LAMENTO


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MIQUEAS “OÍD! 

TEXTO BÍBLICO: MIQUEAS 1 

INTRODUCCIÓN 

      Todos aquellos que somos padres entendemos a la perfección lo que siente una persona cuando comprueba que sus hijos van desencaminados en la vida. Todos aquellos que hemos criado con esmero y sacrificio a nuestros retoños comprendemos plenamente lo que significa para el corazón de un progenitor contemplar cómo sus descendientes poco a poco van hundiéndose en los abismales cenagales que el mundo suele ocultar con el revoque de una supuesta libertad y de una presunta felicidad. Pasan los días, y ves atemorizado y desesperado la manera en la que tus hijos están encarando las tensiones, presiones e influencias externas que no cesan en su empeño de apartarlos de tus consejos y de tu amor. Haces todo lo posible por abrirles los ojos ante lo erróneo de su proceder, de sus decisiones y de su estilo vital, y constatas la distancia que existe entre sus sueños e ideales y los tuyos. Echas la mirada atrás, a ese niño o a esa niña que con ternura y disciplina cariñosa intentaste educar bajo los auspicios de la Palabra de Dios, y ahora solo ves a un rebelde adolescente o a un distante muchacho que se encierra en sí mismo, que solamente hace caso de lo que sus pares le sugieren e indican, y que desaparece poco a poco de la escena hogareña para buscar su propio espacio en otros lugares, tan desconocidos como caprichosos. 

      Este es el punto crítico en el que un padre y una madre tienen que saber gestionar la vida de sus hijos a la luz de los valores del Reino de Dios. Como padres encontramos en nuestros jóvenes y adolescentes, reticencias a valorar las enseñanzas bíblicas, resistencia a seguir nuestros mismos pasos, idiosincrasia para asumir determinadas conductas y hábitos equivocados como deseables, y una agresividad verbal, incluso física en algunos casos, que nos deja desconcertados ante qué línea de actuación poner en marcha. Es sumamente triste y amargo ir observando cómo se escabullen hábilmente de nuestra estrategia disciplinaria, cómo se revuelven mirándonos a los ojos como si estuviésemos a la misma altura, cómo ponen sistemáticamente en duda cualquier orden o directiva intrafamiliar. Conciliar esa etapa con una convivencia sana y satisfactoria es más difícil de lo que podemos imaginar, y en ocasiones, al marcar la línea de los límites, las obligaciones y los deberes, el joven decide huir del hogar para sacudirse esa “dictadura parental,” que supuestamente se les está imponiendo para fastidiarles el día o para coartar su libertad de elección. 

      Si os ponéis en los zapatos de padres y madres que han sufrido lo indecible a causa de las terribles y tempestuosas decisiones de sus hijos, y que encima, tienen que hacer de tripas corazón para tragar bilis día sí y día también, teniéndolos en casa, entenderéis una buena parte de lo que Dios siente cada vez que mira cómo sus hijos e hijas se descarrían, olvidan su pacto de amor, y se entregan a los vicios más deleznables y perversos. A veces, pensamos que Dios está ahí en los cielos, hierático, inconmovible, lejano. Creemos que a Dios no le afectan nuestras acciones ponzoñosas, nuestras palabras vejatorias y nuestras conductas depravadas, que Él está por encima de ser influenciado por todo el mal y el pecado que podemos llegar a perpetrar contra su santidad, su fidelidad y su justicia. Nada más lejos de la realidad. A Dios le interesa lo que la humanidad hace o deja de hacer, y de manera especial, Él está profundamente implicado en la observación de su pueblo escogido, tanto en el pasado como en el presente. De ahí que tengamos entre nuestras manos este libro profético de Miqueas, porque Dios no se queda impertérrito e impávido ante las muestras de inmoralidad y de corrupción de las que hace gala la humanidad, y de forma particular, su nación santa y consagrada a su servicio y adoración. 

1. MIQUEAS, PROFETA DE DIOS 

      El primer versículo nos permite encuadrar esta colección de ciclos proféticos dentro de un contexto histórico y personal ciertamente revelador: Palabra de Jehová que fue dirigida a Miqueas de Moreset en los días de Jotam, Acaz y Ezequías, reyes de Judá; lo que vio sobre Samaria y Jerusalén.” (v. 1) 

       Miqueas es un profeta del que poca cosa se sabe. Solo conocemos el significado de su nombre, “¿Quién es como el Señor?,” y su procedencia, Moreset. Quizá esto se debe a que el que realmente importa en la profecía es el dador de la misma, y no el canal que Dios emplea para entregar su oráculo, esto es, su vocero profético. También nos ayuda el primer versículo para entender el contexto histórico en el que desarrollará su labor en Israel, pero con una curiosa forma de identificarlo. Es interesante advertir que Miqueas no hace alusión a la ristra de reyes que reinan durante el periodo de su trabajo para Dios en Israel, sino que se refiere únicamente a aquellos monarcas que gobiernan los destinos de Judá, el reino del sur, esto es, a Jotam (742-735 a. C.), Acaz (735-715 a. C.) y Ezequías (715-686 a. C.). Si averiguamos el nombre de los reyes del norte que coinciden con la trayectoria profética de Miqueas, podemos hallar los siguientes nombres: Manahem, Pekaía, Peka y Oseas. Estos no eran precisamente trigo limpio, sino que se caracterizan por una gobernanza que sobrepasaba con mucho la infidelidad al pacto de Dios, la idolatría y la entrega a los vicios más deplorables habidos y por haber. A la corrupción moral intestina, a Israel se le añadía la amenaza cada vez más próxima del Imperio Neo-Asirio.  

2. PREPÁRATE PARA SER JUZGADA, SAMARIA 

      A la vista del panorama social y espiritual de Samaria, capital del reino del norte, y, por ende, símbolo de toda la nación israelita, Dios no puede permanecer durante más tiempo sin tomar cartas en el asunto y determina juzgar a todos cuantos pueblan sus términos: Oíd, pueblos todos; está atenta, tierra, y cuanto hay en ti. Jehová, el Señor, el Señor desde su santo templo, sea testigo contra vosotros. Porque Jehová sale de su lugar, desciende y camina sobre las alturas de la tierra. Los montes se derretirán debajo de él y los valles se hendirán como la cera delante del fuego, como las aguas que corren por una pendiente. Todo esto por la rebelión de Jacob, por los pecados de la casa de Israel. ¿Cuál es la rebelión de Jacob? ¿No es acaso Samaria? ¿Cuál es el lugar alto de Judá? ¿No es acaso Jerusalén? Haré, pues, de Samaria montones de ruinas, tierra para plantar viñas. Derramaré sus piedras por el valle y descubriré sus cimientos. Todas sus estatuas serán despedazadas, todos sus dones serán quemados en el fuego, y asolaré todos sus ídolos, porque con salarios de prostitutas los juntó, y salario de prostitución volverán a ser.” (vv. 2-7) 

      Como un padre que ve cómo, desgraciadamente, sus hijos se han implicado en crímenes y delitos que van contra los dictados de la moral y la ética cristiana, así Dios observa entristecido y apenado los derroteros tan desagradables y abominables que ha tomado el reino del norte, con Samaria, su capital, como máximo exponente de la abierta podredumbre moral y social que manifiesta a ojos de todo el mundo. Dado que el espectáculo asqueroso y repugnante que está dando es un testimonio a todas las naciones, de que se puede agraviar y menospreciar a Dios sin tener que pagar las consecuencias, es notorio, el Señor invita a que absolutamente todos los pueblos del orbe se reúnan para ser testigos de la disciplina y de la justicia del Dios tres veces santo. Por eso, Miqueas comienza su discurso profético apelando a la atención de todos los moradores de la tierra, para que nadie se lleve a engaño sobre lo que significa volver las espaldas al pacto contraído con el Señor, sobre las repercusiones trágicas que comporta desdeñar a Dios, y sobre los efectos negativos y catastróficos de entregarse a la ignominia moral y espiritual. 

     Una vez todos los pueblos han recibido el llamamiento de Miqueas, es la hora de contemplar la majestad, gloria y presencia de Dios en medio de este juicio sumario y público contra Samaria. Dios ha visto el amplio caudal de iniquidades y transgresiones contra su persona y contra el prójimo, y ha decidido, como cualquier juez al que se espera de pie hasta que se sienta en su tribuna, descender desde los lugares celestiales para hollar con sus pies la autoridad y el prestigio de los dioses a los que Samaria se ha encomendado. La misma presencia de Dios en los lugares altos, ubicaciones de los altares a las deidades paganas, deja meridianamente claras sus intenciones. Su ira e indignación son de tal envergadura que nada puede permanecer ante Él, y mucho menos cualquier insulto idólatra contra su poder y santidad. Tal es el resultado de su descenso al juicio de Samaria, que ni montes ni collados podrán soportar la fuerza demoledora de su mano, que ni los valles podrán contener tanto esplendor y juicio. Del mismo modo que el fuego deshace una vela de cera y que el torrente desbocado por una rambla inclinada arrastra todo a su paso, así es la gloria del Señor cuando baja a la tierra a dictar sentencia por los pecados de toda una sociedad. Cuando la ira de Dios se manifiesta no hay nada ni nadie que pueda detenerla. 

     La razón de esta furia divina no es ni más ni menos que la sistemática y constante contravención de sus pactos para con Israel. La sociedad samaritana ha obviado sus obligaciones y sus deberes para con el Señor, y ha pervertido el derecho para dañar gravemente a los más pobres y necesitados. La absoluta exclusividad plasmada en la alianza de Dios con Israel ha saltado por los aires, y se ha convertido en la lealtad a una pléyade de ídolos mudos, ciegos e impotentes de lo más variopinto. Sus afectos se han trasladado desde la bendición y prosperidad de Dios a la confianza en los sacrificios realizados a deidades de la fertilidad propios de sus vecinos. Samaria se ha convertido en el epítome de la rebelión, de la consciente oposición a los designios de Dios, del quebrantamiento del shalom del Señor. El juicio de Dios es instantáneo, puesto que no necesita de un proceso judicial tan largo como tedioso, a la imagen de nuestros procesos actuales de dictaminación de culpabilidad e inocencia. Dios ya tiene su veredicto contra Samaria, y es un veredicto de culpabilidad absoluta, el cual es irrevocable e inapelable. 

      Llegará el día, concretamente durante el año 721 a. C., en el que de Samaria no quedará sino el ejemplo de lo que ha de acontecer a quienes, obstinadamente, se rebelan contra el Señor. Las imágenes con que Miqueas ilustra la desgracia y decadencia de Samaria son bastante nítidas. Será demolida piedra a piedra hasta no quedar más que un espacio de terreno donde solo podrá medrar el negocio de las viñas. Tal será la destrucción de esta orgullosa urbe que los sillares que formaban parte de sus murallas serán diseminados por todo el enclave y los fundamentos de la ciudad quedarán a la vista, como signo de que todo será asolado hasta la raíz. La depuración de responsabilidades de Samaria y de sus moradores será notoria a todos cuantos pasen por allí en los montones de escombros y cascotes que siembran el valle donde se asentaba.  

      Aquellas esculturas que jalonaban las calles y templos paganos como innegable evidencia de la oscuridad espiritual y de la ceguera interior de sus habitantes, serán completamente abatidas; las riquezas de las que se enorgullecían sus gobernantes serán pasto de las llamas devoradoras; y todos aquellos diosecillos que fueron elaborados con el pago ritual que los samaritanos realizaban al entregarse a vergonzosas actividades sexuales con prostitutas sagradas, y al dejarse llevar por la lujuria de fiestas orgiásticas en la que se procuraba la complacencia de las divinidades huecas y vanas a la hora de la fructificación y fertilidad de la tierra, serán devueltas al polvo de donde vinieron para no volver a existir jamás. El juicio de Dios erradicará por completo cualquier memoria de la insolencia y del adulterio espiritual de los samaritanos. 

3. PREPÁRATE PARA SER JUZGADA, JUDÁ 

      Pero no creamos que el contagio del pecado y la depravación solo queda acotado al territorio norteño de Israel. Judá ha sucumbido también, tal vez por imitación, a los encantos perversos de la idolatría religiosa y de la corrupción moral: “Por esto me lamentaré y gemiré; andaré descalzo y desnudo, aullando como los chacales, lamentándome como los avestruces. Porque su herida es dolorosa, y llegó hasta Judá; llegó hasta la puerta de mi pueblo, hasta Jerusalén. No lo digáis en Gat, ni lloréis mucho; revolcaos en el polvo de Bet-le-afra. ¡Retírate, morador de Safir, desnudo y con vergüenza! ¡No sale el morador de Zaanán! ¡Hay llanto en Betesel! A vosotros se os quitará la ayuda. Porque los moradores de Marot anhelaron ansiosamente el bien, pues Jehová ha hecho que el mal descienda hasta las puertas de Jerusalén. Uncid al carro bestias veloces, moradores de Laquis. Allí comenzó el pecado de la hija de Sión, porque en vosotros se hallaron las rebeliones de Israel. Por tanto, darás dones a Moreset-gat; las casas de Aczib servirán de trampa a los reyes de Israel. Aún os enviaré un nuevo conquistador, moradores de Maresa, y la flor de Israel huirá hasta Adulam 

      Dios no se olvida de Judá en su juicio a su pueblo. En su corazón, tanto Israel como Judá son un mismo pueblo, y, por lo tanto, ambos son evaluados y examinados por su escrutadora mirada. Si Samaria ha pecado enormemente contra el Señor, Judá, aunque retrasada en cuanto al lamentable estado de cosas con respecto a sus vecinos del norte, también está dando pasos de gigante para hacerse acreedora de la ira de Dios. De ahí que Miqueas comience su siguiente oráculo expresando, a modo de composición de duelo y luto, la grandísima tristeza que inunda su corazón al comprobar cómo Judá se está deslizando peligrosamente hacia la misma tendencia pecaminosa de Samaria. El profeta de Dios prorrumpe en alaridos de agonía y pena, e inicia un clamor colmado de lágrimas de decepción con el que dibujar la horrible perspectiva que puede sobrevenirle a la nación de Judá. Estas manifestaciones de pesadumbre no son ni la milésima parte de lo que siente el Señor al verificar que Judá también se está desmadrando en demasía. El profeta, mientras declama el oráculo divino, anda sin calzado ni ropa, llamando la atención sobre su mensaje de advertencia y juicio, y de su garganta ya solo brotan los sonidos que bestias salvajes solo pueden aullar y rugir cuando el pavor y la sangre se huelen a poca distancia de ellos. 

      De tal magnitud era la inmoralidad que supuraba Samaria, que ha salpicado progresivamente a la capital de Judá, Jerusalén. El, en teoría, centro religioso y espiritual al que acudían regularmente aquellos que debían adorar y servir al Señor en su Templo, poco a poco iba convirtiéndose en un calco de lo que sucedía en los lugares altos de Samaria. Siempre se ha dicho que todo se pega, menos la hermosura, y, no cabe duda, de que este es un adagio popular que muy bien podría aplicarse a esta situación de rebeldía mimética contra Dios. La infección del paganismo, del hedonismo desatado y de la hipocresía social y religiosa estaba comenzando a gangrenar paulatinamente la vida comunitaria de los judaítas. Dios debía tomar cartas en el asunto, del mismo modo que hizo con Samaria e Israel, y también sabemos a través de las crónicas históricas que, aunque su juicio tardó un poco más en consumarse contra sus descabelladas prácticas morales y su adulterio espiritual, llegó a producirse concretamente el año 701 a. C. a manos del rey asirio Senaquerib. 

     El profeta, anticipando toda la batería de medidas punitivas y ejemplarizantes del Señor, prefiere que, al menos al principio, mientras todavía hay esperanzas de arrepentimiento y reconsideración de los caminos de Judá, sus enemigos filisteos, citados aquí por una de sus ciudades-estado, esto es, Gat, no sepan mucho de la catástrofe que se puede desencadenar si la indignación santa del Altísimo se abate sin paliativos sobre Judá. A continuación, Miqueas presenta una serie de eponímicos de los que no se conoce su ubicación exacta, pero cuyo significado etimológico trasluce un simbolismo profético ciertamente revelador. Miqueas plantea a Judá que deje de copiar las mismas estructuras de comportamiento que llevarán a la ruina a Samaria. Es más, ruega a los habitantes y dirigentes de Judá que no se lamenten escandalosamente de lo que puede sobrevenirles, que más bien opten por enlutarse, lanzarse polvo sobre sus cabezas en señal de arrepentimiento y contrición en la ciudad del polvo, Bet-le-afra.  

      Todavía hay tiempo para recapacitar y para demostrar ante Dios la vergüenza por sus abyectos actos, despojándose de su altanería y soberbia, y desnudándose ante Dios en Safir, la ciudad de la hermosura. Aún es posible recabar la compasión divina restringiendo sus movimientos irritantes y abominables en la ciudad de la salida; quizás el Señor se apiade al escuchar el lloro y la congoja de los que moran en la ciudad de los que han de ser deportados por causa de sus impías actitudes para con Dios y su ley. Si no existe amargura y confesión de pecados, cualquier auxilio de Dios desaparecerá del horizonte para ser fáciles víctimas de sus feroces enemigos. Los moradores de la ciudad de la amargura, que es como se traduce Marot, a pesar de ser fieles en su búsqueda del bien y de la verdad, y de ser una especie de remanente fiel al pacto con Dios, tendrán que observar desconsoladamente cómo el pecado se infiltra en la sociedad de Jerusalén y contamina su esencia con su tenebrosa influencia.  

      Laquis, ciudad reconocida por sus imponentes y prácticamente inexpugnables murallas, y confiada principalmente en su poder militar y en su avanzada tecnología bélica, es considerada por Dios como el centro neurálgico del que se ramifica el espíritu rebelde contra Él. Pero por mucho que pongan su fe en sus fuerzas y poderes defensivos y ofensivos, serán aplastados sin conmiseración por los invasores asirios. Sus humos e ínfulas serán apagados por su nueva realidad, la de entregar tributos y penalizaciones materiales a sus dominadores, como entrega obligatoriamente una novia la dote a la familia de su futuro esposo. La ciudad de la decepción será el lugar en el que los reyes de Judá, infundidos de una autoconfianza bastante arriesgada, serán acechados por sus enemigos y serán engañados con promesas de paz y alianza con sus adversarios. El Señor utilizará como herramienta de su juicio a un nuevo adalid que conquistará la nación de Judá, convirtiéndose así en propiedad de los asirios. La flor y nata de Judá tendrá que buscar refugio en las cuevas refugio de Adulam, del mismo modo que tuvo que hacer David en su momento cuando fue hostigado y acosado por el rey Saúl.  

     Como pronóstico de lo que, inevitablemente, iba a suceder con Judá si no se avenía a combatir el error idólatra y si no se convertía de sus malignas sendas, Miqueas presenta una imagen trágicamente vívida: la de los jóvenes y nobles de Judá siendo aprisionados por los asirios, y siendo deportados a tierras extranjeras, lejos de sus raíces y de sus familias. Llegará el día en el que la invasión asiria será una realidad, y no quedará más que mesarse los cabellos, rapárselos en signo de dolor, luto y pérdida, pelarse al cero con una navaja hasta parecer buitres cabecirrojos que languidecen en el desierto mientras procuran alimentarse con la carroña de los despojos de algún animal moribundo. ¡Qué patético será el instante en el que Judá, a causa de su imitación perniciosa, tenga que constatar que Dios ejecuta su juicio sobre aquellos a los que ama, a fin de que puedan darse cuenta de la desgracia y de la miseria que se derrama sobre los impíos y los inocuos de corazón en su rebeldía!  

CONCLUSIÓN 

      El lamento no solamente proviene de aquellos que han de padecer el juicio de Dios, de aquellos que han de pagar su desvarío y su contradicción, y de aquellos que escogen servir en pos de dioses de pacotilla. El lamento también procede del corazón de Dios mismo al observar cómo se autodestruye el ser humano, cómo se auto degrada y cómo se autoproclama señor de su destino. El clamor del Señor es el signo inequívoco de su amor por nosotros, por todas sus criaturas.  

      Dios, como ser personal que es, y como comunicador de algunos de sus atributos al mortal cuando fue creado a su imagen y semejanza, siente. Y siente dolor y pena cuando el ser humano se extravía, lo ningunea, lo decepciona y lo desobedece. Al Señor no le complace observar cómo sus hijos e hijas se desvían a una tras ídolos que ellos mismos han fabricado para satisfacer sus deseos más oscuros y veleidosos. A Dios no le agrada en absoluto tener que ver día tras día la manera en la que se degenera la raza humana olvidando sus propósitos salvíficos y redentores. 

      Cuando la paciencia de Dios es colmada a causa de la acumulación purulenta de pecados en su mundo, su ira se enciende y su juicio comienza. Dios es misericordioso, sí. También es muy paciente. Y, por supuesto, su mano de perdón sigue abierta y extendida para ofrecer gracia sobre gracia a aquel que sinceramente se arrepiente de su vana manera de vivir y confiesa sus culpas. Pero no hemos de tomar a Dios como alguien que amenaza, pero luego no cumple con su promesa disciplinaria. No hemos de asumir que Dios es como el pito del sereno, sin darle la importancia debida, sin atender a su voluntad y a su amor. Dios, a su tiempo, juzgará a vivos y a muertos, ¿y quién podrá sostenerse en aquella hora final?

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