AUTOCONTROL


 

SERIE DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA III” 

TEXTO BÍBLICO: PROVERBIOS 16:16-33 

INTRODUCCIÓN 

      El autocontrol es una de las virtudes espirituales menos cultivadas y percibidas que existen. Poder mostrar templanza en las horas más difíciles de un ataque verbal cortante y ofensivo no está en nuestro plan inmediato de cómo gestionar esta clase de situaciones. Atemperar el ánimo cuando la indignación ante un acto visible de injusticia o de deshonra, se antoja sumamente complicado para el ser humano promedio. Aquietar la furia que crece con mayor virulencia en nuestro interior tras ser insultados o vituperados, queda en el fondo del cajón de recursos que empleamos para sortear cualquier adversidad provocada por terceros. Serenar el pulso acelerado que acentúa el color carmesí de nuestros rostros cuando somos avergonzados ante un público que se carcajea a nuestra costa está lejos de convertirse en una dinámica alternativa a la violencia y la agresividad que pugnan por salir de nuestro pecho estremecido. Respirar hondo, contar hasta diez o más, o cerrar los ojos para reflexionar lo más fríamente posible sobre aquello que te provoca a estallar como una bomba nuclear, pensamos que pueden ser signos equívocos que otros pueden interpretar como cobardía o pusilanimidad.  

     En nuestro repertorio de respuestas a invectivas o acusaciones gratuitas contra nuestra honorabilidad y dignidad, el dominio propio se halla a la cola. Y es que vivimos en una sociedad en la que la contestación aceleradamente belicosa es el pan de cada día. Casi nadie tira de sabiduría y de sosiego para, tras escuchar toda clase de improperios y necedades, replican con mesura, elegancia, lentitud y claridad. Todo es un rugido, una piara de cerdos gruñendo por la mejor peladura de patata que se les lanza, una jauría de lobos que aúllan como locos buscando amilanar o pellizcar el ánimo del otro. Y esto, por no hablar de aquellos que no saben ser discretos, que no tienen ni la capacidad ni las ganas de guardar secretos o de procurar que la intimidad de los demás se vea afectada por comentarios hirientes, vergonzantes declaraciones y disquisiciones maliciosas. Les pierde la lengua, y sus mentes están ya tan cauterizadas por la inmoralidad, que, mientras cobren por sus exclusivas, no les importa airear los trapos sucios de todo quisque. Los escarnecedores chismosos encienden el ventilador de sus bocas tumefactas y sálvese quien pueda. El autocontrol no vende, no asegura pingües beneficios, no produce el morbo que todos consumen como auténticos adictos a la droga dura. 

      Sabemos con certeza que el autocontrol, el dominio propio y la templanza son parte básica del fruto del Espíritu Santo en el creyente. Por eso, teniendo esto en consideración, como hijos de Dios que han elegido el camino de la sabiduría celestial, nunca debiéramos sucumbir ante el influjo de determinadas tentaciones que se adueñan de nuestro modus operandi diario. Si dejamos que la codicia, la avaricia, la lujuria y la glotonería se apoderen de nuestros miembros, y dejamos a un lado al entristecido Espíritu Santo, entonces estaremos convirtiéndonos en esclavos de nuestras pasiones frívolas y descontroladas. Y cuando estas concupiscencias desordenadas se manifiestan a pleno rendimiento, el pecado abunda, la muerte deviene en nuestra compañera y el dolor se nos antoja la mejor arma para lograr satisfacer los apetitos infames y retorcidos de nuestra sique enferma. No podemos permitir que otros nos saquen de quicio, nos descuadren nuestra vida o nos inflamen por dentro. Con la ayuda del Espíritu de Dios seremos capaces de mostrar ante cualquier enemigo la misma templanza que expresó el propio Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, en sus horas más aciagas y terribles. 

1. SABIDURÍA HUMILDE Y AUTOCONTROL 

     Salomón propone, como lo ha hecho en estos últimos sermones y proverbios, un doble camino de vida. El primero es una senda que recurre al Señor y a su discernimiento espiritual para resolver cuantos problemas y acosos pueda recibir mientras respire. El segundo es una avenida que solamente recorren aquellos que optan por dar rienda suelta a sus penosos y triviales anhelos carnales cuando se trata de relacionarse con el prójimo. Comparemos ambas vías de existencia, y, al final, tomemos una decisión, si no la hemos tomado ya, por una de ellas. El rey sabio nos indica lo bienaventurado que supone servir a Dios y lo errado de permitir que la altivez tome el control del alma: Mejor es adquirir sabiduría que oro fino, y adquirir inteligencia vale más que la plata. El camino de los rectos se aparta del mal; su vida protege el que guarda su camino. Antes del quebranto está la soberbia, y antes de la caída, la altivez de espíritu. Mejor es humillar el espíritu con los humildes que repartir el botín con los soberbios. El entendido en la palabra hallará el bien; el que confía en Jehová es bienaventurado. El sabio de corazón es llamado prudente, y la dulzura de labios aumenta el saber.” (vv. 16-21) 

      La ambición ha llevado a muchas personas a perderse en vericuetos y cañadas realmente intrincadas, produciendo en ellas la sensación de que es imposible seguir sirviendo a las riquezas y a Dios al mismo tiempo. Muchos mortales han dispuesto su confianza en las ganancias y en el dinero, en aquello que pueden adquirir, en aquello que les aúpa a las cotas del poder, a las portadas de la revista Forbes. No obstante, por muchas propiedades y beneficios materiales que estos tengan en vida, nada podrán llevarse al más allá. Ya lo intentaron muchos soberanos de civilizaciones antiguas, llenando sus tumbas de joyas y oro, como si pudiesen disfrutar del esplendor del que gozaron en este plano terrenal en el país de los muertos. Todos sabemos de cuántos sarcófagos fueron desvalijados por ladrones y de cuántos hallazgos arqueológicos han dejado claro que nada de lo que prepararon para su estancia en el ignoto lugar al que van los fallecidos ha podido traspasar el umbral de la parca.  

       Invertir solamente en bienes raíces o en negocios tecnológicos, apostar en la bolsa para lograr amasar una verdadera fortuna, o atesorar como un Ebenezer Scrudge moneda sobre moneda para contarlas por las noches, es lo más miserable y pobre que un ser humano pueda hacer, ya que se descuida lo esencial, lo fundamental: adquirir sabiduría e inteligencia para saber gestionar estos fondos, y recibir de Dios el conocimiento necesario para saber que todo lo que reluce es pasajero, y que si Él viene a buscar tu alma en cualquier momento, nada de lo que tienes te será de ayuda para evitar el juicio final de Dios. Jesús ya lo dejó meridianamente claro en su proclamación evangélica: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones entran y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y donde ladrones no entran ni hurtan, porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” (Mateo 6:19-21). 

     El autocontrol cristiano consiste en dos actividades espirituales que no pueden ser separadas: caminar según el dictado de Dios en cuanto a la moral y a la práctica ética, y mantenerse firmes en la ley del Señor sin dar cabida a las veleidosas intenciones de nuestro cambiante y caprichoso corazón. Apartarse del mal supone primeramente conocer la diferencia existente entre aquello que agrada a Dios y aquello que le disgusta, y solamente es posible cumplir con este discernimiento si estudiamos y conocemos en profundidad la Palabra de Dios revelada en las Escrituras. Después de que hemos sabido discriminar entre lo bueno y lo perverso, entonces será preciso, con la ayuda del Espíritu Santo, realizar un esfuerzo de la voluntad por rechazar de plano cualquier tentación de rebelarnos contra las estipulaciones divinas. Protegemos nuestras vidas si hacemos nuestras las enseñanzas, consejos y amonestaciones del Señor, todas ellas también plasmadas en la Biblia; si perseveramos en la oración y en la comunión con hermanos y hermanas que nos sostendrán en los instantes de debilidad y depresión; si nos aferramos con fe a las fuerzas y el poder de Cristo para vencer cualquier asechanza de Satanás que intente promover en nosotros la desobediencia y la necedad contra Dios. 

      Otra faceta del autocontrol que únicamente es producido por la actividad del Espíritu Santo en nuestras almas, es estar dispuestos a humillarnos cuando sea necesario. Todos entendemos que, en la actualidad, ser humildes significa para muchos ser una persona débil y acomplejada. Hoy prima el concurso con los soberbios, con aquellos que no se arrepienten de sus malas acciones, con aquellos que vocean su orgullo sin escrúpulos ni vergüenza. Es muy fácil dejarse llevar por la altivez de corazón, por autoproclamarse el dueño de su propio cuerpo y de sus propias decisiones venenosas, por intentar encabezar el ranquin de supremacía sobre la plebe. Pero poner en marcha la templanza para reconocer nuestro error de cálculo, nuestra metedura de pata o nuestra posición egoísta en algún asunto, presumimos que no es tan sencillo.  

      Sin embargo, la historia y la experiencia nos ha demostrado que la presunción y las ínfulas nunca han llevado en volandas a nadie el suficiente tiempo como para decir que ser una persona orgullosa solo aporta réditos y beneficios. Todos conocemos episodios como los de David y Goliat, como los de la renombrada Armada Invencible, o como los de ejércitos apabullantemente bien pertrechados fueron derrotados por un puñado de guerreros en el paso de las Termópilas. Cuanto más se auto enaltece alguien, mayor será la caída cuando el fracaso, la derrota o el decaimiento de la fama se ceben con éste. Mejor es unirse al pueblo de los humildes para humillarse, porque todos aceptarán las disculpas, perdonarán el error y restaurarán al infractor arrepentido. 

      Una manera de reforzar el autocontrol en nuestras vidas es conociendo la Palabra de Dios, confiando en sus promesas, buscando la sabiduría espiritual por encima de la intelectual, y hablando de acuerdo este temor de Dios en nosotros. Si somos constantes y disciplinados a la hora de inquirir en los hechos portentosos de Dios en la historia de la salvación, si no nos conformamos con seguir bebiendo la leche espiritual y procuramos darnos un buen festín con el chuletón que las Escrituras nos propone cada día, y si deseamos fervientemente que lo leído y estudiado sea carne en nosotros, el bien y la misericordia de Dios nos seguirán por largas jornadas. Si ponemos nuestra confianza en la verdad de su Palabra, si aceptamos por fe la intervención de Dios en nuestro corazón y si reconocemos en Cristo a nuestro Señor y Salvador, entonces la felicidad y la alegría nos visitarán siempre.  

       Si perseguimos con sinceridad y pasión conocer la voluntad y los propósitos de Dios para nosotros, para nuestro hogar y para nuestra iglesia, si la sabiduría eterna de nuestro Señor se convierte en nuestro pan diario, y si dejamos que el temor de Dios nos envuelva con su poder transformador, cualquiera que nos aborde podrá confesar ante Dios y ante los hombres que somos personas prudentes y sensatas, dignas de ser tenidas en cuenta como confiables elementos de nuestra sociedad. Si, por último, comunicamos y transmitimos el dominio absoluto de Dios sobre nuestra mente y sobre nuestro espíritu, si pronunciamos palabras de alivio y perdón cuando nos encontramos con el prójimo, y si adoramos de viva voz a Aquel que nos redimió de nuestros pecados, nuestra sabiduría espiritual seguirá escalando cotas más altas hasta acercarnos a la estatura de Cristo, nuestra sabiduría por excelencia. 

2. MAESTRÍA Y AUTOCONTROL 

     El autocontrol que hemos de cultivar en nuestro fuero interno ha de caracterizarse por un discurso eminentemente dirigido y guiado por el Espíritu Santo, por un mensaje que cale en los corazones y en los sesos de quienes nos escuchan: “Manantial de vida es el entendimiento para el que lo posee, pero la erudición de los necios es pura necedad. El corazón del sabio hace prudente su boca y añade gracia a sus labios. Panal de miel son los dichos suaves, suavidad para el alma y medicina para los huesos. Hay camino que al hombre le parece derecho, pero es camino que lleva a la muerte. El ansia del que trabaja, trabaja para él: su boca lo estimula.” (vv. 22-26) 

       El entendimiento no es tal si no existe un dominio propio que sea capaz de encuadrarlo dentro de la humildad personal. Podemos ser unos auténticos genios, unos científicos reputados y sesudos, o unos eruditos que escriben artículos y libros voluminosos sobre cualquier parcela del saber, pero si no tenemos la capacidad de saber gestionar el orgullo y la pedantería, los cuales suelen aparecer cuando la ciencia se sube a la cabeza, nos uniremos a ese gran ejército de inteligentes necios, los cuales saben todo sobre asuntos y temas académicos, pero que poco, o nada, conocen de vivir de acuerdo a los mandamientos y el temor de Dios.  

      El aplicado científico que somete su sabiduría al escrutinio de la Palabra de Dios y que adscribe su sapiencia a un regalo de su Creador, tendrá satisfechas todas las áreas de su vida con el manantial que riega tanto mente como espíritu. Sabe cuándo decir las cosas y cómo comunicarlas. No se cierra en banda cada vez que alguien le pregunta sobre una duda, sino que solícitamente atiende los interrogantes de aquellos que lo escuchan. No se aposenta en su cátedra inalcanzable y severa, sino que desciende a exponer su ciencia a los simples y sencillos para aumentar el saber de éstos. Su forma de enseñar es dulce como la miel, sus dichos son aceptados como ilustrativos y pedagógicos, y sus lecciones quedan, imborrables, en el disco duro de la memoria colectiva. Son grandes maestros, asequibles y disponibles, honestos y cercanos. 

     Aquel que apuesta por la sabiduría de Dios, no solamente es modélica a la hora de transmitir su enseñanza, sino que también tiene la dulzura y la ternura necesarias para dar a conocer aquello que le fue confiado por parte del Señor. No hay reproches, incomodidades o impaciencias, sino que su templanza le confiere paciencia con los ignorantes, templanza con la oposición, y buen ánimo con cualquier argumento perverso que se le plantee en un momento dado. Cuando abre su boca para decir algo, lo hace con la intención de animar, exhortar, restaurar y renovar el entendimiento de su interlocutor. Sus frases, todas ellas teñidas del color del autocontrol no son dañinas, impropias o incoherentes, no buscan traumatizar ni desdeñar, no son inoportunas o inconvenientes. Son como la buena medicina que aplica el doctor sobre una dolencia, como una terapia salutífera que arregla lo que se había roto en el interior de la persona con la que departe amigable y amablemente.  

      Sujetarse completamente a los designios de Dios y reconocer su soberanía son dos decisiones que honran al sabio según la perspectiva espiritual del término. Entender, a pesar de que pueda haber elementos contrarios a la lógica y a la razón, que los caminos que prepara nuestro Dios son mejores que aquellos que vamos construyendo nosotros desde nuestra propia opinión personal, toda ella sesgada por el pecado y por los deleites desenfrenados que intentan adueñarse de nosotros, no es tan simple como parece.  

      Si somos sinceros con nosotros mismos, seguro que hemos tenido en mente discutir o poner en tela de juicio los mandatos de Dios sobre la trayectoria de nuestras elecciones, ya que, según nuestra propia visión enrarecida de lo que nos parece bien o mal, éstos no concordaban o no se adaptaban a lo que deseábamos. El creyente que aprende a tener templanza en la vida, es consciente de que Dios, más a menudo de lo que nos imaginamos, quiere redirigir nuestra ruta vital por otros derroteros mucho más beneficiosos para nosotros. Y lo mejor que haríamos es plegarnos a su voluntad y a sus indicaciones, puesto que de este modo viviremos mucho más realizados y felices de lo que lo haríamos siguiendo nuestro instinto, nuestras corazonadas o nuestras fallidas impresiones particulares. 

     En orden a conseguir nuestros objetivos en la vida, todos entendemos que hemos de trabajar en alguna clase de ocupación que nos reporte un salario con el que lograrlos. Trabajar en sí no es algo malo, todo lo contrario. Es un mandato de Dios que tiene su origen en los albores del tiempo, concretamente en el huerto del Edén, y que realiza al que lo lleva a cabo de forma equilibrada y honrada. Sin embargo, el escritor de este proverbio nos advierte contra la excesiva obsesión que se instala en muchas personas de querer tener más y mejores cosas que consumir en pro de saciar su hambre materialista y su veleidoso hedonismo.  

      Es correcto esforzarse en el empleo que desarrollamos, siendo eficientes en el desempeño del mismo, pero si vivimos para trabajar, en lugar de trabajar para vivir, estaremos pervirtiendo el orden de las prioridades y cayendo en la trampa de otorgar más y más horas al oficio que a nuestras familias y que a la devoción debida a Dios. El autocontrol del que nos imbuye el Espíritu Santo nos permite saber gestionar todas estas prioridades de forma sabia y conectada con la voluntad de nuestro Padre celestial. No dejemos que nuestra boca, aquí en el texto simbolizando las ansias vivas del corazón extraviado y preso del consumismo, determine cómo vivir nuestra vida. 

3. INTEMPERANCIA Y DESCONTROL 

      El intemperante, esto es, aquel que no muestra interés en ejercer el autocontrol y la mesura en su vida, solo reporta a la sociedad una serie de calamidades y perjuicios que hemos de evitar por nuestro bien, y que no dejan de emponzoñar las interrelaciones humanas: “El hombre perverso cava en busca del mal; en sus labios hay como una llama de fuego. El hombre perverso promueve contienda, y el chismoso separa a los mejores amigos. El hombre malo lisonjea a su prójimo y lo hace andar por mal camino; cierra los ojos para pensar perversidades, mueve los labios, comete el mal.” (vv. 27-30) 

      Cuando una vida no expresa voluntad de restringirse en instantes en los que se entrecruzan los intereses propios y ajenos, todo desemboca en un caos difícil de solventar. El perverso, aquel que solamente procura distorsionar la verdad para aprovecharse de la falsedad, es como alguien que, tomando pico y pala, comienza a excavar en la tierra en busca de un tesoro depravado con el que envenenar la conciencia de los demás. No ceja en su empeño de picar y picar hasta localizar el punto débil, el talón de Aquiles, de su víctima. Sus palabras son como lanzallamas, buscando incendiar los ánimos, quemar vivos a sus objetivos, arrasando sin piedad la honra de sus semejantes. No les importa las repercusiones de sus expresiones verbales, no temen ser reprendidos o amonestados. Su lengua bífida y pérfida está bien afilada, presta para lanzar insultos, acusaciones falsas y amenazas preñadas de violencia y odio. Son dragones mal intencionados que procuran chamuscar hasta la raíz la reputación de aquellos a los que atacan.  

       Su meta es el enfrentamiento social, la ruptura de relaciones, el quebrantamiento de la paz y la armonía del vecindario, soliviantando en el proceso a familiares, parientes, cónyuges, hermanos y amigos con sus difamaciones, bulos, mentiras y chismorreos. Son escarnecedores profesionales que llevan a la enésima potencia cualquier estrategia que pringue de suciedad y sospecha a los inocentes. Cuando te echan un brazo sobre los hombros, aplaudiendo cualquier cosa de ti, no lo hacen porque te aprecian o porque te valoran. Lo hacen para tenderte una trampa de la que no podrás salir indemne, para involucrarte en crímenes y delitos delirantes con la excusa de la amistad contraída con ellos. Nunca duermen, aun cuando entrecierren sus párpados. Están tramando mentalmente nuevas formas de dañar, robar, asesinar, engañar o mentir, mascullando entre dientes cómo llevar a cabo su labor dañina y oprobiosa, prestándose para cometer sus fechorías en cuanto el ingenuo que cae en sus garras se descuida por un breve instante. 

4. AUTOCONTROL DE POR VIDA 

      Vivimos tiempos difíciles para valorar los beneficios del autocontrol, pero no cabe duda de que, si nos empeñamos de todo corazón en recibir este don especial del Espíritu Santo, podremos lidiar de por vida con cualquier situación que necesite de una resolución serena y pacífica: “Corona de honra es la vejez que se encuentra en el camino de la justicia. Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte, el que domina su espíritu que el conquistador de una ciudad. Las suertes se echan en el regazo, pero la decisión es de Jehová.” (vv. 31-33) 

     Si Dios lo permite, todos nosotros seremos ancianos y veremos con una mejor perspectiva el tapiz de nuestra existencia sobre la faz de esta tierra. Nos acordaremos de los ardores juveniles, de nuestra intrepidez y temeridad a la hora de hablar o de tomar decisiones importantes en la vida, de nuestra impaciencia y de nuestro acelerado ritmo de actividad. Recordaremos las oportunidades que dejamos pasar a consecuencia de nuestras equivocaciones, de nuestras rebeldías contra la voluntad de Dios y de cómo hubiera sido nuestra trayectoria vital si hubiéramos escuchado la voz sabia del Señor. Pero también traeremos a la memoria el día en el que confiamos nuestro ser al completo bajo el señorío de Cristo, los peligros y riesgos de los que nos libró obedecer a Dios y sus bendiciones que siempre nos rodearon a pesar de las circunstancias. Los que ya sois ancianos y habéis entregado vuestras vidas a Dios, sabéis que vuestro cabello blanco y las arrugas que surcan vuestros rostros son los adornos más heroicos y magníficos que puedan ostentarse, son un símbolo de la experiencia, de las lecciones aprendidas, de las promesas divinas cumplidas, de la provisión continua de Dios. ¡Hermosas e inspiradoras son las historias de nuestros ancianos y ancianas, los cuales reinan entre nosotros hoy y seguirán reinando en el mundo venidero! 

      El autocontrol es una característica de nuestra personalidad que seguir conquistando con aplomo y constancia, porque la fuerza física, el poder coercitivo y la agresividad no tienen cabida en el Reino de los cielos. No necesitamos ser unos Sansones o unos Hércules para dirimir cualquier pleito o enfrentamiento. Justo como hicieron muchos siervos de Dios a lo largo de las eras, es mucho mejor la templanza y la tranquilidad para resolver cualquier clase de choque de voluntades. Dominar el espíritu es mucho más difícil que asediar y conquistar una ciudad fortificada y almenada. Por la fuerza podemos obligar al vencido que se arrodille y reconozca a regañadientes su derrota, pero no podremos convencerlo de cambiar su actitud para con el vencedor, ya que seguirá odiándolo y buscando la oportunidad de vengarse cuando las circunstancias lo permitan. Adquirir el arte de domeñar y doblegar los apetitos carnales propios es una titánica labor que solamente puede emprenderse con la inestimable ayuda del Espíritu de Dios. Al final, por mucho que nos afanemos en echar suertes sobre nuestro futuro, en averiguar qué ha de ser sobre nuestro porvenir, la historia está en manos de Dios, y su culminación definitiva será según su soberanía disponga. Sea que apliquemos el autocontrol en nuestras vidas o no, Dios siempre tendrá la última palabra sobre el resultado de nuestras decisiones. 

CONCLUSIÓN 

       El fruto del Espíritu Santo aparece en nosotros cuando deseamos ser llenos de él y cuando nos dejamos cincelar y moldear por él en el proceso de santificación tan necesario para nuestro crecimiento y madurez espiritual. Apartemos cualquier intento de solucionar cualquier ataque personal, conflicto indigno o pendencia absurda por las bravas. En lugar de arreglar el asunto, probablemente lo que haremos es complicarlo más, dinamitar cualquier puente que haya para un buen entendimiento, y nuestro testimonio personal como seguidores de Cristo se verá sensiblemente resentido.  

      Dejemos que la sabiduría del Señor impregne nuestros actos y nuestras palabras, de tal manera que seamos bálsamo para los heridos de corazón, ejemplo para los extraviados e ignorantes, y luz para los incrédulos y enemigos de nuestra fe. Recordemos, para terminar, las palabras de aliento que Pablo transmitió a Timoteo en sus horas más bajas: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:7) 


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