LLAMAMIENTO
SERIE DE
ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM “GÉNESIS II: ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 12:1-9
INTRODUCCIÓN
Si existe algo
que casi todo ser humano aborrece es hacer una mudanza. Nunca se da cuenta uno
de lo que posee hasta que se propone cambiar de aires en otros lugares.
Empiezas a llenar cajas y cajas de enseres, objetos variados, vajillas,
cuberterías, libros, electrodomésticos y muebles desmontables, y cuando echas
un vistazo a la cantidad de cosas que tienes que trasladar a un nuevo hogar,
sacas la conclusión de que, en realidad, muchas de esas cosas no son tan
imprescindibles ni tan necesarias. Sin embargo, el apartado de los recuerdos y
de los detalles nostálgicos, tan repleto de memoria, suele unirse al resto de
los bultos que hay que transportar, para volver a atraer el polvo.
Planificas cómo
vas a llevar todo ese volumen de cajas, calculas el coste de los gastos de
desplazamiento y almacenamiento, discutes con tu cónyuge sobre qué llevar, qué
regalar y qué tirar a la basura, cierras los ojos cuando ves que todo el
proceso de mudanza se ha convertido en una auténtica locura y suspiras esperando
el momento en el que todo lo que has preparado llegue a su destino, puedas
ubicar cada cosa en su sitio, y piensas en que vas a ser más minimalista en el
futuro para evitar este problemón del trámite engorroso de un traslado. Todos
aquellos que hemos pasado por este trago, y cuyo vehículo es insuficiente para
albergar todo lo que uno acumula a lo largo de los años, sabrán a qué me
refiero.
1.
RUMBO A LO
DESCONOCIDO
Abraham también
tuvo que afrontar una mudanza, no en tiempos de la mocedad, ni en las condiciones
actuales en las que se puede simplificar un cambio de vida, que transformaría,
no solo su mundo, sino al resto de la humanidad. Tras acompañar a su padre en
la aventura de marchar hacia Canaán, y establecerse durante un periodo largo de
tiempo en Harán, Abraham tendrá un encuentro personal con Dios que marcará el
devenir de la futura nación de Israel. Tendrá que liar el petate para dirigirse
a un ignoto destino, y todo ello con una fe en Dios increíblemente inspiradora:
“Pero Jehová había dicho a Abram: Vete
de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te
mostraré.” (v. 1) Abraham recibe una teofanía, un encuentro personal con
Dios, en el que la instrucción y orden primordial que se le entrega, es la de
dejar de echar raíces en Harán para emprender un viaje misterioso hacia lo
desconocido.
La orden divina
que recibe es la de marchar e irse desde el lugar de su seguridad y de su
certidumbre hacia otros lares oscuros y arriesgados. Para Abraham y toda su
familia esta orden directa de Dios supone un desgarro, una ruptura y una
separación de dimensiones descomunales para un ser humano. De hecho, si
comprobamos el orden psicológico en el que se coloca la separación de la
tierra, de la tribu a la que pertenece y de sus raíces familiares ancestrales,
se pasa a dejar de lo más fácil a lo más difícil y duro. Para una persona
acostumbrada tras salir de Ur al nomadismo o seminomadismo, abandonar la tierra
no era un sacrificio tan grande, pero cortar por lo sano con los lazos comunitarios
del clan, y con el cordón umbilical que le había proporcionado seguridad e
identidad en el seno de su entorno familiar más íntimo, era un asunto bastante
más serio. Todos aquellos que hemos tenido que dejar el nido cálido, cómodo y
estable de nuestro hogar familiar, en un momento dado, hemos sentido la aguda
punzada de que algo nuestro se queda atrás, y hemos sabido que la nostalgia y
la morriña se encargarán de recordárnoslo durante toda nuestra vida estemos
donde estemos. ¿Sería este el sentimiento de Abraham al valorar las
instrucciones que Dios le ha confiado?
Una cosa que
diferencia nuestra mudanza de la de Abraham era que él no tenía ni idea o tenía
una vaga idea de adonde se iban a encaminar sus pasos. Dios no le envió por WhatsApp
unas coordenadas o una ubicación geográfica concreta por Google Maps.
Simplemente le pide que confíe en que Él lo guiará a un lugar que ha escogido,
a una tierra que Abraham reconocerá en cuanto la vea. Mientras tanto, tendrá
que cargar con pesados fardos, tendrá que convencer al resto de sus siervos y
familiares, y habrá de vérselas con un horizonte indefinido e incierto. Como
contraste de la claridad de aquello que se deja atrás, se alza ante Abraham un
panorama repleto de riesgos y de insospechados encuentros. El Señor, en el
misterio de su libertad de elección, escoge a Abraham, alguien que no se ciñe a
patrones propios de la elección de personas del Antiguo Testamento, para
iniciar una ruta hacia el sur, hacia la Tierra Prometida.
2.
EL SEGURO
DE VIAJE DE LAS PROMESAS DE DIOS
Después de la
orden de Dios dada a Abraham, le siguen una serie de promesas que garantizarán
el buen término de este viaje a lo desconocido: “Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu
nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te
maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra.”
(vv. 2-3) La primera de estas promesas habla proféticamente de un futuro
lejano para Abraham, ya que Dios establece en él el germen de lo que será la
nación (heb. goy) de Israel. La
generación desde la simiente abrahámica de un pueblo que sigue vivo después de
siglos y siglos de historia, es parte del plan de Dios para la salvación de la
humanidad, y por ello, en estas bendiciones que Dios derrama sobre Abraham y su
casa, todo el mundo podrá disfrutar de la bienaventuranza de servir y adorar a
un Dios Todopoderoso y que cumple con su palabra.
La segunda promesa
obedece al deseo de Dios de bendecir personalmente a Abraham durante el resto
de su vida. El Shalom de Dios no se apartará de su trayectoria vital, y la
salud, la alegría y el éxito personal serán testimonio fiel y constatable de
que Dios está de su lado pase lo que pase. La tercera promesa confronta la
actitud de los habitantes de Babel de hacerse un nombre por sus propios medios,
recursos y orgullo, con la grandeza personal que solamente Dios confiere a
aquellos que se someten a Él, que dependen de su poder, y que se humillan
sinceramente ante su presencia. Del “dijeron:
Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y
hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra”
(Génesis 11:4), al “porque ¿qué
nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová
nuestro Dios en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga
estatutos y juicios justos como es toda esta ley que yo pongo hoy delante de
vosotros?” (Deuteronomio 4:7-8), hay un gran trecho.
Como podemos
comprobar, la palabra “bendición” se repite en cinco ocasiones en estos dos
versículos, y por tanto, la promesa benefactora de Dios sobre Abraham no trata
sobre una cuestión puntual de bendición, sino que se extiende en el tiempo y en
el espacio para abarcar a toda la humanidad. Desde la fuente de Abraham brotará
un manantial de bendición del que podrán beber todas aquellas naciones y todas
aquellas personas que anhelan ser siervos obedientes de Dios, sin importar su
raza, su procedencia o su sexo. De la creación de Israel, Dios abre la puerta a
la recreación de la humanidad, prevé una meta inmediata cuyo cumplimiento
definitivo se llevará a cabo con el advenimiento cósmico de Cristo y la
renovación celestial y terrenal. Y todo aquel que ose maldecir, desdeñar,
deshonrar o menospreciar a Abraham y todo lo que éste representará en el
porvenir, será maldito, siendo condenado por Dios a causa de la tremebunda
injusticia que esta clase de personas hace contra lo que Dios ha consagrado y
elegido para sí.
En esta promesa de
bendición universalista y global, todos aquellos que nos reconocemos como
gentiles podemos recordar las palabras del apóstol Pablo, y tenemos la
posibilidad de hacerlas nuestras en virtud de la obra de Cristo en nuestro
favor: “Y la Escritura, previendo que
Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena
nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. De modo que
los de la fe son bendecidos con el creyente Abraham.” (Gálatas 3:8-9) El
evangelio de Cristo ya estaba en marcha y previsto antes de que Dios eligiese a
Abraham, y le concedió el privilegio y el placer de ser investido como canal de
las bendiciones redentoras y salvíficas de Dios. Gracias a esta promesa dada
siglos atrás, hoy nosotros podemos considerarnos parte del pueblo de Dios que
es la iglesia de Cristo.
3.
CAMINANDO
VOY PARA CANAÁN
Con todas estas
promesas en la maleta, Abraham responde a las palabras de Dios afirmativamente:
“Y se fue Abram, como Jehová le dijo; y
Lot fue con él. Y era Abram de edad de setenta y cinco años cuando salió de
Harán. Tomó, pues, Abram a Sarai su mujer, y a Lot hijo de su hermano, y todos
sus bienes que habían ganado y las personas que habían adquirido en Harán, y
salieron para ir a tierra de Canaán; y a tierra de Canaán llegaron.” (vv. 4-5)
El autor de Hebreos da cuenta también de esta decisión: “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que
había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba.” (Hebreos 11:8)
Abraham, ni corto ni perezoso, sin aparentemente dudas u objeciones, da
comienzo a su viaje hacia el sur, hacia Canaán. No marcha solo, sino que Lot,
su sobrino, se une a la aventura, no ya por imperativo divino, tal y como
Abraham emprende el trayecto, sino tal vez esperando nuevas oportunidades de
prosperidad en otras latitudes. Abraham no pone pegas a este acompañamiento
dada la buena relación que entre ellos había. Abraham no era precisamente un
chaval que tiene la vida por delante para labrarse un futuro esperanzador y
lleno de peripecias.
Su edad era de 75
años, y sin embargo, a pesar de que para muchas personas, no era la edad ideal
para valorar cambios tan radicales de vida, su fe le insufla las energías y
fuerzas que necesita para obedecer el llamamiento de Dios. Muchos creyentes en
la actualidad en edad provecta piensan que su tiempo para servir a Dios ha
terminado para instalarse en una comodidad de aletargamiento, y no obstante, en
Abraham contemplamos el vigor y la entereza de un hombre que ya peinaba canas a
la hora de transitar por las veredas que el Señor le señala.
También su
esposa, Sara, de la cual conocemos su hermosura y su problema para concebir
descendencia de su esposo, el ganado, los bienes adquiridos durante su estancia
en Harán, y todos los siervos y pastores que estaban bajo su autoridad,
siguieron el camino de su patrón. Mil trescientos kilómetros les separan de
Canaán, una distancia no pequeña que había que recorrer con los medios
disponibles de aquella época, y no exenta de bandidos y cuatreros que esperaban
en emboscadas a aquellos que se aventuraban por determinados tramos de la ruta.
Seguramente pasarían por las legendarias ciudades de Carquemis, de Alepo y de
Damasco, hasta llegar al fin a las puertas de Canaán, la tierra que Dios le había
mostrado como su futuro hogar.
4.
PLANTANDO
EL ESTANDARTE DE DIOS EN TIERRAS PAGANAS
El primer enclave
geográfico que aparece en el relato de Génesis sobre la vida de Abraham es
Siquem: “Y pasó Abram por aquella tierra
hasta el lugar de Siquem, hasta el encino de More; y el cananeo estaba entonces
en la tierra. Y apareció Jehová a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta
tierra. Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido.” (vv. 6-7)
Siquem es considerado el centro geográfico de la Tierra Prometida, se sitúa
entre los montes Ebal y Gerizim, y es un
lugar en el que se halla un encinar muy famoso llamado More. Según los
entendidos en la materia, la encina era considerada un árbol con un simbolismo
místico reconocido. En More, palabra que significa “dador de oráculos,” las gentes paganas de aquella zona intentaban
recibir de las divinidades a las que adoraban un mensaje profético a través del
susurro y roce del follaje de las encinas. Seguramente habría intérpretes que
vivían en aquel centro de adivinación, los cuales traducirían a su antojo el
sonido que el viento producía al mover las hojas de los árboles. Hoy son otros
los métodos que usan los adivinos y sibilas modernos, y las personas
supersticiosas y desesperadas siguen acudiendo a recibir sus premoniciones y
augurios espurios.
Pues justo en un
emplazamiento tan señalado por los cananeos, pueblo idólatra que adoraba y
servía a un panteón de dioses de lo más variopinto, Abraham experimenta una
nueva teofanía, una nueva cita con Dios. Y en esta manifestación divina,
Abraham al fin es consciente de que Dios le va a entregar la tierra que tiene
bajo sus pies, aun a pesar de la inconveniencia y de la oposición feroz que los
habitantes de este territorio mostrarían contra este propósito divino. Es
curioso como Dios, sabiendo de la situación de engendramiento nulo que poseía
Sara, insiste en la idea de que Abraham daría a luz una estirpe especial que
desembocaría en nación. Dios promete que Abraham será padre y que Sara será
madre, aun a pesar de la lógica humana y de las condiciones de edad y de
fisiología que había en contra de Abraham. Dios, a su tiempo, daría curso
sobrenatural a este asunto.
En Siquem
empieza un periplo por diferentes ubicaciones con un simbolismo ritual y religioso
muy importante en aquella época, y en las cuales Abraham colocará un altar
dedicado a Dios como si de hitos y estandartes de propiedad se tratasen.
Abraham demuestra en estos altares la comprensión de que Dios lo ha favorecido,
agradece su protección y su provisión, y reconsagra terreno impío a un Dios
tres veces santo. A pesar de que los cananeos interpretarían las acciones
doxológicas de Abraham en términos de amenaza y falta de respeto por el estatus
quo pagano, éste es consecuente y coherente con su fe en Dios y reclama en la
tierra lo que se le ha dado desde el cielo.
5.
RECORRIENDO
Y RECLAMANDO LA TIERRA PROMETIDA
Como hemos
dicho, Abraham no se detiene en Siquem o en More para establecerse
definitivamente, dejando atrás una buena temporada de nomadismo. Su mirada se
extiende hacia lo que queda todavía por delante, a más territorios que reclamar
para Dios y para sí mismo como la heredad de sus descendientes: “Luego se pasó de allí a un monte al
oriente de Bet-el, y plantó su tienda, teniendo a Bet-el al occidente y Hai al
oriente; y edificó allí altar a Jehová, e invocó el nombre de Jehová. Y Abram
partió de allí, caminando y yendo hacia el Neguev.” (vv. 8-9) La siguiente
parada en el viaje de reconquista de Abraham y de Dios se sitúa en un lugar a
caballo entre Bet-el y Hai, en un monte a 34 kilómetros al sur de Siquem.
Bet-el, la cual quedaba en el occidente de su ubicación, es la moderna Beitin,
la cual se halla a apenas 16 kilómetros de Jerusalén. Esta ciudad era santuario
del dios El, principal divinidad del panteón de los cananeos. Y Hai, cuyo
nombre significa “ruinas,” la cual
se hallaba al oriente, recibiría renombre por sus murallas casi inexpugnables.
En este preciso
lugar, entre Bet-el y Hai, Abraham realiza la misma operación que en Siquem, y
edifica un nuevo altar para glorificar e invocar a Dios en tierras idólatras y
politeístas. Y así iría recorriendo Abraham la zona de Palestina hasta el
Neguev, área seca y árida al sudoeste del Mar Muerto, tomando posesión
simbólica y ceremonial de la Tierra Prometida. Al parecer no tuvo gran
dificultad en edificar estos túmulos en los que se sacrificaba a animales en
holocausto, ni supuso un problema que su presencia e itinerancia fuesen a
contracorriente de lo establecido entre esta cultura cananea.
CONCLUSIÓN
Todo viaje
comienza con un primer paso, y Abraham dio ese paso inicial desde la fe en Dios.
Su fe germina poderosamente en el preciso instante en el que cree a Dios y hace
caso de su voz y voluntad, y se desarrolla y plasma en la adoración pública del
Señor en territorio comanche, y en la proclamación simbólica de la soberanía de
Dios. De este mismo modo, todos cuantos conocemos a Dios y hemos tenido un
encuentro personal y espiritual con Él, tomamos la decisión de dar ese primer
paso, un paso que supuso la ruptura con lo conocido, lo confortable y lo
seguro, y un nuevo comienzo lleno de preguntas, dudas y riesgos.
Sacrificamos
nuestro pasado para vivir un presente junto a Cristo y para esperar un futuro de
gloriosa vida eterna. Y al igual que Abraham, no nos arrepentimos de ello, y
damos testimonio de su llamamiento cuando le adoramos públicamente y cuando
actuamos sabiendo que sus promesas de bendición son para nosotros y para el
beneficio de muchas personas que todavía no creen en Él. En Abraham recibimos
la bendición de Cristo y de su evangelio, y ahora solamente queda responder a esta
bendición siendo de bendición al resto del mundo.
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