UNA IDENTIDAD QUE DEBES ACEPTAR





SERIE DE ESTUDIOS SOBRE ROMANOS “RENACIDOS: EXPERIMENTANDO LA NUEVA VIDA EN CRISTO”

TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 6:8-18

INTRODUCCIÓN

      Existen muchas frustraciones entre muchas personas que se consideran cristianas cuando se trata de valorar la repercusión que la muerte de Cristo tiene en sus vidas. El hecho de que Cristo, a través de su muerte y resurrección, los haya rescatado de las garras del pecado, sigue siendo para ellos un motivo de preguntas, reflexiones y quebraderos de cabeza. Algunas de estas cavilaciones tienen que ver con nuestra nueva identidad en Cristo. Ciertos creyentes siguen asimilando que Dios los contempla como receptáculos de su santidad aunque su relación con el pecado sigue siendo la misma que antes de decidir seguir al Señor. Sí, entienden lo que es ser justificados y santificados, pero sus existencias no han dado ningún vuelco o cambio significativo. Siguen cometiendo los mismos errores y continúan sometidos a los mismos vicios y prácticas que Dios condena en su Palabra. Son santos porque así lo leen en las Escrituras, pero ¿por qué no ven que esa santidad se plasme en su diario caminar?

   Otros viven vidas cristianas mediocres porque han dejado que Satanás les haga creer que siguen estando bajo su dominio. Nuestro enemigo más acérrimo no quiere ni por asomo que incorporemos espiritualmente la verdad divina de que ya hemos sido librados de la tiranía infame del pecado. Algunos cristianos no pueden disfrutar de una vida victoriosa en Cristo porque tras nacer de nuevo no han podido constatar experiencial y observablemente ese cambio. Se frustran queriendo aspirar a momentos extáticos o a instantes sobrenaturalmente verificables. Si estos no llegan, llegan a creer que en realidad la salvación de Dios es únicamente algo que puede llegar a experimentarse en el más allá, tras la muerte y en la presencia de Dios. Al ver cómo las tentaciones los acosan y que éstas les hacen sucumbir de nuevo al pecado, intuyen de algún modo que la muerte al pecado solo es una declaración teológica o doctrinal teórica sin un fondo que se corresponda con la realidad. 

    Ante estas perspectivas terribles y fluctuantes de algunos cristianos, es preciso aceptar, no como un compendio hipotético o abstracto de afirmaciones metafísicas, sino como una materialización vital que todo creyente puede alcanzar con la ayuda de Dios y de su Palabra, la idea de que vivimos para Dios muriendo al pecado.

A. UNA IDENTIDAD CONQUISTADA POR LA MUERTE DE CRISTO

“Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos por él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive.” (vv. 8-10)

     Morir con Cristo supone dar la espalda al pecado de manera definitiva. Morir con Cristo significa a su vez vivir por él. Y no trasladamos esta vida por Cristo al horizonte más o menos lejano de nuestra muerte o de su regreso en gloria. Vivir por Cristo tiene que ver, más allá de la visión escatológica legítima, con existir y caminar por este mundo siendo consistentes con la santidad de Dios, ejemplificada a través del modelo de Jesús. La muerte de Cristo rompe el dominio que la muerte y el pecado tenía sobre cada uno de nosotros. Por su resurrección y vuelta a la vida, las puertas ignotas y terribles de la muerte se han convertido en la entrada a la presencia y gloria de Dios. Para el verdadero creyente, ni la muerte es algo que temer ni el pecado algo que nos maneje como a marionetas, haciendo de nosotros lo que quiere. Del mismo modo que la muerte ya no tiene poder sobre Cristo, tampoco lo tiene sobre aquellos que por fe hemos sido justificados por Dios.

     Cristo murió al pecado para recordarnos que él puso sobre sus espaldas toda la pena que nos correspondía en justicia por ser enemigos de Dios. No murió al pecado porque hubiese pecado alguna vez, cosa que no sucedió por cuanto era inocente e intachable, sino que murió por causa de nuestros pecados y rebeldías a fin de redimirnos. Murió al pecado para que supiésemos con absoluta certeza que el poder del pecado había sido vencido en la cruz y que quebrantó para siempre su autoridad sobre aquellos que eligieron pertenecer a Dios. Murió al pecado una vez por todas para evitar tener que seguir repitiendo una y otra vez un sacrificio animal que solo momentáneamente podía expiar el pecado del pueblo. Hebreos reseña esta realidad en varios de sus pasajes: “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez y para siempre, ofreciéndose a sí mismo.” (Hebreos 7:26-27).

B. UNA IDENTIDAD DE VIDA PARA DIOS

“Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.” (vv. 11-14)

      Nuestra identidad de vida es algo que vivir en el presente con proyección de futuro. Nuestra nueva vida en Cristo debe experimentarse dentro de la esfera de aquello que Dios nos encomienda, y ha de plasmarse en la entrega total y absoluta de mente, corazón y voluntad a las demandas del Señor. En esta nueva identidad de vida que queremos poner a disposición de Dios, nuestra mente debe saber que ya no somos quienes éramos. Somos nuevas criaturas en un proceso de transformación a imagen y semejanza de Cristo. Nuestra mente ha de asumir que nuestro deseo ya no es nuestro, sino que éste debe buscar por encima de todas las cosas ser santos como Dios es santo. Nuestra razón ha de interiorizar que ya no estamos bajo la bota tiránica del pecado y que, por tanto, debe dirigir sus pensamientos a aquello que es justo: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad.” (Filipenses 4:8).
 
    También nuestro corazón debe involucrarse en convertir nuestra identidad en algo real. Para ello hemos de considerar que la vida de Cristo ha destruido cualquier lazo de dominio que el pecado tuviese en nosotros. Existen muchas formas prácticas de verificar esta idea y realidad. Una de ellas es confiando en que Dios nos va a fortalecer y acompañar cuando la tentación se abata sobre nosotros: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar.” (1 Corintios 10:13). Otra de ellas es sabiendo que aunque tropecemos pecando nada ni nadie nos apartará del amor y de la gracia de Dios: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.” (Juan 10:27-29). También nos brinda confianza cuando tengamos que afrontar la muerte: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente.” (Juan 11:2-26). Además, por añadidura, Dios va a emplear todo aquello que nos pasa para su gloria y para nuestro beneficio: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (Romanos 8:28).

    Nuestra voluntad está inextricablemente unida a una satisfactoria vida en Cristo. Debemos querer voluntariamente presentarnos como instrumentos útiles que promuevan la justicia en nosotros y en la sociedad en la que vivimos. El pecado ya no tiene derecho a reinar en nosotros a menos que de manera voluntaria se lo permitamos, cosa que aborrece profundamente el Señor. El pecado ahora, mientras estamos viviendo en Cristo, solo puede tocar nuestro cuerpo mortal. A través de él es que puede debilitar nuestra fe o minar nuestra confianza en Dios, pero nunca nos podrá dominar por completo. Por un tiempo tendremos que lidiar con un lucha tenaz y fiera contra las tentaciones carnales, tal y como reseña el propio Pablo en Romanos 7:24-25 hablando de su cuerpo como “cuerpo de muerte”, pero todo terminará por fin cuando estemos en la presencia de Dios: “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.” (Filipenses 3:20-21). Nuestra actitud ante las asechanzas del pecado y del tentador debe ser la que el apóstol Pablo consigna en Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.”

C. UNA IDENTIDAD DE LIBERTAD DEL PECADO

“¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera. ¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.” (vv. 15-18)

      Pablo presenta una pregunta que tal vez rondara por la mente, el corazón y la voluntad de sus lectores de Roma. Si ahora la ley había sido sustituida por algo mayor como era la gracia de Dios en Cristo, ¿qué impedimento existía para no seguir pecando? ¿Acaso la gracia de Dios excluía la justicia de Dios manifestada en la ley? Pablo responde a esta pregunta retórica con un no rotundo. La gracia de Dios excluye por completo la idea de que la libertad en Cristo se convirtiese en libertinaje puro y duro. Para Pablo es absurdo pensar que la gracia y el amor de Dios era una justificación para continuar viviendo pecaminosamente. Esta gracia barata que algunos pretendían emplear para evitar renunciar a sus apetitos sensuales, a sus desenfrenados deseos y a sus deleznables prácticas, no era la gracia costosa o cara conquistada por Cristo en la cruz a través del derramamiento de su sangre preciosa.  Este planteamiento que algunos habían hecho suyo implicaba estar en el plato y en las tajadas. Nadar entre dos aguas, ser tibios en sus conductas, amando a dos señores al mismo tiempo, era lo que mejor les venía a esta clase de individuos.

    Pablo quiere dejar claro por medio de la ilustración reconocible de la esclavitud que no se pueden aunar dos obediencias o conciliar dos tendencias diametralmente opuestas. No se podía pecar desobedeciendo a Dios y obedecerle en santidad a la vez. Del mismo modo que alguien no puede estar muerto y vivo al mismo tiempo, así tampoco el cristiano podía concebir su vida tras conocer a Cristo. Pablo da gracias a Dios por el hecho de que los lectores u oyentes de sus palabras escritas en forma de carta, habían aprendido bien la lección. Reconociendo su estado lamentable de pecado anterior, ahora experimentaban la nueva vida en Cristo obedeciendo fielmente la enseñanza que les había llevado a convertirse al evangelio. Ellos no estimaron vivir según la nueva identidad que la gracia de Dios les había conferido como algo optativo o recomendable, sino que del mismo modo que el apóstol Juan reseña en una de sus epístolas, se ciñeron sin fisuras a las demandas de Dios: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.” (1 Juan 3:9-10).

    He escuchado en demasiadas ocasiones a personas que dicen creer en Dios o en Cristo, pero “a su manera”. Son personas que prefieren inventarse su propio camino para llegar a Dios, bien a través de su buen comportamiento, de donaciones o voluntariado, o por medio de expresiones místicas y pseudosupersticiosas. Lo cierto es que solo hay un solo camino y este es Cristo. Solo hay una manera de ser siervos de justicia: confiando en Cristo y obedeciéndole. Solo hay un modo de vivir libres del pecado: depositando nuestra fe en la verdad de Dios revelada en su Palabra, en su doctrina, en su enseñanza. Algunos apuestan por separar a Cristo de la doctrina, porque confunden frialdad espiritual con teoría teológica, pero caen en el tremendo error de menospreciar el espíritu de gracia y salvación que brota de las páginas de la Biblia para buscar un Cristo a su medida y según sus propias y limitadas expectativas.

CONCLUSIÓN

    Existe una identidad que debes aceptar por tu bien: eres un ser viviente en Cristo y una criatura muerta al pecado. Si eres capaz de atesorar las implicaciones que de la Palabra de Dios se extraen de esta identidad que Dios te entrega, no verás frustración, miedo o desesperanza en el desarrollo de tu vida cristiana. La muerte y resurrección de Cristo te aúpan a lo más alto, a experimentar plenamente una trayectoria vital de justicia, santidad y libertad.

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