VIVIR MEJOR




SERIE DE SERMONES SOBRE ECLESIASTÉS “QOHELET: SOMOS NIEBLA”

TEXTO BÍBLICO: ECLESIASTÉS 7:1-10

INTRODUCCIÓN

       Todo es mejorable en esta vida. Por eso intentamos progresar en esa búsqueda de la excelencia, escalando peldaños que nos acerquen a lo supremo, a lo definitivamente perfecto. Sabemos también que es difícil lograr esa perfección, y que el camino hacia la excelencia es una ruta dura, difícil y que requiere de disciplina y constancia. Las personas que aspiran a lo mejor son las que suelen prosperar tarde o temprano. Sin embargo, siempre hay un grupo humano que se conforma con la mediocridad o que se resigna a la miseria. Son individuos que no luchan para conseguir lo mejor, que se estancan indefinidamente en su estado presente, sin siquiera contemplar la posibilidad de que se pueda vivir mejor. Se ciñen a lo inmediato, al carpe diem, al hedonismo instantáneo y que no demanda grandes esfuerzos o sacrificios. Prefieren lo peor a lo mejor, y han decidido de manera fatalista que esto es lo que hay, y que nada pueden hacer para cambiar su situación actual. Los que persiguen lo mejor son capaces de dejar atrás la seguridad que les ofrece la mediocridad, para lanzarse a la aventura y a la conquista de logros que suman a sus existencias nuevas cotas de excelencia. Es la diferencia que existe entre un perezoso que bosteza en el sofá de su casa y que no ve más allá de sus narices, y una persona que halla motivación en un futuro mejor, trabajando para conseguirlo en la acción y la dedicación.

      Salomón presenta en el texto bíblico que hoy nos ocupa una serie de proverbios o refranes paradójicos, los cuales contrastan lo mejor con lo mediocre. Es su experiencia la que habla. Es la recolección de dichos y adagios populares que realiza durante su vida inquisitiva la que nos habla acerca de cómo podemos vivir mejor, abandonando una trayectoria vital de laxitud, pereza y gandulería para abrazar otra repleta de gratas sorpresas, de conciencia personal, y de grandes beneficios espirituales. Estos proverbios suscitan la comparación entre dos modos de ver la vida: uno centrado en el ombliguismo, y otro concentrado en la trascendencia y en Dios. Somos conscientes de que este mundo está compuesto, con sus matices, claro está, de dos clases de personas: aquellas que son inteligentes y conocen sus límites y propósitos, y aquellas que son insensatas y creen que vivirán para siempre sin que la muerte se interponga en su camino. Si analizamos la realidad en la que nos movemos, comprenderemos a qué se refiere Salomón cuando habla de sabios y necios.

A.     CUATRO CONSEJOS PARA MEJORAR NUESTRA VIDA

     La primera fórmula que nos permite vivir mejor tiene que ver con la perspectiva que tenemos acerca de la vida y la muerte: “Mejor es la buena fama que el buen ungüento; y mejor el día de la muerte que el día del nacimiento.” (v. 1) Para vivir mejor es preciso desear vivir una vida recta y noble que deje su huella en la historia y en los corazones de aquellos a los que afectó esa vida de forma positiva. Ser conocidos por todo el mundo por ser dadivosos y entregados a la piedad es mucho mejor que tener todas las riquezas y lujos que son simbolizados por el ungüento precioso y caro. El rico y de mala catadura nunca dejará más señal en este mundo que la de un ser despreciable que derrochó su dinero en cosas vanas y fútiles, mientras que la persona de buen nombre y de influencia beneficiosa a sus congéneres siempre tendrá un lugar en la memoria de la humanidad como ejemplo y modelo de conducta. El día de la muerte es precisamente ese instante en el que la fama adquiere su verdadera magnitud y presencia. Cuando alguien fallece, la trayectoria vital surge de entre las cenizas para hablar desde el recuerdo y las remembranzas sobre la clase de ser humano que éste era. Se le puede recordar como un tirano avariento o como un filántropo desprendido, y el tipo de fama que deje para la posteridad tendrá su eco en las nuevas generaciones que quedan de su familia. El día del nacimiento es día de gozo y alegría, pero no aporta credenciales ni fama, sino que el nombre del recién nacido siempre irá aparejado, para bien o para mal, al nombre del padre o la madre que lo ha engendrado. Aspirar a ser llorado por dejar este mundo es mejor que ver rostros risueños y de alivio cuando nuestros restos mortales reposen en la fría tierra.

     La segunda ecuación que deriva en una vida mejor tiene relación con lo anteriormente expuesto: “Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón.” (v. 2) ¿A quién le apetece asistir a un velatorio o a un servicio funerario en estos días? Yo creo que solamente a los parlanchines curiosos y metomentodos que quieren ver qué se cuece en hogares y familias ajenos. No suele ser el acto preferido por nadie. Sin embargo, acudir a la invitación de una celebración como una boda para festejar con alegría la unión de dos personas, es algo que, si el bolsillo nos lo permite, estimamos como más atractivo que visitar el cementerio. Sin embargo, Salomón dice que lo mejor es ir de entierro. ¿De verdad sabe lo que dice? Por supuesto que sí. La razón por la que es más recomendable presenciar un sepelio es porque en la muerte del finado podemos vernos a nosotros mismos tarde o temprano, y tenemos la oportunidad de reflexionar gravemente sobre nuestro destino eterno. En una fiesta solo se piensa en el presente, en el momento actual, en llenar la tripa y el corazón de placeres efímeros y breves, y no da pie a meditar sobre nuestro vacío existencial sin Dios. Parecerá una locura, pero el deceso de una persona allegada a nosotros nos provoca a la introspección, a valorar y analizar nuestras metas en la vida. En un festejo donde dar rienda suelta a los deleites corporales, solo se contempla disfrutar huyendo de la muerte, de la tristeza con que transitamos este plano terrenal, del dolor que cohabita cotidianamente con el devenir de la historia. Es mejor reflexionar sobre nuestra vida a la luz de nuestra propia mortalidad, que dejar de pensar en n
uestro futuro, embotados en concupiscencias y desenfrenados deseos.

     El tercer consejo que apunta a lo mejor en detrimento de lo mediocre es el siguiente: “Mejor es el pesar que la risa; porque con la tristeza del rostro se enmendará el corazón. El corazón de los sabios está en la casa del luto; mas el corazón de los insensatos, en la casa en que hay alegría.” (vv. 3-4) Parece que Salomón estuviese renegando del gozo y el júbilo. ¿Cómo va a ser mejor estar pesarosos que reír a mandíbula batiente? ¿Cómo va a comparar la carcajada abierta y contagiosa con las lágrimas y el rictus de la tristeza? Al igual que en el anterior proverbio, en el que la gente prefiere huir del significado y sentido de la muerte, en este adagio salomónico, podemos ver retratado el estado espiritual del ser humano contemporáneo. No solo evita el dolor y la pérdida, sino que además intenta llenar el hueco de sus almas con entretenimiento y diversión, tratando de hallar la auténtica felicidad. No obstante, el Predicador expone que es mejor observar la tragedia, la muerte y el sufrimiento con el fin de arrepentirse de pecados cometidos, de darse cuenta de que la senda recorrida hasta ese entonces no lleva más que a la perdición, y de colocar su confianza y fe en Dios para que en la hora postrera pueda encontrar la auténtica excelencia y perfección en Cristo. Sería de insensatos e imprudentes dejar que la risa inunde el alma, que la frivolidad se apodere de nuestros gestos, que la presunta alegría aflore a la superficie del rostro, y olvidarse de los límites que han sido establecidos para nuestros días sobre la faz de esta tierra. Ya lo dice el mismo Salomón en Proverbios 14:13: “Aun en la risa tendrá dolor el corazón; y el término de la alegría es congoja.” Es mejor llorar de contrición delante de Dios apelando a su misericordia y gracia, que reír por cosas vanas mientras las llamas de fuego lamen tu espalda en el precipicio del infierno.

    La cuarta exhortación apela a la sencillez de espíritu y a desarraigar de nuestro carácter el orgullo y la soberbia que nos impiden asimilar los buenos consejos: “Mejor es oír la reprensión del sabio que la canción de los necios. Porque la risa del necio es como el estrépito de los espinos debajo de la olla. Y también esto es vanidad.” (vv. 5-6) Cuando una persona experimentada y con conocimiento de causa te da un consejo, acéptalo de buen grado y no lo desperdicies. Sé que en nuestro egoísmo es difícil atender la voz de personas que solo quieren tu bienestar y que te ofrecen un poco de su exhortación, aunque pueda escocernos en lo más profundo del alma. Ser reprendidos o amonestados no parece ser plato de buen gusto para nadie, porque supone reconocer la equivocación propia y rebajar el orgullo que normalmente permea el corazón del ser humano. Sin embargo, en la reprensión se halla el camino de una vida mejor, ya que nos evitará volver a tropezar con la misma piedra innumerables veces: “La reprensión aprovecha al entendido, más que cien azotes al necio.” (Proverbios 17:10)

      Muchos prefieren reírse del sabio, de los proverbios, de la inteligencia acumulativa de los mayores y ancianos. Escogen cantar como la cigarra en tiempos en los que hay que recoger para sobrevivir, aunque vean a las hacendosas hormigas acarrear alimento para momentos menos favorables. La tendencia actual es la de hacer caso de los superficiales consejos de youtuberos imberbes, de influencers sin poca o nula experiencia vital, de sugerencias que no tienen sustancia ni prueba de que sean eficaces a la hora de encarar nuestras crisis. Vivimos en los tiempos de la autoayuda, de recabar información, sea veraz o no, para solventar nuestros problemas mientras silbamos la canción del insensato. Dejamos de escuchar las lecciones de vida que pueden ayudarnos a salvar la papeleta de boca de los expertos y capaces, para hacer caso a falsos consejeros que solamente quieren su cuota de fama y pasta gansa. Del mismo modo que un espino arde con intensidad cuando se le prende fuego, y de la misma manera en que también mengua su fulgor en apenas unos segundos, así es la alegría del imprudente, puesto que depositó su confianza en las advertencias erróneas de individuos sin credenciales ni experiencia, y no se sometió humildemente a las directrices de aquellos que conocen mejor el terreno de una existencia prolongada. Es mejor, por tanto, recibir la amonestación del que sabe qué se cuece, que arder y crepitar en el infierno a causa de nuestro orgullo y de nuestra altivez.

B.      PELIGROS QUE EVITAR PARA VIVIR MEJOR

       Tras estos cuatro consejos para mejorar la vida que hemos de vivir, Salomón enuncia cuatro peligros que hemos de evitar para convertir nuestra trayectoria vital mediocre en una existencia plena de excelencia. El primer peligro que hemos de eludir es el de que el poder nos cambie: “Ciertamente la opresión hace entontecer al sabio, y las dádivas corrompen el corazón.” (v. 7) Alguna vez escuché la siguiente frase: “Si quieres conocer a Andrés, dale poder.” A lo largo de mi historia personal he podido constatar la realidad y tino de este dicho. Personas que parecían mosquitas muertas, pusilánimes y melindrosas, en cuanto adquieren cierta cuota de poder, se transforman en breves instantes en supervisores tiránicos, en dictadores caciquiles y en jefes despóticos. Te rascas la cabeza intentando averiguar qué es lo que ha pasado con la persona que era antes ese individuo, y sacas la conclusión clara y rotunda de que el poder puede convertir a los humildes en soberbios, a los oprimidos en opresores, a las víctimas en verdugos y a los sabios en tontos de capirote. 

        El poder posee la capacidad de desvirtuar el discernimiento y la capacidad de raciocinio. El poder habilita al que lo detenta para escuchar a los que sobornan e intentan corromper la justicia y el derecho. El poder contamina cada célula de bondad que existe en el alma humana y la muta en todo un tenebroso mundo de sobres llenos de dinero negro, cajas B y favoritismos. Los regalos y prebendas hacen trastornar la lógica de las leyes. El anuncio de los jamones ya nos introduce en ese mundo en el que, por un buen ejemplar de pata negra, se cambian las opiniones, se dejan a un lado los principios y se olvidan de hasta la madre que los parió. Evitemos cualquier cosa que pueda usarse en nuestra contra, aunque sea regalada con aparentemente buenas intenciones, porque a su tiempo, alguien nos lo echará en cara si no deseamos cumplir su voluntad inmoral. Que nada ni nadie, sino solo Dios, ejerza tal influencia en tu vida, que tengas que devolver favores que conculquen frontalmente los valores del Reino de Dios.

     El segundo peligro a esquivar es el de creer que los compromisos y promesas que entablamos con otros seres humanos durarán para siempre: “Mejor es el fin del negocio que su principio; mejor es el sufrido de espíritu que el altivo de espíritu.” (v. 8) A alguien escuché comentar alguna vez, que lo que cuenta no es cómo uno empieza, sino cómo uno acaba. Trasladado esto a todos los niveles de la dinámica humana, podríamos decir que existe mucha razón en este argumento. Alguien puede comenzar con ilusiones y grandes expectativas un negocio o una empresa, y ver cómo las crisis económicas y financieras te abocan a la bancarrota. Alguien puede iniciar una carrera prometedora y meteórica en términos artísticos o musicales, y más tarde ver cómo se apaga la llama de la notoriedad y las musas se alejan de la cabecera de su cama. Alguien puede confesar delante del mundo ser un ferviente seguidor de Cristo a la hora de bautizarse, y con el paso del tiempo, comprobar que esa persona si te ha visto, ya no se acuerda de su profesión de fe. Lo importante es saber acabar las cosas. Los negocios, las actividades artísticas y laborales, y una dinámica discipular no consisten en una arrancada de caballo y parada de burro. Lo que más cuesta es mantenerse, perseverar, ser constantes sin desmayar pase lo que pase, para así lograr alcanzar la excelencia en todo lo que se lleva a cabo. A menudo hay que sufrir y padecer para tirar hacia adelante un sueño y un proyecto. Muchas veces hay que sacrificarse enormemente y dar el todo por el todo, renunciando al orgullo y la soberbia con tal de llegar victoriosos a la meta. El orgulloso de corazón nunca será nada, puesto que pone su confianza y fe en sus limitados esfuerzos y en sus pocas fuerzas. Pero el que fía toda su existencia a Dios, sabe que, en humildad y sometimiento a su voluntad sabia y perfecta, vivirá mejor y de manera más excelente.

     El tercer peligro del que hemos de escapar como de la peste para vivir mejor es renunciar al resentimiento y la exasperación cuando hablamos del trato con el prójimo: “No te apresures en tu espíritu a enojarte; porque el enojo reposa en el seno de los necios.” (v. 9) Enojarse, en la mayoría de los casos, supone un ejercicio inútil y que no arregla nada en absoluto. Airarse tormentosamente sin pensar las cosas o contar hasta cien, provoca el efecto contrario del que deseábamos en primera instancia. Soltar sapos y culebras por la boca sin medir las palabras, insultar groseramente a alguien menospreciándolo o menoscabando su dignidad personal, guardar rencor inflamable en el poso de nuestro ser, o levantar la mano con gesto violento, no ayuda a nadie, ni al objeto de la ira, ni al sujeto que la libera sin freno. La paciencia debe ser ese fruto amable y sereno que temple nuestra tendencia natural a despotricar, vituperar, criticar destructivamente o a agredir físicamente a la otra persona. Solo los estúpidos y los locos dejan que el enojo cause daños irreparables en la vida de los demás. Solo los imprudentes e insensatos permiten que los impulsos instintivos más salvajes se desboquen entre voces, malas caras y escupitajos. El espíritu del creyente evita, o debe evitar, entrar en determinadas situaciones en las que el acto de enfurecerse sea una posibilidad, y ha de recurrir a la templanza y el dominio propio que solo Dios da a aquellos que se someten a la llenura de su Espíritu Santo.

     El último peligro al que se refiere Salomón, del que todos hemos de apartarnos, es pensar que los tiempos pasados siempre fueron mejores: “Nunca digas: ¿Cuál es la causa de que los tiempos pasados fueron mejores que estos? Porque nunca de esto preguntarás con sabiduría.” (v. 10) Esta es una frase que se repetía, o que se sigue repitiendo, entre aquellos que añoraban los tiempos franquistas porque eran, según ellos, mejores que los que hoy viven. Es que en tiempos de Franco no había tantos maleantes, es que en tiempos de Franco había trabajo para todos, es que en tiempos de Franco uno podía pasear tranquilamente por la calle, es que en tiempos de Franco los modales y la buena educación eran la tendencia habitual… Es como si la época de la dictadura franquista fuese el no va más, un Edén en el que a los perros se los ataba con longanizas y en el que el dinero crecía de los árboles. Preguntemos a los represaliados por pensar y creer de manera diferente a lo que proponía el fascismo y el nacional-catolicismo. Preguntemos a los colportores bíblicos que tuvieron que padecer en cárceles infectas y nauseabundas el hecho de vender la Palabra de Dios de pueblo en pueblo. Preguntemos a los hermanos y hermanas que tuvieron que ver cerrados sus templos y ser multados por reunirse en los hogares. Preguntemos a los pastores y misioneros que fueron juzgados, apedreados, e insultados públicamente por ser protestantes o evangélicos. Para ellos seguro que no fueron tiempos tan felices.

     En lugar de suspirar nostálgicamente por lo que fue y ya no es, ¿por qué no cambiar en el ahora aquello que no es justo ni equitativo? ¿Para qué hemos de preguntarnos por el pasado si en el presente somos unos mediocres, mientras nos adaptamos entre quejas y críticas con la boca pequeña a la actualidad? La persona sabia es aquella que es capaz de hallar oportunidades en el presente para cambiar el futuro. Es aquella que tiene la habilidad de confiar en Dios, de tal manera que aquello que fue, es y será bueno será preservado y transmitido a las nuevas generaciones para que no se pierdan los valores absolutos encarnados en la Palabra de Dios y de manera especial en Cristo. Sabemos que hay más violencia, más peligros y amenazas, más crisis y más irreverencia en los tiempos que nos toca vivir. Y teniendo esto en mente, no podemos dedicarnos a sentir morriña por el ayer, llorando lo que ya no es, y lamentando nuestra suerte sin tomar cartas en el asunto. Dios nos llama a ser transformadores de nuestra realidad contemporánea mediante el poder del evangelio de Cristo, y a eso habremos de dedicarnos en alma, mente y cuerpo, en lugar de sollozar por las esquinas rindiendo idolatría a instantes de la historia que son eso, historia.

CONCLUSIÓN

      Acuérdate de estos cuatro consejos y de estos cuatro peligros a evitar cada día de tu vida, y podrás vivirla mucho mejor, alcanzando la excelencia con la ayuda inestimable de tu sabio Padre celestial, del ejemplo y modelo de Cristo, y de la acción santificadora del Espíritu Santo. Y como suele decirse, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

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