INTERCESIÓN
SERIE DE
ESTUDIOS EN GÉNESIS “ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 18:16-33
INTRODUCCIÓN
Cuando alguien viaja a Oriente Medio se
da cuenta enseguida que el acto del regateo es un arte en sí mismo. Aquellos
que han transitado por los zocos o mercados de esta zona geográfica han podido
apreciar el placer de regatear precios con los dueños de los puestos. No es
simplemente un acto divertido, sino que apela a una tradición ancestral en el
que intervienen temas tan importantes como la justicia, la generosidad, la
hospitalidad y el respeto. Leyendo sobre este arte del regateo, dos cosas me
llamaron poderosamente la atención. En primer lugar, que más allá de los tiras
y aflojas que pudiesen darse en el regateo, ninguna de las partes debía
enfadarse o enojarse. El vendedor siempre utiliza arteramente el juego del
indignado, pero es solo fachada. Y, en segundo lugar, que nunca se debe aceptar
la invitación de tomar el té con la excusa de enseñarte cosas, porque luego te
sabe mal no comprarle algo al dueño de la parada. La cuestión es que, al final,
ambas partes salgan satisfechas del trato con un buen apretón de manos y una
sonrisa en el rostro. Yo no he tenido la oportunidad de regatear, ni siquiera
en aquellos instantes en los que en la playa se acerca algún vendedor ambulante
de otras latitudes. Sería bastante pésimo en este aspecto, porque al final,
siempre pagaría demás por lo que comprase.
El regateo es una ceremonia social que
ha pervivido durante siglos en la idiosincrasia oriental, hasta el punto de que
se ha convertido en un entretenimiento más. Muchas anécdotas se cuentan de cómo
el viajero, creyéndose un lince de las ofertas y un maestro del regateo, al
final se da cuenta de que, en realidad, el comerciante siempre sale ganando.
Abraham, en el texto que hoy nos ocupa, también tuvo la ocasión de desplegar
sus capacidades de regateo, no con cualquiera de sus semejantes o vecinos, sino
con el mismísimo Dios. Intentó lograr una buena oferta hasta el final, pero, como
ya veremos en el siguiente estudio, no consiguió aquello que quería en ese
instante. Y veremos que Dios se lo puso bastante fácil.
1. ABRAHAM, EL AMIGO DE DIOS
Dejamos a Abraham comiendo y departiendo
amistosamente con tres visitantes misteriosos que pasaban por allí. Recordamos
al líder de este trío de transeúntes profetizando que, en un año, Sara iba a
ser madre de un niño al que pondrían por nombre Isaac. La tarde comienza a
declinar, el sol va descendiendo hacia el horizonte y las sombras del atardecer
ya van refrescando el ambiente de este encinar de Mamre. Después de una opípara
comida y de un restaurador descanso, los tres hombres empiezan a despedirse de
Abraham y así poder seguir su ruta: “Los varones se levantaron de allí y miraron hacia Sodoma, y Abraham
iba con ellos, acompañándolos.” (v. 16) Abraham,
ejemplar en su actitud hospitalaria, no solo les ha servido en su hogar, sino
que además los va a acompañar durante una cierta distancia. Por supuesto, como
ya vimos en el estudio anterior, Abraham reconocía en estos tres viajeros una
teofanía, y ¿quién querría dejar marchar a una visita de esta categoría y
clase? Abraham quiere saber más de los planes que Dios tiene para su vida y
camina junto a ellos. Pronto se da cuenta de que el destino de estos tres
hombres es Sodoma. Sus miradas de resolución hablan a las claras de que sus
intenciones no serán precisamente halagüeñas. Abraham sabía qué clase de
personas habitaban tras las murallas de Sodoma y Gomorra, ciudades a las que
Lot, su sobrino, había llegado con sus tiendas.
Abraham no comenta ni dice nada, pero es posible que barruntase que algo
terrible estaba en ciernes de suceder con estas ciudades. Sin embargo, es Dios
el que, leyendo la desazón y el temor en el corazón de Abraham, abre sus
pensamientos al autor de Génesis: “Jehová dijo: «¿Encubriré yo a Abraham lo
que voy a hacer, habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte y habiendo
de ser benditas en él todas las naciones de la tierra?, pues yo sé que mandará
a sus hijos, y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová
haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha
hablado acerca de él.»” (vv. 17-19) En principio, Dios no parecía tener en
mente contar a Abraham lo que tenía preparado y planificado para Sodoma y
Gomorra. No obstante, también cree que Abraham está preparado para escuchar
cuál será el dantesco destino de estas ciudades. Abraham ha recibido la promesa
de ser una nación poderosa, así como de bendecir a todas las demás naciones y
familias de la tierra. ¿No debería ser conocedor de la suerte de Gomorra y
Sodoma, las cuales también eran pueblos susceptibles de ser bendecidos por
medio suyo?
2. DIOS DECLARA SUS PLANES A ABRAHAM
El Señor, en su omnisciencia ya sabe perfectamente qué va a pasar, tanto
con las ciudades a las que se dirige, como con el futuro de Abraham. Dios
aprecia la fidelidad con la que Abraham inculcará a sus descendientes el temor
hacia su persona, el actuar ética y justamente en la vida, y la lealtad debida
a sus mandamientos. Pero también deberá conocer el alcance del castigo que
sufren aquellos que prefieren entregar sus vidas a la perversión y a la
rebeldía contra Dios. Por estas razones, Dios decide que Abraham debe ser
informado de la situación de Sodoma y Gomorra, así como de su absoluto
desprecio por el semejante: “Entonces Jehová le dijo: —Por cuanto el clamor
contra Sodoma y Gomorra aumenta más y más y su pecado se ha agravado en
extremo, descenderé ahora y veré si han consumado su obra según el clamor que
ha llegado hasta mí; y si no, lo sabré.” (vv. 20-21)
El Señor toma por el hombro a Abraham y lo mira a los ojos. Le cuenta lo
terrible y patético que es el alarido que brota de las gargantas de los
oprimidos y los que son sometidos a brutalidades sin nombre. La corrupción
moral y social, la insensibilidad e impasibilidad cínica ante el sufrimiento y
el dolor de los demás, y el menosprecio de cualquier derecho o dignidad humana,
son el pan de cada día de Sodoma y Gomorra. No pasa una jornada sin que el
crimen, la injusticia y la falta de solidaridad comunitaria se adueñen de la
realidad de estas localidades. No se trataba únicamente de actos abyectos de
índole sexual, lo cual de por sí era digno de ser condenado (violaciones
sistemáticas, sodomía, incesto, prácticas sexuales contra natura, y
depravaciones inimaginables), que es lo que más suele llamar la atención, sino
que era un absoluto totum revolutum de conductas malvadas y ponzoñosas. El
profeta Ezequiel se encarga tiempo después de señalar alguno de estos
comportamientos: “Ésta fue la maldad de Sodoma, tu hermana: soberbia, pan de
sobra y abundancia de ocio tuvieron ella y sus hijas; y no fortaleció la mano
del afligido y del necesitado.” (Ezequiel 16:49)
Las cosas no parecen haber cambiado mucho desde entonces, ¿verdad? El
orgullo individualista y egocéntrico que no comparte con nadie de su
abundancia, la riqueza atesorada y dilapidada en lujos y caprichos en lugar de
ser administrada para beneficio del menesteroso, y el entretenimiento de ver
cómo se matan los necesitados y pobres del mundo por una migaja o una vulgar
moneda de cobre, son la viva imagen de lo que podemos vivir y experimentar en
nuestras ciudades contemporáneas. Podríamos decir, de algún modo, que, si no
estamos a la altura de Sodoma y Gomorra, poco nos falta. Para que Dios diga que
el pecado de estas dos ciudades se haya agravado hasta el extremo, sabiendo de
su amplia paciencia y de su admirable gracia, la verdad es que suscita en
nosotros el pensamiento de qué clase de personas habitaban la tierra en aquel
entonces, de si eran más animales que humanos, y de si su actividad perversa
merecía que Dios se antropomorfizara para ver más de cerca el alcance y
extensión de la capacidad pecaminosa humana. No es que su omnisciencia fuese
imperfecta, sino que, de algún modo piadoso, quería que Abraham pudiese
interceder en justicia por estas ciudades en las que Lot, su querido sobrino,
tenía establecido su hogar. De ahí que se encarne, opte por realizar un acto de
condescendencia, y que descubra sus intenciones a Abraham justo en el filo de
su sentencia definitiva contra Sodoma y Gomorra.
3. REGATEANDO CON UN DIOS JUSTO Y AMOROSO
Con el rostro surcado de arrugas de preocupación y miedo, Abraham
intenta digerir esta revelación divina. Mientras logra recomponerse y
considerar el sentido que las palabras de Dios tenían, dos de los viajeros
siguen su trayecto a Sodoma y Gomorra. Ellos constatarán hasta qué punto la
maldad y la perversión de sus habitantes ha llegado hasta el colmo. Dios se
queda junto a Abraham, esperando una reacción, una respuesta a la bomba que
acaba de lanzar sobre la destrucción de estas dos ciudades. Y después de un
rato rumiando qué hacer al respecto, Abraham interpela a Dios: “Se apartaron
de allí los varones y fueron hacia Sodoma; pero Abraham permaneció delante de
Jehová. Se acercó Abraham y le dijo: —¿Destruirás también al justo con el
impío? Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás y no
perdonarás a aquel lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de
él? Lejos de ti el hacerlo así, que hagas morir al justo con el impío y que el
justo sea tratado como el impío. ¡Nunca tal hagas! El Juez de toda la tierra,
¿no ha de hacer lo que es justo?” (vv. 22-25)
Con gran aplomo y buenas dosis de misericordia por parte de Abraham,
éste inicia un ceremonial de regateo bastante curioso, y que apela
principalmente al carácter justo de Dios. El pavor de Abraham reside en que
Dios fulmine tanto a culpables como a inocentes, tal vez pensando en la familia
de su sobrino Lot. No sería muy justo que muriesen justos por pecadores. Sí,
está claro que hay muchas personas en Sodoma y Gomorra que son auténticos
monstruos y verdaderos criminales y delincuentes, pero, ¿qué pasa si hay
cincuenta personas que sí que te obedecen, que no son mala gente y que buscan
la santidad de vida por encima del clima asfixiante de depravación? ¿No es más
poderoso el amor hacia cincuenta personas, que la ira sobre el resto? Si Dios
es Dios, nunca podrá o deberá acabar con una comunidad en la que todavía existe
una cantidad, aunque a tenor de la situación, mínima y testimonial de justos.
Abraham estaba aportando un argumento de peso que Dios no podía ni quería
obviar. Con el ruego en el tono de su voz y con el principio del regateo en
mente, Abraham espera una contestación satisfactoria, aun cuando no está muy
seguro de que haya cincuenta personas en Sodoma y Gomorra que obedezcan a Dios
y a la ley.
La respuesta de Dios no se hace esperar: “Entonces respondió Jehová:
—Si encuentro en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo
este lugar por amor a ellos.” (v. 26) Dios está dando una última oportunidad a estas dos ciudades, y su gracia
es capaz incluso de sobrepasar la justicia debida. No obstante, Abraham,
aprovechando la buena voluntad de Dios, y temiendo que no haya tanta gente
justa en Sodoma, sigue adelante con su regateo hasta el final, hasta que llega
al límite de lo negociable con Dios: “Abraham replicó y dijo: —Te ruego, mi
Señor, que me escuches, aunque soy polvo y ceniza. Quizá falten de cincuenta
justos cinco: ¿destruirás por aquellos cinco toda la ciudad? Jehová respondió:
—No la destruiré, si encuentro allí cuarenta y cinco. Volvió a hablarle
Abraham: —Quizá se encuentren allí cuarenta. —No lo haré, por amor a los
cuarenta —dijo Jehová. Abraham volvió a suplicar: —No se enoje ahora
mi Señor si le digo: quizá se encuentren allí treinta. —No lo haré si encuentro
allí treinta —respondió Jehová. Abraham insistió: —Soy muy atrevido al hablar
así a mi Señor, pero quizá se encuentren allí veinte. —No la destruiré
—respondió—, por amor a los veinte. Volvió Abraham a decir: —No se
enoje ahora mi Señor; solo hablaré esta vez: quizá se encuentren allí diez. —No
la destruiré —respondió Jehová—, por amor a los diez.” (vv. 27-32)
La cifra del regateo va decreciendo, las maneras que emplea Abraham para
que Dios no se enoje contra Él al ser tan atrevido y audaz en sus peticiones, y
al final, por mucho que se empeñe Abraham, solo queda un último número de
justos del que es imposible bajar: diez personas que aman a Dios y a su ley.
Incluso con este mínimo de justos en Sodoma, Abraham se siente incómodo, como
pensando que, en Sodoma, ni diez personas se hallaban en condiciones de ser
reconocidas como dignas del amor de Dios. Ahí tenemos a Abraham, como ese niño
que tira de la pernera del pantalón de su padre, para ver si al final se aviene
a sus deseos y peticiones. Ahí tenemos a Abraham, intercediendo por gentes que
habían cometido atroces vilezas y cuya fama era la peor de lo peor. “Ojalá haya
diez personas. Ojalá haya diez personas,” es el mantra que repite mentalmente
Abraham. El Señor se lo ha puesto muy fácil a Abraham en este regateo. Ahora
faltará conocer la realidad del estado de cosas de estas dos ciudades
condenadas: “Luego que acabó de hablar a Abraham, Jehová se fue y Abraham
volvió a su lugar.” (v. 33) Como dirían en el juego de la ruleta: “Rien
ne va plus!” Abraham regresa a su hogar medio esperanzado, medio
apesadumbrado, a la espera de nuevos acontecimientos. Desde su posición
geográfica privilegiada sería testigo del desenlace de este regateo con Dios.
CONCLUSIÓN
Cada vez que nos reunimos en oración delante de Él, apartamos un tiempo
para interceder por personas que no forman parte de la comunidad de fe. Oramos
al Señor por individuos que pertenecen a nuestra familia, que son amigos o
compañeros de trabajo o que, de alguna manera, se relacionan con nosotros.
Pedimos a Dios que tenga misericordia de ellos, aun cuando no son creyentes en
Él. Nuestras plegarias suben ante el trono del Señor, y luego Él hace
soberanamente lo que mejor le place dentro de sus designios eternos y sabios. A
veces somos como Abraham, regateando con Dios, a la espera de que el Señor se
apiade de ellos, apelando a su benevolencia y su compasión.
Sin embargo, y aunque nos cueste entenderlo y asimilarlo, Dios no
solamente actúa desde la misericordia y la gracia, sino también desde la
justicia y el juicio. Está en nuestra mano rogar al Señor, pero también está en
su omnisciencia y gran soberanía hacer que cada cual pague también por sus
deleznables y execrables delitos contra el prójimo y contra Dios.
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