CUANDO TODO PARECÍA PERDIDO… LA VIDA





DOMINGO DE RESURRECCIÓN

TEXTO: JUAN 20:1-18

       ¿Qué hacer cuando todo está perdido? ¿Qué ronda por nuestra mente cuando contemplamos aquello que un día fue maravilloso y ahora desaparece dramáticamente ante nuestros mustios ojos? ¿De qué modo afrontamos mil esperanzas cimentadas en un sueño increíble cuando éste se volatiliza en el aire como si nunca hubiese existido? ¿Qué queda en el corazón tras la tormenta que ha arrasado con lo que suponíamos era un buque invencible? Sin duda, de alguna u otra manera, todos hemos pasado por instantes en los que todo aquello en lo que pusimos nuestra confianza y fe se ha desmoronado estrepitosamente, por circunstancias que nos han robado el corazón y que nos han hecho arriesgarnos, y que poco tiempo después nos han dejado el alma quebrantada y nuestras expectativas hechas pedazos. Se trata de una sensación horrible, de un mal sabor de boca que no desaparece así como así, que perdura en el océano de nuestras memorias endureciendo nuestra conciencia para el futuro.

       Este era el estado del corazón de una mujer que había sido testigo de primera mano de esperanzas, sueños y gloria. En sus propias carnes llevaba la señal inequívoca de la sanidad. Había sido liberada del poder satánico por la mano divina de su maestro querido. Antes de conocerle su vida era un auténtico infierno. No era dueña de sus actos y cada atisbo de paz en su miserable existencia se veía opacada por la marginación y el miedo. Después de todo lo que había sucedido en unos trepidantes últimos días, aún conservaba vivo en su mente el instante en el que Jesús había transformado un amasijo de piel y huesos en una mujer sana, libre y agradecida.

       María Magdalena, pues así se llamaba, se había levantado muy de mañana. Aún el cielo estaba teñido de la oscuridad más cerrada que presagia el alba más brillante, y ya preparaba los ungüentos mortuorios con los que habría de untar el cuerpo inerte de Jesús, ya enterrado en un sepulcro de las afueras. No puede evitar que las lágrimas caigan mientras se adecenta al pensar que la muerte le había arrebatado lo que más quería: las enseñanzas, la presencia, el amor y la compasión de su amado maestro de Nazaret. Tras cerrar la puerta y encender una lámpara, se encamina a realizar la triste y amarga tarea de embalsamar y ungir a Jesús, aquel que había repartido tanta vida en abundancia, pero que ahora yacía inerme envuelto en un sudario definitivo de muerte.

      Al llegar al sepulcro donde había sido enterrado Jesús, sus ojos se desorbitaron. El tarro en el que llevaba el ungüento se resbaló de sus manos cuando se las puso en sus mudos labios. La gran piedra que tapaba la entrada había sido removida. Si su corazón ya albergaba angustia y dolor por la muerte tan injusta de Jesús, ahora se destrozaba completamente al contemplar la boca abierta del sepulcro. Alguien lo había cambiado de lugar, o lo habían robado, o incluso, los enemigos en vida de Jesús habían tratado de evitar que nadie fuese a adorarlo como si de un mártir se tratase. Era algo terrible y debía avisar a los discípulos de Jesús. Corrió y corrió con todas sus fuerzas, y casi perdiendo el aliento, entre lágrimas y sudor, golpeó la puerta del aposento en el que los medrosos discípulos de Jesús se hallaban lamiéndose las heridas. Tras un momento que pareció eterno, la puerta se abrió para mostrar el dantesco aspecto de unos hombres no hace mucho llenos de energías y de valentía, pero que ahora eran espectros derrotados y cansados, con sus espíritus hechos añicos. La desesperación en la voz de María Magdalena los despertó del letargo de sus quejas y de sus lamentos.

      -¡Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!- gritaba sin parar. Pedro y Juan, al escuchar esto, no se quedan parados reflexionando sobre el asunto en cuestión. Sus pies vuelan y sus corazones se aceleran en busca de respuestas ante esto que ha sucedido. Pedro, impetuoso y directo, aún tiene en su memoria la herida de una traición, y Juan, fogoso y entusiasta, desea creer que todo lo que Jesús dijo acerca de su resurrección es cierto. Con la lengua fuera y las piernas temblorosas, ven exactamente lo que María había visto. Juan, más joven y vigoroso, llega primero a la entrada del sepulcro. Tiene tanto miedo de lo que pudiera ver, que solo se asoma al interior. Ya las primeras luces del alba le permiten atisbar las vendas de lino con que vistieron el cuerpo de Jesús en el suelo. No se trataba de un robo o del secuestro de un cadáver. Se hubiesen llevado al cuerpo envuelto. No tenía sentido que alguien desease arrancar de los miembros de Jesús el sudario.

      Todavía permanecía atónito ante lo que podía suponer este hallazgo, cuando Pedro, resoplando como un búfalo, entra sin contemplaciones en la cámara mortuoria. Su mirada se fija en lo mismo que Juan había observado, e incluso reconoce el paño que alguna mujer piadosa había colocado con mimo alrededor de la cabeza de Jesús para absorber la sangre que la corona de espinas había derramado. Era curioso, pero le pareció que no estaba tirado de manera displicente en el suelo junto a los lienzos. Estaba cuidadosa y primorosamente doblado y puesto aparte. Después de un breve titubeo, Juan entra definitivamente dentro del sepulcro, y todo cuanto ve produce en su alma una sensación increíble de paz y de gozo. Hasta ese instante nada de lo que Jesús les había referido acerca del cumplimiento de las Escrituras en lo tocante al Mesías, había sido entendido. Por fin se da cuenta de que todo aquello que el mismo Jesús había profetizado se había cumplido de forma maravillosa y asombrosa. Y cree. Cree con total seguridad que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios enviado al mundo para redimirlo y salvarlo. Ya no tienen más derecho de seguir contemplando el milagro más formidable y glorioso que jamás hubiesen imaginado. Ahora deben correr junto a sus compañeros para comunicarles las mejores noticias que nadie ha podido dar a los mortales.

      ¿Y María Magdalena? ¿Dónde estaba? Sus pisadas se apresuraban raudas al encuentro de Pedro y Juan en el sepulcro. De hecho, se cruza con ellos. Y ve en sus rostros algo diferente. No hay aflicción ni amargura en ellos. Los saluda rápidamente y vuelve a reanudar su caminata hasta la entrada de la tumba de Jesús. No es capaz de entrar, y el llanto se desborda en sus ojos. Le habían robado la vida, la esperanza y la fe, y ahora ni siquiera podía tributar honor y respeto al finado Jesús. Necesitaba reunir fuerzas de su flaqueza, y en ese empeño, se asoma a la boca del sepulcro. Lo que vio la deja epatada. Dos seres celestiales ceñidos de túnicas blancas y resplandecientes se hallan sentados justo en el lugar en el que Jesús había sido depositado. Uno se encontraba a la cabeza y el otro a los pies. Ante el asombro de María, los ángeles, con ternura y solicitud le preguntan: -Mujer, ¿por qué lloras? Sin entender totalmente lo esperpéntico y delirante de la situación, María se arma de valor para contestarles: -Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.

      Por el rabillo del ojo, María ve moverse a alguien tras ella. Aparta su mirada de los ángeles del interior del sepulcro, y se da cuenta de que hay un hombre que la está mirando con curiosidad. El hombre, viendo el raudal de lágrimas que seguía manando de los ojos de María, le pregunta por la razón de tanta tristeza: -Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién estás buscando? Por fin alguien que podría decirle lo que había sucedido con el cuerpo sin vida de su maestro. Seguramente era el jardinero que se encargaba de cuidar de este lugar tan lleno de dolor y vidas segadas. – Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo misma iré a recogerlo- contestó María con un leve suspiro de esperanza. Haría lo que fuese necesario hacer y más por volver a ver el rostro de aquel que había cambiado su lamento en baile.

      Lo que nunca habría esperado sucedió. Aquello que nunca había soñado tras estas noches de aflicción y ojos enrojecidos por la pérdida, pasó. El supuesto jardinero, con la voz trémula pero inconfundiblemente llena de cariño y afecto, la llama por su nombre: -¡María! En un segundo, la piel de María se eriza y su cuerpo se detiene. Los latidos de un corazón, hasta hace unos minutos lleno de la negrura de la desesperación, galopan en su pecho. Su respuesta brota de un alma feliz, inmensamente feliz. Podría reconocer esa voz en cualquier parte. Era la misma voz que dijo su nombre cuando echó de su cuerpo a un ejército de demonios. –¿Rabboni! ¡Maestro!- fue lo único que acertó a decir mientras una sonrisa enorme comenzaba a dibujarse en su rostro. Se echó en brazos de Jesús sin pensarlo. Solo anhelaba abrazarlo muy fuerte y esperaba que nunca más se marchara, que nunca más se alejase de su vida. Jesús la miraba encandilado, como alguien que ha regalado a alguien el mejor don posible. Ese momento nadie podía arrebatárselo a María. Jesús estaba vivo. ¡Estaba vivo! ¡Había resucitado de entre los muertos!

      Jesús, tras dejar que María diese rienda suelta a su emoción y a su júbilo, la toma de los hombros y le dice: -No me retengas, porque todavía no he ido a mi Padre. Anda, ve y diles a mis hermanos que voy a mi Padre, que es también vuestro Padre, a mi Dios, que es también vuestro Dios. Los deseos de su maestro vivo son órdenes para ella. Le cuesta despegarse del sueño que es estar en la presencia de Jesús después de todo lo que ha acontecido. Sin embargo, con su alma llena de fe, de alegría y de obediencia, sabe que otros también merecen conocer que lo que nadie esperaba se había hecho realidad. Con renovadas energías salta y corre por el camino hacia el aposento de los discípulos de Jesús para darles las buenas nuevas de que Jesús, el Hijo de Dios, ha resucitado de la muerte.

CONCLUSIÓN

     María Magdalena, Pedro y Juan fueron testigos de excepción del primer momento tras la resurrección de Jesús. Hoy, gracias a la revelación dada por Dios a través del Espíritu Santo y de aquellos que vivieron en primera persona este acontecimiento, podemos seguir gozándonos y alegrándonos en este hecho irrepetible y tan lleno de significados.

      Seguramente hayas pasado por circunstancias y situaciones difíciles en las que los castillos de naipes que construimos son derribados de un soplido. Tal vez puedas compartir con nosotros instantes en los que la esperanza parecía que se marchaba para no volver. Incluso es posible que hayas vivido experiencias de decepción y de desilusión que aún te martirizan y que todavía te duelen.

      Pero lo cierto es que cuando contemplamos con los ojos llenos de fe a Cristo, cirujano de nuestras almas, que extirpa el tumor cancerígeno de la maldad y del pecado, y recordamos que no solo murió para empuñar el bisturí del perdón, sino que resucitó al tercer día de entre los muertos, sabemos que la vida reside en él, y que la vida abundante que mana de su corazón amoroso hoy es solo un anticipo de lo que será cuando lo veamos cara a cara. Su resurrección es el sello de que nosotros un día, más allá de nuestras tribulaciones y decepciones, seremos resucitados a un cuerpo glorificado y eterno para adorar perpetuamente a nuestro Señor que vive por los siglos de los siglos. Amén.

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