AUTORIDAD





SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 8:5-13

      El sonido estrepitoso de una vasija haciéndose añicos sobre el suelo de alguna de las estancias de la domus, lo despertó de golpe de su breve siesta. Los gritos ahogados de algunos de los siervos y las pisadas atropelladas de gente corriendo de un lado a otro, lo hicieron levantarse de su catre como un resorte. Aguzó el oído a la espera de la llegada de alguien que pudiese ponerle al tanto de la situación. Mientras tanto, se calzó sus caligae y se ciñó su ropa. Al instante, uno de sus esclavos, Cirenio, un nubio de piel oscura y brillante como el alquitrán, entró con el rostro desencajado por la alarma y el miedo. Apenas sin resuello, y con un tartamudeo propio de los estados agitados de una persona en apuros, Cirenio le informaba de que a Sibelio, su mayordomo, le había dado un ataque de apoplejía que lo había derribado al suelo con una violenta sacudida. Tras querer hacerlo volver en sí con algunas palmadas en el rostro, los ojos desorbitados de Sibelio eran lo único que podía hablar en ese instante. El resto de su cuerpo estaba completamente paralizado, aunque podían percibirse temblores poco esperanzadores que preveían un dolor angustioso recorriendo cada fibra de su ser.

    Casi trastabillando, con una caligae todavía sin poner del todo, el centurión Marco Tinio se lanza a la carrera por las estancias de la casa para averiguar de primera mano el estado de su más querido siervo, su fiel Sibelio. Solo tardó un minuto en llegar al patio principal de la villa, y constatar horrorizado, que su leal mayordomo se hallaba tendido inmóvil sobre el empedrado, junto a un cántaro de barro hecho pedazos. Arrodillándose a su lado, y espantando al resto de sirvientes que se arremolinaban en torno al desgraciado Sibelio, trató futilmente incorporarlo con éxito. Había que llamar a un galeno que pudiese establecer un diagnóstico y encontrar la cura a esta parálisis tan espantosa. Irguiéndose con el rostro desencajado por la urgencia y el nerviosismo, ordenó a sus esclavos que colocaran a su mayordomo en unas parihuelas y lo llevaran a su cuarto. Con grandes aspavientos, mandó que le trajesen sus ropajes de milicia con el fin de esperar convenientemente al médico. Mientras los siervos le abrochaban la coraza y el casco con penacho, uno de ellos se acercó con la cabeza gacha en señal de respeto para comunicarle rápidamente que a Capernaúm, ciudad en la que se hallaban, había llegado un maestro nazareno del que se hablaba sorprendentes cosas. Presto a escuchar cualquier sugerencia que lograse sanar a su querido Sibelio, quiso saber algo más de este Jesús cuya fama estaba en boca de tanta gente de los alrededores.

     El esclavo, compadecido del buen Sibelio y de su amo, el centurión romano, le indicó rápidamente dónde se hallaba enseñando y sanando este maestro judío. Aunque Marco Tinio era considerado un gentil, esto es, un extranjero y advenedizo, él siempre había respetado la religión judía. Las miradas de los ciudadanos judíos siempre le habían señalado como parte de un sistema tiránico  que había ocupado por la fuerza militar el poder. Sin esperar un minuto más al médico, se arremangó su manto carmesí, y salió por las puertas de la villa como una exhalación, determinado en buscar y encontrar a este Jesús del que se presumían poderes extraordinarios. En el trayecto hasta el lugar en el que se hallaba el maestro judío, no dejaba de recordar cómo Sibelio prácticamente lo había criado sobre sus rodillas. Debía mucho a este siervo, que era más que eso, era un amigo estimado con el que podía hablar de cualquier cosa, un ayo sabio que aún lo seguía instruyendo en la cultura de los pueblos por los que habían pasado juntos durante su carrera militar. Con largas zancadas, divisó pronto a una multitud que se amontonaba en torno a un hombre que no dejaba de tocar, hablar, sonreir y alzar los ojos al cielo de vez en cuando. Personas supuestamente afligidas por enfermedades prácticamente incurables que él conocía, salían saltando y riendo a carcajadas, curados de todos sus males. Sin pensarlo ni poco ni mucho, con la prisa y el cariño por Sibelio a flor de piel, pidió paso a algunos componentes de la muchedumbre. Al verlo, muchos se apartaron con temor, otros con miradas suspicaces y otros tantos más, con el odio de los que se saben bajo la bota de los conquistadores.

      Por fin, ante el corredor que se había abierto entre Jesús y él, solo unas palabras patéticas que dejaba pasar el nudo de su garganta, brotaron de sus labios: “Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico, gravemente atormentado." (v. 6) El brillo de su casco y de su pectoral labrado en imágenes mitológicas, no parecieron deslumbrar a Jesús. Sin embargo, las gentes que observaban este atípico encuentro entre un gentil impuro y un maestro judío, pensaban que seguramente Jesús denegaría su ayuda a un opresor del pueblo, un elemento principal de la ocupación romana, una amenaza a la identidad cultural y religiosa del pueblo de Dios. El centurión había desembuchado todo lo que tenía que decir. Podía perfectamente ordenar a Jesús que hiciese lo que quisiera. Tenía la potestad de amenazar a este nazareno so pena de castigo ejemplar, en el caso de que se negase a cumplir con sus deseos. No necesitaba pedir o rogar a un completo desconocido judío. Su palabra era la ley por aquellos lares, y si no eran acatados sus requerimientos, no le temblaría el pulso a la hora de castigar su posible negativa. Sin embargo, Marco Tinio había visto algo distinto en este hombre. No era un individuo más de esos que intentaban soliviantar el ánimo del pueblo. No era uno de esos hipócritas especímenes que abogaban por la pureza ritual y la fanfarria de sus presuntas buenas obras. No era como nadie que hubiese conocido nunca. Algo en su interior le guiaba a considerarlo alguien que estaba espiritualmente por encima de él. Por eso de sus labios solo sale el tratamiento que él solo ofrece a sus superiores: Señor.

      Explicado someramente el caso, y expectante ante la respuesta de Jesús, al centurión se lo comen los nervios. El tiempo pasa volando y la enfermedad paralizante que aqueja a su criado más apreciado puede llegar a convertirse en algo definitivamente irreversible. ¿Tendrá compasión un judío de su necesidad tan imperiosa? Jesús alza sus ojos, mira el penacho de cerdas que adornan la cimera del casco del centurión, escruta el rostro sudoroso y atezado de este hombre que tiene un problema ciertamente grave, y sopesa el alcance del amor que éste profesa hacia su inferior en el escalafón social. Sin dudar apenas un ápice, Jesús le dice: “Yo iré y le sanaré.” (v. 7) Parece ser que Jesús iba a entrar en el hogar de un gentil, algo impensable para un judío. Esto significaba adquirir una impureza ritual y religiosa instantánea. ¿Acaso Jesús no daba valor a las tradiciones y normas del judaísmo? ¿No se daba cuenta de que iba penetrar en el hogar de un pagano? No obstante, el centurión no se da la vuelta para correr hacia su casa acompañado del maestro judío. Su cara se ensombrece y la baja, su barbilla tocando el pectoral, y los brazos en jarras acompañan acompasadamente el movimiento negativo de su cabeza. ¿No tenía ya lo que quería? Había logrado justo aquello que deseaba. ¿Por qué detiene con un gesto a Jesús?

     En un alarde de pundonor y sabiduría, Marco Tinio explica a Jesús la razón de su negativa: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente dí la palabra, y mi criado sanará. Porque también yo soy hombre bajo autoridad, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.” (vv. 8-9) No hacía falta que nadie señalase con el dedo a Jesús o al centurión para recriminarles un posible acto de infracción religiosa. El mismo Marco Tinio es consciente de las costumbres judías, así como también lo es de que, si Jesús posee la clase de poder que ha podido ver en personas antaño enfermas y postradas, pero que han salido brincando con un regocijo increíble, podrá realizar el milagro necesario para la curación de Sibelio. Con una sola palabra, el maestro de Nazaret será capaz de solventar esta comprometida coyuntura. Además reconoce que Jesús dispone de una autoridad suprema que solo puede venir de Dios, y que esta autoridad está incluso por encima de cualquier potestad terrenal sobre soldados o esclavos. Él sabe lo que es ordenar a sus legionarios y lo que es cumplir las órdenes de sus generales, por lo que si Jesús quiere, puede mandar a la enfermedad que desaparezca del organismo de su criado más querido. No hace falta coaccionar a Jesús, no hay menester de obligarle de algún modo para que la sanidad sea un hecho.

     Alguien pensó que quién era este centurión para condicionar el milagro de Jesús. Encima de que el maestro ha aceptado resolver sobrenaturalmente el aprieto sanitario de su siervo, encima quiere que se haga a su manera. Pero Jesús se destapa y sorprende a la multitud absorta y expectante. Sus cejas se alzan sobre unos ojos que comprenden cada palabra y cada motivación del centurión. Se maravilla al ver en este gentil una fe por encima de la media, que incluso supera la fe de los mismísimos judíos. Escrutando a su alrededor, escudriñando los rostros de los que lo miran de cien formas distintas, Jesús habla a su auditorio: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes.” (vv. 10-12) La fe del centurión se convierte en el centro de atención de todos, en una lección que todos los presentes deben aprender y asimilar por su bien. Que un gentil sea un ejemplo para un judío en cuanto a la fe, era algo escandaloso, que provoca que muchos se avergüencen de su vida espiritual. Jesús estaba diciendo que después de transitar por muchas aldeas, pueblos y ciudades con su mensaje de salvación, un romano era el exponente claro de lo que era tener una fe auténtica. Jesús parece abrir el espectro de la salvación de Dios a toda la humanidad. Su ministerio no iba a dirigirse únicamente a la élite judía, sino que su poder, su amor y su misericordia se extenderían a todas las naciones del mundo. Esto hizo reflexionar a muchos, y especialmente a Marco Tinio, porque nadie había sido tan atrevido como para predicar el perdón de Dios a los paganos, a los forasteros y a los gentiles.

     De pronto, esta oferta de salvación se endurece en una crítica áspera y mordaz contra la hipocresía religiosa, contra las estirpes y genealogías, contra las herencias genéticas y contra el nacionalismo radicalizado de las sectas religiosas judías. Aquellos que se creían salvados simplemente por el hecho de pertenecer al pueblo judío, por razón de sus ceremoniales marginadores, o por ser los adalides de la pureza ritual, serían expulsados de la gloria de Dios, de ese cielo que solamente está preparado para aquellos que han confesado sus pecados, se han arrepentido de su mal proceder y han puesto toda su confianza en la autoridad de Jesús sobre la vida y la muerte. En otras palabras, las sorpresas serán mayúsculas cuando el reino de los cielos se consume definitivamente en el día del juicio final. Jesús advierte a sus seguidores de que deben abrir sus mentes y su corazón a una feliz realidad, difícil de asimilar y aceptar todavía, que contempla a los gentiles como parte del pueblo escogido por Dios para salvación. Marco Tinio estaba anonadado escuchando tanta sabiduría y discernimiento por boca de un maestro que se mantenía al margen de la religiosidad oficial que permeaba las altas esferas judías.

     Después de amonestar y avisar a todos los presentes, se vuelve al centurión, emocionado y esperanzado a partes iguales. Solo resta que Jesús diga esa palabra que transformará el dolor en gratitud, la parálisis en vitalidad y vigor, la postración en actividad. El maestro de Nazaret no se hace rogar y con gran solemnidad y aprecio por Marco Tinio, pronuncia las siguientes palabras: “Ve, y como creíste, te sea hecho.” (v. 13) Un suspiro de alivio surge de sus entrañas y con un gesto fugaz de agradecimiento, corre, corre, y corre hasta su hogar, para constatar lo que ya sabe en el fondo de su corazón, que Sibelio ya está repuesto de su parálisis y que ya lo espera para poder fundirse en un abrazo interminable entre lágrimas de alegría. Así es, cuando franquea la puerta de entrada de su hogar, su estimado Sibelio lo recibe sonriendo, entre palabras y expresiones de afecto fraterno. Mientras lo estrecha junto a su pecho, no deja de recordar todo lo que Jesús había dicho hace unos instantes, y toma la determinación de hacer todo lo posible para conocer más de él y de sus buenas nuevas de salvación.

CONCLUSIÓN

     El amor de Dios sigue siendo para todos, y la invitación de salvación y perdón de los pecados continúa estando encima de la mesa hoy. No te salvarás por pertenecer a un linaje de cristianos evangélicos, no alcanzarás el cielo por hacer buenas obras, ni conseguirás méritos para vivir eternamente en la presencia de Dios siendo buena gente. Solo necesitas tener fe en Cristo como el centurión. Solo debes confiar en él para que el milagro de la transformación de todo tu ser, para que el prodigio de pasar de una vida vieja, sucia y destructiva, a una vida nueva, pura y bendecida, sea una realidad en ti. Hoy se presenta una vez más la oportunidad de recibir el milagro más grande que Jesús puede hacer en ti. Simplemente cree en él y serás salvo por toda la eternidad.

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