EGIPTO




SERIE DE ESTUDIOS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM “GÉNESIS II: ABRAHAM, EL PADRE DE LA FE”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 12:10-20

INTRODUCCIÓN

     Es un hecho que cuando la necesidad aprieta, la desesperación se adueña de la mente, y cualquier fe que tuvieses en que todo irá mejor en el futuro se desenfoca y se desvanece poco a poco. A menudo, hemos comprobado como, en momentos críticos, las personas hacen cosas que, a sabiendas de que no son correctas, suponen la supervivencia de su persona y de sus familias. El pensamiento de que el fin justifica los medios, ese adagio que planea inevitablemente sobre las cabezas de cada ser humano, impulsa a muchos individuos a embarcarse en misiones de dudosa calidad moral, en aventuras alocadas e insensatas, y en buques que van a la deriva con la perspectiva de un naufragio espiritual y ético. 

      Se pierde la fe en la provisión de Dios, se malogra la confianza en las promesas del Señor y la obsesión por lo material y tangible se convierte en una amnesia que olvida los beneficios y la protección pasados que Dios había concedido. Algunos pensarán que es injusto juzgar a una persona que se halla en un aprieto mayúsculo o en una estrechez dantesca, que no deberíamos condenar a una persona que hace lo que hace porque el hambre le muerde las tripas, porque la enfermedad está consumiendo a sus seres queridos, o porque la dignidad prometida en las leyes estatales brilla por su ausencia bajo la intemperie de un cielo estrellado.

      En nuestras manos solamente está juzgar aquello que atenta contra la convivencia social, aquello que transgrede los reglamentos que nos hemos dado desde el privilegio democrático, aquello que se interpone entre dos derechos que merecen ser defendidos. No es fácil tener las agallas suficientes como para multar a una persona que ha robado un par de barras de pan para alimentar a su casa, para censurar a alguien que emplea artimañas ilegales para comprar los medicamentos necesarios para un ser querido enfermo, o para encerrar a una familia que vive en la calle cuando le ha dado una patada a una puerta de un piso deshabitado. Sin embargo, la ley es la ley, y ésta debe ser cumplida, más allá de que la misericordia y la gracia deban también ser puestas en juego cuando las motivaciones de los delitos sean comprensibles y dignas de conmiseración. Todo esto viene a tenor de lo que Abraham va a hacer en el preciso instante en el que decide viajar a Egipto para escapar de circunstancias muy adversas.

1.      ABRAHAM EN MODO SUPERVIVENCIA

      Dejamos en el anterior estudio a Abraham recorriendo el sur de la Tierra Prometida, concretamente en el Neguev. No sabemos con certeza cuánto tiempo estuvieron establecidos por esta zona, un territorio de sobras conocido por su aridez, por las constantes sequías y por su poca productividad agrícola. Lo que sí sabemos a partir del relato bíblico es que Abraham, considerando la pertinaz sequía que ha hecho que las cosechas se ajen y se agosten, decide viajar a Egipto, donde la tierra y el río Nilo han sido bondadosos con sus habitantes y sus predios agrícolas: “Hubo entonces hambre en la tierra; y descendió Abram a Egipto para vivir allí, porque era mucha el hambre en la tierra.” (v. 10)
 
       En cuanto Abraham percibe la crítica coyuntura por la que va a pasar si sigue residiendo en Canaán, el modo supervivencia se apodera de su mente y de su corazón. Dios lo había conducido y guiado a Canaán, y ahora Abraham deja de confiar en la provisión de Dios para asegurarse la subsistencia. El Señor le había hecho grandes promesas partiendo de su adquisición de las tierras cananeas, y cuando las cosas se ponen feas, Abraham prefiere seguir sus instintos y apelar al sentido más primitivo del ser humano: el instinto de conservación.

     Su idea no era bajar a Egipto para cargar y comprar el grano suficiente para volver de nuevo a Canaán y así pasar el mal trago hasta que la bonanza meteorológica se dignase en bendecir sus yermos terrenos. Abraham quería vivir allí, establecerse indefinidamente, ubicar su domicilio habitual. Esto nos vuelve a llevar a la falta de fe que tenía en que Dios es capaz de dar a sus hijos el sustento necesario para tirar para adelante. Como dijimos al principio, el hambre que reinaba en la región de Canaán era tan grande y los precios de los alimentos eran tan caros, que seguramente muchos como Abraham, descenderían a la ubérrima tierra egipcia para seguir respirando sobre la faz de la tierra. 

       Es curioso, pero en una inscripción egipcia, se puede leer lo siguiente: “Ciertamente los forasteros que no saben cómo vivir han llegado… sus países pasan hambre.” Esta cita, junto con otras narrativas del Génesis, nos dannelementos suficientes como para entender que las migraciones por causa de suministros eran una dinámica cíclica muy habitual. Por primera vez, esa fe que suponemos en Abraham es opacada por el temor a morir de inanición, lo cual hace que nuestro patriarca tome cartas en el asunto sin consultar a Dios.

2.      LA MALDICIÓN DE LA BELLEZA DE SARAI

      Un detalle ronda por la cabeza de Abraham antes de cruzar la frontera con Egipto tras emprender un viaje fruto de la desconfianza en Dios: “Y aconteció que cuando estaba próximo a entrar en Egipto, dijo a Sarai, su mujer: «Sé que eres mujer de hermoso aspecto; en cuanto te vean los egipcios, dirán: “Es su mujer.” Entonces me matarán a mí, y a ti te dejarán con vida. Di, pues, que eres mi hermana, para que me vaya bien por causa tuya; así, gracias a ti, salvaré mi vida.»” (vv. 11-13) Cómo sería de hermosa y bella Sarai, para que Abraham se preocupase de esta forma por el tema. Se calcula que Sarai tenía en este instante unos setenta años de edad, pero considerando la longevidad de aquellos tiempos, podríamos acomodar a Sarai en un intérvalo de entre treinta y cuarenta años en correspondencia con nuestra esperanza de vida. 

      Cómo de inseguro se sentía Abraham por su integridad personal para urdir un plan que evitase males mayores contra su persona. Sarai apenas tiene un valor estético, el cual aun siendo espectacular, Abraham lo convierte en una maldición. ¿Acaso hubiese querido Abraham que Saraí fuese un adefesio con el fin de entrar sano y salvo en Egipto? Por un lado, Abraham le suelta un piropo de lo más romántico a su esposa, y de repente, transforma una gran virtud en un hándicap a la hora de acceder a la solución a sus problemas de abastecimiento nutricional. 

     Es tremendamente asombroso que Abraham prefiriese su bienestar personal a costa de que Sarai pudiese ser pretendida por los habitantes más adinerados y poderosos de Egipto. Moralmente, desde la distancia que nos separa entre este texto bíblico y nuestra percepción de aquello que es políticamente correcto, nos parece un atropello contra la dignidad y la honra de Sarai. Para Abraham, tal como vimos al principio, el fin justifica los medios, Dios no tiene ni arte ni parte en el plan, y lo que importa a toda costa es la supervivencia del cabeza de familia, y más si tenemos en cuenta que Sarai estaba maldita por su infertilidad. La mentira o la media verdad de que Sarai se declarase hermana de Abraham acaban por rematar una estrategia de supervivencia en la que puede salirle el tiro por la culata. Aunque Abraham y Sarai eran hermanos estrictamente hablando, obviar ante los egipcios, los cuales se ve que eran conocidos por adquirir cualquier cosa de la que se encaprichasen sin dar cuentas a nadie y sin que ningún obstáculo se lo impidiese, que era su esposa, seguramente sería un duro golpe para una Sarai rebajada a ser moneda de cambio en tiempos difíciles.

3.      ABRAHAM EL PRÁCTICO

      No cabe duda de que Abraham sabía de lo que hablaba cuando se cura en salud y urde esta estratagema. En cuanto ponen un pie en Egipto, todos empiezan a rifarse a Sarai: “Aconteció que cuando entró Abram en Egipto, los egipcios vieron que la mujer era muy hermosa. También la vieron los príncipes del faraón, quienes la alabaron delante de él; y fue llevada la mujer a casa del faraón. Éste trató bien por causa de ella a Abram, que tuvo ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, asnas y camellos.” (vv. 14-16) La belleza de Sarai era tan deslumbrante que no pasó desapercibida entre los habitantes de la capital egipcia. Tal llegó a ser la fama de su hermosura que el faraón de aquella época recibió informes realmente prometedores al respecto. Y dado que ante cualquier pregunta que se le hacía, ella respondía que era la hermana de Abraham, y no su esposa, el faraón, prendado de tanto donaire y elegancia, pidió permiso a Abraham para llevarla a su harén con el objetivo de desposarse con ella lo antes posible. 

       Abraham no parece estar afectado por esta serie de circunstancias, y menos parece estarlo cuando acepta del faraón toda clase de símbolos de prestigio en forma de ganado y servidumbre. Abraham era la practicidad encarnada. ¿Tendría Abraham algún plan B para rescatar a su bella esposa de las garras del faraón antes de que éste consumase su casamiento con ella? Nada se nos dice al respecto, y nada se nos describe de una presunta zozobra, preocupación o ansiedad por parte de Abraham. Sarai tenía todos los números para formar parte del harén faraónico en muy poco tiempo. Esto ponía en grave riesgo la promesa de descendencia que Dios había hecho con anterioridad a Abraham, y Dios no iba a permanecer de brazos cruzados.

4.      A GRANDES MALES, GRANDES REMEDIOS

      En ocasiones, cuando nuestra estulticia y nuestra insensatez supinas alcanzan magnitudes estratosféricas, y a pesar de que no merecemos que alguien nos saque del atolladero porque nosotros mismos nos hemos metido en él, Dios toma las riendas de un panorama negro y sin atisbos de solución: “Pero Jehová hirió al faraón y a su casa con grandes plagas, por causa de Sarai, mujer de Abram. Entonces el faraón llamó a Abram, y le dijo: «¿Qué es esto que has hecho conmigo? ¿Por qué no me declaraste que era tu mujer? ¿Por qué dijiste: “Es mi hermana”, poniéndome en ocasión de tomarla para mí por mujer? Ahora, pues, aquí está tu mujer; tómala y vete.» Y el faraón ordenó a su gente que escoltara a Abram y a su mujer, con todo lo que tenía.” (vv. 17-20)
 
       Justo antes de que la ceremonia nupcial se celebrase con pompa y boato en el palacio del faraón, una terrible enfermedad se extiende en la corte, de tal manera que deben suspenderse todos los preparativos y festejos. Las plagas de las que aquí se habla, probablemente eran un conjunto de enfermedades cutáneas en forma de úlceras muy dolorosas y supurantes. No sabemos quién sumó dos más dos en ese instante, si los adivinos reales o si Dios se reveló de algún modo al faraón mostrándole la verdad de lo que estaba sucediendo con Sarai. Lo que sí sabemos es que el faraón estaba enfadadísimo e indignadísimo con Abraham.

       El faraón ordena convocar a Abraham en su presencia y le reprocha amargamente su ocultación de la verdad y su silencio incluso al ver cómo lo planeado se le estaba escapando de las manos. El temor que Abraham tenía en ese momento debió ser enorme. Ahora sí que sería ajusticiado y su esposa podría ser ya una mujer más en el harén del faraón. Sin embargo, y esto es algo sorprendente, dado la imagen que Abraham tenía de los egipcios en cuestiones de faldas, el faraón se presenta ante Abraham como una víctima inocente, como alguien que tiene conciencia y que practica una vida virtuosa en lo concerniente a la moral sexual. El faraón no quiere ni escuchar hablar de cometer adulterio, cuestión que contrasta con el pasotismo abrahámico. Devuelve a Abraham a su esposa sin haberla mancillado y expulsa a Abraham y a todo su séquito de las tierras de Egipto. 

       El suspiro que soltó Abraham tras constatar la benevolencia del faraón a pesar de su fallida estrategia y de poner en la picota a su propia esposa, seguramente fue escuchado hasta en Mesopotamia. Sería acompañado y escoltado por la guardia egipcia hasta los límites al norte de Egipto, para confirmar y garantizar que nunca jamás pusiera la planta de sus sandalias en esta prolífica tierra.

      Abraham, aparentemente despreocupado ya, retorna a Canaán, pero lo hace con las manos llenas de ganado y de trabajadores, algo que le servirá para capear el temporal de las hambrunas y para sobrevivir. Dios da una lección de oro a Abraham, y es que siempre debe depender de su providencia, a menos que quiera volver a meter la pata de nuevo empleando la sustancia gris de su cerebro, y sin contar con el beneplácito divino. Si no llega a ser por la intervención de Dios, seguramente la desgracia y la desdicha serían el pan diario tanto de Abraham como de Sarai, una mera comparsa en el artificio de su esposo.

CONCLUSIÓN

      Las medias verdades o las mentirijillas no llevan a ningún lado. Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, aun a pesar de que éstas puedan llegar a ser consideradas por muchos “piadosas.” No hay nada piadoso en usar a otras personas para conseguir fines egoístas, en tomar decisiones a espaldas de Dios o en no decir la verdad por miedo a ser dañados o heridos. Cuando hacemos las cosas dependiendo más de nuestra intuición, de nuestra inteligencia o de nuestra supuesta perspicacia, y no consultamos el consejo de Dios, las cosas irán de mal en peor hasta ser fagocitados por las arenas movedizas de nuestra estupidez humana. 

       Pero si confiamos en las promesas del Señor y nos movemos en ellas para glorificar a Dios en momentos de abundancia y en instantes de carestía, Él nos responderá con la ayuda que en cada situación nos conviene. También nos sacará las castañas del fuego cuando elijamos mal en la vida, pero no olvidemos que las consecuencias de nuestro pecado seguirán ahí para recordarnos a quién se lo debemos todo y en quién hemos de depositar nuestra fe.

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