UNA JUSTICIA QUE NO PODEMOS LOGRAR POR NOSOTROS MISMOS





SERIE DE ESTUDIOS SOBRE ROMANOS “RENACIDOS: EXPERIMENTANDO LA NUEVA VIDA EN CRISTO”

TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 3:21-28

INTRODUCCIÓN

      Una definición oficial de lo que es la justicia se halla en nuestros diccionarios: “Principio moral que inclina a obrar y juzgar respetando la verdad y dando a cada uno lo que le corresponde.” Este concepto de justicia ideal que en su aplicación concreta podría cambiar el mundo a través de convicciones absolutas, el respeto por los demás, la preeminencia de la verdad y el amor fraternal solidario, está muy lejos de ser una realidad. Vivimos, por desgracia, en un mundo en el cual la injusticia está tan enraizada en el ADN social, y por ende, de cada ser humano, que cuando la justicia parece haber asomado un poco su cabeza, hasta llegamos a sorprendernos. Convivimos día tras día en una sociedad en la que la mentira y el engaño es tal que la justicia es ahogada desde su primer segundo de vida. Por lo general escuchamos a mucha gente pidiendo, rogando y reclamando justicia, pero solamente cuando algo nuestro está en juego. Cuando se trata de someternos a la justicia de Dios, entonces ya es otro cantar. Pleiteamos y nos enconamos en disputas judiciales terrenales, pero si nos atenemos a lo que debemos nosotros, a los delitos cotidianos que cometemos y a las continuas faltas a la ley divina, ya no deseamos con tanta vehemencia la justicia de Dios.

     No obstante, si existe alguien que está dispuesto a someterse al escrutinio y examen de Dios, si existe alguna persona que reconoce que es un manojo andante de injusticias, y si hay un espíritu de contrición y de enmienda personal que anhela caminar por la senda de la justicia de Dios, el Señor ha provisto en Cristo la solución. Dado que somos indignos de recibir la salvación por nuestros propios medios, y dado que nuestros pecados nos hacen inútiles para alcanzar la suprema justicia de vida, Dios nos ofrece una justicia que nosotros por nosotros mismos no podríamos alcanzar.

“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios.” (v. 21 a)

     La ley era para el judío todo el compendio de la voluntad de Dios para su pueblo. En ella se expresó todo el consejo divino para todo ser humano que deseara obedecer y servir a Dios. Sobre su base teológica y práctica todo creyente en Dios debía construir su vida para poder ser visto con agrado por Dios y así lograr de Él la entrada en el paraíso celestial. Sin embargo, el apóstol Pablo, hablando de la errónea concepción que se tenía por parte de los judíos de que las obras eran las que les aupaba a ser salvos, incluye la idea de la justicia de Dios manifestada en Cristo. La ley era importante, pero dado que el incumplimiento de uno solo de sus estatutos incapacitaba al ser humano para recibir de Dios el galardón de la salvación, no era suficiente. Pablo quiere quitar de la mentalidad de los primeros cristianos en Roma el concepto equivocado y retorcido que los judaizantes ya estaban esparciendo en las comunidades de fe de otros lugares. Para los judaizantes, entregar la vida a Cristo por fe no era suficiente. El nuevo creyente, y sobre todo el gentil, debían asumir tener que acatar todas las especificaciones rituales y litúrgicas judías como la circuncisión, la alimentación o las festividades solemnes. El apóstol de los gentiles no se cansa de reseñar en sus escritos una apologética contra las enseñanzas judaizantes: “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado.” (Gálatas 2:16); “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud. He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo… Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo,  ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor.” (Gálatas 5:1-2, 6).

     La justicia de Dios es diametralmente opuesta al exceso empleo de la letra de la ley para diagnosticar la salvación de alguien. El legalismo es expuesto de este modo como un camino extraño a la esencia del evangelio y de Cristo. Creer que uno puede confiar en sus esfuerzos personales para alcanzar el nivel de moralidad de Dios es una auténtica absurdez. Nadie, por mucho que lo intente, podrá mostrar una justicia aceptable por la personificación de la justicia que es Dios, y si no, la parábola del publicano y el fariseo está ahí para sacarnos de dudas (Lucas 18:9-14). 

“Testificada por la ley y los profetas.” (v. 21b)

      La justicia de Dios se perfecciona y revela en Cristo. La ley de Moisés y los oráculos proféticos confluyen y se dirigen a una única persona: el Hijo de Dios, el Mesías anunciado. Es precisamente en el modelo de vida de Jesús que podemos comprender, valorar y medir la amplitud, la grandeza y la sencillez de la verdad y la justicia. Sin favoritismos, sin maquinaciones de parcialidad y sin visos de partidismo, Jesús sirvió al propósito de la verdad divina en amor y misericordia repletos de justicia. 

“La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo.” (v. 22 a)

    Esta justicia de Dios revelada en Cristo no puede ser asumida, deseada o lograda sino a través de la fe en la persona, obra y mérito de Jesucristo. Tal y como Romanos 4:5, 13 señala: “Pero al que no trabaja, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia… La promesa de que sería heredero del mundo, fue dada a Abraham o a su descendencia no por la Ley sino por la justicia de la fe.” La justicia que recibimos de Dios a través de Cristo es un regalo que recibimos gratuitamente sin haberla merecido, y que asumimos creyendo sin fisuras en que Cristo nos rescató de la muerte para vivir según su ejemplo y bajo su señorío. La fe que salva y justifica no es meramente una aserción de determinadas doctrinas acerca de Cristo, sino que es emplear el libre albedrío personal para comprometerse a ser su discípulo tras arrepentirse de sus vanos intentos por alcanzar el beneplácito de Dios por medio de las obras.

“Para todos los que creen en él, porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.” (vv. 22b-23)

      La justicia de Dios está disponible para toda la humanidad. Ser justificados dependerá de la decisión particular de cada ser humano de vivir para Dios o morir en delitos y pecados. La universalidad de la justicia divina es el único remedio para evitar que la condenación eterna engulla el alma de la raza humana. Nadie podrá lograr la justicia de Dios porque nadie es impecable e intachable, “por cuanto por las obras de la Ley nadie será justificado.” (Gálatas 2:16). Nadie puede disfrutar de la gloria y la herencia incorruptible de los cielos si primeramente no se deposita la fe en Cristo y se reconoce sinceramente nuestra indignidad e ineptitud para vivir vidas rectas y completamente justas por nuestros propios medios y estrategias. 

“Siendo justificados gratuitamente por su gracia.” (v. 24 a)

    El término “justificación” encierra y engloba la idea de declarar pública y oficialmente la justicia de algo o de alguien. En el caso que nos ocupa acerca de nuestra salvación, ser justificados significa que todas las acusaciones, las condenas que mereceríamos en justicia por causa de nuestra tendencia pecaminosa, y las demandas de la ley han sido asumidas por Cristo para que de este modo increíble y maravilloso adquiramos un estado de justicia delante de Dios en el juicio final. Todos nuestros delitos y transgresiones han sido imputados a Cristo, nuestro abogado y rescatador. Esta justificación solamente será una realidad en nuestra vida en tanto en cuanto comprendamos que es un regalo, un don gratuito que se nos ha entregado sin merecerlo.

“Mediante la redención que es en Cristo Jesús.” (v. 24b)

     La justificación por gracia nos brinda la oportunidad de ser redimidos. La palabra “redención” en el original griego posee la acepción de pagar un precio por la liberación de un esclavo. El esclavo de los tiempos de Pablo era apenas un objeto. No era considerado más que un bien más, equiparable a cualquier animal, y que debía absoluta obediencia a su amo y señor. Su opinión no contaba para nada, su existencia miserable se supeditaba a los deseos de un dueño que podía disponer de su vida a su antojo, y podía ser vendido y comprado como un producto de consumo. Para un esclavo en esa situación penosa, el que alguien se apiadase de su estado, pagando al dueño lo correspondiente para dejarlo marchar libre, era como ver el cielo en la tierra. Pasar de la oscuridad de un futuro muy negro a tener la posibilidad de prosperar en la vida sin someterse al arbitrio veleidoso de otra persona, era una experiencia inenarrable. Del mismo modo, Cristo pagó con su propia vida el valor de cada una de las nuestras, para así desligarnos y libertarnos de las ataduras que nos esclavizaban al pecado y Satanás. El precio de su redención fue el de una muerte injusta para conquistar la justicia de nuestras almas. Cristo unifica salvación, redención y liberación en su sacrificio en la cruz.

“A quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre.” (v. 25 a)

     Otro término interesante y relevante para comprender el significado de la obra justificadora en el creyente es “propiciación”. El concepto que aporta es el de un sacrificio expiatorio visible por todos los pecadores, el cual propicia el perdón de nuestras deudas y pecados contra Dios. El matiz de que este sacrificio es un acto apaciguador y satisfactorio por el que nos congraciamos con Dios, da mayor fuerza y sentido a la crucifixión de Cristo. Cristo, con su sacrificio voluntario, con su derramamiento de sangre inocente, cumple con las demandas de Dios y deroga cualquier acta condenatoria con la que se nos pudiese acusar: “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz.” (Colosenses 2:13-14). Cristo, “se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo.” (1 Timoteo 2:6). 

      Ni todo el oro del mundo dado en ofrenda a Dios podría habernos servido para lograr la salvación y justicia de Dios: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación.” (1 Pedro 1:18-19). Este sacrificio propiciatorio fue realizado por Cristo sin que deba perpetuarse continuamente a través de actos de transubstanciación en la eucaristía o cena del Señor: “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre… Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.” (Hebreos 10:10, 14).

“Para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.” (vv. 25b-26)

      La justicia de Dios se expresa en el perdón definitivo y completo de todos nuestros pecados. En la coalición de justicia y amor es que somos justificados, liberados y salvados. La paciencia graciosa de Dios habilita la posibilidad de que ninguno de los pecados pasados de nuestra vida anterior zancadilleen nuestra profesión de fe actual y nuestra nueva manera de vivir. El Señor aún sigue manteniendo en alto el estandarte de su misericordia y paciencia, esperando que muchos todavía puedan saborear la victoria de su salvación y justicia: “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.” (2 Pedro 3:9); “Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad, y no los destruía; y apartó muchas veces su ira, y no despertó todo su enojo. Se acordó de que eran carne, soplo que va y no vuelve.” (Salmos 78:38-39).
 
 “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe. Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley.” (vv. 27-28)

      La cruz de Cristo como imagen visible de la justicia de Dios y como garantía de nuestra justificación por gracia mediante la fe, manifiesta abierta y claramente que la voluntad de Dios es la de rescatarnos de las zarpas mugrientas del pecado y de Satanás. Pretender conseguir la salvación por nuestros propios medios, no solo es una insensatez, sino que es un intento fútil e inane de auto-justificarse. No podemos enorgullecernos ni presumir de algo que no hemos logrado: “sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia.” (1 Corintios 1:27-29). La verdad más contundente para aquellas personas que se auto-ensalcen como perfectas o intachables es que “por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.” (Efesios 2:8-9).
 
    La fe salvadora no está garantizada ni por exhibir una moralidad externa como la del joven rico, ni por albergar un conocimiento intelectual y teológico impresionante de Dios, ni por un activismo religioso (Mateo 7:21-23), ni por una experiencia de decisión por Cristo en el pasado producto del entusiasmo o el emocionalismo. La fe que salva y justifica es aquella que produce en nosotros un deseo ferviente por vivir para Dios y por inquirir continuamente en su Palabra. Es aquella que se arrepiente de sus pecados y como consecuencia de ello aborrece hacer el mal, entristeciéndose profundamente con cada tropiezo que pudiera tener en su día a día: “Ahora me gozo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte.” (2 Corintios 7:9). Es aquella fe que es auténticamente humilde, que busca siempre glorificar a Dios, que ora sin cesar, que posee un amor no egoísta por el prójimo y por Dios: “El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo.” (1 Juan 2:10). Es una fe que cuida su estilo de vida habitual separándose de las sendas de un mundo perverso como en el que nos hallamos: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.” (1 Juan 2:15). Es una fe que se encuentra en progresivo crecimiento espiritual, anhelando ser maduros a la imagen y semejanza de Cristo en palabra, pensamiento y obra: “El que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo.” (1 Juan 2:5-6).

CONCLUSIÓN

    El único modo de comparecer seguros de nuestra salvación y convencidos de la vida eterna venidera ante la presencia de Dios cuando vuelva para juzgar a la humanidad, es aceptando de buen grado el regalo valioso y precioso de la justificación por la fe en Cristo. De esta forma, cuando el acusador por excelencia, esto es, Satanás, quiera culparnos ante el Señor de fechorías y pecados del pasado, Cristo, nuestro abogado, podrá mostrar sus heridas ante su Padre, y con esta garantía, seremos exculpados y declarados inocentes. No infravaloremos el coste de nuestra salvación ni menospreciemos la cruz de Cristo, y vivamos vidas justas y fieles que demuestren que hemos sido justificados para siempre.

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