LEPRA





SERIE DE SERMONES EN MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 8:1-4

INTRODUCCIÓN

      Martín era un despojo de la humanidad. Durante su vida, la cual no había sido precisamente un dechado de virtudes, había estado dando tumbos entre la delincuencia menor, el consumo de drogas y los escarceos temerarios con bandas callejeras tremendamente violentas. Era conocido en su localidad por su mal carácter, sus tendencias agresivas, su prácticamente inexistente capacidad para pensar dos veces las cosas, y por haber perpetrado atracos, peleas y menudeo de estupefacientes. Si querías ajustarle las cuentas a alguien por cualquier motivo, solamente tenías que darle un puñado de euros para partirle la crisma al objetivo propuesto. Su fama era nefasta, sus modos rudos y ásperos, y sus hábitos de vida rayanos en la imprudencia y la locura. Él se enorgullecía y ufanaba de su bravura, de su fuerza y de su habilidad para intimidar a todo quisque. No tenía amigos; solo personas que le acompañaban para aprovecharse de él, para sentirse protegidos de cualquier peligro, y para evitar que su ira se cebase en sus también maltrechos cuerpos. 

     Martín pudo presumir de poder y de vigor durante el tiempo de su juventud. Sin embargo, con el paso del tiempo los estragos de sus viciosos hábitos le pasaron factura. Comenzó a adelgazar alarmantemente, le dolía cada centímetro de su cuerpo y descubrió en un análisis de sangre rutinario que había contraído el SIDA. La gente de su alrededor comenzó a darle la espalda, porque ¿quién querría ocuparse de un león viejo con dientes gastados? ¿Quién desearía hacerse cargo de la escoria de la sociedad, un granuja de tomo y lomo, una persona insoportable e irascible, un enfermo al que se le escapaba la vida día a día? En poco tiempo, quedó abandonado y marginado por aquellos que antes le doraban la píldora, los vecinos le dieron la espalda aprovechando su fragilidad y debilidad, y los niños se dedicaban a tirar piedras contra las ventanas de un cuchitril que había podido arrendar con el poco dinero que le había dejado su trayectoria delictiva y criminal. Estaba más solo que la una, arrinconado por una sociedad que ahora le devolvía con desprecio todo el mal que había perpetrado Martín.

    Como Martín, muchos hombres y mujeres, seres humanos como nosotros, han sido desplazados del interés de nuestra sociedad y son considerados elementos de mucho cuidado, irredentos, personas que es imposible perdonar por sus fechorías del pasado, y cargas económicas para el sistema de seguridad social de nuestro país. Ellos se lo han buscado y deben pagar el precio, dice mucha gente, sin reparar en sus necesidades espirituales, en su desdicha y en su miseria interior, la cual acompaña a la que todos vemos, la externa. Podríamos decir que son leprosos sociales, intocables, contaminados y contaminantes, parias de un sistema que únicamente vela por valores como la riqueza, las influencias políticas, la ambición y la autojusticia. Son muchos los leprosos de espíritu y de cuerpo que mendigan un poco de amor, un abrazo sincero y unas palabras de consuelo y aliento. A pesar de que nuestra civilización ha avanzado que es una barbaridad en el conocimiento científico y tecnológico, no obstante, la mentalidad egoísta, esa que actúa desde las apariencias y adaptándose sin ascos a las circunstancias, por muy amorales o inmorales que sean, sigue latiendo en el pecho de una gran mayoría de nuestra aldea global.

1.      AMENAZA LEPROSA

     En la narrativa bíblica de Mateo, hallamos a alguien que se preocupa por la hez social, por aquellos que ya no creen en su posibilidad de redención, por personas que son etiquetadas como inmundas y sucias por la religiosidad imperante de sus tiempos. Jesús acaba de enseñar magníficas e inigualables lecciones de vida a sus discípulos desde las alturas de la montaña. Los corazones han sido saciados de su sabiduría y de su especial perspicacia en cuanto a lo referente al reino de los cielos. Todos admiran la simplicidad y profundidad de sus discursos didácticos, de sus bienaventuranzas y de su radical interpretación de los diez mandamientos dados por Dios a Moisés. Ha llegado el momento de seguir su camino, de dirigirse a su meta primordial, de atender a otras gentes que necesitan como el agua el toque de su mano y su mirada de amor eterno. Desciende del monte con las cosas muy claras y con el propósito fundamental de honrar a su Padre con cada palabra y acto que ha de realizar en favor del prójimo: “Cuando descendió Jesús del monte, le seguía mucha gente.” (v. 1) Las multitudes habían atesorado los mensajes de Jesús de tal manera que seguían teniendo hambre y sed de esa justicia y de ese amor que predicaba. Todos, expectantes ante los prodigios, señales y el evangelio del Reino, pisaban sus huellas mientras descendía a las aldeas para continuar su labor misionera.

     De repente, en el camino que llevaba a los pueblos de alrededor, un personaje harapiento y deforme, aparece de la nada para correr a los pies de Jesús. La muchedumbre, asustada y con gestos de desagrado, le conmina a marcharse, a ocupar su lugar en el que no pudiese contagiar su terrible enfermedad a nadie. Todos de apartan de su trayectoria, increpándole, algunos insultándole, y otros ya con una piedra apretada en sus puños crispados. Todos se alejan de este vestigio de hombre, con su rostro cubierto de llagas purulentas y de vendas de lino con las que ocultar su verdadera cara. Todos consideran a este hombre alguien que no tiene cabida en el orden de cosas de la sociedad, un intocable en toda la extensión de la palabra. Sin embargo, el leproso no se arredra. Porque aunque todos muestran su asco y su miedo, una sola persona se mantiene firme y tranquilo mientras el leproso se postra en el polvo del camino, y esa persona es Jesús: “Y he aquí vino un leproso y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme.” (v. 2)

     Las bocas abiertas, los ojos fuera de sus órbitas y las manos en la cabeza. Las gentes que siguen a Jesús contemplan impertérritas la serenidad con la que Jesús recibe el gesto respetuoso del leproso, y se preguntan si Jesús sabe realmente a lo que se enfrenta. Una enfermedad contagiosa como la lepra no era un pequeño resfriado o un raspón en la rodilla tras una caída.  Huyen despavoridos dejando solo a Jesús contra la lepra. Esta dolencia era una de las aflicciones más horribles, dolorosas y destructoras que un ser humano podía padecer en los tiempos de Jesús. No existía una cura efectiva contra el progresivo deterioro de la piel y de la carne, las cuales iban emblanqueciéndose, deformándose y, finalmente, cayendo a trozos, mutilando la apariencia física del doliente. Era un Martín al que todos habían dejado morir abandonado y hacinado en lugares donde la muerte reinaba y la podredumbre no dejaba de exhalar su fétido aliento. El leproso no podía formar parte de la sociedad que lo había visto nacer, y esto quedaría evidenciado por los muros de la ciudad, erigidos, no solo para defenderse del enemigo exterior, sino también para mantener lejos a aquellos que trastocasen la cotidianeidad de los sanos y puros.

     El leproso se arrodilla sin temor a ser golpeado, rechazado o humillado. Ha escuchado que Jesús es un maestro poderoso y su última esperanza se fundamenta en encontrarse con él a cualquier precio. Tal vez en otras circunstancias, sano y fuerte, no habría tenido que sucumbir a la desesperación de un acto tan peligroso para su integridad física. Unas cuantas palabras pugnan por salir de sus labios polvorientos y secos. La primera de ellas para confirmar y confesar el señorío de Jesús, para afirmar contundentemente su procedencia y su identificación con Dios. Jesús era su Señor, el dueño de su vida desde ese mismo instante en el que sus ojos se llenan de lágrimas, y su cuerpo se doblega humildemente ante él. 

      La segunda frase es producto de la fe y resultado de su última bala. “Si quieres”, significa que la voluntad de Jesús debía ser tenida en cuenta antes de recibir su deseo y su sueño de sanidad. Ese condicional que brota de un corazón quebrantado y torturado por su estado lamentable y desafortunado. Jesús debe querer tomar la decisión de curarle y restaurarle, y esa elección estaría supeditada al mensaje de perdón y misericordia que predicaba día tras día allí por donde pasaba. La tercera frase es la expresión más estremecedora y entrañable de un ser humano, creado a la imagen y semejanza de Dios, que se encuentra a disposición del poder omnímodo de Jesús. No pide ser sanado únicamente de la lepra, lo cual era evidente en su petición, sino que además ha de ser limpiado y purificado internamente para poder volver a recuperar aquella vida que se quedó varada en las playas del pasado. El leproso confía en el perdón de Dios y en la renovación de todo su ser, cuerpo, mente y espíritu.

2.      EL TOQUE DE JESÚS

     ¿Aceptaría Jesús la demanda de este inmundo amasijo de pústulas y miembros retorcidos? ¿Se apiadaría de este marginado social o condenaría a este hombre miserable por su desfachatez y temeridad? “Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció.” (v. 3) Lo nunca visto sucede. Lo imprevisto se plasma en la realidad de un toque. La carne que nadie puede ni ver ni palpar, ahora es tocada por la mano abierta de Jesús. Sin miedo al contagio, sin una mueca de repugnancia, sin un atisbo de vacilación o reconvención, Jesús toca la piel zaherida del leproso. Para los seguidores de las costumbres religiosas, este acto era un ultraje y un ataque directo contra las leyes de la pureza y de la limpieza ritual. Según los parámetros y protocolos de seguridad del judaísmo, Jesús debería ser confinado para cumplir una cuarentena de siete días. Para el leproso, Jesús era el único ser humano sano que no había tenido temor de posar su mano sobre él. Esta simple acción supo a gloria para el leproso. 

      En cuanto al ruego del leproso de que la voluntad de Jesús se pronunciase, la palabra “quiero” es ciertamente reveladora. Jesús da su beneplácito a la hora de contestar la súplica del leproso y lo hace proclamando limpieza sobre su vida, sobre su carne y sobre su alma. La fe del leproso había alcanzado el trono de gracia de Dios Padre y Jesús no hace más que rubricar y confirmar la sanidad esperada. Y no se trata de una enfermedad que es erradicada por un instante, o durante una temporada. Es una sanidad completa y duradera, a diferencia de la supuesta curación milagrosa que por ahí quieren publicar los charlatanes de la fe.

3.      TESTIMONIO SIN LEPRA

     El leproso no da crédito a lo que es capaz de observar en todo su cuerpo. Sus miembros han sido curados en un instante y su mirada ya no puede dejar de constatar que no está en un sueño, que no se trata de un truco de ilusionista. Está completamente curado de la lepra y todo se lo debe a Jesús, el único con el poder y la autoridad necesaria para librarle de la plaga más mortífera de su época. El siguiente paso será pregonar por todas partes la liberación gozosa de unas cadenas que él ya creía permanentes. Sin embargo, Jesús frena tanto entusiasmo, y le guía a cumplir con las normas relativas al control de la lepra: “Entonces Jesús le dijo: Mira, no lo digas a nadie; sino ve, muéstrate al sacerdote, y presenta la ofrenda que ordenó Moisés, para testimonio a ellos.” (v. 4). 

      Con el índice delante de sus labios, Jesús hace guardar silencio a un prisionero recién libertado de la cárcel de la enfermedad y la muerte. Lo primero es lo primero. Para que nadie diga que Jesús se salta las reglas y que las sanidades que hace son trucos baratos y espejismos bien elaborados con artes malignas, envía al exleproso al sacerdote para verificar su total sanidad, y le alecciona para que dé gracias a Dios por este hecho milagroso mediante un sacrificio legítimo, su primera ofrenda después de años y años de marginación y olvido social. Podría entrar al Templo para participar de la vida religiosa de su pueblo con la señal inolvidable del toque portentoso de Jesús. Era un hombre nuevo, y todo gracias a su Señor, Jesús.

    Tal vez no convivamos ya con personas leprosas, ya que la lepra, prácticamente está erradicada en nuestro país. Pero sí compartimos sociedad y comunidad con personas desahuciadas, abandonadas, marginadas y arrinconadas que aúllan de dolor al verse olvidadas por sus semejantes. Nuestros prejuicios suelen apartarnos y marcar las distancias con el prójimo, etiquetándolo y considerándolo a la luz de nuestro egoísta bienestar. Nadie quiere apechugar con individuos problemáticos y viciosos, con yonquis y drogadictos en condiciones terribles, o con inmigrantes pobres y menesterosos. Son los leprosos de nuestra sociedad y levantamos muchas veces un muro de contención para que no nos salpique su desgraciada manera de vivir. Son como Martín, perdedores que ahora tienen que afrontar el peso de las consecuencias de sus actos. Pero tanto el leproso de la historia bíblica de hoy como Martín tienen algo en común, y es que Jesús quiere y puede sanarles con el toque de su mano. Para Jesús no hay alma que no pueda ser redimida, mientras la sangre siga corriendo por las venas de un ser humano, esté en la condición en la que esté. 

CONCLUSIÓN

     Quiero que te reconozcas en este leproso, en este hombre al que todos evitaban a causa de su impureza, que te reconozcas en Martín, esa persona que necesita del mismo modo que nosotros la salvación de Dios. Deseo que recuerdes que Dios, antes de rescatarnos de nuestra vana manera de vivir, nos veía desde la imagen podrida y deslavazada de los efectos del pecado en nosotros. Nosotros hemos sido leprosos espirituales, necesitados del toque de amor de Cristo, de su poder transformador y de su señorío y soberanía eternos. Y él nos ha tocado cuando hemos ido a su encuentro, con pocas palabras y toneladas de soledad, precariedad, dolor y sufrimiento. Ha cambiado nuestras llagas malolientes en una piel renovada con la que ofrecer al mundo el testimonio de nuestra experiencia con Jesús, y con la que glorificar a Dios en gratitud y amor todos los días de nuestra existencia. 

      Tú también puedes ser sanado hoy, y puedes ir a Jesús y rogarle de todo corazón que te haga suyo, que manifieste su increíble poder sobre tus circunstancias, y que limpie de pecado tu alma. Solo tienes que postrarte delante de él en oración y pedírselo con confianza, y él hará.
    

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