MADRE NO HAY MÁS QUE UNA




TEXTOS BÍBLICOS: PROVERBIOS 23:24, 25; ISAÍAS 66:13; 2 TIMOTEO 1:5

INTRODUCCIÓN

        Por pocos segundos que nos podamos poner a pensar en nuestras madres, seguramente nos acordaremos de sus gestos, de sus miradas, de sus palabras y de sus tiernas caricias. Por supuesto, no todas aquellas que han engendrado hijos pueden considerarse madres, ni todas aquellas que hoy consideramos madres son aquellas que han podido darnos a luz. La maternidad no es un estado físico o biológico. No es albergar la vida en un vientre durante meses, ya que muchas mujeres hicieron esto, bien para abandonar a sus criaturas o bien para hacerles la vida imposible durante su existencia. Ser madre implica más que cumplir con unos trámites genéticos, puesto que la madre que se precia es aquella que no solamente sacrifica su cuerpo, sino que entrega sin condiciones el alma y el corazón a sus hijos.

       También existen madres aborrecidas por sus hijos. Hijos que se olvidan de los desvelos, de los trabajos y de los esfuerzos que una madre amorosa realiza a costa de su propia salud, bienestar y felicidad. Estos hijos desnaturalizados no son capaces de honrar a sus madres como es debido, las insultan, golpean y amenazan para seguir recibiendo de ellas más amor y más compasión a cambio. El respeto hacia las arrugas que el tiempo inmisericorde ha tallado en el rostro de aquellas mujeres que se dedicaron completamente a su cuidado, protección y sustento, se ha perdido entre la mala educación, el egoísmo y el maltrato verbal y sicológico. Ellas no merecen esto, y Salomón en Proverbios ya trata de que ningún hijo en su sano juicio desprecie el entrañable cariño de una madre: “No desprecies a tu madre, aunque envejezca.” (Proverbios 23:22b).

       Pero si tú guardas en lo más profundo de tu corazón el tesoro de los momentos vividos junto a tu madre, y los estimas como piedras preciosas de sabiduría, de acciones sacrificadas y de amor a raudales, debes seguir honrando su vida hasta el fin de la misma. Seguro que a tu memoria vienen sus típicas frases de madre: “Apaga los fuegos cuando te vayas”, “Si te tragas un chicle se te pegarán las tripas”, “No te asomes a la ventana, mira que el que busca encuentra, dice la Biblia, y puedes encontrarte con lo que no andas buscando…”, “cuando seas madre, comerás huevos”, “hija mía, una mujer sin pendientes es como un burro sin dientes”, o “los interruptores de la luz también se limpian.” Cientos y miles de veces has podido llegar a decir determinadas cosas ahora que eres padre o madre, que nunca hubieses pensado que dirías recordando lo que un día te dijo tu madre.
Las madres son mujeres únicas, irrepetibles, increíblemente especiales. Por ello haríamos bien en valorar sus actos, sus expresiones, y también sus errores tratando de llevarnos adelante en una vida erizada de peligros e incertidumbres. ¿Qué podríamos hallar en las Escrituras que describieran a las madres que nos criaron día y noche?

A. UNA MADRE DESEA SENTIRSE ORGULLOSA DE SUS HIJOS

“Rebosa de gozo el padre del justo, quien tiene un hijo sabio se alegra. Que tu padre se alegre por ti y goce la que te dio a luz.” (Proverbios 23:24, 25).

       Si existe algo que a una madre le puede dar tremenda ilusión, es ver que sus hijos caminan por la vida correcta y honestamente. Si hay algo que adorna el rostro de una madre más que cualquier otra cosa, es la sonrisa de aquella que se siente orgullosísima de sus retoños. No hace falta que hablemos de logros profesionales monumentales o de premios Nobel, no es necesario hablar de carreras académicas cum laude o de trayectorias estelares en el mundo de los negocios. No. Esa clase de orgullo lo puede sentir todo el mundo por todo el mundo. Nos referimos a ese orgullo que desborda los ojos de una madre cuando escucha por primera vez como su hijo balbucea “mamá”, cuando ve admirada como da sus vacilantes primeros pasos, cuando el niño o la niña le traen del colegio un dibujo de felicitación en el que la madre está pintada de colores vivos y estridentes, y cuyo nombre está enmarcado por un gran corazón rojo.

      Todas las madres quieren que sus hijos prosperen, pero no de cualquier forma. Por ello desgastan sus vidas para autoexhibirse como modelos de la sencillez, de la honestidad y de la humildad, como ejemplos de mujeres y siervas cristianas que desean que sus hijos vivan de acuerdo al evangelio de Cristo. Por ello, cada madre que ve como sus hijos andan tortuosamente por el camino de la vida, es capaz de renunciar a sí misma para recordarles que ella siempre estará ahí para lo que sea. Por ello, cada madre aspira a poder ver cómo crecen y maduran sus hijos sin meterse en problemas, sin recurrir a las triquiñuelas de este mundo para triunfar, y sin olvidarse de dónde vienen para saber hacia dónde van. ¿Acaso no hemos visto, y los que somos padres, no hemos sentido esta clase de orgullo tan hermoso que sin duda es un regalo del cielo por nuestra manera correcta de dirigir a los hijos por las sendas de Dios? Si algún día tienes la oportunidad, vuelve a mirarte en los ojos de tu madre, y allí verás que en ellos solo existe la felicidad del deber cumplido y el orgullo de quien ama sin importarle nada más.

B. UNA MADRE SIEMPRE ES NUESTRO PAÑO DE LÁGRIMAS

“Mamaréis mecidos en los brazos, acariciados sobre las rodillas; como a un niño consolado por su madre, así pienso yo consolaros.” (Isaías 66:12b, 13).

      Tenemos que reconocerlo. Desde nuestra infancia hasta el día de hoy, siempre hemos necesitado consuelo. Somos frágiles criaturas, expuestos al fracaso y al dolor, limitados por nuestra ignorancia y por nuestros sueños imposibles. Seguimos siendo niños en este aspecto cada vez que las cosas no salen como quisiéramos, cada vez que el infortunio se ceba en nuestros planes. Y casi siempre hemos necesitado de un hombro que empapar con nuestras lágrimas amargas, un oído al que contarle de qué manera hemos tropezado, unos brazos que no saben de prejuicios ni de condenas, unas rodillas donde sentirnos de nuevo protegidos y amparados de cualquier peligro que pudiese acecharnos. Y casi siempre, ese hombro, ese oído, ese abrazo y esas rodillas han sido las de nuestras madres.

      Reconozcamos que hablar con nuestros padres, tan llenos de trabajo, de fatiga y de la dureza que contagia tener que derrochar energías para traer alimento a la mesa familiar, no ha sido fácil.
Lógicamente, existen sus excepciones. Pero siempre hemos sabido que si nos acercábamos al seno materno, allí íbamos a encontrar el consuelo cuando nos pegaban en el colegio, o cuando sacábamos malas notas o cuando nuestros novios nos dejaban. Aún hoy podemos hallar consuelo y paz entre los brazos de nuestras madres. Sin palabras, silenciosas, con los ojos arrasados en llanto, ahí están nuestras madres. Creo que nunca he dejado de dudar del poder de un beso, una caricia o un abrazo de una madre. Creo que ellas mejor que ningún ser humano pueden encarnar mejor el ministerio de la consolación que Cristo ya estableció para con el mundo. Sí, tal vez estemos demasiado creciditos para arrodillarnos y colocar nuestra cabeza en el regazo de nuestras madres. Olvida tu orgullo y tu fingida frialdad y distancia con ella, y deposita tu rostro en el hombro de tu madre. Comprobarás que el poder consolador de tu madre todavía sigue intacto.

C. UNA MADRE CONFÍA SUS HIJOS A DIOS

“Evocando tu sincera fe, esa fe que tuvieron primero tu abuela Loida y tu madre Eunice, y que no dudo tienes tú también.” (2 Timoteo 1:5)

      Aquella madre que conoce a Dios profundamente, sabe que lo que mejor conviene a sus hijos es que ellos también puedan llegar a conocerlo a través de Cristo. Aquella madre que ha entregado su vida a Cristo, reconoce que debe educar a su descendencia en los caminos puros y justos de Dios. Aquella madre que dice que ama a sus hijos más que a su propia vida, entiende que sus retoños deben abrazar el evangelio de la salvación de Dios. La fe tan enorme que siempre ha morado en el corazón de una madre es la clase de fe que desea para sus hijos. No podría concebir su propia vida, sin ver como sus hijos se consagran completamente al servicio de Dios. Preguntad a vuestras madres, si son hijas de Dios y seguidoras de Cristo, de cuál es el regalo más increíble y maravilloso con que desearían ser obsequiadas, y os dirán: “Que mis hijos sean salvos”.

      Y es que una madre no se conforma con menos. Vive temerosa del destino final de sus hijos, y espera en medio de sus oraciones que un buen día, ese hijo o esa hija de sus entrañas vuelva en sí y se arrepienta ante Dios de sus pecados y de su vana manera de vivir. Persevera continuamente en cada consejo, en cada ayuda, en cada exhortación, en cada súplica intercesora ante el Señor. Nunca reposará tranquila y contenta hasta que sus hijos lleguen al conocimiento de Cristo. Nunca renunciará a seguir martilleando la voluntad de su carne y sangre para que abandone el camino ancho que lleva a la perdición. Sabe perfectamente lo que está en juego: la eternidad con él o sin él. Tal vez no lo hayas podido comprobar o ver, pero justo al final del día, mientras roncas y sueñas, la madre cristiana sigue rogando a Dios por la vida de sus hijos, velando y anhelando que un día lleguen a tener la misma fe que ella posee.

CONCLUSIÓN

       Poco he dicho de lo que significa una madre de verdad, una madre cristiana, una madre abnegada. Podría pasarme la vida entera recordando detalles, palabras y miradas de mi madre. Podría seguir sermón tras sermón hablando de la dulzura, de la ternura, de la fortaleza y del sacrificio de aquella que me trajo al mundo. Y es que el tiempo, por muy veloz que corra, nunca podría borrar de mi mente y de mi alma lo que ha supuesto vivir bajo el calor de una madre cristiana. Por ello, como tributo y homenaje a estas mujeres excepcionales, hagamos que cada día de sus vidas sean días en los que sentirse orgullosas de nosotros, en los que podamos acercarnos confiadamente a ser consolados por sus manos de amor, y en los que les agradezcamos el habernos encaminado por sendas de bien, misericordia y temor de Dios.

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