DELANTE DE SUS NARICES
SERIE DE
SERMONES SOBRE MATEO 11 Y 12 “BAD GENERATION”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 11:20-24
INTRODUCCIÓN
Una de las señas de identidad de nuestra
sociedad es la facilidad con la que se la puede embaucar, y otra es la
dificultad con la que es capaz de reconocer aquellas cosas que son reales e
impepinables. Por un lado, las personas son capaces de creer en horóscopos, en
alienígenas entre nosotros como los reptilianos, en supersticiones de lo más
variopinto y en el destino ya escrito en las estrellas que plagan el universo.
Por otro lado, cuando son testigos de un milagro, de una transformación vital o
de una experiencia sobrenatural benefactora de parte de Dios, la gente se
cierra en banda, prefiriendo mostrar más respeto a cuestiones delirantes y a
gurús que se lucran y carcajean a costa de la credulidad y la ignorancia del
ser humano. Es preferible creer en las energías, en los chakras, en el
archiconocido karma o en el perejil que se pone a San Pancracio, que en la
constatación del poder de Dios en la vida de una persona que ha mudado por
completo su conducta y talante. Es más “cool” entregarse a curanderos y charlatanes
de medio pelo, a la influencia de los cristales y los cuarzos, y a la
exposición a sahumerios y ritos de la santería, que confesar que Dios sigue
haciendo maravillas y prodigios en medio nuestro. Vivimos rodeados por miles y
miles de sectas, movimientos religiosos de todo pelaje y pseudofilosofías
desternillantes, y en lugar de buscar la verdad, muchos persiguen hallar una
creencia que se ajuste y acomode a la perfección a su grado de compromiso y
responsabilidad. Es la generación de la religión a la carta.
Nuestra generación es una generación que
escoge mostrarse ciega ante el evangelio de Cristo, ante las señales que
acompañan a la extensión del Reino de los cielos, y ante una metamorfosis
espiritual y práctica de alguien que era un absoluto desastre en todo, y que en
virtud de la obra de Cristo es ahora una nueva persona, distinta en todo cuanto
fue, diferente en relación a las metas que antaño poseía. Dios persiste en su
actividad milagrosa, en su redención de vida, en su perdón amoroso y en su
acción santificadora. Y contemplamos milagros y maravillas que la ciencia y la
lógica no pueden explicar a carta cabal, los cuales siguen dándonos el peso de
la evidencia de que el Señor existe, nos ama y desea que todos los seres
humanos lleguen a arrepentirse de sus pecados para adherirse a la causa de su
Hijo Jesucristo. El Señor sigue contestando nuestras oraciones y plegarias,
sanando en cuerpo y alma a muchas personas que conocemos. Millones de
testimonios alrededor de todo el mundo indican que Cristo sigue actuando
poderosamente a todos los niveles. Sin embargo, nuestra generación, esta mala
generación, elige vivir como si todas estas evidencias no significaran nada o
no existieran en la realidad.
A veces nos frustramos cuando intercedemos
por una persona que no conoce a Cristo, clamando a Dios para que cure su
enfermedad o para que solvente un momento crítico de su vida. Nos frustramos
porque esperamos que, tras la resolución de la crisis o la sanidad de la
patología, lleguen a darse cuenta de que Dios ha intervenido decisivamente en
su bienestar sobrevenido. Y normalmente, esto no suele pasar. Dan las gracias
por nuestros ruegos, pero, como decía Julio Iglesias en aquella canción mítica,
“la vida sigue igual.” Nada de esto debe sorprendernos. Simplemente, como nos
exhortaba el apóstol Pablo, debemos seguir orando por ellos, sin cansarnos de
hacer el bien.
1. UN PANORAMA DESCORAZONADOR
Jesús también tuvo que vérselas con una
generación bastante parecida. Era una generación abruptamente escéptica ante
todo el poderío que Jesús desplegaba en cada ciudad o aldea por la que pasaba
junto a sus discípulos. Y si Jesús tuvo que tratar con personas de tendencias
similares a las de la generación contemporánea, y siguió adelante sin tirar la
toalla en cuanto a continuar con su ministerio de salvación y perdón, ¿cómo no
vamos nosotros a permanecer en la brecha? Después de haber ensalzado la figura
de Juan el Bautista como el precursor del Mesías, y tras identificar a su
generación como inconstante y caprichosa, Jesús resuelve poner los puntos sobre
las íes en relación con su febril actividad milagrosa y didáctica. Durante una
buena temporada había anunciado el mensaje del evangelio de salvación con el
respaldo de impresionantes sanidades y portentos, y el resultado era
ciertamente descorazonador: “Entonces comenzó a
reconvenir a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros,
porque no se habían arrepentido, diciendo:” (v. 20)
Aquí
contemplamos a un Jesús hastiado y decepcionado. Hastiado por haber sembrado de
hechos incomparables como sanidades, resurrecciones y exorcismos cada una de
las ciudades por las que había pasado, y no recoger fruto de estas señales
prodigiosas. Decepcionado ante la actitud impasible e insensible que mostraron
los habitantes de estas localidades, dado que los corazones seguían endurecidos
como rocas a pesar de los esfuerzos ímprobos de Jesús. ¿Cómo te sentirías tú
si, después de realizar un amplísimo programa de evangelización, acompañado de
testimonios fidedignos del poder divino, nadie se diese por aludido y el
resultado fuese negativo? Jesús, humano y divino al mismo tiempo, también tenía
su corazoncito y sus expectativas. Y, a pesar de que estas palabras que va a
dedicar a algunas ciudades que habían sido testigos directos y oculares de su
poder, son agrias y rotundas, demuestra que siempre tiene esperanza en arrancar
de las fauces de la muerte y del pecado al mayor número de personas posible. De
ahí la reconvención, los reproches. Había hecho lo posible y lo imposible por
ablandar los corazones de los habitantes de estas ciudades, y la respuesta
había sido nula y desalentadora.
Esta
circunstancia que provoca en Jesús esta reacción indignada nos enseña que no
siempre la fe es el resultado de ser testigos directos de una grandiosa y
maravillosa experiencia sobrenatural. El ser humano, en la mayoría de los
casos, ha preferido no ver lo que tiene justo delante de sus narices. Tal vez
lo ha hecho por conveniencia, por ignorancia, por embrutecimiento mental, por
cabezonería y obstinación o por llevar la contraria a pesar de que la realidad
es tozuda. La fe no es provocada por las señales milagrosas ni es el resultado
de ser espectadores de lujo de un acontecimiento inexplicable desde la ciencia
o la lógica. La fe es dada por Dios e infundida por Él en el mortal para que
crea a pesar de todo. La fe que se apoya en la demostración o en las
experiencias taumatúrgicas no es tal fe. Por supuesto, las señales que Dios
realiza en derredor nuestro nos ayudan a seguir confiando y a continuar
fortaleciendo nuestra fe, pero no la sustentan ni la fundamentan. Jesús es el
autor y consumador de la fe, y en él hemos de posar nuestra mirada. Recordemos
que, en la parábola de Lázaro y el rico, Abraham confirma al sediento
multimillonario que la fe debe ser puesta en la Palabra de Dios y no en
resucitados que regresan del Hades: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas,
tampoco se persuadirán, aunque alguno se levante de los muertos.” (Lucas 16:31)
2. EL ORGULLO ENDURECE LOS CORAZONES
Las
primeras palabras de ácida y áspera amonestación van dirigidas a Corazín y
Betsaida: “«¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!, porque si en Tiro y en
Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo
ha, que en vestidos ásperos y ceniza se habrían arrepentido. Por tanto, os digo
que en el día del juicio será más tolerable el castigo para Tiro y para Sidón
que para vosotras.” (vv. 21-22) ¿Qué clase de personas habitaban estas dos
ciudades para que Jesús decida realizar esta diatriba tan contundente? Corazín
era una ciudad que se hallaba a escasos tres kilómetros de Capernaúm, localidad
en la que Jesús tenía establecido su cuartel general. Betsaida, tal como su
nombre indica “Casa de Pescadores,” era un lugar eminentemente en el que
la dedicación mayoritaria era la de pescar en el Mar de Galilea. De hecho,
Pedro, Andrés y Felipe procedían de allí. Al parecer, Jesús había desarrollado
una labor ingente de sanidades, expulsión de espíritus malignos y de resurrecciones
en estas dos localidades, y en lugar de reconocerlo como el Mesías esperado o
como un maestro digno de ser tenido en cuenta por sus palabras y enseñanzas,
habían ninguneado todas y cada una de sus intervenciones. Con el más puro
estilo de los profetas del Antiguo Testamento, Jesús alza la voz para lamentar
la suerte de estas dos impenitentes ciudades.
Fijémonos en la comparativa y contraste que realiza Jesús con respecto a
dos ciudades de la antigüedad que fueron barridas por el poder de Dios a causa
de su orgullo y presunción. Tiro y Sidón, ciudades famosas por su gran volumen
de negocio marítimo y por estar cercadas por murallas insalvables e
inexpugnables, sucumbieron a manos de Alejandro Magno tras una serie de asedios
terribles, y a pesar de que eran ciudades conocedoras de quién era Dios y de
quién era su pueblo escogido, optaron por enrocarse en sus fuerzas y recursos
sin dar margen a Dios y sin auxiliar a Israel en sus horas más bajas. A causa
de esta clase de actitud, estas dos magníficas y reconocidas ciudadelas fueron
abatidas sin remedio. Si a estas ciudades hubiese recalado algún enviado de
Dios con toda una formidable demostración de poder y su discurso redentor como
la desplegada por el maestro de Nazaret en Corazín y Betsaida, habrían caído
rendidos delante del Señor con luto y contrición. El cilicio, esa vestidura
áspera de arpillera y saco que se usaba para evidenciar la penitencia del
corazón, y las cenizas, derramadas sobre la cabeza como símbolo de la pena y la
tristeza por el pecado cometido, serían el santo y seña de estas dos ciudades,
epítomes de la arrogancia y la soberbia. ¿Cuán soberbios y orgullosos no serían
entonces los moradores de Corazín y Betsaida para que Jesús dijese esto?
3. LA PETULANCIA SERÁ ABATIDA
Jesús no termina aquí su reprimenda mordaz, sino que ahora el objetivo
de su reprobación es Capernaúm, “la casa de Nahúm,” o “Casa llena de
consolación.” Capernaúm, centro neurálgico del ministerio terrenal de
Jesús, recibe un sopapo en toda regla de su parte al considerar el modo en el
que sus habitantes habían acogido su evangelio y sus actividades milagrosas: “Y
tú, Capernaúm, que eres levantada hasta el cielo, hasta el Hades serás abatida,
porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti,
habría permanecido hasta el día de hoy. Por tanto, os digo que en el
día del juicio será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma que para
ti.»” (vv. 23-24) Capernaúm, situada en la orilla noroeste del Mar de
Galilea, era conocida por su actividad pesquera, alfarera y agrícola, lo cual
la aupaba a unas cotas de prosperidad reseñables. Se asentaba sobre una colina,
dominando una gran parte de la ribera del Mar de Tiberiades. Capernaúm era
también el hogar de Pedro y de Mateo, y era conocida en Mateo 9:1 como
la ciudad de Jesús. Allí hizo incontables milagros, como sanar a la suegra de
Pedro, levantar de su postración a un paralítico, o sanar al hijo de un
centurión romano. Sin embargo, los habitantes de Capernaúm no se dieron por
aludidos ni hicieron ningún atisbo de reconocimiento mesiánico de Jesús.
En
vista de la impenitencia tan palpable que existía en la idiosincrasia de los de
Capernaúm, Jesús, al igual que hizo con Corazín y Betsaida, la compara con la
calidad nefasta de una de las ciudades que mejor describen el hecho de dar la
espalda a Dios, a los derechos humanos y a una mínima ética de la hospitalidad:
Sodoma. El destino de Capernaúm será la destrucción y el asolamiento, y del
mismo modo que presumieron de sus capacidades y prosperidad, será abatida hasta
más debajo de la tierra, hasta las profundidades del Hades, esto es, de la
tierra de los muertos. Tal era su mentalidad obstinada y su cerrazón espiritual
que merecía ser ajusticiada en el día del juicio final. Es duro tener que
comprobar cómo día tras día, milagro tras milagro, enseñanza tras enseñanza,
los intentos por persuadir a los habitantes de Capernaúm para reconsiderar su
estado espiritual y para arrepentirse de su mal proceder son infructuosos.
Jesús escoge a Sodoma como ciudad con la que contrastar el talante de
Capernaúm, y asegura que, si Dios hubiese descendido desde los cielos para
demostrar su gloria y poder milagrosos a los sodomitas, otro gallo hubiese
cantado, y se hubiesen librado de la lluvia ardiente que la arrasó por
completo.
Este
es un juicio tremendamente terrible. Comparar Sodoma con Capernaúm son palabras
mayores, pero si Jesús empleaba a propósito este contraste era porque conocía
las honduras del corazón de los habitantes de Capernaúm, un corazón lleno de
egoísmo, incredulidad, insensibilidad y apatía espiritual. Y ante estas señales
de esta generación malvada, no queda otra cosa que emplazarla al día en el que
Cristo, Justo Juez, dictamine el destino eterno de aquellos que eligieron pasar
olímpicamente de las señales claras que indicaban que Jesús era el Mesías
anhelado, Dios encarnado, el Salvador del mundo. Una ciudad como la de
Capernaúm, privilegiada al acoger en su seno al Hijo de Dios, teniendo delante
de sus narices una salvación tan grande, recibiendo espectaculares y especiales
manifestaciones del poder de Dios a través de Jesús, y siendo el foro desde el
cual el evangelio de redención y perdón era predicado hasta la saciedad, no
supo reconocer la mano misericordiosa de Dios en medio de ella. Teniendo esto
en mente, no es sorprendente que Jesús decidiera reprender con firmeza y
rotundidad a esta ciudad en especial.
CONCLUSIÓN
Como
hemos podido observar, en lo que concierne a la obra misionera que todo
creyente y toda iglesia debe desempeñar en sus respectivas localidades,
hallaremos personas que no se dan por aludidas cuando se les transmite el
mensaje del evangelio o cuando se intercede por ellas en oración cuando, en
instantes difíciles, nos piden que oremos por ellos. Del mismo modo que en la
generación contemporánea de Jesús, hoy también vivimos esta misma realidad.
Personas que han escuchado de Dios, que examinan nuestras vidas para ver si se
corresponden con lo que anunciamos, que saben dónde está nuestra capilla, o que
incluso nos han visitado en alguna ocasión, prefieren creer en otras cosas, más
absurdas y psicodélicas, que depositar su fe en Cristo, aquel que sigue obrando
en la historia y en esta dimensión terrenal, y que continúa dando la
oportunidad de que nuestros convecinos le conozcan, le sigan y le rindan su
vida.
Por
supuesto, nuestra actitud no debe ser la de Jesús en esta ocasión. Jesús
sencillamente está intentando resquebrajar la coraza pétrea de los corazones de
estas ciudades impenitentes con palabras gruesas que provienen de un
entendimiento y una perspicacia descomunales de la naturaleza humana. Nosotros
no nos podemos comparar con Jesús en este sentido, ni debemos salir a la calle
diciendo a voz en cuello que Carlet está condenado porque, tras 125 años de
presencia bautista, el número de los redimidos es inferior a nuestras
expectativas. Nuestra tarea es la de seguir orando, la de seguir dando
testimonio de nuestra vida en Cristo, la de enseñarles que tienen delante de
sus narices la ocasión de ser recipientes de la vida eterna, y la de perseverar
en comunicar verbalmente la Palabra de Dios a cuantos se nos pongan a tiro.
Dios
seguirá haciendo milagros entre nosotros y su Palabra nunca volverá a Él vacía
y sin fruto. Nuestra generación no necesita exuberantes manifestaciones
sobrenaturales para creer; necesita que vean a Cristo en nuestras vidas y así
dejar que sea Dios el que insufle fe en el alma incrédula de nuestros conciudadanos.
Y si aun así se empecinan en seguir depositando su confianza en el
materialismo, en el ateísmo, en las supersticiones vanas y en la iglesia
maradoniana, Dios juzgará a cada uno de ellos conforme a sus obras en la
tierra.
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