ESPERANZA PARA EL APÁTICO





SERIE DE SERMONES “¡HAY ESPERANZA!”

TEXTO BÍBLICO: SALMO 72:1-9

INTRODUCCIÓN

      Vivimos tiempos en los que millones de personas se hallan inmersos en la bruma de la apatía. La apatía se ha convertido con el paso de la historia en un mudo clamor que sospecha de todo y de todos, pero que no se decide a cambiar el estado de cosas. Como dijo una vez Samuel Blixen, un escritor uruguayo, la apatía es considerada como una muerte en vida: “¡Las muertes más tristes son aquellas paulatinas y constantes, que llenan una existencia: la muerte de la fe, de la ambición, del amor…!” La apatía se convierte así en un lastre de cualquier entusiasmo o ilusión que uno pueda tener en el futuro. Ante el cúmulo de injusticias, corruptelas, negligencias e insolidaridades sociales y políticas, muchos han optado por pasar de todo, por resignarse silenciosamente, por no mover un músculo para cambiar el mundo oscuro e inhóspito que nos rodea en un entorno de bienestar, paz y justicia. La definición de la apatía deja bien a las claras a qué nos enfrentamos cuando hablamos de ella: “Estado de desinterés y falta de motivación o entusiasmo en que se encuentra una persona y que comporta indiferencia ante cualquier estímulo externo.”
 
    El ser humano apático ha visto tantas veces cómo los malvados y los ladrones de guante blanco medraban a costa de la buena voluntad del pueblo que ya no confía en nadie. Ha asistido a tantas promesas de cambios y de revoluciones que luego se han diluido en negociaciones interesadas que vuelven a dar el mando a los mismos de siempre, que ha dejado de creer en una solución justa y humana para los problemas reales de la sociedad. Ha contemplado como los que debían demostrar con sus actos la compasión, el amor y la gracia, como los líderes religiosos de decenas de religiones, viven a todo tren sin rebajarse a mirar al más pequeño de los mortales. En definitiva, el apático ya no mira con esperanza el futuro. Solo lo ve como algo amenazador, inmutable y negativo. No percibe que él pueda cambiar nada con sus esfuerzos, ideales y empeño. Ya nada le afecta, y su discurso siempre está teñido con el grisáceo color del pesimismo. 

   Los efectos que la apatía tiene en la persona que se da por vencida en la vida son el aburrimiento, la tristeza, una instalación en la rutina y la monotonía, una falta de implicación social y una desapasionada actitud ante todo. Por lo general, la apatía viene generada por su entorno religioso, social, político o laboral. En ese estado apático el ser humano se va marchitando poco a poco por falta del agua de las metas y el sol de la confianza en alguien que realmente cambia, transforma y revoluciona el estatus quo social que vivimos. ¿Existe esperanza para el apático religioso? ¿Existe una fórmula que revierta la apatía socio-política en la que se vive hoy día? ¿La Palabra de Dios puede convertir una vida desilusionada y desmotivada en una existencia llena de entusiasmo y pasión renovados? ¿Alguien puede revigorizar el alma del que ha tirado definitivamente la toalla ante las injusticias del mundo?

    El salmista cuando compone este salmo para Salomón, un rey bien conocido por ser sabio y justo en sus sentencias y juicios, no solo desea hablar únicamente de este monarca que recibe de Dios la capacidad de administrar justicia con equidad a todo un pueblo. En lo que se conoce como profecía de doble lente, el salmista, inspirado por Dios, apunta más allá de los tiempos de Salomón, y nos invita a considerar a Cristo como ese rey justo que viene a la tierra a inaugurar un nuevo reino en el que la injusticia será penada y donde la paz y la salvación ocuparán el lugar del conflicto y la condenación eterna. Es en Cristo, el modelo por excelencia en el que hemos de encontrar nuestra esperanza, en el que poder recibir renovadas ilusiones e ingentes cantidades de entusiasmo y motivación para vivir, mientras caminemos por esta tierra, vidas plenas y satisfactorias que agradan a Dios.

A. HAY ESPERANZA EN LA JUSTICIA DE DIOS

“Oh Dios, da tus juicios al rey, y tu justicia al hijo del rey. Él juzgará a tu pueblo con justicia, y a tus afligidos con juicio… Los collados llevarán justicia. Juzgará a los afligidos del pueblo, salvará a los hijos del menesteroso… Florecerá en sus días justicia.” (vv. 1-4, 7)

      La justicia que nosotros conocemos como la que se ejecuta en los tribunales pasa por tiempos muy difíciles. La ciudadanía cree muy poco o nada en los estamentos de la judicatura, desconfía de la independencia judicial, considera a los abogados como un hatajo de mentirosos y manipuladores de la verdad, y en muchas ocasiones, el pensamiento general es el de que los poderosos y las personas con cierta influencia se van de rositas tras cometer delitos claros y flagrantes. Además, algunas de las leyes que se aprueban por el gobierno parece que son hechas a medida de los delincuentes políticos. ¿Cómo no va a cundir entre la gente la idea de que la justicia es un paripé del quince? Ya lo dejaba caer un poeta estadounidense llamado  Robert Frost hablando de la justicia que el jurado popular puede ejercer: “El jurado está compuesto por doce personas elegidas para decidir quién tiene el mejor abogado.”

    Sin embargo, este malestar y esta apatía ante la justicia del ser humano no deben consumir nuestras ansias y sed de justicia en este mundo. Aunque los jueces y demás estamentos judiciales no nos logren amparar con equidad e imparcialidad, sabemos que en Cristo tenemos al Juez de jueces. En vez de esconder nuestra presencia y nuestro deseo por recibir aquello que nos corresponde en justicia, debemos acudir a Dios en oración para que Él sea el que mueva los hilos de las circunstancias, toque las conciencias de aquellos que han de juzgarnos y habilite una resolución que nos levante del lecho de la apatía. Cristo manifestó su justicia en toda ocasión que se le presentó. Cuando se le solicitó la ofrenda para el mantenimiento del Templo, allí la entregó por medio de Pedro y un pescado. Cuando se le preguntó sobre a quién había de pagarse los impuestos, no le tembló el pulso al decir que había que dar al César, lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Cuando fue prendido injustamente por la guardia judía se entregó sin resistencia ni violencia. Cuando contempló cómo se le juzgaba desde el desprecio y el odio de sus captores, no abrió su boca, sino que se sometió a la sentencia cruel y malvada de su muerte. En vez de mantenerse apático y resignado ante su suerte, dejó perlas de sabiduría en sus palabras y gestos últimos de perdón mientras sufría como un perro las vejaciones de sus enemigos.

    Jesús padeció la injusticia del ser humano de una manera vergonzosa y terrible. Murió para dejar sentado que la justicia humana era imperfecta, egoísta y manipulable, y que solo la justicia celestial es la única que puede transformar la injusticia más grande y horrible que produce muerte y apatía, en un modo de justificar al pecador a través de la vida y la resurrección. En su muerte y resurrección podemos comprobar la justicia de Dios en Cristo, una justicia que es ofrecida al afligido y al menesteroso. Del mismo modo, la muerte de Cristo en la cruz apunta a que seguir utilizando la justicia terrenal para explotar y pisar al humilde y al pobre solo lleva a que Dios aplaste al opresor (v. 4) y haga lamer el polvo a los enemigos de la justicia divina (v. 9). La esperanza que todos tenemos en Cristo es que regresará de nuevo para juzgar a vivos y a muertos, dando su merecido a todos aquellos que se lucraron injustamente de la miseria de otros: “Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia.” (2 Pedro 3:13).

B. HAY ESPERANZA EN LA PAZ DE DIOS

“Los montes llevarán paz al pueblo… Florecerá muchedumbre de paz, hasta que no haya luna.” (vv. 3, 7)

    Del mismo modo que la justicia, la paz está completamente devaluada. Pocos o ninguno son los titulares de los telediarios en los que se hable de paz, reconciliación o perdón. Todo son noticias sobre conflictos nacionales, internacionales e interpersonales. La paz es una especie de mito, una quimera imposible de alcanzar humanamente hablando. Numerosos son los motivos que llevan a los pueblos y a las personas a descargar su furia y su ira sobre sus semejantes, y ninguno de ellos es visto con agrado por Dios. Del pecado es que surgen las disensiones, las divisiones y las peleas, y de la negrura del alma proceden las disputas, las peleas y las guerras. Tener la fiesta en paz se ha convertido en misión imposible y lograr consensos razonables y acuerdos pacíficos no es más que un sueño inalcanzable. La paz que pueda lograr el ser humano siempre será momentánea, efímera y cargada de tensión esperando un nuevo caso de odio mortal. Antonio Mingote, humorista gráfico español, nos dejó una frase muy cierta y reveladora para la posteridad en relación con la supuesta paz que podemos encontrar actualmente: “Todos quieren la paz, y para asegurarla, fabrican más armas que nunca.”

    No obstante, la paz es posible y existe esperanza para aquellos que, sumidos en la apatía, piensan en la inevitabilidad de las guerras y los enfrentamientos violentos. Cristo nos ofrece una nueva paz, o mejor dicho, una paz genuina que se aleja muchísimo de lo que nosotros conocemos como paz. Esta paz que Cristo nos ofrece no es la ausencia de conflictos. Esta paz de Cristo está por encima de ellos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” (Juan 1:27). A pesar de la violencia, del rencor y de la inquina que pueda abalanzarse sobre nosotros, aquellos que no nos dejamos vencer por la apatía y la desilusión, sabemos que podemos reposar en él, recibiendo constante serenidad y paciencia. Cristo siempre se mostró como un agente de paz, y condenó sin ambages cualquier atisbo de violencia que pudiese desatarse a su alrededor, y si no, que se lo pregunten a Pedro cuando cortó la oreja a Malco cuando intentaba defender a su maestro. La paz que Cristo demostró en su camino al Calvario, perdonando a sus detractores, es una evidencia formidable de la paz interior que Dios puede darnos incluso en nuestros momentos más difíciles. Existe esperanza, pues, para el apático puesto que Cristo marcó su senda con las huellas inapelables de su ministerio pacificador y conciliador.

C. HAY ESPERANZA EN LA SOBERANÍA DE DIOS

“Te temerán mientras duren el sol y la luna, de generación en generación. Descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada; como el rocío que destila sobre la tierra… Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra. Ante él se postrarán los moradores del desierto, y sus enemigos lamerán el polvo.” (vv. 5-6, 8-9)

      El relativismo moral, la supremacía del individualismo y la defensa a ultranza de la autonomía personal han dejado en segundo plano la soberanía de Dios. Cuando todo vale porque se debe respetar y tolerar el abanico de perspectivas de lo que está bien y de lo que está mal, la apatía aboga por mantener la boca cerrada y las ideas sobre absolutos universales guardadas a cal y canto en la mente. Cuando escuchamos que cada uno puede hacer lo que le viene en gana sin tener que dar cuentas ante el resto de la sociedad, la apatía nos dice que “cada uno en su casa, y Dios en la de todos.” Cuando contemplamos atónitos cómo se retuerce el derecho, y se cambian las etiquetas de lo permitido y de lo correcto por otras que proceden de los deseos caprichosos y desordenados del corazón humano, la apatía susurra al oído del apático que es mejor mantenerse al margen de todo pasando olímpicamente de discusiones sobre la verdad y la ética. Dios como absoluto ha sido relegado por el pensamiento ideológico a la nada, al ámbito de la superstición y de la locura.

    Pero, ¿acaso la relatividad, la individualidad y la autonomía a ultranza han traído justicia, paz y salvación al ser humano? ¿Hay más orden, más amor o más solidaridad? ¡Por supuesto que no! El único modo de que en este mundo reine la paz, la misericordia y la justicia es reconociendo la soberanía de Dios a través del señorío de Cristo. Cristo es el único que puede transformar el discurso del “todo vale mientras seas feliz” en “serás feliz si yo soy tu todo”. Cristo es el único que puede transformar el egoísmo individualista en amor fraternal y comunitario a través de su iglesia. Cristo es el único que puede transformar el concepto mentiroso que nos dice que nosotros somos dueños de nuestra vida, en la idea de que somos posesión de Dios adquirida por medio del sacrificio de su Hijo en la cruz. Existe esperanza para los apáticos e ilusión de vivir sabiendo que viviendo por Él, en Él y para Él encontramos sentido completo y satisfactorio a nuestra existencia: “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven.” (Romanos 14:8-9).

CONCLUSIÓN

    Si estás desencantado de la vida, desilusionado por el ser humano, decepcionado ante las injusticias de este mundo y desmotivado por no encontrar la paz espiritual, Cristo es la esperanza que va a disipar tus grises nubarrones de tu mente, que va a darte pasión por lo que realmente vale la pena que es él, y que no te va a defraudar nunca. No sucumbas a la apatía y acepta la paz, la salvación y la justicia que Dios te ofrece a través del señorío de Cristo en cada área de tu vida. No dejes que mueran paulatinamente en ti la fe, el amor y la justicia mientras Cristo pueda ser tu mejor esperanza: “Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado.” (Hebreos 12:12-13).

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