COMPASIÓN CELESTIAL



SERIE DE SERMONES SOBRE MIQUEAS “OÍD! 

TEXTO BÍBLICO: MIQUEAS 7:14-20 

INTRODUCCIÓN 

       ¿En qué consiste ser compasivo? Según la definición que nos ofrece el Diccionario de la RAE, aquel que siente compasión por el prójimo, desarrolla un “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien.” Según colegimos de este significado, una persona que muestra compasión hacia alguien, no solamente se siente apenado ante la desdicha concreta de otro de sus congéneres, algo que le honra, en tanto en cuanto, promueve y provoca en su alma una respuesta positiva de reconocimiento de que el estado óptimo de cualquier ser humano es el de vivir dichosamente en este mundo, y de que cualquier circunstancia de postración es algo que nadie debería sufrir; ni únicamente crea un sentimiento de ternura, un deseo de protección y de resolución del problema por el que está atravesando una adversidad, una voluntad e interés sincero por remediar y paliar la crisis que afronta su vecino; sino que también involucra una identificación con el que padece, ponerse en los zapatos del sufriente, sentir lo que siente el agraviado, para así convertir la pena y la ternura suscitadas en obras, en ayuda en acción. La compasión es uno de los atributos más hermosos que cualquier ser humano podría manifestar por su prójimo. 

       Sin embargo, y a la vista de muchas escenas cotidianas de la realidad presente, la compasión humana se está enfriando a marchas forzadas. La insensibilidad más gélida hacia personas que deben dejar sus países de origen por cuestiones relacionadas con la pobreza o la guerra queda patente en Lesbos. La indiferencia hacia millones de seres humanos que están pasando por hambrunas terribles, enfermedades pandémicas y represiones inhumanas crece con cada día que pasa. Por si esto fuera poco, algunos espabilados crean instituciones, presuntamente sin ánimo de lucro, para quedarse con lo que recogen o para vender lo que se les dona, en lugar de auxiliar a miles de familias en riesgo de exclusión social. Prácticamente nadie se entristece al contemplar imágenes crudas de las injusticias de este mundo en el que vivimos, nuestro corazón se endurece y se insensibiliza preocupantemente ante las noticias de catástrofes humanitarias, la ternura se ha desvanecido en almas que solo velan por lo suyo propio, y la identificación que conlleva la compasión atraviesa sus momentos más críticos de toda la historia, puesto que el egoísmo y la avaricia han defenestrado cualquier posibilidad de ser misericordiosos con los demás. 

      Visto este panorama, y dando gracias a Dios por las pocas personas que, de verdad, se preocupan por las problemáticas que se ciernen sobre los más desfavorecidos y marginados de la sociedad, hoy necesitamos más que nunca la compasión del Señor por toda la raza humana, sin excepciones. Solo Dios es capaz de mostrar una misericordia genuina que no se deja llevar por los valores materialistas, hedonistas y relativistas de este mundo. Solo Dios en Cristo pudo mostrar con lágrimas sinceras su tristeza al observar cómo el ser humano era un lobo para con sus semejantes. Solo Dios en Cristo sintió la ternura y la preocupación más auténticas por los que eran intocables, prescindibles, inmundos o excluidos. Solo Dios en Cristo manifestó su identificación con el ser humano de forma perfecta y total, descendiendo de la gloria y de la majestad celestial para encarnarse y vivir como cualquier otro mortal, con sus necesidades y fragilidades, con sus peligros y amenazas. El autor de Hebreos deja bastante clara esta idea de compasión: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.” (Hebreos 4:15-16) 

1. BENDICIONES Y TEMOR DE DIOS 

      Miqueas concluye su libro profético aportando esperanza y consuelo para un pueblo que pronto será objeto del juicio justo de Dios. Israel va a ser conquistado e invadido por los asirios, y estos, reconocidos por su barbarie y su salvajismo, harán que todos sus habitantes sean o pasados a filo de espada, o deportados a tierras extrañas. Se acerca inminente el día terrible del castigo disciplinario del Señor, aunque como ya vimos en este mismo capítulo de Miqueas, Dios ya está preparando el momento de la historia adecuado en el que Israel vuelva a su hogar y consiga recuperar su lugar en el orden mundial bajo su protección y guía. Con la idea de que Israel haya aprendido la lección sobre las nefastas consecuencias que se derivan de la rebeldía, idolatría y desobediencia a Dios, un nuevo amanecer asoma en el horizonte: “Apacienta a tu pueblo con tu cayado, al rebaño de tu heredad que mora solo en la montaña, en campo fértil; que sean apacentados en Basán y Galaad, como en el tiempo pasado. Como en los días en que saliste de Egipto, yo les mostraré maravillas. Las naciones lo verán y se avergonzarán de todo su poderío; se pondrán la mano sobre la boca y ensordecerán sus oídos. Lamerán el polvo como la culebra, como las serpientes de la tierra; temblarán en sus encierros, se volverán amedrentados ante Jehová, nuestro Dios, y temerán ante ti.” (vv. 14-17) 

      Dos acontecimientos ocurrirán cuando Israel sea liberado del dominio aplastante de sus conquistadores: la bendición y dirección de Dios sobre su pueblo restaurado, y la vindicación y juicio de aquellas naciones que, o se burlaron de la miseria de Israel, o se cebaron en su desdicha de forma inmisericorde. Dios es comparado por el profeta con un pastor, imagen recurrente a lo largo de las Escrituras que nos sugiere a un Dios que se preocupa por su remanente, por su rebaño, que lo cuida con esmero y cariño, que conoce a cada una de sus ovejas por su nombre particular, que lo lleva a pastos verdes y suculentos para alimentarlo, y que, si llega a ser necesario, lo disciplina para reconducir cualquier desvío o descarrilamiento.  

      El cayado, esa vara de unos dos metros de longitud, acabada en gancho en uno de sus extremos, es el vivo símbolo de un pastor que defiende a sus ovejas de las fieras rapaces, que rescata a las que caen en hoyos u hondonadas, y que reconduce a las que se desmandan y despistan con sus golpecitos. Las bendiciones de Dios son evidenciadas por la referencia a la montaña, a los pastos que crecen en tierras fértiles, a las praderas ricas en vegetación que se hallan en dos lugares bien conocidos por su espectacular riqueza en herbazales, como eran Basán, al este del Mar de Galilea, y Galaad, territorio que abarcaba desde el extremo sur del mar de Galilea hasta el extremo norte del mar Muerto. 

      Miqueas recuerda que las bendiciones increíbles de Dios nunca faltaron a Israel en ningún momento, y que si estas menguaron o desaparecieron fue por causa directa de su adulterio espiritual y de su hipocresía religiosa. Dios hizo varios pactos con Israel a lo largo de su historia, y siempre cumplió fielmente con sus promesas de prosperidad y shalom. El problema es que en el momento en el que Miqueas transmite estos oráculos divinos, Israel había quebrantado ese pacto teniendo que asumir las penalizaciones que conlleva haberlo hecho. Para dar muestra de la compasión, amor y gracia que el Señor ha ido derramando a lo largo de la historia del pueblo de Israel, Miqueas trae a la memoria las magníficas y asombrosas obras que Dios hizo tras haberlo sacado de casa de esclavitud en tierras egipcias. No tenemos más que leer e investigar en el Pentateuco para encontrar mil y una maneras en las que Dios socorrió, proveyó, defendió a su nación apartada. Las plagas, la división del Mar Rojo en dos, el maná del desierto, el agua de la peña, las codornices, o las victorias sobre naciones que pretendían obstaculizar el camino de Israel hacia la Tierra Prometida, son solo unas muestras del ingente caudal de portentos y milagros que Dios realizó en medio de sus escogidos. Pues todo esto, dice Miqueas, volverá a repetirse de nuevo cuando Israel sea restablecido en su comunión con Dios tras un tiempo de disciplina y corrección. 

     El otro acontecimiento que sobrevendrá tras el renacimiento de Israel como nación será la humillación y vergüenza de todos aquellos pueblos que desearon el mal contra ella. Cuando sean espectadores de lujo de las maravillas y hazañas del Señor en medio de su remanente, las naciones no tendrán más espacio para la burla y la chanza contra los israelitas. Su poder será nada ante el poder soberano del Rey de reyes y Señor de señores. Cualquier intento por atacar a Israel o por hacer escarnio de su suerte pasada, será contrarrestado inmediatamente por la contundente potencia de Dios. Tendrán que enmudecer y taparse los oídos, habrán de quedarse pasmados ante la acción potente de Dios y no querrán saber ni reconocer de su grave error al menospreciarlo en tiempos pretéritos. Sus carcajadas y proverbios maliciosos se tornarán en temor y silencio. Serán humillados por el Señor hasta el punto de no quedarles más remedio que arrastrarse cual viles reptiles, que confesar que son nada ante el Soberano de los tiempos, que buscar escondedero en sus cubiles sin osar alzar su mano contra los liberados de Israel. El pavor se adueñará de su futuro, con los dientes castañeteando ante lo que pudiera sucederles en el porvenir ahora que Dios está morando entre los suyos para siempre. 

2. MISERICORDIA Y PERDÓN DE DIOS 

      Pero la amplia gama de bendiciones del Señor no termina únicamente con la prosperidad patria y con el respeto temeroso del resto de naciones aledañas. La compasión, el perdón y la fidelidad de Dios son expuestas como la base sobre la que se edificará este restaurado pueblo de Israel: “¿Qué Dios hay como tú, que perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en la misericordia. Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades y echará a lo profundo del mar todos nuestros pecados. Mantendrás tu fidelidad a Jacob, y a Abraham tu misericordia, tal como lo juraste a nuestros padres desde tiempos antiguos.” (vv. 18-20) 

      La compasión de Dios, no solo mostrada al pueblo de Israel de forma concreta en este pasaje bíblico, sino también demostrada a todo ser humano que se arrepiente de sus malos caminos en la vida, es, en primer lugar, una misericordia inusitada para los estándares paganos de todos los tiempos. No hay ninguna divinidad que haya existido, que exista o que vaya a existir que perdone los pecados de aquellos que le han sido infieles y que se han convertido en sus enemigos directos. No hay ninguna deidad en tiempos de Miqueas que fuese conocida por su gracia y misericordia. Había dioses de la fertilidad, de la guerra o de la prosperidad, pero no un Dios que, viendo la naturaleza pecaminosa y oscura del ser humano, contemplando las obras y las palabras malignas de los mortales y observando las intenciones perversas de las personas, esté dispuesto a olvidar los yerros y las iniquidades cometidas tras la confesión y el arrepentimiento de estas. Las otras falsas divinidades demandaban sacrificios incluso humanos para mostrar su favor material a los devotos, pero este Dios nuestro se goza y disfruta al manifestar su deseo de condonar las deudas contraídas contra Él, y se complace en retirar de sus disciplinados hijos el castigo impuesto por causa de sus desvaríos.  

      Aunque muchos quieran ver a Dios como un ser severo, cruel y que se refocila en vernos sufrir a causa de nuestras transgresiones, esta no es la verdad acerca de su personalidad. El Señor es pronto para el perdón y tardo para la ira. No va a pasar toda una eternidad con el ceño fruncido y la mirada iracunda mientras fustiga a sus criaturas. Cuando la lección es aprendida, el Señor levanta su mano punitiva para brindar misericordia y amor a raudales, olvidando por completo los errores del pasado, y haciendo borrón y cuenta nueva con aquellos que ruegan por su perdón y hacen acto de contrición sincera. Así lo atestigua el propio apóstol Juan: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.” (1 Juan 1:9)  

       Dios no es como nosotros cuando somos agraviados o heridos por otras personas. Nosotros solemos esculpir en piedra todas y cada una de las cosas que nos han hecho los demás, para así recordar siempre la clase de actitud que hemos de mostrar hacia quienes nos han dañado. Tenemos nuestras propias listas mentales preparadas para exhibirlas a través de reproches rencorosos cuando los que nos infligieron el mal vienen con el cogote agachado solicitando nuestro auxilio. Solemos recitar que perdonamos, pero no olvidamos, que disculpamos, pero ya no queremos trato con los que nos ofendieron o deshonraron. Nosotros escribimos con tinta indeleble cuándo nos insultaron, cómo nos vejaron, y dónde nos vituperaron, y en cuanto podemos, tiramos de este recordatorio emocional para saldar cuentas a su debido tiempo. Dios no es así. Si el Señor guardara los expedientes relativos a nuestros delitos y pecados, estaríamos condenados irremisiblemente.  

       Por el contrario, Dios en Cristo ha hecho que nuestros cargos de culpabilidad fuesen imputados al inocente por excelencia: “Él anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, y la quitó de en medio clavándola en la cruz.” (Colosenses 2:14) Nuestro Padre celestial presenta su compasión inigualable al enterrar una vez y para siempre aquellos pecados que cometimos, los cuales confesamos y de los cuales nos arrepentimos de todo corazón. Una vez Dios ha lavado nuestra alma en la sangre de Cristo, nadie, ni siquiera el acusador de todos los seres humanos, Satanás, podrá echarnos nada en cara, puesto que somos justificados en virtud de la obra redentora de Jesús, el cual murió por nosotros una vez y para siempre: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Juan 4:10); “Asimismo, Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu.” (1 Pedro 3:8) La compasión de Dios revelada en Cristo nos ha provisto de una nueva vida en la que el pecado ya no se enseñorea de nosotros.  

       A pesar de que sabemos que, aunque hemos sido redimidos y justificados, seguimos metiendo la pata en muchas ocasiones, y que nos rebelamos contra su voluntad aun siendo hijos suyos, Dios sigue siendo fiel. Dios cumple invariablemente sus promesas, incluso cuando somos desleales a sus designios. Israel había caído en la terrible equivocación de apartarse de Dios, pero el Señor nunca dejó de faltar a su palabra dada en el pacto establecido con este. Nosotros somos siervos infieles, hemos de reconocerlo. Pero como nos anuncia Pablo, “si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.” (2 Timoteo 2:13) Dios juró a los antepasados de los israelitas que Él sería siempre su Dios, y nunca decepcionó y defraudó a la otra parte de su alianza por más que fuese un pueblo obstinado, duro de cerviz y enormemente rebelde. Encontramos alivio al saber que tenemos a nuestro alcance la gracia y la compasión de Dios, siempre y cuando reconozcamos nuestros errores, nos acojamos a su bendito perdón y hagamos propósito de enmienda práctica desde ese instante. En su perdón hallamos restauración, paz, gozo y liberación, elementos inseparables de la compasión que Dios dispensa a quienes buscan cada día su rostro desde la humildad y la completa dependencia vital. 

CONCLUSIÓN 

      Como creyentes en Cristo, nuestro Señor y Salvador, somos altamente privilegiados al experimentar el descanso espiritual que él nos da cuando acudimos rogando su perdón. Sabemos también que este ejercicio de solicitar el perdón de nuestros pecados no es una cuestión puntual o que se realiza en eventos especialmente prescritos para ello. Pedir perdón a Cristo debe ser algo diario, en la intimidad de nuestros aposentos, al hacer balance personal y espiritual de lo que ha dado de sí nuestra jornada. Dejar pasar el tiempo para trasladar al Señor nuestro arrepentimiento y confesión no es una opción recomendable. Esperar el momento oportuno para recabar su gracia y favor, así como para disculparnos ante aquellos a los que hemos agraviado de algún modo, no es sensato. Nuestra alma debe derramarse cada día del año ante Cristo, y nuestro propósito de enmienda debe ser lo más inmediato posible. El reposo que trae poder irnos a dormir con la conciencia limpia y tranquila es algo inigualable: “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:14) 

     Si tú todavía no has ido a Cristo a recibir de este el perdón y la compasión que necesitas, hoy puedes venir humildemente ante su presencia en oración y suplicarle que te perdone y que lave tus pecados. Hoy puedes arrodillarte ante el trono de la gracia divina para convertirte en una nueva persona en virtud de la redención de Cristo conquistada en la cruz. No demores ese instante que te cambiará la existencia por completo. No esperes instantes adecuados, sino solamente arrepiéntete de tus pecados, y síguele de por vida, dado que “en él tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.” (Efesios 1:7) Da ese paso de fe y serás por siempre feliz junto a Cristo: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos.” (Romanos 4:7)

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