que edificará a su iglesia de todos los tiempos. Ese libro, copiado siete veces, a fin de que cada uno de sus ejemplares llegara a sus destinatarios, habría de recorrer las iglesias de Asia Menor que consigna la voz que proviene de los cielos a oídos de Juan. Siete iglesias son las escogidas para recibir directamente de Cristo la manifestación de su voluntad y análisis, así como de sus promesas y expectativas: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea. De cada una de ellas hablaremos con mayor detalle en los próximos estudios de se sucederán a este. 

2. UNA ESCENA CRISTOLÓGICA IMPACTANTE 

       Juan, que al parecer se hallaba de espaldas a la voz que lo interpelaba y que le estaba encomendando esta labor de difusión de la revelación divina, se vuelve para poder contemplar a su amado Jesús, y lo que sus ojos reciben es una auténtica descarga de asombro, escalofríos y estremecimientos que recorren todo su ser: “Me volví para ver la voz que hablaba conmigo. Y vuelto, vi siete candelabros de oro, y en medio de los siete candelabros a uno semejante al Hijo del hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y tenía el pecho ceñido con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos, como llama de fuego. Sus pies eran semejantes al bronce pulido, refulgente como en un horno, y su voz como el estruendo de muchas aguas. En su diestra tenía siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos y su rostro era como el sol cuando resplandece con toda su fuerza.” (vv. 12-16) 

       Se dice que Juan tiene estas revelaciones de Cristo en una cueva que todavía hoy puede visitarse con el nombre de la Cueva de la Revelación. Desde este lugar, se abre ante la mirada estupefacta de Juan un cuadro ciertamente excelso y que supera con creces cualquier descripción humana que pudiera hacerse de esta escena excepcional. La primera imagen que salta a los ojos de Juan son siete candelabros de oro puro que destellan extraordinariamente, y tras estos se halla la figura singular de alguien que se parecía a su Jesús, a su maestro del alma, al Hijo del hombre, título cristológico muy propio de Juan que reúne la auténtica naturaleza de Cristo, completamente Dios y completamente ser humano. Juan reconoce en este ser a su estimado Señor y Salvador, aunque ya sentado a la diestra del Padre en gloria y esplendor. Su atuendo ya no es la túnica sin costuras que se repartieron los soldados al pie de la cruz del Calvario, sino que supera con creces cualquier imaginación. Sus regios ropajes caen hasta sus pies, y su pecho ostenta un cinto de oro bruñido de factura indescriptible, todo ello parte de la idea de realeza y dignidad suprema que estas vestiduras conferían a los gobernantes y reyes del mundo antiguo. A diferencia del cabello oscuro de Jesús mientras convivió con sus discípulos en la dimensión terrenal, el Hijo del hombre lo tenía inmensamente blanco, símbolo de la pureza y de la santidad, de la sabiduría y de la eternidad.  

      También su rostro resplandece tanto como lo hace la nieve recién caída de los cielos en contraste con la lana más delicada de las ovejas más blancas. Su mirada no es la mirada tierna y compasiva que exhibía en sus despliegues de gracia, perdón y amor, ni es la mirada indignada que dirigía a sus hipócritas adversarios religiosos. Ahora es un fuego purificador el que surge a llamaradas de sus ojos, un fuego devorador y terrible, una llama inextinguible que es capaz de escrutar lo inescrutable y traspasar como una espada cortante de dos filos el alma de sus criaturas. Nadie puede soportar o sostener esta mirada tan penetrante y santa. La parte de sus pies que puede verse deja entrever el color rojizo del bronce bruñido como si de un metal al rojo vivo se tratase. La dureza y resistencia de esta aleación de cobre y estaño dan mayor empaque al simbolismo de sus pies, señal de su inmutabilidad, decisión y firmeza en sus juicios y designios eternos. Y de su voz, ya reconocida como semejante al sonido triunfal de una trompeta, Juan añade que es como si torrentes, cataratas y corrientes de agua se unieran en su potente rumor para darle timbre y volumen insuperables. En su mano derecha, siete estrellas refulgentes parecen moverse como seres dotados de vida y propósito. 

     Otro detalle que cautiva a Juan es la boca del Hijo del hombre, de Cristo. De su boca parece brotar una espada aguda de dos filos, símbolo también del alcance y efecto formidable de sus palabras de Cristo a la hora de ser pronunciadas a aquellos que han de ponerlas por escrito. Recordamos también la ilustración que el escritor de Hebreos hace de las Escrituras, bastante similar a esta expresión: “La palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Hebreos 4:12) Entendamos que poder describir con palabras y vocablos terrenales una manifestación celestial y divina como la que está viendo Juan no es fácil, y que, en todos los casos, cada comparación que realiza el escritor apostólico es simplemente un recurso que nos permite imaginar al menos un ápice de lo que él estaba observando de primera mano. De nuevo, Juan vuelve al rostro, ya descrito como blanco nuclear, y ahora con la añadidura de que la luz que emana el rostro de Cristo es tan fuerte e intensa, que es poco menos que mirar el sol directamente, con el riesgo de ceguera que esto comporta. Todo lo que Juan apunta en su libro sobre la apariencia de Cristo es glorioso, maravilloso y estremecedor, a la par que terrible, imponente e irresistible.  

3. UNA MISIÓN URGENTE 

      Es normal que Juan quedase exánime ante tal cúmulo de sensaciones, imágenes y sonidos: “Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto. Y él puso su diestra sobre mí, diciéndome: «No temas. Yo soy el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades. Escribe, pues, las cosas que has visto, las que son y las que han de ser después de éstas. Respecto al misterio de las siete estrellas que has visto en mi diestra, y de los siete candelabros de oro: las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros que has visto son las siete iglesias.” (vv. 17-20) 

       ¿Qué reacción tendrías ante un despliegue espectacular y soberbio de la gloria de Cristo? Si Juan, ducho en experiencias sobrenaturales y con una trayectoria plagada de instantes milagrosos y portentosos, cayó desmayado ante el Hijo del hombre, ¿qué nos pasaría a nosotros? Seguramente lo mismo que a él multiplicado por mil. El impacto de una teofanía tan vívida como esta, es algo que el cuerpo y la mente humana no es capaz de procesar eficazmente algo así. Ahí tenemos a Juan, en el suelo de la caverna completamente inconsciente. No obstante, del mismo modo que hacemos los padres con nuestros hijos cuando tienen que levantarse temprano para prepararse para ir al colegio o al instituto, sacudiendo tierna y firmemente los hombros del o de la durmiente, Jesucristo se aproxima desde su lugar en medio de los candelabros para despertar a Juan de su momentáneo sopor. Con su mano derecha descansando sobre Juan, Cristo trata de insuflarle el ánimo necesario para recobrar el sentido. Lo hace con el cariño tan propio de Jesús, modulando el tono de su estruendosa voz para decirle que no ha de temer nada.  

      Él sigue siendo Jesús. Ese Jesús con el que departía por los caminos de Palestina, ese Jesús que inflamaba su corazón con sus lecciones y enseñanzas, ese Jesús que era Dios eterno encarnado, ese Jesús que es vida y vive. Es ese Jesús que un día murió en el vil madero del Gólgota para redimir al mundo, pero que también resucitó de entre los muertos. Es ese Jesús, Hijo unigénito de Dios, eterno en su naturaleza y esencia. Ese Jesús que venció a la muerte, que derrotó a la enemiga del ser humano, que abrió la puerta a una vida abundante e imperecedera para aquellos que, como Juan, creyeron en él como su Señor y Salvador. Es Jesús, primogénito entre los que durmieron, como ya señaló el propio Juan en el v. 5 de este primer capítulo de Apocalipsis. 

      Ya más repuesto de la impresión morrocotuda que se ha llevado, Juan abre bien sus oídos ante lo que Cristo va a decirle. Este va a encomendarle una misión sumamente delicada y urgente. El relato que ha de componer en este libro de la revelación del Hijo del hombre, debe contener el recuerdo de los hechos y palabras de Cristo, el registro de la situación por la que está pasando la iglesia del Señor en el presente, y la profecía de aquellos acontecimientos que han de suceder en el porvenir de la humanidad y del cuerpo universal de creyentes. La historia de la salvación, pues, es plasmada con maestría, rigor e inspiración del Espíritu Santo a través de la pluma de Juan en este preciado e incomprendido documento. Apocalipsis se convertirá en la referencia que necesita la iglesia cristiana de todas las épocas, aunque con el particular propósito de animar y dar consuelo a aquellos cristianos que estaban siendo apresados, condenados y ejecutados por las instancias gubernamentales del Imperio Romano.  

      El Hijo del hombre, que conoce a la perfección cualquier duda o interrogante de nuestra mente, antes de transmitir sus palabras a Juan, desea dar luz sobre las imágenes que aparecen durante la epifanía, las de los candelabros y las de las estrellas que aparecen a su diestra. En cuanto a los candelabros entre los que la presencia de Cristo mora, se trata del símbolo de las iglesias locales que se hallan enteramente bajo su dominio y señorío, donde habita permanentemente como cabeza de estas, y sobre las que vela día y noche. Son luces resplandecientes en medio de la oscuridad que invade el mundo en aquellos días. En relación a las estrellas, estas son el indicativo de que Cristo, en su afán por preservar a las iglesias de cualquier amenaza, ha emplazado a diferentes seres angélicos o mensajeros celestiales cuyo cometido es el de protegerlas y el de comunicar la voluntad de Dios por medio de los pastores y ancianos de la congregación. El número siete, por otra parte, es, como sabemos, el número de la plenitud, de la perfección y de la totalidad, por lo que, sin temor a equivocarnos, podríamos decir que estas siete iglesias escogidas son, en cierto sentido, la representación o muestra de todas aquellas congregaciones de fieles que existieron, existen y existirán hasta que Cristo vuelva para recoger a su pueblo en la parusía. 

CONCLUSIÓN 

       ¡Qué magnífica experiencia será poder ver algún día cara a cara a nuestro Señor Jesucristo! ¡Qué benditos son aquellos a los que se les permitió contemplar, aunque solo fuera un atisbo de su gloria y majestad! Si crees de todo tu corazón que Cristo es el Señor y Salvador de tu vida, tendrás ocasión de permanecer extasiado y arrobado en adoración en la presencia del Hijo del hombre. Mateo, uno de los apóstoles que también caminaron junto a Jesús, nos anima a poder ser espectadores de lujo de la visión extraordinaria y sublime de Dios en aquella hora: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque verán a Dios.” (Mateo 5:8) Si vivimos con Cristo cada día, bajo la guía de su Espíritu Santo, y en obediencia a Dios Padre, y persistimos en dar testimonio fiel y vivo del evangelio de salvación, obtendremos este supremo e incalculable galardón. 

     Juan, relativamente más tranquilo gracias a la paz que derrama el Hijo del hombre sobre su entendimiento, está preparado para impregnar de tinta su pluma y así dejar memoria escrita sobre lo que fue, lo que es y lo que será. Es el turno de las iglesias a las que se dirige especialmente esta parte del libro de Apocalipsis. ¿Qué mensaje tiene preparado para estas primitivas comunidades de fe? ¿Cómo nos afectan a nosotros en el presente las palabras de Cristo a estas congregaciones del pasado? La respuesta a todo esto, y mucho más, en nuestro próximo estudio sobre las cartas del fin del mundo en Apocalipsis. 


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