UNA LUCHA QUE NO PUEDES GANAR POR TI MISMO
SERIE DE
ESTUDIOS EN ROMANOS “RENACIDOS: EXPERIMENTANDO LA NUEVA VIDA EN CRISTO”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 7:14-8:2
INTRODUCCIÓN
Napoleón, emperador francés y gran general curtido en decenas de
batallas, no dudó un día en reconocer que “la
batalla más difícil la tengo todos los días conmigo mismo.” No es un
secreto reconocer que en nuestro interior existe un campo de batalla en el que
se libra un verdadero conflicto entre el deber y el placer. No pasa un solo día
en el que nos demos cuenta de esta realidad. A la hora de tomar cualquier
decisión en la vida ya comienzan a escucharse el sonido de sables siendo
desenvainados. Queremos llevar a cabo algo que nos parece bueno en gran manera,
pero el deseo por hacer todo lo contrario nos subyuga de tal modo que acabamos
cometiendo graves errores. Devocionalmente cada mañana pretendemos servir a
Dios en esa jornada en cuerpo, mente y alma, y sin embargo, cuando la noche
comienza a adueñarse del firmamento, nos rendimos a la evidencia de que aquello
que nos propusimos hacer, no lo hicimos, y aquello que convenimos en no
practicar, eso es precisamente lo que hicimos.
Gandhi,
político e ideólogo indio de la resistencia no violenta, aseguraba que la
auténtica guerra se fraguaba en el interior del hombre: “Los únicos demonios en este mundo son los que corren por nuestros
propios corazones. Es allí donde se tiene que librar la batalla.” Aunque
como creyentes bíblicos sabemos que sí existen seres diabólicos que están al
acecho tras cada esquina de nuestra vida para hacernos la pascua en forma de
tentaciones y acusaciones, lo cierto es que muchos de los problemas y crisis
sociales que padecemos proceden de una mala gestión de nuestros pensamientos,
intenciones y acciones. Normalmente es el bien hacer y el bien pensar los que
salen mal parados en la lucha que se recrudece en nuestro ser. Nuestros
corazones enturbian nuestras palabras y nuestros actos porque la batalla ha
sido ganada por el pecado. No es infrecuente que cuando cometemos una
barbaridad nos rasquemos la cabeza analizando en qué estábamos pensando cuando
metimos la pata hasta el corvejón.
Sin duda,
esta es una lucha que no podemos ganar por nosotros mismos. Así nos lo hará
saber el apóstol Pablo, lamentando en varias ocasiones sus circunstancias,
circunstancias que son comunes para todo ser humano. A pesar de los esfuerzos
por construir vidas intachables, impecables e íntegras empleando las
herramientas de la educación para la ciudadanía, de la cultura o de una ética
fría y poco razonable, el ser humano no ha dejado de ver impotente como el mal
que anida en nuestras almas se alza con los laureles de la victoria. Sin
embargo, no estamos solos en esta lamentable situación. El Espíritu de vida nos
va a entregar herramientas suficientes y eficaces como para solventar este
problemón. En Cristo encontraremos el modo de superar la lucha interior que
suele reportarnos más de un quebradero de cabeza diario.
A. QUERER Y
HACER
“Porque
sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado.” (v.
14)
Las
palabras de Pablo están dirigidas a aquellos que han decidido seguir y servir a
Cristo. Los destinatarios de esta afirmación tenían muy claro que la ley había
sido dada por Dios al ser humano para que éste caminase por la vida según la
santidad y obediencia debidas. La finalidad de esta ley era ordenar los pasos
de todo ser humano de modo que la comunión entre éste y Dios fuese excelente y
beneficiosa. Sin embargo, la realidad opaca y emborrona este deseo que toda
persona debería asumir como lo más provechoso y adecuado. Somos seres carnales
que perseguimos, por encima de la reverencia y amor debidos a Dios, nuestros
deleites y placeres materiales y efímeros: “Por
cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se
sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden.” (Romanos 8:7). Sabemos que
servir a Dios es lo mejor para nosotros, y no obstante, preferimos revolcarnos
en el charco de nuestros desenfrenos y pasiones obscenas. Somos esclavos
vendidos al peor señor que pudiese habernos comprado: el pecado. Y lo realmente
paradójico es que nosotros mismos hemos sido los que voluntariamente nos hemos
vendido. Podríamos ser siervos de Dios, disfrutando de su gloria, misericordia
y justicia, y sin embargo, optamos por colocarnos nosotros mismos los grilletes
de la tiranía del pecado.
“Porque lo
que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco,
eso hago.” (v. 15)
Pablo se
sume en la misma perplejidad que todos tenemos cuando hacemos algo que ha
redundado en nefastas consecuencias. Hacemos el mal de manera instintiva,
aunque las más lo hagamos calculando cada detalle avieso del delito, y
enarcamos las cejas mientras abrimos nuestros ojos asombrados ante nuestra
capacidad de provocar desconsideraciones y trifulcas. Sabemos que algo está
rematadamente mal, odiamos de entrada llevar a cabo esa clase de acciones, y al
final, sucumbimos a la tentación de hacer todo lo contrario. Aquí pasa algo que
parece inexplicable, pero que tiene una razón de ser más clara que el agua de
manantial.
“Y si lo
que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy
quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es,
en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el
hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso
hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en
mí.” (vv. 16-20)
La ley es
la que me dice si lo que he hecho está bien o mal, y por eso, es buena en gran
manera. La ley me avisa y alerta de que por ese camino de maldad no he de
transitar, y me alecciona y anima a caminar por las sendas de la justicia y la
santidad. La ley no es gravosa ni una aguafiestas. Es el instrumento que Dios
emplea para poner coto a nuestros desmanes y despropósitos. Sabemos que la ley
de Dios está escrita en nuestros corazones y que Cristo es el tamiz a través
del cual calibrar nuestros actos, pensamientos y palabras. Sin embargo, nuestra
inclinación a practicar la perversión y el pecado es mucho más fuerte que
nuestra voluntad por mucho que la tratemos de educar o reforzar con elementos humanos
de culturización o condicionamiento. El pecado posee una fuerza dentro de
nosotros que apenas podemos llegar a resistir cuando se nos presentan placeres
y atractivos que son diametralmente opuestos a la voluntad de Dios. Querer y
hacer no siempre es lo mismo tal y como Pablo se encarga de hacernos ver en su
propia experiencia personal. Algunos han querido ver en este pasaje que el
pecado es algo inevitable. El error de pensar que el ser humano no es
responsable de sus actos y que el pecado es el que les obliga sin fisuras ni
remedio a cometer deleznables crímenes, es más común de lo que pensamos. Sin
embargo, Pablo aquí no escapa a su responsabilidad, sino que intenta explicar a
sus destinatarios el porqué de esta lucha entre lo que se quiere y lo que se
hace a la luz de nuestra naturaleza inclinada al pecado.
B. CUERPO Y
MENTE
“Así que,
queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según
el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis
miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la
ley del pecado que está en mis miembros.” (vv. 21-23)
El
enemigo está dentro de nosotros mismos. Nos traicionamos a nosotros mismos
cuando al desear hacer buenas obras, tener pensamientos de paz y santidad o
decir palabras de paz y consuelo, lo único que aparecen son acciones crueles,
ideas maliciosas y expresiones soeces e inadecuadas. Como creyentes en Cristo
el nuevo hombre, la renovada naturaleza humana, ansía servir a los propósitos
perfectos, bondadosos y sabios de Dios. La ley de Dios es tan dulce como la
miel al paladar, es luz que alumbra nuestros senderos y consejo cuando todo se
escapa a nuestro control. Nos deleitamos en ella porque en ella está la vida,
la prosperidad y la verdad. Sin embargo, nuestro cuerpo parece siempre estar
dispuesto a desmentir este placer en la enseñanza bíblica. El hedonismo recurre
a cualquier artimaña que consiga descabalgarnos de una trayectoria de rectitud
y obediencia a Dios. Nuestra mente agoniza con cada intento por rechazar el mal
y todo aquello que es aborrecible por Dios, y nuestras pasiones carnales
demasiado frecuentemente nos arrastran sin misericordia ni contemplaciones
hacia la prisión del pecado y la muerte. Nos sentimos más cautivados por los
mentirosos y pasajeros atractivos del placer carnal que por las veraces y
justas promesas de Dios que son placer para el alma.
C. LA
AGONÍA EN LA BATALLA INTERIOR
“¡Miserable
de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por
Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de
Dios, mas con la carne a la ley del pecado.” (vv. 24-25)
El
alarido enronquecido de Pablo al constatar en su propia experiencia particular
que el pecado sigue dándole disgustos, es la prueba más real de que esta
situación no es la más deseable. Al igual que el apóstol, también nosotros nos
lamentamos de haber cometido errores en contra de los propósitos de santidad
que Dios anhela de nosotros. Somos unos miserables porque nada podemos hacer
por nosotros mismos. Somos unos miserables porque de nada sirven métodos,
mecanismos y estrategias mentales para erradicar los malos pensamientos, las
obras carnales y las palabras ociosas. Somos unos miserables porque ante el
gigante de nuestra tendencia pecaminosa solo somos pigmeos débiles y frágiles.
La pregunta que eleva Pablo es precisamente la misma pregunta que todos nos
hacemos. ¿De qué manera puedo ser dueño de mis actos, ideas y verbalizaciones?
¿Cómo puedo vivir sin tener que sufrir remordimientos, culpas y
arrepentimientos? ¿Existe alguien que pueda librarme de seguir padeciendo este
lamentable y patético estado espiritual?
La
respuesta, como no podía ser de otro modo, es Cristo. Jesucristo puede librar
la batalla interior que nos acongoja logrando el triunfo final: “Hijitos, vosotros sois de Dios, y los
habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el
mundo.” (1 Juan 4:4). Para ello es preciso agradecer a Dios que nos haya
provisto de tamaña ayuda en la tentación y la prueba. Solo apelando al auxilio
poderoso de Cristo, nuestro Señor, es que podemos tener la seguridad de que
venceremos en la batalla que se libra en nuestro interior: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio del
Señor Jesucristo.” (1 Corintios 15:57). Si dejamos que Cristo sea nuestro
Señor, si permitimos que él sea el que tome las riendas de cada parcela de
nuestras vidas, venceremos al pecado y la muerte. Cristo nos liberta, desmenuza
las cadenas que nos someten a los caprichos del pecado y nos restaura en
nuestra comunión con Dios.
D.
TRIUNFANTES EN EL ESPÍRITU SANTO
“Ahora,
pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no
andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la
muerte.” (8:1-2)
El
triunfo que logramos con la fuerza y potencia de Cristo nos permite vivir la
vida cristiana con tranquilidad y sosiego. Tranquilidad al saber que si
seguimos sometidos a la soberanía de Cristo sobre todo nuestro ser, no seremos
condenados: “De cierto, de cierto os
digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no
vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.” (Juan 5:2). Satanás,
el acusador número uno de todo ser humano, de nada podrá culparnos, puesto que
en Cristo todas nuestras deudas han sido pagadas, y cada tropiezo en la vida
será contrarrestado con su perdón y gracia en confesión y arrepentimiento.
Sosiego por cuanto hemos sido justificados por la fe mediante el sacrificio en
la cruz de Cristo. La segunda muerte ya no será nuestro destino eterno, sino
que estaremos perpetuamente gozando de la gloria celestial que Cristo ha
conquistado al derrotar el pecado y la muerte. Viviendo en el Espíritu haremos
honor al rescate compasivo que Cristo realizó a favor nuestro. Triunfar en el
Espíritu es hacer que cada día sea ganado por Cristo y para Cristo, dejando que
sea él el que dirija cada paso nuestro a abundar en obras de justicia, en
asemejar más nuestra mente a su mente y en proclamar el evangelio a todos los
que siguen encadenados a sus pecados: “Mas
a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por
medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento.” (2
Corintios 2:14).
CONCLUSIÓN
A pesar de
que cada día tenemos una batalla que librar en nuestro interior, si dejamos que
sea Cristo el que las pelee, el triunfo será una realidad. De victoria en
victoria seremos capaces de salir indemnes de una dura y disputada lid,
sabiendo que “todo lo podemos en Cristo
que nos fortalece.” (Filipenses 4:13).
Comentarios
Publicar un comentario