PRISIONEROS DE LA DUDA
SERIE DE
SERMONES SOBRE MATEO 11-12 “BAD GENERATION”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 11:1-19
INTRODUCCIÓN
Una de las dinámicas humanas que han
persistido a lo largo de la historia ha sido criticar lo que los demás hacen o
son. Es, sin duda alguna, uno de los pasatiempos y ocupaciones más placenteras
que existen. No mover un músculo para hacer las cosas, que las hagan los demás,
y después despotricar sobre la falta de aptitud del que las ha hecho, se ha
convertido en un disfrute en el que muchos se deleitan con fruición. Es fácil
dictaminar sin pelos en la lengua que los demás han fallado, que los demás no
dan la talla o que los demás están por debajo de tus exigencias. Es sencillo
sentarse a observar cómo los demás se esfuerzan, ponen todo de su parte por
avanzar y toman decisiones, y luego echar por tierra todo el trabajo realizado
con una mordacidad e ironía realmente enojosas. Hay individuos que viven
solamente para eso, para criticar cada movimiento de los demás. Date un garbeo
por las redes sociales y comprenderás a qué me refiero. Alguien publica una
fotografía de sus vacaciones y enseguida aparecen haters que se dedican a poner
verde al que ha hecho la foto, al aspecto del fotografiado, a cualquier gesto
interpretable que aparezca, a cualquier señal que indique que se está
ofendiendo a alguien de algún retorcido modo, y así hasta acumular cientos y cientos
de comentarios criticones y facilones que, si mirasen la viga de su ojo,
dejarían de vilipendiar al que solo tiene una brizna de paja.
Vivimos en un mundo en el que se ha
pasado de la discreción a la crítica tóxica y caprichosa. No pasa un día sin
que muchas personas nos miren de arriba abajo, escuchen nuestras palabras, y
elaboren un juicio superficial de quiénes somos y cuáles son nuestras
verdaderas intenciones. Porque una cosa es criticar con el objetivo de ayudar y
edificar, y otra cosa es criticar para pasar el rato y para dañar sin
misericordia al prójimo. Una cosa es señalar errores y equivocaciones con
humildad, y otra es despellejar la vida de una persona delante de todo el
mundo, simplemente para hacer ver a todos que siempre existe alguien más
miserable que ellos. Y lo que causa más estupefacción es comprobar cómo
personas que desde la distancia ponían en el palo del gallinero a uno de sus
semejantes, luego cuando conocen de cerca a esa persona criticada, se
convierten en palmeros y lisonjeros. La hipocresía al cuadrado aparece siempre
que la conveniencia dicte nuestros veredictos sobre alguien. Siempre hemos
escuchado que da igual lo que uno haga o diga, porque siempre va a haber
alguien que critique lo hecho o dicho, y la realidad es tozuda a la hora de
constatar este extremo.
Esta es nuestra generación actual, una
generación que critica sin base y que lo hace siempre movida por los intereses,
las modas y las tendencias. No existe un criterio personal, auténtico y
genuino. Si nos moviésemos por esta dimensión terrenal teniendo siempre en
mente lo que le parece a uno o a otro, acabaríamos deprimidos, asqueados de la
vida y con verdaderos problemas para socializar. No podemos agradar a todo el
mundo, pensando que así dejaremos de recibir críticas. Necesitamos en estos
tiempos de incoherencia e hipocresía a personas coherentes, sencillas y
auténticas; personas que no fían su día a día a lo que dicten otras instancias
humanas, sino que se someten al evangelio de gracia de Cristo.
1. JUAN EL BAUTISTA: PRESO DE LA DUDA
MESIÁNICA
Después de que Jesús enseñase sobre la
misión a sus discípulos y de que los enviase a predicar el evangelio de gracia
a los pueblos y aldeas a las que pertenecían, recibe una visita muy especial.
Jesús había desplegado ya su ministerio terrenal a través de su instrucción y
mensaje, y había hecho partícipes a sus seguidores: “Cuando Jesús terminó de dar instrucciones a sus doce discípulos, se
fue de allí a enseñar y a predicar en las ciudades de ellos.” (v. 1) La visita en cuestión es la de dos discípulos de Juan el Bautista, el
cual llevaba, según el testimonio del historiador Flavio Josefo, casi un año
recluido en uno de los calabozos de la fortaleza de Maqueronte, al este del Mar
Muerto. Juan el Bautista había sido encarcelado por orden de Herodes el
tetrarca: “Herodes había prendido a Juan, lo había encadenado y metido en la
cárcel, por causa de Herodías, mujer de su hermano Felipe, porque Juan le
decía: «No te está permitido tenerla.»” (Mateo 14:3-4) El motivo de la
visita de estos dos seguidores de Juan, los cuales también actuaban como
emisarios e informadores para éste, era el de disipar las dudas que anidaban en
su mente en lo tocante al ministerio de su primo Jesús: “Al oír Juan en la
cárcel los hechos de Cristo, le envió dos de sus discípulos a preguntarle:
—¿Eres tú aquel que había de venir o esperaremos a otro?” (vv. 2-3)
Juan
el Bautista era prisionero de las dudas. Siempre creyó que su llamamiento
estaba respaldado por Dios y que su estilo de vida era parte de los designios
celestiales. Su discurso radical del arrepentimiento y del fin de los tiempos
lo había convertido en un profeta famoso y con prestigio y autoridad. No temió
enfrentarse a los soldados romanos, a los fariseos que bajaban de Jerusalén a
verlo, ni a los escribas. No se arredró cuando Herodes lo apresó y lo encerró
en una celda apestosa y lúgubre a causa de la denuncia de sus excesos y
lujurias. Pero el tiempo pasa, y todo aquello que esperaba que sucediese, que
Jesús condenase a los pecadores con el fuego del juicio final, no acontece. Los
meses caen sobre su salud y su mente como pesados fardos de piedra, y hasta los
más firmes y perseverantes siervos de Dios comienzan a darle vueltas a si de
verdad su labor preparatoria del reinado del Mesías esperado es real. Las
vacilaciones y las dudas empiezan a mermar la fuerza de voluntad del Bautista,
y necesita que alguien le confirme que no se ha equivocado, que no está
encerrado a cal y canto en una prisión para nada. Nadie mejor que Jesús para
que le dé razones del verdadero calado de su misión.
La
pregunta de los dos discípulos es parte del pensamiento mesiánico de aquellos
tiempos. El Mesías esperado era alguien formidable, un conquistador en toda
regla, un adalid poderoso que iba a acabar de una vez por todas con la bota
opresora de Roma, y que iba a instaurar un gobierno mundial del que los judíos
serían sus dirigentes más señalados. El Mesías debía ser contundente en sus
formas, valeroso en la batalla, ducho en las lides bélicas. Pero ante los
discípulos hay uno que no monta un corcel de guerra, ni esgrime una espada
triunfadora, ni fulmina con un chasquido de dedos a sus enemigos. Hay una
persona que predica el amor, la misericordia, la salvación y la redención.
¿Cómo no iba Juan el Bautista hacerse esta pregunta? Amaba a su primo,
recordaba con cierta ilusión el día en el que lo hizo bajar a las aguas del
bautismo, pudo escuchar cómo sanaba a enfermos y echaba demonios, pero la
consumación victoriosa de la historia a cargo del Mesías de Dios no llegaba.
Jesús, escuchando atentamente esta pregunta, considera el estado
lamentable y las circunstancias adversas por las que estaba pasando Juan el
Bautista. Por ello, no se anda con rodeos: “Respondiendo Jesús, les dijo:
—Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados
y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no halle
tropiezo en mí.” (vv. 4-6) La lista de actividades milagrosas que reflejan
el combate que se estaba librando en la tierra entre el ejército del mal y del
pecado, y los siervos del Reino de los cielos, es un argumento de peso para
hacer ver a Juan el Bautista que, a pesar de que tal vez sus perspectivas o sus
expectativas de lo que iba a ser el Mesías estaban desenfocadas, el Reino de
Dios estaba siendo inaugurado y establecido en la tierra.
Existen cientos de testigos que pueden avalar el compromiso de Jesús con
la erradicación del pecado a través de la curación de las enfermedades, las
cuales se suponía en aquel entonces, eran el resultado de vidas entregadas a la
pecaminosidad. Hay cientos de personas que pueden aseverar que la muerte,
principal síntoma de que el pecado es real en el mundo, está siendo derrotada
por Jesús. Los marginados y los menesterosos, marginados por las élites
sociales y religiosas, reciben de Jesús un mensaje de salvación, de justicia y
de paz que cambia sus vidas. Estas son las pruebas de la labor mesiánica de
Jesús. Si Juan el Bautista cree estos hechos milagrosos, y si sigue confiando
en él, aunque esté padeciendo en la penumbra de un infecto calabozo, será
feliz, y su gozo será garantizado. Podrá afrontar cualquier cosa que suceda con
su vida de ahí en adelante, incluso la muerte. Despejada cualquier duda con el
informe que le llevarían sus dos discípulos descansaría en Dios y esperaría su
hora con satisfacción y serenidad.
2. LA GRANDEZA DE JUAN EL BAUTISTA
Nada
más estos emisarios de Juan el Bautista marchan raudos a contar a su maestro
todo lo que Jesús les había transmitido, éste elabora una preciosa y
maravillosa elegía a Juan el Bautista. Todos debían saber quién era en realidad
Juan el Bautista: “Mientras ellos se iban, comenzó Jesús a hablar de Juan a
la gente: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento?
¿O qué salisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de vestiduras delicadas? Los que
llevan vestiduras delicadas, en las casas de los reyes están. Pero ¿qué
salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta, porque éste es
de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará
tu camino delante de ti.” De cierto os digo que entre los que nacen de mujer no
se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; y, sin embargo, el más pequeño
en el reino de los cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista
hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo
arrebatan. Todos los profetas y la Ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis
recibirlo, él es aquel Elías que había de venir. El que tiene oídos para oír,
oiga.” (vv. 7-15)
De
nuevo, Jesús trata con las expectativas y esperanzas que cada persona que
estaba escuchándole tenía de Juan el Bautista. Juan tenía un gran predicamento
entre el pueblo, cosa que impedía que Herodes hubiese acabado con su vida mucho
antes. No obstante, ahora que estaba encarcelado, todos se hacían las mismas
preguntas que Juan hacía acerca de Cristo. ¿Quién es Juan el Bautista? ¿Es un profeta
o un alborotador? ¿Un revolucionario, un maestro o un ermitaño fanático? Jesús
interpela a la multitud que se arremolina en torno a él con palabras directas y
contundentes. ¿Habían estado yendo al desierto a ver a alguien flexible como un
junco, como una endeble caña que se deja llevar por la influencia de la opinión
pública? ¿Creían ver en Juan a alguien voluble, veleidoso o débil en sus
principios y valores? Si querían conocer a personas así, solo tenían que ir a
la corte de los reyes para encontrar a individuos “pelotas” y serviles, pero
¿en el desierto? Juan el Bautista no estaba en aquellos parajes prácticamente
inhabitables para dar el gusto a sus seguidores, o para elaborar discursos
demagógicos. Juan el Bautista era un hombre con convicciones firmes que no se
dejaba llevar por las tendencias o por los vaivenes de las conveniencias.
A
diferencia de esta generación malvada, la cual marchaba tras el árbol que mejor
les cobijara en cada momento, Juan el Bautista era más que un profeta, más que
un pregonero de Dios. Era el precursor del Mesías, aquel que preparaba el
camino para la entrada del Reino de Dios en la tierra a través de Cristo, el
Hijo de Dios. ¿Y es que el pueblo judío no se acordaba de todos aquellos
profetas que comunicaron el oráculo de Dios a Israel y Judá, y que acabaron con
sus huesos en pozos vacíos, en cárceles y en la más miserable de las soledades?
Juan el Bautista era el enlace entre el viejo pacto y el nuevo en Cristo. Era
el puente que Dios tendía para que la ley y los profetas entroncasen
directamente con la era de la gracia. ¿Cómo no iba a ser considerado por Jesús
ese Elías que iba a volver desde los cielos hacia donde había partido sin
gustar la muerte? Juan el Bautista completaría el círculo profético que Malaquías
ya había predicho siglos antes: “Yo envío mi mensajero para que prepare el
camino delante de mí... Yo os envío al profeta Elías antes que venga el día de
Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los padres hacia los
hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y
castigue la tierra con maldición.” (Malaquías 3:1; 4:5-6) Todos habían
escuchado las palabras de Jesús. Ahora solamente faltaba que las creyesen y las
hicieran suyas a la hora de dejar de dudar sobre la identidad de Juan el
Bautista.
Es
curioso y paradójico que a continuación Jesús diga que Juan el Bautista es
grande entre los grandes, y que luego afirme que el más pequeño del Reino de
Dios será mucho más grande que él. Aunque suene enigmático y misterioso, Jesús
únicamente está resaltando la idea de que en Juan el Bautista termina la era de
la ley, y de que este Elías redivivo no entra cronológicamente dentro de la era
de la gracia y del Reino de los cielos. Es el primer creyente entre muchos,
pero no llega a disfrutar y ver este reino como lo harán aquellos que crean en
Jesús durante su ministerio terrenal. Y
en ese intervalo que existe entre el ministerio del Bautista y el de Jesús, el
Reino de Dios está siendo objeto del odio visceral de Satanás, el cual abducirá
a individuos de toda calaña y extracción para violentar esta nueva revolución
mesiánica que inicia Cristo. Autoridades romanas y judías, élites religiosas y
maestros de la ley serán solo una parte del ejército oscuro del príncipe de las
tinieblas. Juan el Bautista ya se ha convertido en la primera víctima de esta
persecución y acoso contra el propósito redentor de Cristo. Pero solamente será
la punta del iceberg. Cientos y cientos de individuos guiados por la ambición,
la envidia y la sed de poder intentarán por todos los medios que Jesús también
sea destruido y silenciado. Muchos querrán arrebatar a base de fuerza agresiva
y violencia el poderío y alcance del Reino de Dios, algo que Jesús asumió desde
el principio como parte inseparable de su mensaje de verdad y gracia.
3. UNA GENERACIÓN MALVADA Y CONTRADICTORIA
Aclarada ya la cuestión de quién era Juan el Bautista en el desarrollo
del plan redentor de Dios y del lugar que ocupaba en el despliegue de su
ministerio, Jesús identifica y describe perspicaz e ilustrativamente la actitud
de las gentes que componen su generación contemporánea: “Pero ¿a qué
compararé esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en las
plazas y gritan a sus compañeros, diciendo: “Os tocamos flauta y no bailasteis;
os entonamos canciones de duelo y no llorasteis”, porque vino Juan, que ni
comía ni bebía, y dicen: “Demonio tiene.” Vino el Hijo del hombre, que come y
bebe, y dicen: “Éste es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de
publicanos y pecadores.” Pero la sabiduría es justificada por sus hijos.»” (vv.
16-19) Jesús, con su discurso rotundo y nítido había intentado disipar
cualquier duda referida a su persona y a la persona de Juan el Bautista. El
contraste establecido entre ambos, aun cuando era perfectamente armónico y
compatible en lo que atañe al evangelio de salvación, sigue haciendo dudar a
sus coetáneos. Con una mezcla de fastidio y tristeza, Jesús describe a las
personas de su época como personas contradictorias, insatisfechas e
influenciables por cualquier viento ideológico. Para subrayar su planteamiento,
Jesús emplea uno de sus mejores recursos: la parábola.
Jesús alude a dos clases de juegos que se solían practicar entre los
niños de cualquier pueblo de Judea: el juego de las bodas y el juego de los
entierros. Por supuesto, hemos de entender que, ni las bodas ni los sepelios de
aquella época y cultura son iguales a los nuestros, y que estas dos ceremonias,
por otro lado, cotidianas y naturales, tenían mil y un requiebros y ritos que
ejecutar. Igual que muchos de nosotros nos hemos sumergido en jugar a papás y
mamás, a médicos y enfermeras, y a policías y ladrones, los niños de antaño
celebraban poder reunirse en las plazas para imitar las mismas condiciones en
las que las verdaderas bodas y entierros se daban. Unos a otros alternaban las
secuencias que cada evento tenían, y ahí entraba en juego, nunca mejor dicho,
el cambio de semblantes, de gestos y de entonaciones musicales. El problema que
presenta Jesús aquí era que todo se hacía a destiempo, creando una serie de
escenas incoherentes y caóticas. En una boda se dedicaban a llorar como
magdalenas, mientras que, en un entierro, como se haría en estas tierras
valencianas, tirarían arroz y gritarían “¡Que vivan los novios!” Claro, con
este panorama, era normal que las quejas y las críticas arreciasen entre ellos.
Si no se respetaban los tiempos y las ceremonias, lo único que pasaría es que
se hartarían y dejarían de jugar a estos juegos.
¿Qué
tiene que ver esta breve parábola con la realidad de la malvada generación con
la que debía tratar Jesús? Pues todo. Como dijimos al principio, en la
introducción, la cuestión es criticar y ser contradictorios. Conocieron a Juan,
un asceta en toda la extensión de la palabra, que comía langostas del desierto
y miel silvestre, que se vestía con una pellica de camello, y que vivía en las
cavernas de lugares inhóspitos, un auténtico modelo de sencillez, humildad y
austeridad; y, sin embargo, muchos ya estaban elucubrando sobre la procedencia
de su mensaje y de su estilo de vida, sobre si el mismísimo diablo lo estaba
poseyendo, sobre si su encarcelamiento era producto de su alineación con las
huestes del mal. Ahora tienen la oportunidad de conocer a Jesús, diametralmente
opuesto a Juan, comiendo en casa de personas de mala ralea según los estándares
prejuiciosos de los líderes religiosos, viviendo en medio de ellos, y dando que
hablar a la parroquia con sus enseñanzas, y también lo critican de mala manera
llamándolo borracho y glotón. “¿En qué quedamos?”, pregunta Jesús a la gente.
“¿De qué palo vais?”, interroga a los criticones de turno. Como los perros del
hortelano, que no comen ni dejan comer, así es la malvada generación de los
tiempos de Jesús. Siguen siendo presos de sus dudas y de sus prejuicios. Sin
embargo, tal y como Jesús concluye su alocución, las afirmaciones de la
sabiduría siempre son comprobadas como ciertas únicamente por aquellas personas
que aceptan el mensaje de los enviados de la sabiduría, esto es, Juan el
Bautista y Jesús de Nazaret.
CONCLUSIÓN
Si
Juan el Bautista y Jesús hubieran nacido y aterrizado en nuestra cultura y
época actual, ¿creéis que se salvarían de ser criticados, prejuzgados y
condenados como lo hicieron los judíos? Pienso que serían masacrados,
insultados y señalados sin contemplaciones con cada palabra que dijesen y con
cada acción que realizasen. Nuestra generación supera con creces lo que sus
compatriotas hicieron con Jesús y Juan. Este mundo tiene demasiado tiempo
libre, y suele emplearlo en hacerle la vida añicos a los demás. No existe una
coherencia argumentativa en los juicios de valor de las personas, siempre
existe la sospecha de que las cosas no son como son, y la rumorología de las
fake news es más poderosa de lo que nos podamos imaginar.
Nuestra sociedad está compuesta por personas que, sin darse cuenta, se
dejan encerrar en una celda muy pequeña y sombría, y desde allí lanzan sus
invectivas y opiniones críticas repletas de mala baba contra aquellos que no
les caen bien, que no piensan igual que ellos, o que no se ajustan a lo que es
verdadero o correcto para ellos. Es la sociedad de la incoherencia, de la
difamación y de la contradicción, y hemos de ser conscientes de que, al igual
que Juan y Jesús hemos de lidiar con ella cada día de nuestras vidas como
creyentes. No nos dejemos llevar por el espíritu de este siglo, sino más bien
dejemos que sea Cristo el que clarifique y enfoque nuestra visión de lo que es
cierto y verdadero, así como de aquello que son en realidad las personas que
nos rodean.
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