MEMORIAS DEL REY QUE VIENE
SERMÓN DE
DOMINGO DE RAMOS
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 21:1-11
Muchas
son las personas que a veces se acercan a mí para que les cuente algunas de las
historias y experiencias más fantásticas y extraordinarias acerca de Jesús el
Cristo. Saben que estuve desde el comienzo a su lado y que pude contemplar con
mis ojos todo aquello que hizo y que dijo mientras caminó junto a nosotros por
los polvorientos senderos de Palestina. Uno de los relatos que más me piden que
narre es el de la que ya se conoce como “entrada triunfal en Jerusalén.” Los
años van pasando y la edad comienza a envejecer los recuerdos, así que
quisiera, con vuestro beneplácito, poder contaros toda la historia desde la
humilde y sencilla perspectiva de vuestro consiervo en Cristo Jesús, Señor
nuestro:
Por fin
el día había llegado. El día en el que definitivamente todos nuestros sueños y
expectativas iban a cumplirse en la persona de nuestro maestro Jesús. Durante
meses y años anduvimos de acá para allá, a lo largo y ancho de Palestina, para
preparar este momento tan increíble que estaba por acontecer. Solo aquellos que
lo acompañamos desde el principio, desde que nos llamó para dejar nuestras
redes en el mar y para abandonar nuestras ocupaciones cotidianas, sabíamos que
entrar en la ciudad de Jerusalén iba a marcar un antes y un después en nuestras
vidas. Atrás quedaban nuestros tiempos de fatigas y desvelos para contemplar la
revolución mesiánica que ya había sido anunciada por los profetas. Aunque de
boca de nuestro maestro Jesús habíamos escuchado en varias ocasiones que su
final en Jerusalén iba a ser trágico y mortal, ninguno de nosotros como sus
discípulos más allegados lo entendimos como algo real, sino como una manera más
de avisarnos de que tal vez la revolución que traíamos con nosotros iba a
cobrarse alguna clase de precio en forma de sangre.
Contentos
y alegres por poder vislumbrar una pizca de nuestro destino glorioso en
compañía de nuestro maestro, no supimos ver en su rostro la tristeza y el
dolor. Nosotros solo pensábamos, e incluso discutíamos ásperamente, sobre qué
lugar de eminencia nos correspondería en el nuevo orden que Jesús instauraría.
Ese Reino de los cielos que iba a derrocar las estructuras militares del
ejército romano y que iba a sustituir a la religiosidad hipócrita de los
fariseos y saduceos nos invitaba a soñar y a ilusionarnos. En nuestro periplo
por las tierras palestinas habíamos visto tanta hambre y sed de justicia, tanta
necesidad material y espiritual, tanta carestía de referentes auténticos y de
un liderazgo poderoso, que cuando observábamos a Jesús sanando ciegos de
nacimiento, leprosos o paralíticos, resucitando muertos y expulsando entes
demoníacos, nada ni nadie nos podía arrebatar la idea de un futuro glorioso y
magnífico para todos, y especialmente para nosotros, sus doce apóstoles.
Cercanos
a las puertas de Jerusalén, Jesús decidió entrar por ellas empleando el
efectismo simbólico del que él hacía siempre gala en sus intervenciones. Me
tomó a mí y a uno de mis compañeros y nos confió una pequeña misión. Debíamos
acercarnos a una de las aldeas aledañas a Betfagé, el monte de los Olivos, y
traerle una asna y su pollino que estarían atados. Ya no nos preguntábamos como
antes de qué modo él sabía que íbamos a encontrarnos con estos animales en un
lugar concreto. Habíamos sido testigos de la clarividencia y perspicacia
especial de nuestro maestro en tantas oportunidades. Y si no que se lo
preguntasen a Natanael, al que vio debajo de una higuera y al que leyó su alma
como si fuese un rollo abierto. Sin hacer comentarios, asentimos y nos dirigimos
a la aldea en busca de la asna y de su pollino. Al llegar a la aldea
encontramos justamente aquello que nos mandó traer Jesús. Por supuesto, el
hecho de que dos completos desconocidos para los vecinos de este lugar
desataran dos animales que pertenecían a alguno de sus conciudadanos era
bastante sospechoso. Sin embargo, cuando algún curioso intentó impedirnos
hacerlo, nosotros nos limitamos a responderles con las mismas palabras que
Jesús nos había dado si esto sucedía: “El
Señor los necesita; y luego los enviará.” Supongo que al escuchar que estos
animales iban a ser dedicados a una labor divina y que solo se trataba de un
préstamo momentáneo, los temerosos vecinos nos dejaron marchar en previsión de
no entorpecer la voluntad de Dios.
Dejando
atrás la aldea nos encaminamos al lugar en el que se encontraba el resto de la
expedición que seguía a nuestro maestro. La hora de la verdad ya había llegado
y con cuidado y esmero vestimos a los animales con nuestros mantos, a modo de
multicolor y principesca silla. Jesús montó a horcajadas sobre el pollino y la
asna se colocó a su lado para que éste no se desmandase a causa de la gran
multitud que esperábamos iba a presentarse a la entrada de Jerusalén. Desde
hacía varios días, hombres, mujeres y niños se añadieron a nuestro camino hacia
la ciudad santa, y a unos cientos de varas de distancia ya el gentío preparaba
una alfombra colorida compuesta de ramas de árboles, de palmas y de incontables
mantos tendidos por la muchedumbre. Apenas podíamos pasar por en medio del
enjambre de personas que avisadas de la llegada de Jesús no querían perderse la
oportunidad de verle, tocarle, alabarle y escucharle. Nos hallábamos como en
una nube, flotando satisfechos y orgullosos al descubrir que Jerusalén nos
acogía con gozo, fiesta y reconocimiento. Jesús, no obstante, no parecía
disfrutar tanto como nosotros de este recibimiento tan caluroso y majestuoso.
Su mirada estaba puesta en el Templo y sus pensamientos hacían que la gravedad
de su gesto lo emocionase profundamente. Solo después de varios días nos
daríamos cuenta de la realidad de su misión y mensaje, pero ese día ninguna
sombra de duda o temor podría ensombrecer nuestro contento y júbilo.
Los
cantos de adoración y alabanza se sucedían unos a otros. La música de las voces
enfervorizadas nos rodeaba por todas partes. El clamor de toda una ciudad se
alzaba poderoso para exaltar a Jesús como el hijo de David, el deseado Mesías
que al fin había comparecido para librarlos de la carga romana y para establecer
un nuevo gobierno teocrático en la ciudad santa. “¡Hosanna al hijo de David!” cantaban unos. “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, entonaban otros. “¡Hosanna en las alturas!”, era el
grito clamoroso que todos a una sola voz acertaban a elevar al cielo. Todo era
un cúmulo de disfrute, de esperanza y de regocijo. Todo era a causa de las
señales, enseñanzas y profecías de la antigüedad, las cuales ahora podían
personificar en nuestro maestro: Jesús.
En el preciso instante en el que Jesús franqueó la puerta de Jerusalén
un terremoto pareció hacer temblar todo a nuestro alrededor: era la alegría y
la felicidad más pura y desesperada de todo un pueblo sediento de justicia, paz
y salvación conmoviendo hasta los cimientos de la ciudad santa. Algunos
extranjeros curiosos que se unían a la procesión tras el pollino y la asna en
el que Jesús iba, no cesaban de preguntar a diestro y siniestro la razón de
tanta algarabía. La respuesta no se hacía esperar: “Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea.” Nosotros sabíamos que él
era más que un profeta enviado por Dios: era el Hijo del Dios viviente. Aun
así, ¡qué equivocados estábamos al pensar en Jesús como un caudillo triunfante
y vencedor que iba a transformar nuestro mundo político, social y religioso por
la fuerza de su poder irresistible!
Hoy,
después de muchos años tras este acontecimiento inolvidable, todavía soy capaz,
junto con algunos de mis compañeros de fatigas en el evangelio de Cristo que
todavía viven, de ver más allá de lo que el momento triunfal de la entrada a
Jerusalén supuso en primera instancia. Resulta curioso rememorar ciertos
episodios de nuestras vidas para valorar en su justa medida el significado de
las cosas. Cuando solo vemos instantes y no somos capaces de ver todo el
panorama en su conjunto, solemos errar en nuestras apreciaciones y
valoraciones. Con la perspectiva que da el tiempo ya vivido, ahora puedo
comprender perfectamente lo que de verdad supuso que Jesús entrara como lo hizo
en Jerusalén. Y a pesar de que muchas de aquellas personas que en esa jornada
lo aclamaron estrepitosamente y lo elevaron a los altares de la gloria
terrenal, más tarde lo iban a negar y despreciar en su camino al Gólgota, lo
cierto es que nosotros, su círculo más íntimo de seguidores, también pecamos de
ambición, codicia y falta de fe. Sí, cuando Jesús resucitó y nos volvimos a
encontrar en varias ocasiones ante de ascender a los cielos, nos perdonó toda
nuestra ignorancia y nuestra falta de entendimiento. Por eso, cuando me
preguntan que cómo fue la entrada de Jesús en Jerusalén, sigo diciendo que fue
increíble, inolvidable y gozosa; pero que también fue la entrada de un rey
manso y humilde que no venía a emplear la fuerza o la coerción para lograr su
señorío sobre todas las naciones.
Su entrada
a Jerusalén fue la entrada de un libertador. No un libertador de la esclavitud
a la que nos veíamos sometidos por parte de las autoridades romanas, ni un
libertador de las ataduras legalistas de los dirigentes religiosos; sino un
libertador del alma y del espíritu que vino a arrancarnos de las garras del
pecado y de la muerte para siempre. Sus armas no fueron ni la espada ni la
lanza. Sus armas fueron la humildad, el ejemplo de vida, la verdad en sus
palabras y la compasión entrañable de su corazón. Su estandarte no fue un león
rugiente y feroz que gritase consignas y arengas a sus tropas, sino un cordero
mudo y manso que fue al matadero sin abrir su boca, cuyas últimas lecciones
fueron las del perdón y la misericordia. Su destino no era derramar la sangre
de sus enemigos, sino todo lo contrario, era derramar su propia sangre a favor
de sus adversarios, todos aquellos que por causa del pecado nos enemistamos con
Dios. Aunque pareció triunfar en las puertas de Jerusalén, la verdad es que el
momento en el que consiguió la victoria fue la cruz del dolor y la injusticia.
Despreciado, arrestado, castigado y azotado, no se sirvió de su poder ilimitado
para derrotar a sus captores y verdugos mandando miles de huestes celestiales
al ataque, sino que prefirió demostrar, por amor a todos los mortales, que la
violencia y la muerte no eran el camino que llevaría a la vida y a la
eternidad.
Después
de tantos años, aún sigo estremeciéndome al contar este relato que tan vívido y
fresco sigue en mi memoria. Y no cesaré de compartirlo con quien quiera
escucharlo, porque en ese día no solo Jesús entró triunfal en Jerusalén; entró
triunfal también en nuestras vidas para que pudiésemos decir y vivir con
alegría lo que el profeta dijo tiempo atrás: “He aquí, tu Rey viene a ti.”
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