CONQUISTA



SERIE DE SERMONES SOBRE ZACARÍAS “REDIMIDOS, REFINADOS, RESTAURADOS”

TEXTO BÍBLICO: ZACARÍAS 9:10-17

INTRODUCCIÓN
      Parece ser que uno de los deseos que más suelen aparecer en los discursos de los concursos de belleza o de los diplomáticos siempre tiene que ver con la paz mundial. Todos queremos el cese inmediato y definitivo de cualquier tipo de guerra o conflicto, todos anhelamos el alto el fuego en lugares donde la violencia se cobra su impuesto en forma de vidas humanas, todos ansiamos que algún día la mejor noticia que pueda ofrecerse al mundo sea la del final de las luchas fratricidas y de los enfrentamientos armados. El ser humano, a pesar de que su inclinación natural lo define por sistema como un ser agresivo, egoísta e iracundo, siempre ha aspirado desde posiciones muy voluntaristas, optimistas y humanistas, a lograr la paz en el mundo. Sin embargo, mientras coexistan visiones diferentes de la realidad, de la propiedad privada, del poder o de la religión, y ninguna de ellas asuma la posibilidad del respeto mutuo y de no radicalizarse hasta límites realmente peligrosos, la confrontación violenta será siempre algo con lo que deberemos vivir.
       Según las estimaciones que se han realizado sobre el número de personas que han fallecido a causa de las guerras en los últimos cuatro siglos, desde el año 1700 han muerto en conflictos armados unas cien millones de personas, el 90% durante el s. XX y un 13% desde 1945 al presente. En un porcentaje que oscila entre el 80 y el 90%, las víctimas de estas conflagraciones bélicas eran civiles. Cien millones de personas, hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños, perdieron su vida a causa de la ambición de sus dirigentes, de la megalomanía de sus representantes políticos y del ansia de poder y dinero de aquellos que abanderaron cruzadas que pudieran beneficiarles de algún modo. ¡Es una auténtica barbaridad! Y lo peor de todo es que, a pesar de guerras tan cruentas y espantosas como las guerras mundiales, no se ha aprendido de la lección, y en cada época siguen surgiendo conatos de violencia, sed de sangre y ganas de volver a sumergirse en el pavoroso universo de los encontronazos bélicos. Tal vez exista una cierta y frágil paz en Occidente, pero no obstante, no es suficiente como para alegrarse victoriosamente. Desde Oriente vienen vientos de fanatismo que pueden caer sobre nosotros en cualquier momento, ya que existen países fundamentalistas que pretenden exportar sus conflictos nacionales a otras latitudes más serenas y tranquilas.
      Sabemos que este mundo ofrece un panorama decididamente desolador en lo que a la consecución de la paz se trata. Y tenemos la certidumbre de que por mucho que el ser humano persiga progresar en este asunto, seguirán habiendo peleas y luchas, muchas de ellas increíblemente violentas, para encontrar una legitimidad que por otros medios más pacíficos y diplomáticos no llegarían a alcanzar. Necesitamos a alguien que asuma nuestra realidad y nuestra dinámica espiritual, y que se ofrezca para conquistar nuestros corazones, bien a través de una visión voluntaria e ideal de lo que debería ser todo, o bien a través del sometimiento forzoso de aquellos que se empecinan en hacerles la vida imposible al resto de sus semejantes. Por desgracia, no podremos hallar a un líder lo suficientemente respetable y respetado en el que todo el mundo pueda confiar, no podremos encontrar a un héroe que erradique la guerra de manera instantánea y definitiva, y no podremos valorar la idea de un caudillo militar o político que deje a un lado sus intereses personales para volcarse en coser y restañar las heridas que provoca cualquier enfrentamiento armado. Estas son las malas noticias.
1. UN REGRESO DE LIBERACIÓN
       Las buenas noticias son que sí existe un paladín celestial que puede lograr lo que ningún ser humano puede llegar a conseguir. Este pacificador absoluto es Cristo. Solo Cristo puede transformar los corazones guerreros en corazones misericordiosos. Solo Cristo puede cambiar el odio y el rencor en amor y compasión. Solo Cristo tiene el poder para destruir las armas que infligen dolor y sufrimiento a miles de personas, y para convertirlas en utensilios de paz y de bendición. Solo Cristo, crucificado en la cruz del Calvario podía conquistar la paz entre el ser humano y Dios, y solo él pudo aniquilar al enemigo acérrimo de la humanidad para dar paso y entrada a una vida eterna repleta de alegría y felicidad en el Reino de los cielos. Zacarías, tras profetizar la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén en los versículos anteriores, ahora abre ante nosotros una serie de escenas estremecedoras y emocionantes que tienen que ver con su segunda venida: Él destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; los arcos de guerra serán quebrados, y proclamará la paz a las naciones. Su señorío será de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra. Tú también, por la sangre de tu pacto, serás salva; he sacado a tus presos de la cisterna en que no hay agua.  ” (vv. 10-11)
      Durante siglos, los reinos del Norte y del Sur habían estado enfrentados y divididos. Desde que la imprudencia humana quiso alzarse por encima de los designios divinos, el reino ideal de Israel había sido fragmentado en dos regiones con reyes independientes. Con problemas de comunicación, con reproches mutuos y con escaramuzas por ambos bandos, Efraín y Jerusalén estaban continuamente a la greña. Cuando regrese Cristo, esta desunión indecente tendrá los días contados. Al fin Israel dejará atrás los odios del pasado y las heridas fratricidas con las que los combates habían lacerado la identidad del pueblo escogido por Dios, serán sanadas con el bálsamo del amor y la soberanía de Cristo. Ni carros ni caballos serán necesarios en una tierra bendita y próspera como la que Dios pacificará con la fuerza del brazo de Cristo. Solo desde la unión de esfuerzos, de esperanzas y de metas será posible ser de testimonio a otras naciones de la gran obra pacificadora que el Mesías está realizando entre ellos. Y con la paz como estandarte, Israel tendrá la capacidad y oportunidad de compartir esa paz, esa reconciliación y ese pacto de buena voluntad con sus vecinos hasta que la gloria y el nombre de Dios cubran cada palmo de la tierra.
      No será un rey o monarca el que ocupará el trono de este refinado, redimido y restaurado Israel. Dejará de ser necesario que un ser de carne y hueso se siente en el trono del reino. Cristo ocupará merecida y legítimamente este encumbrado lugar en medio de su pueblo. Su conquista de la paz será el sello y el cetro real que regirán al mundo de un confín al otro confín. La salvación que brota de la reconciliación fraterna y de la reconciliación con Dios se aplicará sobre israelitas y sobre gentiles, sin más requisito que una fe puesta completamente en Cristo. El  mundo volverá a ser lo que siempre debió ser, al menos lo que fue antes de que el pecado corrompiese y contaminase todo aquello que Dios había creado bueno en gran manera. Las miradas de obediencia de los súbditos de este renovado reino serán dirigidas, no ya a un ser humano falible e influenciable, sino a Cristo, intachable y firme en sus estatutos. Todos aquellos que estuvimos encerrados en la cárcel de nuestra imprudencia a causa de nuestros pecados, tendremos la ocasión de aceptar el perdón de Cristo en nuestro favor, y seremos sacados por el brazo poderoso de nuestro Salvador y Señor. Nuestra liberación será completa y seremos elevados a poder disfrutar de la majestad y gloria de nuestro Dios.
2. UNA BATALLA FEROZ, PERO TRIUNFANTE
        Lo más hermoso de este cuadro de liberación y salvación que acontecerá en la segunda venida de Cristo, es que nosotros, como hijos suyos y creyentes en él, también seremos partícipes de esta arrebatadora operación: Volveos a la fortaleza, prisioneros de la esperanza; hoy también os anuncio que os dará doble recompensa. Porque he tensado para mí a Judá como un arco, e hice a Efraín su flecha. Lanzaré a tus hijos, Sión, contra tus hijos, Grecia, y te haré como espada de valiente. Jehová será visto sobre ellos, y su dardo saldrá como relámpago; Jehová, el Señor, tocará la trompeta y avanzará entre los torbellinos del sur. Jehová de los ejércitos los amparará; ellos devorarán y pisotearán las piedras de la honda. Beberán y harán ruido como si estuvieran bajo los efectos del vino; se llenarán como tazón, como los cuernos del altar.” (vv. 12-15) ¿Dónde se halla esta fortaleza, sino en Cristo? ¿Y quiénes son los prisioneros de la esperanza, sino aquellos que depositaron su confianza y su fe en la redención del Señor? ¿Y qué recompensa doble habrá sino para aquellos que han luchado a brazo partido y sin desmayo por predicar el evangelio de salvación? Esta profecía te habla y me habla a mí como parte del pueblo escogido por Dios, el cual es su iglesia.
     El choque terrible en la batalla es descrito como la lucha encarnizada entre los hijos de Sión y los soldados griegos. Grecia, uno de los imperios en progresión ascendente en la época en la que se consigna esta profecía, tenía en su horizonte de conquista expandirse hasta la zona de Judea, y aquí es empleada figuradamente para que todos los que escuchaban este oráculo supieran a lo que se iban a enfrentar en términos espirituales. De igual modo en que Grecia avasallaba a sus enemigos por donde pasaba, los enemigos de Dios y de los creyentes, no cejaría en su empeño de destruirnos. Y dado que, como seres humanos, no tenemos ni los recursos ni la capacidad de resistir las añagazas del adversario, nuestra única salida y solución se halla en Cristo, nuestro campeón y libertador. Nosotros no somos meros testigos de la gran guerra espiritual que tendrá lugar cuando Cristo, junto con sus huestes angélicas, venga a destronar y a destruir las obras del maligno. Somos parte de esta batalla, y desde la obediencia, la perseverancia y la adoración debidas, seremos instrumentos de triunfo en las manos de Dios.
       Su protección continua nos permitirá avanzar día a día en esta batalla de conquista personal y universal. El trueno de su voz y las flechas de su poder aplastarán sin conmiseración a aquellos que sirven a Satanás, al mal y a la mentira. La imagen de la ebriedad y de tazones llenos de sangre, aunque demasiado gráfica para nuestro pensamiento occidentalizado, son símbolos muy orientales de lo que implica una victoria aplastante y total del contrincante. En el fragor de la batalla podemos imaginar toda clase de emociones y sensaciones salvajes y desatadas, todo tipo de cuadros sangrientos y demoledores, todas producto de un enfrentamiento encarnecido y crítico. Lo más importante es que, al final, cuando levantemos la mirada y contemplemos de qué forma el Señor ha esforzado nuestra mano y ha amparado nuestra alma, no quedará nada más que hacer que adorar en espíritu y verdad, y recoger el galardón celestial que nos esperará cuando reposemos y descansemos de esta lid por toda la eternidad.
3. CUATRO REGALOS A LA PERSEVERANCIA
        Y tras una extenuante y dura pelea en el contexto espiritual, con la mirada puesta en el autor y consumador de nuestra fe, esto es, Jesucristo, podremos disfrutar y gustar de las promesas inconmensurables del Señor: Jehová, su Dios, los salvará en aquel día como rebaño de su pueblo, y como piedras de diadema serán enaltecidos en su tierra. Porque ¡cuánta es su bondad y cuánta su hermosura! El trigo alegrará a los jóvenes y el vino a las doncellas.” (vv. 16-17) Cuatro grandes y formidables regalos recibiremos de parte de Dios cuando ya estemos restaurados de nuestras heridas y de nuestros moratones, evidencias claras de nuestro compromiso con la causa de Cristo, y señales de nuestra perseverancia y constancia en la vida cristiana. El primero de ellos tiene que ver con el carácter pastoral de Dios. Seremos ovejas de su rebaño que habrán salvado su pellejo gracias a la vara y el cayado de Cristo. Seremos apacentados en verdes pastos, y sin temor ni dudas ya en el plano de la eternidad, nos gozaremos en el cuidado amoroso de Dios. No existe don más hermoso y maravilloso que poder reposar por largos días como ovejas de su prado en el seno compasivo y misericordioso de Cristo. Sentir que ya nada nos amenaza ni nos preocupa, que nadie puede arrebatarnos el gozo de nuestra salvación, y que nada ni nadie nos podrá separar del amor de Cristo, será algo que desborda por completo mi imaginación.
      El segundo regalo hace referencia al valor tan alto y glorioso que Dios nos da a cada uno de nosotros, ya redimidos y justificados en la sangre de Cristo. Seremos enaltecidos, encumbrados y reconocidos por Dios en este Reino de los cielos perfecto y santo. Aquel que fue pequeño en este plano terrenal, que fue menospreciado por los estándares distorsionados de este mundo, que fue humillado e injuriado simplemente por existir, que fue marginado y al que nunca se valoró y apreció humanamente, podrá al fin, en el cielo, formar parte de una diadema esplendorosa, símbolo de cuánto nos ama Dios y del valor que realmente tenemos desde la óptica de Cristo muriendo y resucitando para que tú y yo tuviésemos vida, y vida en abundancia. A pesar de que los ojos de nuestra sociedad, la cual alaba las apariencias y la superficialidad del corazón, te miren con desdén y menosprecio, tú siempre serás una joya preciosa en la mente y el corazón del Señor.
     El tercer regalo que nos ofrece Dios tras la segunda venida de Cristo se refiere a poder contemplar sin límite de tiempo cuán bondadoso y bello es el Señor. Podremos comprobar de qué formas nos libró nuestro Padre de los efectos de nuestros desvaríos mientras estábamos transitando por este mundo actual, cómo nos proveyó y cómo se desvivió por darnos justamente aquello que necesitábamos en cada instante, cómo abundó en misericordia y gracia para con nosotros, y de qué formas demostró su belleza, hermosura y grandeza en cada etapa de nuestras vidas. Tendremos el privilegio de encontrarnos cara a cara con Cristo, de ver con ojos perpetuamente asombrados la magnificencia ilimitada e infinita de Dios, sin cansarnos de conocerle, admirarle, honrarle y adorarle. Toda nuestra vida será un canto de gratitud y estupefacción santa cuando estemos en su sagrada y espectacular presencia.
     Por último, el cuarto don que nos otorga el Señor, cuando ya estemos morando en la Jerusalén celestial e inmarcesible, es el de una alegría, una satisfacción y una felicidad plenas por los siglos de los siglos. Pon en tu pensamiento ahora uno de los instantes más felices de tu vida. Puede ser el día de tu boda, o el de tu bautismo, o el día en el que tuviste a tus hijos en tus brazos. Y ahora multiplica todo ese gozo, toda ese júbilo y toda esa satisfacción por un millón. Pues ese regocijo multiplicado no es sino la sombra de lo que sentiremos cuando nos unamos al coro celestial que canta las alabanzas y glorias de nuestro Señor. Encuentros con nuestros seres queridos que se nos adelantaron en este increíble momento, poder conocer a hermanos y hermanas cuyas historias fueron recogidas por la Palabra de Dios, ser consolados por Cristo mientras enjuga nuestras lágrimas, meditar en la santidad de Dios en un entorno que sobrepasa cualquier sueño que podamos haber tenido nunca sobre lo que es estéticamente precioso, y un millón de cosas más que harán enriquecer nuestra alegría y nuestro gozo cotidianamente allá, en el paraíso que Dios ha creado e ideado para nosotros. El pan y el vino, símbolos perennes de la prosperidad y del shalom, de la gratitud y la alegría, y del sacrificio vivo de Cristo, abundarán en nuestra verdadera y auténtica patria celestial. La juventud y lozanía de aquellos que ahora habitan bajo el abrigo y el amparo del Señor, no se si tiene que ver con la apariencia de edad que tendremos para siempre, pero si es así, bienvenida será.
CONCLUSIÓN
      En definitiva, la conquista de Cristo en su segundo advenimiento es algo, que como creyentes en Él, nunca debemos olvidar ni dejar de recordar. Es una enseñanza profética que tendrá su cumplimiento en el día menos pensado, pero que sabemos que ocurrirá puesto que nuestra esperanza se encuentra en la veracidad de sus promesas y en la confianza de su obra redentora. Ahora solo falta que estés preparado para la batalla espiritual que se libra dentro de ti. Pelea junto al apóstol Pablo la buena batalla, sabiendo que Cristo te ampara y protege, y que las incalculables riquezas espirituales que te aguardan al final de la guerra, son la herencia que Cristo dejó para todos aquellos que perseveran hasta el fin y reciben su salvación.
     
     

Comentarios

Entradas populares