UN AMOR QUE PUEDES EXPERIMENTAR
SERIE DE
ESTUDIOS SOBRE ROMANOS “RENACIDOS: EXPERIMENTANDO LA NUEVA VIDA EN CRISTO”
TEXTO
BÍBLICO: ROMANOS 5:6-11, 18-21
INTRODUCCIÓN
Muchas
cosas se han dicho sobre el amor. Gran cantidad de autores, filósofos,
literatos e ideólogos han valorado el amor desde tantos ángulos y perspectivas
que prácticamente ya no se sabe exactamente qué es o en qué consiste. Unos
hablan del amor como un quid pro quo, otros como una manifestación ñoña de
debilidad, otros como la antesala del sexo indiscriminado y otros como el arma
del chantajista emocional. El amor humano se ha disgregado en tantas
concepciones, tan lejanas las unas de las otras, que ha llegado a ser muy
difícil verificar si realmente lo que uno siente hacia otra u otras personas es
realmente amor. El relativismo en el que habita la idiosincrasia social actual
ha convertido la idea de amor en algo utilitarista, en un elemento utópico que
solo es alcanzable a través de las holliwoodienses expresiones cinematográficas
o de los culebrones melodramáticos. El amor se enfría a pasos agigantados como
resultado de la sospecha hacia el otro, como resultado de las malas
experiencias y traumas del pasado, y como consecuencia de haber sido
traicionado tras haber depositado la fe en algo que pudo ser y no fue.
Dado el
panorama y la visión que se tiene del amor humano, muchos creyentes han querido
visualizar espiritualmente a Dios desde su estado de frustración en el amor.
Aún piensan muchos cristianos que Dios nos ama en tanto en cuanto seamos buenos
y piadosos, y que nos lanza sus rayos de ira desde las alturas celestiales
cuando cometemos un error. Se cree incluso que la gracia de Dios depende de
nuestros actos, algo que inculca en muchos un miedo constante a estar apeados
de la misericordia de Dios. El caso radicalmente opuesto de la gracia barata
también se está imponiendo con demasiada virulencia en nuestros contextos
eclesiales. Haciendo gala del mismo espíritu de los corintios, se arrogan el
dicho de Lutero “peca fortiter” (peca
más fuerte) para seguir revolcándose en los charcos infectos de sus desvaríos
carnales, esperando que la gracia sobreabundante de Dios los libre en el último
segundo. Pensar que podemos perder la salvación por causa de un amor
condicional de Dios, o pensar que podemos hacer lo que nos venga en gana porque
Dios es amor y todo lo ha de perdonar sin más ni más, son errores más comunes
en nuestros medios eclesiales de lo que pudiésemos imaginarnos.
Pablo
quiere sacarnos de dudas acerca de la calidad, alcance y poder del amor de Dios
en Cristo. A través del texto de hoy seremos capaces de comprender y asimilar
que el amor de Dios ni es tan inalcanzable ni es tan barato. En Cristo
contemplamos el amor perfecto, aquel que nos libera y nos salva.
A.
CONTRASTES DE VIDA Y MUERTE
Pablo
emplea en este pasaje varios contrastes para considerar nuestro estado actual
en Cristo a la luz de nuestro pasado sin Dios. De este modo tan instructivo
podremos darnos cuenta de la diferencia que ha supuesto experimentar el amor de
Dios a través del sacrificio de su Hijo unigénito en la cruz.
“Porque
Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.” (v. 6)
Este es el
amor de Dios en Cristo. Reconociendo que no estábamos en condiciones de
salvarnos de nosotros mismos, Cristo no estimó ni nuestra debilidad ni nuestra
impiedad como motivos que pudiesen menoscabar su misericordia hacia nosotros. En
este mundo en el que el débil es apartado de un manotazo y que es marginado por
su poca utilidad social, pocos son los que se acercan a ellos trayéndoles
esperanza y fortaleza. Siendo lastres y despojos humanos de los que Cristo nada
iba a sacar en claro, murió por nosotros. Su amor es tan grande e increíble que
sabiéndonos incapaces de hacer el bien, aun así nos perdona y nos muestra su
compasión. Siendo mala gente, cometiendo fechorías innumerables y rebelándonos
frontalmente contra la voluntad de Dios, no mereceríamos ser amados, y mucho
menos ser absueltos de nuestros crímenes. Pero Cristo logra que experimentemos
su amor recordando nuestro pasado repleto de depravación y comparándolo con el
tierno refugio de gracia que hallamos en él cada día.
“Ciertamente
apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir
por el bueno.” (v. 9)
Pablo
pretende con una ilustración muy clara dejar sentada una realidad: el ser
humano raramente suele sacrificarse por su prójimo. El individuo se ama tanto a
sí mismo que es difícil escuchar hablar sobre historias en las que una persona
arriesgó su integridad física para rescatar a otra. Por lo general oímos más
relatos de todo lo contrario, de asesinatos, matanzas, indiferencia y egoísmo.
Pero el apóstol no cierra la puerta a la posibilidad de que esto se dé dentro
de una circunstancia en la que intervenga una buena persona. Es posible
arrostrar peligros y riesgos para salvar a un niño inocente, o a una persona
honrada y honesta. Pero dar la vida por un criminal de guerra, por un ladrón o
por un terrible facineroso, gente que siega vidas sin escrúpulos ni
miramientos, eso ya es otro cantar. Somos buenos con quienes son buenos con
nosotros, pero morir salvando a viles y perversos ejemplos de la peor calaña ya
es otra cosa.
“Mas Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió
por nosotros.” (v. 10)
Dado el
carácter del ser humano de aborrecer a quienes nos hacen mal, el contraste
resulta más estremecedor e impactante cuando nos comparamos con Cristo. Siendo
nosotros pecadores redomados, transgresores de la ley de Dios, amantes más de
nuestro yo que de los demás, perpetradores de las más escalofriantes fechorías
e impíos en gran manera, Cristo, el justo entre los justos, el inocente e
intachable Hijo de Dios, tuvo a bien, sin importarle nuestra suciedad interior
y exterior, amarnos. Este es el verdadero amor: amar sin mirar a quien. Si
Cristo hubiese señalado lo corrupto de nuestro estilo de vida, y hubiese
juzgado nuestro estado depravado, seríamos carne de infierno. Sin embargo, de
manera excelsa e inverosímil, Cristo vio en nosotros esa criatura maltrecha y
esclavizada por el pecado que seguía teniendo la imagen de Dios marcada a fuego
en el corazón. Cristo nos ama como nadie nos amaría si supiese lo que de verdad
hay en nuestro fuero interno. Sabiendo que no lo merecíamos, se entregó hasta
la muerte para demostrarnos que a pesar del pecado, somos valiosísimos para él.
“Pues mucho
más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira.”
(v. 9)
No
solamente nos amó, nos ama y nos amará a pesar de nuestras impiedades. También
nos salva de la ira venidera de Dios, del castigo debido por toda una vida de
pecado y desenfreno carnal. Su muerte no solo nos habla de su gracia admirable,
sino que nos justifica, considerándonos justos ante los ojos justicieros de
Dios. Escapamos así a la condenación eterna en el infierno de fuego y azufre,
aceptando por fe su amor maravilloso plasmado en la sangre derramada
voluntariamente por nosotros en la cruz del Calvario. Justificados, ya solo
somos vistos por Dios como hijos suyos a los que manifestar su amor por toda la
eternidad.
“Porque si
siendo enemigos, fuimos reconciliados por Dios por la muerte de su Hijo, mucho
más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.” (v. 10)
Pablo
sigue remachando la misma idea de indignidad del ser humano ante la oferta del
amor de Dios en Cristo. En esta ocasión habla de enemistad, de mostrar para con
Dios una abierta y clara rebeldía y enfrentamiento. Así éramos antes de aceptar
su amor: personas que se oponían a todo cuanto sonase a Dios, individuos que no
aceptaban en ningún caso el ofrecimiento de la vida eterna, seres humanos de
corazón de mármol que permanecían impasibles ante la iniciativa de Dios. Pero
ahora al recibir de buen grado su amor y misericordia, y al reconocer que hemos
sido justificados por la fe mediante la gracia, también somos reconciliados con
Dios. Por medio de Cristo hemos tenemos paz con Dios, e intentamos tenerla con
los demás y con nosotros mismos. Esta reconciliación solo conduce hacia un lugar:
la salvación y la vida eterna. Y aunque la muerte de Cristo logró exhibir ante
el mundo el gran amor de Dios para con todos, su resurrección consiguió que
pudiésemos adueñarnos de su vida por los siglos de los siglos.
“Y no solo
esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo,
por quien hemos recibido ahora la reconciliación.” (v. 11)
El amor
recibido en forma de salvación, justificación y reconciliación de parte de
Cristo es motivo más que suficiente para que nuestra sincera adoración agradezca toda esta formidable obra en
nuestras vidas. Nos gloriamos y enorgullecemos, nos gozamos y alegramos al
sabernos amados por Cristo, al ser siervos suyos que trabajan en su misión bajo
su mando y señorío. Nos regocijamos con gratitud por haber encontrado esa
comunión perfecta y entrañable con Dios que antes, como pecadores, no teníamos.
B.
CONTRASTES DE PASADO ADÁMICO Y PRESENTE CRISTIANO
En este
manojo de versículos, el apóstol apuesta por utilizar de nuevo una
contrastación entre lo que vivíamos en el pasado sin Cristo y aquello que
vivimos hoy con Él y en Él mientras miramos hacia un esperanzado futuro de
salvación. Para ello, Pablo se vale de las imágenes simbólicas y metafóricas de
Adán, como primer ser humano creado por Dios, y de Cristo, como el segundo
Adán, o aquello que el ser humano debe aspirar a ser y que dejó de ser cuando
pecó en el huerto del Edén.
“Así que,
como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la
misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación
de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán
constituidos justos. Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas
cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia, para que así como el pecado
reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna
mediante Jesucristo, Señor nuestro.” (vv. 18-21)
La caída
en el Edén fue un acontecimiento histórico del que no podemos apostatar por
mucho que lo queramos. La realidad es que el ser humano tipificado en la
persona de Adán desobedeció las órdenes dadas por Dios en una infértil y
orgullosa búsqueda de la divinidad. Es preciso acotar aquí la idea de que no
heredamos el pecado de nuestros predecesores, sino que más bien, al ser capaz
el ser humano de reconocer lo que está bien y lo que está mal, su tendencia
habitual es la de desobedecer y transgredir las ordenanzas que para nuestro
bien fueron establecidas por Dios. A diferencia de aquellos que creen en el
pecado original de todo ser humano y que construyen toda una teología de la gracia
de Dios completamente apartada de la sencilla y correcta interpretación
bíblica, nosotros no creemos en que genéticamente estamos destinados a pecar y
que nada se puede hacer para remediarlo. Si así fuese, de nada serviría
predicar acerca de la posibilidad de rechazar la tentación y el atractivo sabor
de lo pecaminoso.
Esta
transgresión cometida por toda la humanidad a lo largo de la historia supone
saltarse las normas de Dios a la torera en pro de lograr los caprichos, deseos
e intereses personales de cada uno. Pero Dios ya advirtió a Adán del peligro
que supondría transgredir la línea de obediencia marcada por Dios. La muerte
sería el precio de la arrogancia humana, y si Dios no lo remediaba a través de
la promesa de un vástago que derrotase triunfalmente a la serpiente, todo
mortal vendría a ser sentenciado a cumplir cadena perpetua en los infiernos: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y
entre tu simiente y la simiente suya, ésta te herirá en la cabeza, y tú le
herirás en el calcañar.” (Génesis 3:15). Sin embargo, el Señor proveyó de
una solución repleta de amor, gracia y justicia en Cristo. La justicia e
inocencia de Cristo nos fue imputada a todos aquellos que elegimos
voluntariamente someternos bajo la soberanía de Dios, y la vida resurgió de una
muerte espiritual y física inminentes. Su obediencia al Padre incluso en las
horas más amargas de su ministerio terrenal nos mostró el camino correcto a la
comunión con Dios, volviendo en nosotros para vivir como justos ante los ojos
de un Padre que espera a su hijo pródigo para restaurar su lamentable estado.
La ley
fue, por otra parte, un instrumento necesario para acotar el pecado del ser
humano: “Entonces, ¿para qué sirve la
ley? Fue añadida por causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente
a quien fue hecha la promesa, y fue ordenada por medio de ángeles en mano de un
mediador.” (Gálatas 3:19). Si la ley dada a Moisés no hubiese aparecido en
escena, la relatividad moral camparía a sus anchas por el mundo. Con la ley
podemos reconocer aquello que está bien o que no lo está, regular las
relaciones interpersonales, entablar una conexión espiritual directa con Dios a
través de Cristo, y vernos como realmente somos: incapaces de cumplir a
rajatabla todas y cada una de sus especificaciones: “De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a
fin de que fuésemos justificados por la fe.” (Gálatas 3:24). La ley hacía
ver a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos que el pecado, en vez de
menguar, arreciaba en todos sus aspectos, formas y alcances. Ante la cada vez
mayor abundancia de pecado, Cristo se erige como aquella gracia divina mucho
más abundante y capaz de cubrir con suficiencia el pecado reconocido ante él en
arrepentimiento y confesión. Esta gracia no supone que pecar cada vez más no
sea un problema. Esta gracia implica vivir vidas que aborrecen radicalmente
cualquier atisbo de impiedad e iniquidad. Cristo es la vida eterna que sepulta
para siempre a la muerte y la condenación. Es el amor inmenso y sublime que
reina en la iglesia como canalizadora del mismo a través de la misión y la
predicación bíblica.
CONCLUSIÓN
Cristo es
ese amor que puedes experimentar si tú quieres. Sea que ya hayas entregado tu
vida a su servicio o sea que todavía te encuentres valorando qué hacer ante la
oferta de gracia y perdón de tus pecados que te presenta cada día, lo cierto es
que vivir el amor de Dios en Cristo es la experiencia más reconfortante,
hermosa y gloriosa que existe. Saber que siendo indignos de recibir su amor, él
nos siga mirando con ojos de misericordia y afecto, es un tesoro que haríamos
bien en compartir con tantas personas faltas de un amor real e incondicional que
conocemos en nuestro contexto personal. Da la oportunidad con tu testimonio y
palabras a que alguien en esta semana pueda conocer del amor de Cristo y de la
vida eterna que desea regalarle.
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