UN PROBLEMA QUE NO PODEMOS RESOLVER POR NOSOTROS MISMOS
SERIE DE
ESTUDIOS EN ROMANOS “RENACIDOS: EXPERIMENTANDO UNA NUEVA VIDA EN CRISTO”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 1:16-17; 2:5-11; 3:9-12
INTRODUCCIÓN
Los
problemas han formado, forman y seguirán formando parte de nuestras vidas.
Existen problemas que podemos solucionar fácilmente, otros nos van a costar
sudor, sangre y lágrimas, y otros se alzarán como irresolubles. Aquellos
trances que podemos manejar de algún modo, nos traen a la mente que poseemos
una capacidad especial y particular de solucionarlos, a diferencia de los demás
seres de la creación. Sin embargo, muchos asuntos que pueden presentarse en la
vida nos superan. Nos superan determinadas enfermedades incurables, la muerte,
las catástrofes naturales o las decisiones fatales que otros toman a pesar
nuestro. Pero el problema más grave y más urgente que tenemos como seres
humanos, que es el de vernos salvados del pecado y de la muerte eterna, es un
problema que no podemos resolver por mucho que lo intentemos. Esta
circunstancia vital no podemos resolverla por nosotros mismos. No podemos
escapar de la condenación eterna si alguien no asume la posibilidad de resolver
eficaz y completamente esta adversidad tan definitiva.
Para poder
saber quién puede sacarnos del atolladero del vacío existencial, de la culpa y
de la necesidad de trascendencia, es preciso, en primer lugar, conocernos a
nosotros mismos y reconocernos como personas incapaces de hacer el bien de
manera natural. En segundo lugar, habremos de incidir en la idea de que en la
culminación de la historia, en el regreso del Señor Jesucristo, se celebrará un
juicio en el que todos habrán de comparecer sin excusas ni justificaciones. Y
por último, agradeceremos descubrir quién puede hacerse cargo de este gran
problema que nos sobrepasa.
A. EL
PROBLEMA ESTÁ EN NOSOTROS MISMOS (ROMANOS 3:9-12)
Por norma
general, en nuestra sociedad y educación ideológica se suele enseñar y
respaldar la idea de que el ser humano es bueno por naturaleza. Este humanismo,
cada vez más exacerbado y acentuado, intenta explicar por medio de la
psicología, la consejería o la antropología, que el ser humano es
inherentemente bueno, por lo que por él mismo puede conseguirse absolutamente
todo lo que se proponga. Los delitos o malas obras suelen adscribirse a la
influencia negativa de distintas relaciones habidas en el entorno familiar, en
el de la amistad o en el socio-político. De ahí que escuchemos a veces que el delincuente
no es malvado, sino que las circunstancias de su vida lo han forzado a cometer
un crimen. Sin embargo, a pesar de estas débiles justificaciones que puedan
darse, el ser humano sigue sintiéndose culpable. Y se siente culpable porque
verdaderamente lo es. En su interior sabe que por muchas terapias de
psicoanálisis que reciba, la culpa volverá a flotar de nuevo en su conciencia y
en sus actos. La culpa no es sino una evidencia clarísima y patente de la
auténtica naturaleza humana: una naturaleza pecaminosa que se aferra
peligrosamente a la maldad y a la depravación.
Pablo, al
querer dejar bien sentada esta idea de que el problema está en nosotros mismos
al desarrollar una inclinación total al pecado, no quiere dejar lugar a dudas
sobre la universalidad de esta condición:
“¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? ¡De ninguna manera!, pues hemos
demostrado que todos, tanto judíos como gentiles, están bajo el pecado.” (v.
9). Después de destapar la naturaleza y acciones de los paganos inmorales,
de los paganos morales y de los judíos inmorales, el apóstol pone sobre la mesa
la pregunta: “¿Tenemos nosotros una
naturaleza distinta a la de ellos?” Con contundencia y rotundidad, Pablo
niega que por ser creyentes estemos exentos de pecar o de cometer atrocidades.
Todo ser humano está sujeto, quiera o no quiera reconocerlo, y encadenado a la
tiránica bota del pecado. Sin excepción. Como consigna el apóstol Juan: “Sabemos que somos de Dios, y el mundo
entero está bajo el maligno.” (1 Juan 5:19).
Sabiendo
esto, que nadie escapa de poseer una naturaleza y esencia pecaminosa, podemos
leer el acta de acusación que Dios tiene contra nosotros en el libro de los
Salmos, si seguimos empecinándonos en seguir la corriente depravada de este
sistema social malvado: “Como está
escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a
Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo
bueno, no hay ni siquiera uno.” (vv. 10-12). Aquí se desenmascara la
verdadera naturaleza del ser humano sin Dios:
-
Posee una naturaleza malvada e
inclinada a hacer el mal en todo tiempo y lugar empleando las herramientas que
considera para satisfacer sus propios deseos: “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.”
(Romanos 3:23)
-
Posee una naturaleza
espiritualmente ignorante. El hombre sin Dios escapa continuamente del
evangelio de Cristo porque éste amenaza su estilo de vida depravado y no
considera que las buenas nuevas de salvación sean una verdadera bendición
eterna. Es más, para él son locura: “Pero
el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque
para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir
espiritualmente.” (1 Corintios 2:14). Su mente está cegada por su
obstinación en vivir para sus placeres y deleites: “Teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por
la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón.” (Efesios 4:18).
-
Posee una naturaleza rebelde.
Sabiendo dónde puede hallarse a Dios, prefieren rechazar de plano esta
posibilidad: “Pues todos buscan sus
propios intereses y no los de Cristo Jesús.” (Filipenses 2:21).
-
Posee una naturaleza errada y que
distorsiona su camino, despreciando la senda de la voluntad de Dios, para
transitar por la amplia avenida que lleva a la perdición: “Todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su
camino.” (Isaías 3:6); “El de caminos pervertidos lo menosprecia.” (Proverbios
14:2). Piensa en su equivocación que sus caminos son los correctos: “Hay camino que al hombre le parece
derecho, pero es camino que lleva a la muerte.” (Proverbios 14:12).
-
Posee una naturaleza indigna e
inútil. Es como esa leche cortada y agria que no puede emplearse para alimentarse
o para producir mantequilla. Es como esa estúpida sonrisa del idiota. Es como
una rama muerta que no puede dar buen fruto: “El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se
secará; y los recogen, los echan al fuego y arden.” (Juan 15:6); “Profesan
conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes,
reprobados en cuanto a toda buena obra.” (Tito 1:16).
-
Poseen una naturaleza corrupta que
encadena una nueva maldad a otra sin tregua ni descanso.
B. JUICIO Y SENTENCIA (ROMANOS 2:5-11)
Ante tamaña lista de acusaciones, ¿cómo
podría el ser humano resolver satisfactoriamente su situación? ¿De qué forma
podría resolver el problema interior que une a toda la raza humana sin
excepción posible? ¿Cómo poder decir algo en nuestro favor en el instante del
inexorable juicio de Dios sobre vivos y muertos?
“Pero por tu dureza y por tu
corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de
la revelación del justo juicio de Dios.” (v. 6)
La dureza del corazón es un mal
espiritual endémico que puede compararse a la arterioesclerosis. La palabra
griega original para “dureza” es
sklérotés, y por tanto, cuando hablamos de arterioesclerosis, nos referimos
al endurecimiento de los vasos sanguíneos que suele provocar problemas
coronarios y cardíacos gravísimos. Cuando esta esclerosis se enquista en el
alma por causa de la irresponsabilidad y de la insensibilidad para con las
cosas de Dios, la muerte espiritual eterna nos aguarda. Cuando abusamos de su
gracia, ignoramos su compasión y misericordia y desdeñamos su profundo e
inmenso amor, nos vemos abocados a sufrir por siempre el castigo severo y
terrible del infierno. Aunque algunos como el filósofo alemán Heine digan que
al final Dios perdonará a todas sus criaturas, puesto que ese es su negocio, lo
cierto es que habrá un juicio sumario ante el cual será imposible sustraerse: “Vi un trono blanco y al que estaba sentado
en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo y ningún lugar se halló
ya para ellos. Y vi los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios. Los
libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la
vida. Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los
libros, según sus obras… El que no se halló inscrito en el libro de la vida,
fue lanzado al lago de fuego.” (Apocalipsis 20:11-12, 15).
“El cual pagará a cada uno
conforme a sus obras.” (v. 6).
Todos los seres humanos que hayan
existido habrán de comparecer ante Dios para dar cuenta de sus acciones u
omisiones: “¡Yo, el Señor, que escudriño
la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el
fruto de sus obras!” (Jeremías 17:10). Será en la segunda venida de Cristo
cuando este juicio dará inicio: “Porque
el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces
pagará a cada uno conforme a sus obras.” (Mateo 16:27). Dios no juzgará a
nadie desde la base de su profesión o herencia religiosa, sino que lo hará
desde la base de los frutos de la vida de las personas. El baremo sobre el que
se dictará la sentencia final en este juicio será la fe en Cristo y sus
subsiguientes obras de justicia.
“Vida
eterna a los que, perseverando en hacer el bien, buscan gloria, honra e
inmortalidad… En cambio, gloria, honra y paz a todo el que hace lo bueno, al
judío en primer lugar y también al griego.” (vv. 7, 10)
Las obras de los redimidos se traducen en
buscar siempre la gloria a Dios en todo cuanto emprenden: “Si, pues, coméis o bebéis o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la
gloria de Dios.” (1 Corintios 10:31). Además, ellos verán la gloria de
Dios: “Cuando Cristo, vuestra vida, se
manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria.”
(Colosenses 3:4). También buscarán el honor que solo Dios concede a quienes
son constantes en su servicio y bondad: “Bien,
buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en
el gozo de tu Señor.” (Mateo 25:21). Serán inmortales: “Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que
esto mortal se vista de inmortalidad.” (1 Corintios 15:53). Disfrutarán de
la vida eterna en presencia de Dios mientras vivan en el plano terrenal y verán
satisfechas sus almas al ver cara a cara a su Señor Jesucristo: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y
nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero, y estamos en el
verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna.”
(1 Juan 5:20).
“Pero ira y enojo a los que
son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia.
Tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, sobre el judío
en primer lugar, y también sobre el griego.” (vv. 8, 9).
Las obras de aquellos que se parapetan en
su egoísmo y que renuncian completamente a creer en la Palabra de Dios para su
salvación y redención, son obras propias de mercenarios contenciosos, de
ególatras que solamente ambicionan servirse a sí mismos y complacer sus deseos
más desenfrenados. Son incapaces de acatar aquello que es cierto y verdadero,
aquello que procede de Dios, y prefieren servir a la injusticia, demostrando
con sus viles hechos una rebeldía insoslayable por el Señor. Sobre ellos se
derramará la ira de Dios, puesto que la paciencia y la tolerancia que Dios
tiene para con los incrédulos habrá encontrado su final. El enojo divino será
como el aliento ardiente que el perseguidor echa sobre el cogote del
perseguido. La tribulación será la suma intensa e inimaginable de toda la
aflicción, la angustia y el acoso que una sentencia condenatoria puede traer al
que escoge vivir sin Dios.
“Porque para Dios no hay
acepción de personas.” (v. 11)
En este juicio final nadie podrá excusarse
en favoritismos o partidismos. Dios, como Juez eterno, sabio e imparcial, no
mirará aquellas etiquetas o distintivos que nosotros, como humanos
prejuiciosos, utilizamos para juzgar a las personas. No tendrá más compasión
por los judíos que por los protestantes, o por los de una raza u otra, o por su
prestigio social en la tierra. El Señor es absolutamente equitativo en sus
juicios y nadie podrá sobornarle para poder escapar de su destino eterno. Su
sentencia será inapelable y todas aquellas oportunidades que se presentaron
durante la trayectoria terrenal de todo ser humano se acabarán tras el golpe de
mazo que dictará la pena de muerte eterna para el malvado o que justificará en
Cristo a aquellos que hayan creído por fe en la salvación que Dios les ofreció.
C. DIOS PUEDE RESOLVER NUESTRO GRAN PROBLEMA: ROMANOS 1:16, 17
“No me avergüenzo del
evangelio.” (v. 16)
El evangelio, mensaje central de
salvación que toda iglesia y todo creyente en Dios que se precie de serlo, es
la expresión escrita, oral y experiencial de nuestra fe. Aunque el evangelio
hoy siga siendo tropezadero para los judíos y locura para los gentiles, para un
discípulo de Cristo como era Pablo, éste resultaba un motivo de gozo, de aliento
y de orgullo. Sabemos por propia experiencia que el evangelio no es
precisamente plato de buen gusto, especialmente del ser humano natural, ya que
con su discurso poco atractivo, su alcance intimidante y su verdad repulsiva
para el incrédulo, la verdadera esencia pecaminosa del corazón de la raza
humana sale a relucir de manera clara y reveladora. El evangelio expone la
maldad, el pecado, la depravación y la perdición de toda la humanidad. El
cristiano puede verse arredrado en su ministerio de proclamar las buenas nuevas
de salvación por las críticas aceradas, el ridículo social, la tradición
establecida o el rechazo más hiriente. También puede verse tentado a edulcorar
el mensaje de Cristo, hablando únicamente de las bondades de Dios como Salvador
perdonador sin llamar a la enmienda personal, al arrepentimiento y a la
conciencia del pecado que habita en nosotros. Sin embargo, como Pablo, gracias
a Dios existen siervos de Dios que al pregonar la verdad del evangelio no se
preocupan de su bienestar particular, de su popularidad o de su reputación.
Tres son los componentes del evangelio que
reunidos se convierten en un acicate formidable para el creyente que sea
consecuente con su fe: el poder, la salvación, la fe y la justicia. La Palabra
de Dios es poder: “Porque es poder de
Dios” (v. 16). El evangelio nos muestra que Alguien todopoderoso es capaz
de solucionar nuestra situación lamentable de pecado. El ser humano, consciente
de su incapacidad para cambiar su propia naturaleza, debe apelar a este poder
excelso e ilimitado de Dios para resolver su estado depravado: “Porque lo que era imposible para la ley,
por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de
carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne.” (Romanos
8:3). Dios tiene el poder vital y eterno de hacernos renacer a través del
evangelio de Cristo: “Siendo renacidos,
no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que
vive y permanece para siempre.” (1 Pedro 1:23).
El evangelio también es salvación: “Es poder de Dios para salvación” (v. 16).
Nuestra salvación consiste en ser transformados en nuevas criaturas que antes
vivían según los dictados de la carne para vivir eternamente por medio de
Cristo, nuestro redentor y libertador. Ser salvos es ser liberados de las
cadenas que nos ataban a la esclavitud del pecado, es ser rescatados de la pena
de muerte perpetua que nos aguardaba si seguíamos caminando a nuestro antojo
sin contar con Dios en absoluto. Somos salvos de perecer, del poder déspota del
pecado, de la ira de Dios, de la ignorancia espiritual, de la perversa
auto-indulgencia y de la oscuridad tenebrosa de la religiosidad hipócrita. En
definitiva, somos salvados de nosotros mismos.
El evangelio es fe: “Es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío
primeramente, y también al griego.” (v. 16). El evangelio solo puede ser
real en la vida de la persona que reconoce su insensatez cotidiana, su
ineptitud para salvarse por sí mismo de sus pecados y deudas contraídas con
Dios y confía en la gracia que impregna la obra de Cristo para alcanzar la
salvación: “Porque por gracia sois
salvos por medio de la fe, y esto no de vosotros, pues es don de Dios.”
(Efesios 2:8).
El evangelio es justicia: “Porque en el evangelio la justicia de
Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe
vivirá.” (v. 17). No es suficiente ejercer la fe de palabra, sino que la
justicia de tus obras validará la confianza depositada en el poder redentor y
perdonador de Cristo. Se trata de seguir perseverando día a día en escribir con
hechos dentro de los renglones vacíos de la fe. Un nuevo estilo de vida
comienza para los renacidos, para aquellos que considerando su miserable y
pecaminoso estado espiritual, reciben de Dios su propia justicia para que
ningún acusador pueda ya echarles en cara su transgresión e impiedad.
CONCLUSIÓN
Existe un asunto que no podemos
solucionar por nosotros mismos. Del mismo modo que acudimos a solicitar el
auxilio de alguien que sepa solventar nuestro problema en el día a día de
nuestras existencias, así debemos acudir a Cristo para recuperar nuestra
conciencia de finitud, limitación e indignidad, para darnos cuenta de que un
día todos tendremos que comparecer en ante el tribunal de Dios para ser
juzgados, y para ofrecer de buen grado y sin titubeos toda nuestra vida
perversa para ser cambiada en una nueva vida llena de poder, de salvación, de
fe y de justicia.
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