SUBIENDO MIENTRAS BAJAMOS
SERIE DE
SERMONES “PARADOJAS CRISTIANAS”
TEXTO
BÍBLICO: MARCOS 9:33-35
INTRODUCCIÓN
Las
disputas por el poder siempre han formado parte incontestable de la historia.
Desde los albores de la humanidad el poder ha sido uno de los más deseados
objetivos. Ya en el Edén, Satanás susurraba sibilante a Eva que si comía del
fruto prohibido ésta sería como Dios, con el poder de conocer el bien y el mal (Génesis 3:4). Imperios, naciones y
reinados buscaron siempre alcanzar el poder material y terrenal a toda costa,
sin escatimar en guerras, muertes y violencia. Unos se elevaron a la gloria
durante un tiempo hasta que vinieron otras gentes a derrotarlos para
despojarlos de ese poder. El poder transforma todavía hoy a las personas en
seres capaces de vender su alma al diablo, tal y como decía Goethe, con tal de
disponer de cuotas cada vez mayores de autoridad y dominio sobre sus
semejantes. El poder corrompe de tal manera al hombre y a la mujer que éstos
pueden llegar a cometer delitos y crímenes horrendos para conseguir su pequeña
parcela de gloria o riquezas. Vivimos inmersos en peleas por conseguir domeñar
al enemigo, al contrincante, a aquel que no piensa como él.
Seguimos,
como bien sabéis, en este empeño estéril de lograr el poder a costa de los
derechos, ideologías y principios morales de los demás. La política es
precisamente ese caldo de cultivo ideal en el que se crean los mimbres del
futuro del poder. No importa tener que descalificar a unos o a otros, no
importa tener que descubrir que la ambición personal impide el diálogo
fructífero, no importa aliarse con el mismísimo demonio con tal de erigirse
como ostentadores del poder en todos sus aspectos. Una de las tentaciones con
las que Satanás pretendió coger en falta a Jesús fue concretamente la de
ofrecerle el poderío y la gloria de todos los imperios del mundo. Si Satanás
echó el resto con el Hijo de Dios empleando esta argucia, ¿cómo no va el ser
humano a sucumbir ante las migajas de poder que el adversario diabólico le
presenta? Todos quieren estar por encima de sus congéneres. Todos ambicionan y
anhelan tener más y ser más para humillar al vecino. Pitaco de Mitilene,
filósofo griego, acertó sobre el efecto que el poder tiene sobre el ser humano
al decir lo siguiente: “Si queréis
conocer a un hombre, revestidle de un gran poder.”
Sin
embargo, a pesar de que este es el camino que muchos eligen para satisfacer sus
ansias de gloria, éxito y fama, para los cristianos existe otra senda muy
diferente. Esta senda, abierta por Jesús en su evangelio del Reino, es una
senda en la que se valora más la humildad y el servicio a los demás que el
orgullo fanfarrón y la soberbia que pisotea al contrincante. Este sendero es
poco transitado por las personas, ya que comprometerse a vivir como Cristo
vivió, con sencillez de corazón, con una humildad a prueba de tentaciones y
ambiciones, y con una disposición a servir al prójimo a toda costa, es harto
difícil considerando nuestra natural inclinación a someter y humillar a los
demás. En las leyes espirituales que regulan formar parte de la iglesia de
Cristo y que nos permiten estar dispuestos a ser hombres y mujeres del Reino de
los cielos, nuestra dirección es subir mientras bajamos. Esta paradójica
realidad espiritual es la que nos diferencia del resto de un mundo obsesionado
por el poder en todas sus facetas: desear servir para alcanzar la gloria celestial.
Tras un
largo periplo por las aldeas de Galilea, Jesús y sus discípulos logran hacer un
alto en el camino descansando en Capernaúm. El viaje se hacía a pie, y el mejor
modo de hacer que el tiempo pasase rápido era charlando, dialogando y comentando
todas aquellas experiencias que habían sembrado esa jornada. Imaginemos por un
instante a trece hombres cansados que habían estado dispensando la milagrosa
gracia de Dios a enfermos, endemoniados, moribundos y necesitados de toda
índole. Con los pasos cada vez más lentos, sus voces sonaban alegres y risueñas
contándose mutuamente cómo su maestro Jesús había hecho tal o cual maravilla en
la vida de una persona. No podían creer la suerte que tenían al poder ser
testigos del poder de Dios desatado en la tierra a través de Jesús. Esta amena
y agradable conversación llega a su final cuando uno de ellos comienza a
bisbisear a espaldas de Jesús que cuando el Reino de los cielos sea establecido
completamente en la tierra, él será sin duda uno de los elegidos para ocupar un
trono desde el que gobernar el mundo.
Sus
palabras soñadoras son repentina y abruptamente interrumpidas por un comentario
irónico sobre sus credenciales y méritos para ser la mano derecha de Jesús en
el reino venidero. Como un alud, uno tras uno, los discípulos comienzan a
gesticular ostensiblemente, levantando la voz lo suficiente como para que Jesús
no les escuche, pero para que sus compañeros puedan comprobar que un
inconfundible tono de amenaza y recriminación es patente. Ninguno de ellos da
su brazo a torcer. Todos desean lo mismo. Juan, Bartolomé, Tomás Dídimo, Pedro,
Andrés, Judas Tadeo, Santiago… todos enuncian motivos por los que deben
ostentar el poder cuando el Reino de Dios sea un hecho en la tierra. Pedro
apela a su confesión de fe, Juan a su especial amistad con Jesús, Andrés a
haber presentado a algunos a su maestro… El caso es que de una amistosa charla
acerca de los prodigios que Dios ha derramado sobre los menesterosos, se pasa a
una disputa amarga y cruda sobre quién es el mejor, el que más vale, el que
merece ser considerado por Jesús como el mayor entre ellos. Entre ellos se
había instalado la mentalidad propia del mundo en el que vivían: unos sirven y
otros mandan. Alguien tendría que detentar la posición más autoritaria sobre
los demás discípulos.
Al parecer
Jesús no se daba por aludido en esta algazara. No daba señales de estar
escuchando sus interminables justificaciones personales sobre el poder. Camina
a paso firme hasta llegar a su casa en Capernaúm sin decir una sola palabra
acerca del espectáculo lamentable que sus discípulos escenificaban a sus
espaldas. Posiblemente tenía mejores cosas en las que pensar como en su último
trayecto a Jerusalén donde iba a ser entregado a las autoridades para ser
ajusticiado. Lo cierto es que su silencio solo presagiaba que estaba cansado y
un poco abatido ante lo que estaba por suceder en el porvenir. Por fin llegan a
casa. Al darse la vuelta para contar si todos los discípulos estaban allí,
observa sus rostros. No son precisamente las caras de la alegría o del asombro
por las portentosas obras de Dios en medio de su pueblo. No encuentra en ellas
ni un asomo de gratitud, de satisfacción o de gozo. Solo ve rostros duros, ojos
echando chispas y miembros crispados. Algunos apartan su mirada de sus
compañeros de viaje y ministerio. Algo estaba sucediendo que impedía conseguir
un ambiente relajado y sereno en el aposento en el que se hallaban.
Sabiendo
que habían estado discutiendo vehementemente los unos con los otros mientras
llegaban a su destino, y teniendo conciencia del tema que había provocado unos
ánimos tan encendidos, les hace una pregunta general y así comprobar hasta qué
punto el enojo, la ira, e incluso el odio, habían tejido su telaraña mortal en
torno a las relaciones fraternales de sus apóstoles: “¿Qué disputabais entre vosotros en el camino?” (v. 33). Jesús no
era tonto o se hallaba al margen de las maniobras de sus seguidores más
inmediatos. Su intención al formular esta pregunta es averiguar si el cariz de
este enfrentamiento entre discípulos había llegado al punto de enconarse en
demasía. La reacción de sus discípulos no se hace esperar. La respuesta a la
pregunta es simple: silencio sepulcral. “Mas
ellos callaron; porque en el camino habían disputado entre sí, quién había de
ser el mayor.” (v. 34). Jesús los ha pillado en falta y nadie sabe qué
contestar, sobre todo porque sabían en su fuero interno que el asunto que les había
llevado a pelearse como colegiales iba a ser reprendido por el maestro. Ahora,
en frío, ante la solicitud de explicaciones de Jesús, todos se daban cuenta de
su estupidez y de su insensatez.
Ante la
callada por respuesta, Jesús se sienta e invita a todos sus seguidores a hacer
lo mismo: “Entonces él se sentó y llamó
a los doce.” (v. 35). Cuando Jesús se sienta es que algo importante quiere
comunicar a sus oyentes. Todos hacen caso de la llamada de Jesús y dejando a un
lado sus dimes y diretes, prestan oídos a lo que tiene que decirles: “Y les dijo: Si alguno quiere ser el
primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos.” (v. 35).
¿Alguien quiere ser el primero, el number one, el más de lo más, el jefe?
¿Alguien quiere estar en la cúspide del poder? ¡Claro que todos sus discípulos
querrían ser los primeros! ¿Y quién no? Poder controlar y manejar a su antojo a
los demás es el sueño de todo mortal. ¿Auparse por encima del prójimo para
conseguir sus sueños, deseos y anhelos? ¡Por supuesto que sí! Jesús parece que
va a dar la receta ideal, eficaz y definitiva para ser el mejor. Redoble de
tambores. ¿Será tener buenas cualidades y talentos? ¿Será tener una labia que
convenza a todo el mundo? ¿Será ser admirado por sus riquezas o sabiduría? ¿Será
tener un estatus social alto? El redoble de tambores cesa. Si alguno quiere ser
el primero, será el postrero de todos. ¡¿Cómo?! ¿De qué está hablando Jesús?
¿Qué para ser el mayor es preciso ser el último de la fila? ¡Es ilógico a todas
luces! ¡No puede ser! Jesús se está equivocando. Para ser el mejor hay que ser
insensible, el que demuestre mayor fuerza al enfrentarse a sus contrincantes,
el que haga acopio de la mayor abundancia de riquezas posible, el que
sobresalga por su conocimiento y ciencia. ¿Cómo va a ser el primero el último?
Jesús no sabía de matemáticas, por lo visto. ¿Qué clase de lógica espiritual es
esta?
Los
valores del Reino son diametralmente opuestos a los valores terrenales. Lo que
en el mundo se considera válido o deseable, no siempre se corresponde con los
designios de Dios, con aquello que es verdaderamente valioso. El discípulo que
manifieste con su autonegación personal, que se deje dirigir y gobernar por
Cristo, y que demuestre con su servicio su desprecio por el orgullo y el
egoísmo, ese es el que será considerado apto para gobernar el mundo cuando el
Reino de los cielos sea consumado. Seguramente, en el preciso instante en el
que Jesús les recriminaba su incorrecta visión de lo que significaba ser el
mayor entre ellos, quedarían todos boquiabiertos. Tanta discusión para nada.
Los estándares del Reino habían pinchado el globo de las aspiraciones de los
discípulos. Si querían ser los mayores debían ser más humildes y estar
dispuestos a ayudar, socorrer y servir sin fisuras a sus compañeros. Jesús
trastocó completamente su definición de poderoso y grande, para transformarla
en el concepto cristiano de humilde y pequeño.
¿Creéis
que los discípulos asimilaron perfectamente esta enseñanza y ya dejaron de
discutir sobre el asunto del poder? Si leemos Lucas 22:24-27, volveremos a
encontrarlos de nuevo enconados en sus razonamientos sobre la grandeza y el
poder: “Hubo también entre ellos una
disputa sobre quién de ellos sería el mayor. Pero él (Jesús) les dijo: Los
reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen
autoridad son llamados bienhechores; mas no así a vosotros, sino sea el mayor
entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve. Porque,
¿cuál es el mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se
sienta a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve.” (Lucas
22:24-27). Ni siquiera siendo conscientes de que iba a ser la última noche
que pasarían con Jesús antes de ser prendido por la soldadesca, cejaron en su
empeño de reclamar su posición de poder. Volvieron a discutir por el mismo
tema, solo que esta vez Jesús no les iba a enseñar solo con palabras. Él mismo
iba a ceñirse la toalla y preparar una palangana con agua para lavar los pies
de sus discípulos sin excepción. Una imagen valdría más que mil palabras. Jesús
se humilla como un esclavo de la más baja escala para limpiar los sucios y
polvorientos pies de aquellos apóstoles que no querían rebajarse a hacer lo
mismo por sus compañeros. Jesús baja para demostrarles que así es como se sube:
sirviendo humildemente con amor y sin disputas.
Por
desgracia, este tipo de disputas todavía suceden en el seno de la iglesia de
Cristo. Algunos supuestos cristianos parece que aún no han entendido este
llamamiento de Jesús a servirnos mutuamente en amor y sin aspiraciones
elitistas a ser los mayores dentro de la esfera del cristianismo. Siguen
cometiendo los mismos errores que la iglesia en Corinto: “Porque he sido informado acerca de vosotros, hermanos míos, por los de
Cloé, que hay entre vosotros contiendas. Quiero decir, que cada uno de vosotros
dice: Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo. ¿Acaso
está dividido Cristo?” (1 Corintios 1:11-12). Presuntos pastores que no
conformes con serlo quieren que se les considere apóstoles, u obispos, o
superhipermegalevitas, por desgracia, plagan el escenario evangélico actual.
Tal vez los pasajes en los que Jesús deja clara cuál ha de ser nuestra
prioridad en cuanto al servicio, han desaparecido de sus biblias. Espero que no
sea este nuestro caso y que seamos capaces de imitar a Cristo en sus acciones y
palabras para vivir según las instrucciones de Pablo: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad,
estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno
lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, este
sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no
estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí
mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la
condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz.” (Filipenses 2:3-8).
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