LIBRES DE LA AMARGURA





SERIE DE SERMONES “LA LIBERTAD CONCEDIDA POR CRISTO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 18:21-35

INTRODUCCIÓN

     La amargura y el rencor son dos compañeras de viaje con las que nadie debería desear emprender la travesía de la vida. Dejar que la amargura se acomode en nuestros corazones hará que todas nuestras actitudes para con los demás sean de sospecha y desconfianza, desaprovechando así la posibilidad de construir nuevas relaciones de amistad y compañerismo. Permitir que el rencor se adueñe de las palabras y de los gestos supondrá la huida de todos aquellos que tal querrían entablar lazos de aprecio y amor. El resentimiento por algo que alguien nos hizo en un momento dado solo nos conduce a ver la vida con la mirada cansada e insensible de aquel que no espera ya nada bueno de la gente. Yo entiendo que ser heridos por algo muy grave es difícil de superar, y más aún cuando las heridas tardan en cicatrizar y los recuerdos nos abruman con su recurrente presencia. Nadie dijo que sería fácil levantar la cabeza después del agravio de otra persona. Nadie dijo que volver a sonreír después de una traición o de un acto de crueldad sería pan comido. Pero si dejamos que la amargura controle todas nuestras acciones, palabras y pensamientos, nos enterraremos en vida mientras vemos cómo el tiempo pasa lentamente. 

     Miguel Gutiérrez, catedrático español de psiquiatría, dejó para la posteridad una definición muy clara y sencilla de lo que es el rencor: “El rencor es un abismo sin fondo o un ardiente páramo sin fronteras.” El rencor sume a aquel que lo guarda en el corazón en un estado de depresión constante del que es sumamente complicado salir si no estamos dispuestos a salir de ese abismo insondable. El método más eficaz para poder erradicar del alma cualquier atisbo de rencor o resentimiento es perdonando de corazón a aquel que nos hizo mucho daño. ¿Es esto fácil y sencillo? ¿Es tan simple como decir “te perdono” y ya está? Por supuesto que no. Si eres capaz de analizar aquellos instantes de tu vida en los que alguien te decepcionó y te marcó con el fuego candente de la crueldad, sabes bien que por ti mismo nunca tendrías la capacidad de perdonar a la persona que te provocó dolor y sufrimiento. Perdonar no se halla en el ADN del ser humano, no es algo natural. De hecho, nuestro primer pensamiento tras habernos infligido un mal es el de la revancha, el de la venganza, el de “quien la hace, la paga.” Un rey francés siempre decía que “nada huele mejor que el cadáver de tu enemigo”, y ese ha sido siempre el lema de aquellos que nunca dan la oportunidad al perdón, la misericordia y la gracia. El ser humano prefiere verse envuelto en peleas retributivas, en crímenes abyectos y en derramamientos de sangre con tal de ver su dolor adormecido por el padecimiento de sus adversarios.

     Otros parece que son capaces de perdonar al agresor y al traidor. Importante el matiz: parece. Son aquellos que utilizan la tan consabida expresión que mezcla una presunta compasión con un resquemor patente: “Yo perdono, pero no olvido.” Se trata de una manera de decir “cada uno por su lado, procurando no cruzarnos nunca en la vida.” ¿Es este un perdón auténtico? Yo diría que no. De hecho, Henry Ward Beecher, teólogo estadounidense, dijo una vez que cuando se dice “puedo perdonar, pero no olvidar, es solo otra forma de decir que no puedo perdonar.” Beecher dio precisamente en el clavo. Como seres inclinados a hacer el mal y a pecar, no podemos, por mucho que lo queramos e intentemos, perdonar al ofensor. Con mis propias fuerzas y apelando a mi capacidad volitiva, no soy capaz de perdonar a nadie. Entonces, ¿cómo puedo librarme de la amargura que se ha enquistado en mi corazón? La respuesta es dejándonos ayudar por la mente de Cristo y por su ejemplo perdonador.

     Como cristianos el perdón debe ser uno de nuestros principales distintivos. Si nos consideramos a nosotros mismos discípulos de Jesucristo, nuestra vida ha de desear imitar su modélico estilo de vida y su continuo ejercicio del perdón. Cuando vemos a Jesús terminando su sangriento camino de pasión en el Gólgota, mientras las gentes se arremolinan en torno suyo para insultarlo, vejarlo y lanzar mil vituperios, no lo observamos tomando represalias contra ellos o contestando con fiereza e insultos, sino que de sus resecos labios solo el perdón brota: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23:34). ¿Qué hubieras hecho tú si te hubiesen condenado con falsedades e injusticias? Sin embargo, en la persona de Cristo podemos constatar que una de las características que deben adornar nuestro carácter cristiano es el perdón. El que no perdona, aunque tenga mil diplomas sobre teología y sus creencias sean de lo más ortodoxas, está lejos de parecerse a Cristo. Es una anomalía, una contradicción viviente de su supuesta nueva naturaleza en Cristo.

    A pesar de saber que en Cristo hallamos el paradigma por excelencia del amor y el perdón, todavía nuestros corazones siguen albergando rencores y amarguras que lastran nuestro crecimiento como hijos de Dios. ¿Por qué habríamos de perdonar a los demás? Jacinto Benavente, dramaturgo español, lo expresó de una manera muy exquisita: “A perdonar solo se aprende en la vida cuando a nuestra vez hemos necesitado que nos perdonen mucho.” Cuando no perdonamos nos estamos olvidando de que nosotros también necesitamos ser perdonados. Ninguno de nosotros somos unos “santos” que no metan la pata o que no hagan un mal a otros. Del mismo modo que Cristo nos perdona, así nosotros hemos de mostrar esa misma actitud para con los demás. En la oración del Padrenuestro, Jesús deja muy clara una cosa en cuanto a ser receptores de su perdón: “Y perdónanos nuestras deudas, como también perdonamos a nuestros deudores.” (Mateo 6:12). Gastaremos saliva en vano solicitando de Dios el perdón de nuestros pecados, si previamente no nos hemos ocupado de perdonar a nuestros ofensores. Además perdonar a los demás implica comenzar a destruir aquellas barreras que el pecado erige entre las personas para iniciar una nueva andadura de respeto, amor y lealtad. El resentimiento nos vuelve locos de ira, pero el perdón nos honra y nos identifica como siervos del Dios altísimo: “La cordura del hombre detiene su furor, y su honra es pasar por alto la ofensa.” (Proverbios 19:11). El consejo de Pablo debe estar permanentemente en nuestra mente: “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.” (Efesios 4:32). En el seno de la iglesia este debe ser el sentir de todos sus miembros: “Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.” (Colosenses 3:13).

A. LA PREGUNTA SOBRE EL PERDÓN

“Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” (v. 21)

     Este versículo deja entrever varios asuntos al respecto del perdón genuino como liberación de la amargura interior. Este texto nos proporciona el marco de una dinámica muy humana: pecado-perdón-volver a pecar. Pedro da a entender que el ser humano no aprende la lección que se le da cuando es perdonado por alguna falta que cometió. ¿En cuántas ocasiones hemos perdonado a alguien viendo que se arrepiente y se disculpa, y más tarde vuelve a pegárnosla? Esto puede conseguir que nos hartemos de perdonar y seguir pensando bien de cualquier discurso de arrepentimiento y contrición. De hecho, según los patrones tradicionales rabínicos de aquellos días, una persona podía ser perdonada una vez, dos veces y una tercera vez más, pero cuando a la cuarta ocasión volviese a reincidir en su pecado, éste ya no podía ser perdonado. Sin embargo, Pedro aporta de su cosecha propia un asomo de entendimiento de las enseñanzas y ejemplo de su maestro cuando pregunta si siete son el límite para el perdón, el doble de veces que lo establecido por el judaísmo de su época. Aunque esto era un avance significativo en la comprensión del perdón por parte del impetuoso Pedro, éste seguía marcando límites al perdón. ¿Qué límites marcamos nosotros a la hora de perdonar la misma ofensa o al mismo ofensor?

B. LA LONGITUD DEL PERDÓN

“Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.” (v. 22)

    Seguramente la respuesta de su maestro dejaría desconcertado a Pedro. Tal vez el apóstol esperaba un aplauso o una palmada de felicitación en la espalda por mostrar su generosidad y largura de ánimo al ofrecer siete ocasiones para perdonar. No obstante, y tal y como Jesús nos tiene acostumbrados, el evangelio rompe cualquier esquema mental, religioso o moral que el ser humano pueda construir o considerar. La contestación a la cuestión de Pedro sobre la longitud del perdón deja al descubierto la diferencia existente entre la Ley y la gracia. La Ley es medible por su cumplimiento o incumplimiento, y limitada por la incapacidad para salvar al ser humano. La gracia, por el contrario es inconmensurable e ilimitada porque es la expresión de un Dios eterno y amoroso. Cuando Jesús emplea la expresión “setenta veces siete”, no está esperando a que Pedro o sus demás discípulos comiencen a calcular las veces que se ha de perdonar. Lo que quiere dejar bien sentada es la idea de que mantener un registro de las veces que perdonamos es algo estúpido y absurdo, y que devolver bien por mal debe hacerse sin marcar límites. Jesús recalcó este concepto del perdón ilimitado enmarcándolo en el transcurso de un solo día: “Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale.” (Lucas 17:4).

C. EL PERDÓN ILUSTRADO

“Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos (aproximadamente 11 años de tributos de las provincias romanas de Idumea, Samaria, Judea y Galilea). A éste, como no pudo pagar, ordenó su señor venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda. Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios (100 días de salario); y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía.” (vv. 23-34)

     Tras leer y reflexionar sobre esta historia o parábola que cuenta Jesús a sus discípulos para hacerles ver que todos necesitamos ser perdonados de una u otra manera, nos damos cuenta de que la prisión de la amargura solo lleva a cometer monstruosidades morales si nos atenemos a nuestra necesidad de recibir el perdón de Dios. Todos sin excepción podríamos pagar lo que debemos al Señor, y sin embargo, nos dedicamos a encerrar en la cárcel de nuestro resentimiento a aquellos que nos agraviaron y a encadenarlos a los grilletes del rencor. No les damos ni una oportunidad más de enmendarse mientras nosotros queremos que Dios pase por alto nuestros pecados contra Él y contra el prójimo. Esto es a todas luces una incongruencia como un castillo de grande. Nos mostramos arrogantes e insensibles ante la disculpa de los que nos ofendieron, desdeñando sus intentos por reconciliarse con nosotros y humillándolos con nuestra mirada de superioridad victimista. El que esto suceda en el seno de la iglesia es algo que entristece a Dios y que provoca divisiones y disensiones entre los hermanos, algo que se halla frontalmente opuesto al testimonio que se supone debemos exhibir ante el mundo que nos observa y vigila. Y tal y como advierte Santiago, esto tendrá repercusiones en la eternidad: “Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia.” (Santiago 2:13).

CONCLUSIÓN: LIBRARSE DE LA AMARGURA ES PERDONAR DE CORAZÓN

“Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas.” (v. 35)

     ¿A qué se refiere Jesús cuando habla de perdonar de todo corazón? No cabe duda de que se refiere a aquel perdón basado en la confianza. Perdonar es volver a confiar en la persona que nos ha herido del mismo modo en que confiábamos antes de que nos hiriese. Es no recordar de nuevo la ofensa pensando que volverá a cometer la misma ofensa. Es acabar con la amargura, la ira y el resentimiento que van resecando paulatinamente nuestra fe y nuestra alma. Es dejar que el Espíritu Santo nos capacite para perdonar. O como dejó escrito el psicólogo italiano Walter Riso: “Perdonar es no odiar, es extinguir el rencor y los deseos de venganza; es negarse a que el resentimiento siga echando raíces y no haga daño. Perdonar es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás, abriendo el camino de la comunicación y la transparencia. Perdonar es liberarse y crear bienestar para uno mismo y para quienes nos rodean.”
 
     Tú puedes y debes perdonar. Libérate de la lacra de la amargura, de ese peso en el corazón que pone el resentimiento y de las ataduras del rencor. Aunque la memoria no te deje dar el paso, aunque las heridas sigan cicatrizando lentamente, aunque el rencor no te permita dar una nueva oportunidad cuando sinceramente te la pidan, puedes y debes, con la ayuda del Espíritu Santo y el ejemplo de Cristo, perdonar a quienes te ofenden. Marca la diferencia para poder decir con el inmortal poeta gaditano Rafael Alberti, “me marché con el puño cerrado… vuelvo con la mano abierta.”

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