NOÉ: SEGURIDAD Y ESPERANZA
SERIE DE
ESTUDIOS EN GÉNESIS “VOLVAMOS A LOS FUNDAMENTOS”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 7:1-24
INTRODUCCIÓN
Siempre se ha
dicho que la esperanza es lo último que se pierde. Y es cierto. Cuando el
desastre llega sin avisar a nuestras vidas, solo queda esperar la ayuda de
Dios. En el preciso instante en el que se abate sobre nosotros la negrura de
una circunstancia adversa, la esperanza nos permite atisbar a lo lejos el
fulgor titilante de una chispa de vida. Cuando el castillo de naipes que hemos
ido edificando con mimo y cuidado se tambalea y está a punto de colapsar, la
esperanza aparece para guiarnos hacia una solución sabia que nos permite
aprender sobre lo que el hombre propone y sobre lo que Dios dispone. ¿En
cuántas ocasiones nos hemos visto con el agua al cuello a causa del desvarío
propio y del ajeno, y esperando la ayuda de nuestros amigos y seres queridos,
solo hemos comprobado que el auxilio de Dios es el único que cumple con creces
con la esperanza que hemos depositado en Él? La esperanza en Dios no nos
decepciona ni nos deja en la estacada, aun cuando pueda parecer que las
circunstancias y situaciones solo nos llevan a un único derrotero ruinoso y
lamentable. Es en la esperanza de que Dios cumple con sus promesas protectoras
y alentadoras, el cristiano ya posee algo que el incrédulo no tiene: un puerto
en el que fondear cuando la tormenta arrecia con furia.
Y hablando de
tormentas, Carlet sabe mucho acerca de trombas de agua, de gotas frías y de
inundaciones tremebundas. En los años ochenta, nuestra ciudad tuvo que hacer
frente a uno de los momentos más angustiosos de su historia al contemplar
impotentes cómo el agua tomaba por la fuerza casas, calles, comercios e
iglesias. La naturaleza, cuando se desata en toda su potencia se convierte en
un torbellino imparable que lo fagocita todo para volver a escupirlo en el
rostro de la humanidad. Ser testigos de una catástrofe de estas dimensiones
supone reconocer nuestra fragilidad y nuestra debilidad como seres humanos. Los
vientos, la lluvia y el granizo suelen reunirse como camaradas en determinados
momentos del año o de la historia para demostrarnos con rotundidad que nuestro
poder es solo una pequeña fracción de la fuerza impetuosa de un ciclón, de un
tsunami o de un maremoto. Los elementos desencadenados contra la civilización
humana ha logrado muchas veces lo que los mismos seres humanos no consiguieron,
y que se lo digan a la Armada Invencible española, la cual sufrió más derrotas
a manos de las galernas y oleajes gigantescos que de los bombardeos enemigos.
1.
PREPARATIVOS
ANTES DEL DILUVIO UNIVERSAL
La creación de
Dios, cuando es soliviantada hasta el límite, parece resurgir rabiosa contra lo
que el ser humano construye negligentemente, devorando sin misericordia la obra
de aquellos mortales que siguen atentando contra la integridad de la naturaleza
que el Señor ideó y plasmó en la realidad. Este es precisamente el momento que
estaba a punto de vivir Noé junto con su familia y un hatajo de animales en la
hora del juicio letal de Dios: “Dijo
luego Jehová a Noé: Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti he visto
justo delante de mí en esta generación.” (v. 1) Después de un arduo trabajo
de construcción e ingeniería naval, el instante de la verdad ha llegado. Noé y
sus hijos alzan la vista a esta enorme arca y quedan sobrecogidos ante el
resultado final. Años de tareas incansables, de labrado y aserrado de madera,
de calafateado e impermeabilización, de acondicionamiento de las habitaciones
que compondrían el vientre del arca, de recolección y guardado de las
provisiones necesarias para un viaje del que no conocían su duración, y las
esperanzas puestas en su salvación. El Señor, dentro de esa comunión estrecha y
entrañable que mantenía con Noé, decide que, en virtud de su ejemplar vida y de
su testimonio íntegro en un mundo desbordado de maldad y perversión, todos
deben ocupar su lugar en el arca recién terminada. Seguramente la emoción, el
temor y el nerviosismo se entremezclarían en estos hombres y mujeres que se
convertirían en la única evidencia de la existencia de la raza humana en unos
pocos días. Dios está determinado y decidido a cumplir con su palabra de
justicia dada la falta de respuesta y arrepentimiento de una sociedad entregada
por completo al pecado.
Además de la
familia de Noé, futuros regeneradores de la vida humana tras el diluvio
universal, unos pasajeros muy particulares subirán parsimoniosamente a la gran
embarcación de gofer: “De todo animal
limpio tomarás siete parejas, macho y su hembra; mas de los animales que no son
limpios, una pareja, el macho y su hembra. También de las aves de los cielos,
siete parejas, macho y hembra, para conservar viva la especie sobre la faz de
la tierra.” (vv. 2-3) Siempre es bueno desterrar determinados clichés o
conceptos que se enseñan por ahí como ciertos, pero que no se ajustan a lo
escrito por Moisés. No entran dos animales de cada especie, uno macho y otro
hembra, como se suele escuchar por ahí, sino que Dios establece una distinción
clara entre animales limpios y animales inmundos. Los animales limpios eran
animales que estaban en la lista de especies que sacrificar a Dios y que posteriormente
serían aquellos de los cuales podía alimentarse el ser humano. De estos era
necesario escoger siete parejas como anticipación del sacrificio de adoración a
Dios tras embarrancar el arca en los montes Ararat como ya veremos la próxima
semana. Los animales inmundos o impuros eran animales que no podían ser
ofrecidos a Dios en holocausto ni, más adelante, ser comidos por los seres
humanos, seguramente por razón de su nocividad. Entre los animales más
conocidos de este grupo está el perro, el buitre y el cerdo.
La duración de la
torrencial lluvia que anegaría la faz de la tierra aparece consignada por
primera vez de manera simbólica: “Porque
pasados aún siete días, yo haré llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta
noches; y raeré de sobre la faz de la tierra a todo ser viviente que hice.” (v.
4). Noé tenía una semana para dar los últimos toques al arca y a todos los
detalles de última hora. La tragedia se masca en el ambiente, los nubarrones de
tormenta comienzan a tomar forma en una borrasca negra como la pez, pero los
conciudadanos de Noé siguen a la suya, a su rollo, como se suele decir
vulgarmente. Una semana para la hecatombe, para el juicio terrible de Dios,
para la erradicación de prácticamente la vida de todo ser viviente, y parece
ser que nadie desea enrolarse en la travesía más dura de la historia.
Lucas el
evangelista suele ayudarnos a recordar que la gente se mostraba ajena a lo que
se les venía encima: “Comían, bebían, se
casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y
vino el diluvio y los destruyó a todos.” (Lucas 17:27). Lo repentino e
inesperado del juicio de Dios no venía precedido de señales que marcasen el
calendario de los acontecimientos dantescos por venir. Todos vivían sin pensar
en Dios o en que pudiese hastiarse de su creación más preciada y amada de
todas. Cuarenta días y cuarenta noches son la expresión simbólica de muchos
días y noches, aunque podríamos imaginarnos qué ocurriría si las compuertas de
los cielos y de las profundidades de la tierra dejasen caer sin compasión
cataratas de agua sobre la superficie de la tierra durante cuarenta jornadas
sin dar un respiro a nadie.
2.
LA HORA DE
LA VERDAD
El autor de
Génesis vuelve a reafirmar la obediencia ejemplar de Noé a los designios
divinos y no duda en cumplir a rajatabla todo lo que Dios le había encomendado
hacer: “E hizo Noé conforme a todo lo
que le mandó Jehová. Era Noé de seiscientos años cuando el diluvio de las aguas
vino sobre la tierra. Y por causa de las aguas del diluvio entró Noé al arca, y
con él sus hijos, su mujer, y las mujeres de sus hijos. De los animales
limpios, y de los animales que no eran limpios, y de las aves, y de todo lo que
se arrastra sobre la tierra, de dos en dos entraron con Noé en el arca; macho y
hembra, como mandó Dios a Noé. Y sucedió que al séptimo día las aguas del
diluvio vinieron sobre la tierra.” (vv. 5-10) Parece ser que Noé estaba en
la flor de la vida con sus seiscientos años, dado que como se nos dice más
adelante, fallece a la provecta edad de 950 años. Todavía podía emprender cosas
formidables para Dios y soportar una buena temporada los embates y las
embestidas de las aguas voraces producto del diluvio. Todos entran por fin,
aclimatándose y acomodándose en la medida de lo posible en el interior del
arca, empezando a compartir espacio con los animales y sus punzantes efluvios,
así como con sus rebuznos, siseos, mugidos, bramidos y graznidos. Ya estaba
todo listo para encarar lo desconocido, para observar como testigos de
excepción el apocalipsis de la humanidad. Existe una explicación tradicional
judía para la razón de esperar una semana la tormenta perfecta de Dios, y es
que según la midrash, durante esos siete días se guardó duelo por la muerte de
Matusalén a sus 969 años, y de ahí la demora. Simplemente es una curiosidad con
ciertos visos de probabilidad.
Hasta este
momento, no se nos habla de la lluvia como tal cayendo sobre la creación de
Dios, sino de un vapor o rocío que permitía el crecimiento de las plantas. Sin
embargo, ahora un turbión negro impedirá que se pueda ver a unos centímetros
del rostro: “El año seiscientos de la
vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron
rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron
abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches. En
este mismo día entraron Noé, y Sem, Cam y Jafet hijos de Noé, la mujer de Noé,
y las tres mujeres de sus hijos, con él en el arca; ellos, y todos los animales
silvestres según sus especies, y todos los animales domesticados según sus
especies, y todo reptil que se arrastra sobre la tierra según su especie, y
toda ave según su especie, y todo pájaro de toda especie. Vinieron, pues, con
Noé al arca, de dos en dos de toda carne en que había espíritu de vida. Y los
que vinieron, macho y hembra de toda carne vinieron, como le había mandado
Dios; y
Jehová le cerró la puerta. Y fue el diluvio cuarenta días sobre la
tierra; y las aguas crecieron, y alzaron el arca, y se elevó sobre la tierra. Y
subieron las aguas y crecieron en gran manera sobre la tierra; y flotaba el
arca sobre la superficie de las aguas. Y las aguas subieron mucho sobre la
tierra; y todos los montes altos que había debajo de todos los cielos, fueron
cubiertos. Quince codos más alto subieron las aguas, después que fueron
cubiertos los montes.” (vv. 11-20) Es interesante resaltar el hecho de que
el escritor de la historia de Noé y el diluvio incorpora unos datos muy
concretos sobre el día, mes y año del juicio divino. Esto nos ayuda a entender
que el diluvio no fue una fábula, ni un cuento chino, ni una metáfora. Fue una
realidad palpable, comprobable y cierta, tal y como los geólogos son capaces de
reconocer a pesar de que muchos no son creyentes.
La sucesión de acontecimientos
aparece vertiginosa. La expresión que concierne a la rotura de las fuentes de
los abismos subterráneos y a las cataratas celestes, es en el original, una
referencia a las violentas lluvias invernales que regaban la tierra de Canaán.
Todo lo arrastraban a su paso, y la reunión de aguas impedía que nadie pudiese
escapar de la espeluznante visión de olas gigantescas y de fangosas lenguas de
tierra que sepultaban todo sin demostrar compasión alguna. Ante los ojos
atónitos de Noé y su familia, donde la tierra firme era el único paisaje
visible, el agua había ocupado su lugar sin contemplaciones, derribando,
arrasando y destruyendo en segundos lo que había costado generaciones edificar
y construir. Dios cierra la puerta del arca en el preciso instante en que la
lluvia comienza caer, primero chispeando, y luego derramándose como se despeña
un río en un acantilado. La protección de Dios se demuestra en esta expresión
antropomórfica, y nos ofrece la posibilidad de constatar la personalidad de
Dios, activa y misericordiosa, cuidadosa y garante de que su pacto con Noé se
iba a cumplir a carta cabal. Conforme pasaba el tiempo, el arca se alzaba
flotando sobre sus estacas y puntales, con la consiguiente zozobra en los
ocupantes del navío embreado, y algún que otro ataque de pánico y mareo súbito.
Poco a poco, las imponente montañas eran cubiertas por una salvaje capa de agua
incontenible, hasta el punto de que, tal era la cantidad de líquido elemento
existente en un momento dado, que se rebasaba la cima más alta por quince
codos, unos siete metros al cambio actual. Casi nada.
3.
MUERTE BAJO
EL AGUA
¿Cuál había sido
el destino de las gentes que habían rechazado de plano a Dios y que habían
logrado que la ira divina se abatiese sobre ellos? ¿Se salvaría alguno asido a
un madero o a alguna viga? ¿Subirían a los montes para evitar ser tragados por el
agua que ascendía y lamía las cumbres más elevadas? ¿O se esconderían en cuevas
mientras esperaban que escampase? “Y
murió toda carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado y de
bestias, y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra, y todo hombre. Todo
lo que tenía aliento de espíritu de vida en sus narices, todo lo que había en
la tierra, murió. Así fue destruido todo ser que vivía sobre la faz de la
tierra, desde el hombre hasta la bestia, los reptiles, y las aves del cielo; y
fueron raídos de la tierra, y quedó solamente Noé, y los que con él estaban en
el arca.” (vv. 21-23). Allí no se salvó ni el Tato. Cualquier intento por
sobrevivir al cataclismo acuático era fútil y vano. Nada podría concederles un
respiro en medio de la aniquilación hidrológica que se llevaba todo por lo que
habían luchado y por lo que se habían esforzado. A todos les pilló por sorpresa
y nadie estaba preparado para organizar un plan de salvación o supervivencia.
Todos murieron irremisiblemente en sus pecados y transgresiones. Ninguno tuvo
la decencia y la sensatez de volver sus ojos a Dios, y la furia del Señor de
los ejércitos los consumió sin opción a reclamar una nueva oportunidad. Las
habían tenido todas, y todas fueron despreciadas. Nadie quedó para recordar el
diluvio sino solo Noé y sus descendientes. Seguramente Noé vería cómo sus
vecinos luchaban por su vida, cómo desaparecían absorbidos por las arenas
movedizas, cómo sus sueños se desvanecían a la par que sus intenciones
perversas.
Un buen día, la
lluvia se detuvo, y las puertas de los abismos dejaron de bombear agua a la
superficie terráquea. Ahora solo quedaba esperar a que descendiese el nivel de
las aguas y comprobar el estado de un mundo desierto, deshabitado, lleno de
muerte y de destrucción: “Y
prevalecieron las aguas sobre la tierra ciento cincuenta días.” (v. 24).
Las grandes olas cesan en su arrastre de restos y deshechos, los cielos se van
abriendo al sol, el viento amaina para soplar con una brisa serena y
refrescante, y el arca es mecida y arrastrada por las corrientes diluviales
durante ciento cincuenta días, cinco meses enteros. Era una especie de
“Waterworld” al estilo Kevin Costner en el que el silencio y la calma brindan
un tiempo en el que reflexionar sobre lo que iba a suceder a continuación,
cuando tuviesen que hacer frente a toda una creación renovada y remozada por la
mano soberana de un Dios de esperanza.
CONCLUSIÓN
¿Tendrían que
vagar por los océanos recién aparecidos como si de un Ulises se tratase? ¿Qué
se encontrarían al final del arco iris? ¿Estarían preparados para insuflar de
vida a un mundo completamente asolado? Todo esto y mucho más en nuestro próximo
estudio sobre Noé y Génesis.
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